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UN ORCO CON IDEAS A LARGO PLAZO

—Esa rabia de todo el día —dijo Tsinka Shinriil mientras pasaba los dedos por el recio hombro de Obould—. Deja que te guíe ahora —entonces mordió al orco en la nuca y empezó a enroscar los brazos y las piernas nervudos alrededor de su cuerpo.

Al notar la tensión de los músculos de la orca, Obould volvió a recordar al pegaso salvaje. Unas imágenes divertidas acudieron a su mente, pero las rechazó mientras apartaba fácilmente a la apasionada chamana y caminaba hacia el centro de la tienda.

—Es mucho más que una estúpida criatura —manifestó tanto para sí mismo como para Tsinka.

Se giró y encontró a la orca observándolo fijamente con una expresión perpleja que contrastaba notablemente con su cuerpo desnudo y tembloroso.

—El caballo alado —explicó. Tsinka se sentó con pesadez sobre un montón de pieles—. Más que un caballo… Más que las alas… —Se volvió a la par que asentía en silencio y empezaba a pasear de un lado a otro de la tienda—. Sí, ése ha sido mi error.

—¿Error? Eres Gruumsh. Eres perfecto.

La sonrisa de Obould se convirtió en una mueca burlona mientras se giraba de nuevo hacia ella.

—He subestimado al animal —dijo—. Un pegaso, al parecer, es mucho más que un caballo con alas.

Tsinka se quedó boquiabierta. Obould se rió de ella.

—Un cabillo puede ser listo, pero esa criatura es más que lista —continuó el rey orco—. Es sabia. ¡Sí! Y si yo sé eso…

—Ven conmigo —le pidió Tsinka, que extendió los brazos y adoptó una postura tan exagerada, tan intencionadamente seductora, que a Obould le pareció divertida, sin más.

De todos modos, se acercó a ella, aunque siguió estando muy distraído porque no dejaba de darle vueltas a las implicaciones de su intuición. Sabía la predisposición del pegaso; sabía que la criatura era mucho más que un estúpido caballo con alas porque se había dado cuenta de que su empecinamiento no era tal, sino lealtad. Si él sabía eso, entonces los amos anteriores del pegaso tendrían que saberlo, y si lo sabían, entonces no podían permitir que se prolongara su reclusión.

Esa idea reverberó en Obould y eclipsó cada movimiento de Tsinka, cada mordisco, cada caricia, cada ronroneo. En lugar de menguar con la bruma de la lujuria, las imágenes de elfos acudiendo al rescate del pegaso cobraron velocidad y claridad. Obould comprendió el verdadero valor de la criatura que sus secuaces habían capturado.

El rey orco soltó un grito tremendo que sobresaltó a Tsinka. La orca se quedó paralizada, mirándolo de hito en hito; el pasmo y la confusión asomaron a sus ojos.

Obould la empujó a un lado y se levantó de un brinco; agarró una piel para cubrirse mientras pasaba bajo la solapa de la tienda y salía al exterior.

—¿Adonde vas? —le gritó Tsinka—. ¡No puedes irte! —la lona de la entrada cayó de nuevo en su sitio y ocultó a Obould—. ¡No puedes salir sin armadura! ¡Eres Gruumsh! ¡Eres el dios! Debes estar protegido.

Obould asomó la cabeza por la rendija de la lona de la entrada; exhibía una sonrisa de oreja a oreja que se reflejaba en sus ojos.

—Si soy un dios… —empezó, pero dejó la frase sin terminar para que Tsinka la razonara y completara por sí misma.

Después de todo, si era un dios, entonces, ¿por qué iba a necesitar armadura?

Amanecer —susurró entrecortadamente Innovindil cuando por fin divisó al maravilloso equino alado.

A su espalda, sobre el rocoso acantilado, por la negra ladera que había debajo del espolón montañoso, Crepúsculo pateaba el suelo y resoplaba, consciente de que su hermano y compañero se encontraba allí abajo, en el herboso valle.

El pegaso estaba detrás de Innovindil, pero la elfa apenas lo oía, como tampoco reparaba casi en su compañero, el elfo oscuro que se movía a su lado. Sus ojos seguían prendidos en el pegaso que pastaba la alta hierba amarillenta allí abajo; tenía las patas atadas con una maniota. La elfa fue incapaz de cerrar la mente al recuerdo de la última vez que había visto a Amanecer, atrapado en una red, ni las imágenes que habían acompañado esa escena turbadora. La muerte de su amado Tarathiel se proyectó en su mente con abrumadora claridad. Presenció su desesperada danza de guerra contra Obould y el repentino y contundente final.

Sin apartar la vista de Amanecer, parpadeó para contener las lágrimas.

Drizzt Do’Urden posó una mano en su hombro, y cuando Innovindil consiguió finalmente volver la mirada hacia él, se dio cuenta de que el drow entendía perfectamente el tumultuoso desasosiego que se agitaba en su interior.

—Lo sé —corroboró el elfo oscuro—. Yo también lo veo.

Innovindil asintió en silencio.

—Encontremos el modo de dar un paso de gigante hacia la venganza de Tarathiel —dijo Drizzt—. Por encima de todo, él exigiría que liberáramos a Amanecer de los orcos. Démosle algo de descanso a su espíritu.

Otro gesto de asentimiento y después Innovindil volvió a mirar el valle herboso, aunque no se centró en el pegaso, sino en las posibles rutas que los acercaran al pobre animal. Observó a los guardias orcos que deambulaban por los alrededores y contó media docena.

—Podríamos hacer una bajada en picado a lomos de Crepúsculo — sugirió—. Te dejo justo detrás de Amanecer y te cubro mientras tú liberas a nuestro amigo.

Drizzt empezó a sacudir la cabeza antes incluso de que ella terminara de hablar. Sabía que el núcleo principal del campamento se encontraba justo detrás de la suave loma que había al otro lado del valle.

—No disponemos de mucho tiempo —contestó—. Y si los alertamos antes incluso de llegar allí dispondremos de menos aún para liberar a Amanecer y escapar. Los gigantes de la escarcha pueden arrojar enormes piedras a mucha, mucha distancia, y por lo general no fallan.

Innovindil no discutió. De hecho, a pesar de la propuesta, también ella había llegado a esas mismas conclusiones. Cuando miró a Drizzt se sintió más tranquila, pues vio que el elfo oscuro examinaba cada posible ruta de acercamiento y sopesaba cada acción. Innovindil ya sentía un gran respeto por el drow. Si había alguien capaz de llevar a cabo el rescate era Drizzt Do’Urden.

—Dile a Crepúsculo que esté preparado para acudir cuando silbes— instruyó el drow al cabo de un momento—, igual que cuando matamos…, mataste a ese asesino, el hijo de Obould.

Innovindil se deslizó hacia atrás, aparcándose del borde del risco, y gateó hasta llegar a donde estaba Crepúsculo. Cuando regresó poco después la recibió un sonriente Drizzt que le indicaba con un gesto de la mano que lo siguiera. El drow se deslizó por las piedras con la facilidad de una serpiente; Innovindil lo seguía de cerca.

Tardaron casi media hora en atravesar la zona prácticamente despejada de la ladera oriental de la montaña. Se movían de sombra en sombra, de un recoveco a una grieta, aprovechando cualquier irregularidad de la pared rocosa. La ruta elegida por Drizzt los condujo al valle que había justo al norte del campo en el que pastaba Amanecer, pero todavía quedaban cincuenta metros de campo abierto entre el pegaso y ellos. Desde aquella posición más ventajosa advirtieron la presencia de otros dos guardias orcos, lo que elevaba el número a ocho.

Drizzt se señaló a sí mismo, luego a Innovindil y después a la alta hierba, tras lo cual movió la mano de forma sinuosa, a semejanza de una serpiente. Cuando la elfa asintió con la cabeza para indicarle que lo había entendido y empezó a agazaparse, el drow levantó la mano para detenerla. Comenzó a mover los dedos en el lenguaje de señas de los elfos oscuros, pero se detuvo y se sintió frustrado al comprender que ella no podía descifrarlo.

Entonces torció el gesto y se empujó la nariz hacia arriba en un Intento de adoptar la apariencia de un orco. Después señaló la alta hierba otra vez y se encogió de hombros con aire inseguro.

En respuesta, Innovindil parpadeó para indicar que había entendido y, adoptando de nuevo la postura agazapada, sacó una daga que llevaba en la bota y se la puso en la boca. Sujetándola entre los dientes, la elfa se aplastó contra el suelo y se arrastró hacia la hierba dejando atrás la protección de los árboles. Echó una ojeada hacia atrás, en dirección a Drizzt, y le indicó con la mano que iría hacia la derecha, al oeste de la posición de Amanecer.

El drow se arrastró por la hierba a la izquierda de la elfa, pegado contra el suelo, y ambos avanzaron.

Drizzt lo hacía en tandas de diez «pasos» con los codos y se deslizaba por la hierba lenta y metódicamente para después hacer un alto y levantar la cabeza lo suficiente como para atisbar al guardia orco más próximo. Habría querido desviarse e ir directamente a por él para matarlo allí mismo, pero su misión no era ésa. Drizzt rechazó, no sin esfuerzo, la rabia y al Cazador que había dentro de él y que exigía constantemente venganza por la muerte de Bruenor y de los demás. Controló aquel instinto colérico y se recordó en silencio que Amanecer dependía de él, que el fantasma de Tarathiel, otro amigo caído, lo conminaba a hacerlo,

Se desvió para apartarse del guardia orco a una distancia prudente para evitar que lo detectara y se situó de nuevo en línea para acercarse a Amanecer desde el este, A poco se encontraba dentro del perímetro de los centinelas orcos. Los oía en derredor charlando en su lenguaje gutural o dando patadas a la tierra. Oyó piafar a Amanecer, lo que le ayudó a calcular que todavía estaba a unos ocho metros del animal. Seguramente tardaría en recorrer esa distancia más que los treinta metros que había salvado desde los árboles, ya que cada movimiento debía ser silencioso y realizado con infinito cuidado para no mover la hierba.

Pasaron muchos minutos mientras Drizzt permanecía absolutamente inmóvil, y después se atrevió a adelantar un codo y a arrastrarse poco más de un palmo hacia adelante. Fue girando ligeramente hacia el oeste a medida que avanzaba y acortaba distancias, o eso esperaba, entre Innovindil y él.

Una pisada justo delante de él lo hizo quedarse totalmente quieto. Un instante después veía la gruesa y fuerte pierna de un orco envuelta en cuero y pieles.

Ni siquiera osó respirar.

La bestial criatura gritó a sus amigos algo en su lengua nativa, aunque demasiado de prisa para que Drizzt pudiera descifrar lo que decía. Sin embargo, el drow se relajó un poco cuando oyó a los otros orcos responder con una risa.

El orco caminó hacia el oeste y se alejó de Drizzt.

El elfo oscuro siguió inmóvil un poco más para dar tiempo a la criatura a alejarse del todo y también para asegurarse de que no reparaba en la presencia de Innovindil.

Satisfecho, reanudó el avance una vez más, pero entonces se frenó, sorprendido, cuando Amanecer relinchó de repente. El pegaso reculó y resopló al mismo tiempo que pateaba el suelo con fuerza. El equino alado relinchó otra vez, fuerte y frenéticamente. Entonces, se encabritó y sacudió las patas delanteras con tanta violencia que el drow oyó el pataleo de los cascos en el aire.

Drizzt levantó un poco la cabeza y en seguida se dio cuenta de su error.

A su espalda, en lo alto de los árboles desde los que habían salido Innovindil y él, se oyó el grito de un vigía orco. Delante, los ocho guardias empezaron a cerrar filas y uno de ellos gritó.

El drow se giró hacia un lado, donde había sonado un ruido, y vio que más orcos cargaban desde la lejana loma.

—Una trampa —susurró como si no diera crédito a lo que veía.

Al otro lado captó una repentina serie de ruidos cuando Innovindil se incorporó con rapidez a la espalda de un guardia orco. La mano de la elfa, engañosamente delicada, se disparó alrededor de la cara de la criatura y le echó la cabeza hacia atrás mientras que la otra mano aparecía por el lado opuesto; el filo del cuchillo trazó una línea roja en la garganta desprotegida del bruto.

El orco que se encontraba más cerca lanzó un grito y cargó al mismo tiempo que su compañero se iba de bruces al suelo aferrándose la letal herida.

La mano de Innovindil se disparó hacia adelante y arrojó el arma ensangrentada al orco que se acercaba. Girando desesperadamente los brazos como aspas, el orco logró esquivar la daga, pero la astuta elfa sólo buscaba una maniobra de distracción. Con un movimiento fluido, desenvainó la espada y rodó por el suelo hacia el orco que se había agachado en un quiebro, y acortó distancias con él. Se incorporó con un ágil movimiento, todavía impulsada hacia adelante, con la espada al frente, y consiguió asestar un golpe certero y limpio en el pecho del orco.

Sin embargo, otros tres cargaban contra ella.

Drizzt recurrió a sus habilidades innatas e interpuso un globo de oscuridad mágica en su camino, se incorporó de un salto y salió a interceptarlos. Uno de los orcos se las ingenió para frenarse antes de colarse en la zona encantada, en tanto que otro se limitó a bramar mientras cargaba de cabeza, y el tercero viró hacia un lado.

—¡Lo atraviesa a la carga! —advirtió el drow a su compañera, y ni siquiera había terminado de hablar cuando el orco irrumpió por el lado opuesto del globo, a menos de dos zancadas de la elfa.

Aun así, la advertencia de Drizzt sirvió para que Innovindil levantara la espada en ángulo, y cuando el orco se abalanzó contra ella, lanza en ristre, la elfa desvió la moharra.

El orco continuó avanzando por el impulso e intentó arrollarla con su corpachón, pero en el último momento Innovindil se tiró al suelo a cuatro patas y se puso de costado. A pesar de todos sus esfuerzos el orco no pudo frenar ni volverse, de modo que tropezó con ella y salió lanzado por el aire en una voltereta.

No obstante, a Innovindil no le dio tiempo a ponerse de pie y tuvo que parar la estocada que le asestó otro de los orcos cuando todavía estaba con una rodilla en el suelo. La criatura la hostigó con más ahínco descargando golpes de espada desde distintos ángulos. La elfa tuvo que blandir frenéticamente su arma para frenar las arremetidas.

Lanzó un grito mientras otra figura pasaba veloz ante ella, y le costó un largo instante darse cuenta de que era Drizzt Do’Urden. Tardó otro segundo en reparar en el orco que la había estado acosando y que, tras haber retrocedido unos pasos, sostenía la espada con dedos temblorosos. Mientras Innovindil lo miraba empezaron a marcársele unas lineas rojas, cada vez más gruesas, en la cara y en el cuello.

—¡Nos estaban esperando! —le gritó Drizzt, que, pasando velozmente a su lado de nuevo, se desplazó a su espalda para hacer frente al orco que se había caído y que se estaba levantando.

El orco arremetió con la lanza a su nuevo adversario y sólo acertó a dar en el aire. El drow, en perfecto equilibrio y con movimientos raudos, esquivó el arma echándose hacia atrás y a un lado. Después, salvada la arremetida, se adelantó con una velocidad que sorprendió totalmente al orco. Este jamás había luchado con un adversario como Drizzt Do’Urden y ni siquiera había visto a un drow metido en combate, y menos a uno que vestía ajorcas mágicas que le conferían mayor velocidad a los pies.

Las cimitarras, trazando círculos en el aire, cayeron sobre la indefensa bestia y le infligieron tajo tras tajo en el rostro y en el pecho. El orco soltó la lanza y cruzó los brazos en un intento desesperado de parar los ataques, pero las afiladas cuchillas del drow continuaron realizando su mortífero y sistemático trabajo.

Drizzt debía de haber golpeado una docena de veces al orco en retroceso cuando saltó y pateó a la criatura en el tórax, por si acaso y también para aprovechar el movimiento a fin de frenar su impulso y cambiar de dirección.

Olvidó por completo a ese orco cuando se giró y vio a Innovindil que retrocedía, acosada por los seis guardias restantes. Por la izquierda, la derecha y el centro, venían muchos, muchos más orcos acortando distancias a través del campo abierto. Unos gritos procedentes de los árboles indicaron a Drizzt que también había humanoides a su espalda, y sonaban otros gritos altos, más cercanos.

—¡Ve hacia Amanecer! —le gritó Innovindil cuando el drow llegó a su lado y enlazó el brazo izquierdo con el derecho de ella.

El elfo oscuro le dirigió una mirada confortadora. Había visto luchar de esa guisa a Tarathiel y a Innovindil, y la elfa y él llevaban varios días practicando la técnica.

La expresión insegura de Innovindil la traicionó.

—No tenemos opción —remarcó Drizzt.

Giró a fin de situarse delante de la elfa y afrontar la carga del orco más próximo. Las cimitarras golpearon ferozmente contra el arma de la criatura y después arremetieron por debajo del amago de parada, pero en un ángulo reducido que impedía que alcanzaran al orco. Éste, sin embargo, no se dio cuenta del detalle mientras el drow lo sobrepasaba girando sobre si mismo. El orco no llegó a entender la intención del drow; no llegó a comprender que el drow había puesto en práctica una maniobra de repliegue transversal con el único propósito de tenderle una trampa y situarse detrás de él.

Lo único que tuvo claro el orco fue que el arma de la elfa, a través de las costillas, le dolió.

Ya enzarzado con otro orco, Drizzt apenas reparó en el gruñido y la caída del anterior. Tenía absoluta confianza en Innovindil y sabía que si había un eslabón débil en la cadena de combate que constituían los dos, ese eslabón era él. Así pues, combatió con más ferocidad; las cimitarras se convirtieron en meras manchas borrosas mientras rechazaban armas y forzaban torpes regates, sirviendo en bandeja las víctimas a Innovindil cuando la elfa arremetía con fuerza y rapidez desde detrás de él, al igual que Drizzt arremetía por detrás de ella contra los orcos que Innovindil dejaba en una postura vulnerable para él.

Los dos se desplazaron como en un baile a través de campo abierto, moviéndose en círculos ajustados, girando el uno en torno al otro y dirigiéndose inexorablemente hacia el pegaso atrapado. Pero con cada giro, con cada ángulo diferente que entraba en su campo visual, Drizzt se dio cuenta de que ese día no rescatarían a Amanecer. Habían subestimado a su enemigo, habían creído a pies juntillas la escena del pegaso paciendo junto a sus cuidadores.

Habían caído tres orcos más. Un cuarto se desplomó por la doble cuchillada de Drizzt, y un quinto por el rápido giro y la estocada de Innovindil cuando la criatura todavía tenía la atención puesta en el drow y su finta.

Cuando hizo el siguiente giro, Drizzt se puso de rodillas y esquivó el torpe tajo de la espada de un orco. En lugar de aprovechar la oportunidad para golpear a ese orco que había perdido el equilibrio, el drow empleó ese instante para sacar la figurilla de ónice. Sabía que Gwenhwyvar no llevaba suficiente tiempo separada de él, pero no tenía otra opción, así que convocó a la pantera en su hogar astral.

Volvió a ponerse de pie inmediatamente a la par que las armas se movían de modo feroz a fin de recobrar la ventaja contra los ataques cada vez más organizados. A su espalda y a la de Innovindil, a medida que giraban, empezó a formarse una niebla gris que cobró forma y consistencia.

Uno de los orcos reparó en aquella figura claramente felina y arremetió contra la niebla, a la que atravesó sin encontrar resistencia. El frustrado orco gruñó y descargó un golpe de revés, pero la niebla ya se había corporeizado y la poderosa garra de un felino dio un zarpazo a la espada y la apartó antes de que adquiriera fuerza. Impulsada por la patas traseras, la pantera le saltó al orco a la cara y un rápido barrido de la zarpa dejó al bruto aullando y retorciéndose de dolor sobre el campo mientras que la poderosa Gwenhwyvar se alejaba de un salto hacia su siguiente víctima.

No obstante, Drizzt sabía que no sería suficiente ni siquiera con el concurso de la pantera, puesto que muchos más orcos habían aparecido en el campo llegando desde…

—De todos los ángulos —le dijo a su compañera—. No tenemos ruta de escape.

—Todos menos uno —le corrigió Innovindil, que soltó un penetrante silbido.

Drizzt asintió al captar la idea, y mientras la elfa acercaba la mano a la fina cuerda que llevaba enlazada al cinturón, el drow incrementó la velocidad y luchó furiosamente a su lado para obligar a los orcos a retroceder. Llamó a la pantera para que coordinara los ataques con él y así defender un flanco mientras Drizzt hacía lo propio con el otro.

Innovindil hizo girar el lazo al cabo de un momento y fue ganando velocidad. Entonces Crepúsculo apareció y se lanzó en un poderoso picado, procedente del risco pedregoso desde el que la elfa y el drow habían divisado al cautivo Amanecer. Acto seguido, el pegaso realizó una rauda zambullida —un enorme pedrusco arrojado por un gigante zumbó en el aire y faltó poco para que golpeara al equino— y salió del picado a sólo cinco metros de la hierba para pasar por encima de los sorprendidos orcos, demasiado de prisa para que las lanzas, arrojadas con torpeza, lo alcanzaran.

El bien amaestrado animal inclinó la cabeza cuando planeaba sobre Innovindil; la elfa echó el lazo perfectamente y sujetó la cuerda para enganchar el pie en una lazada que había al otro extremo de la cuerda de seis metros de largo. El pegaso inició de inmediato el ascenso arrastrando consigo a la elfa.

Innovindil recibió una dolorosa punzada mientras pasaba rauda entre los orcos que se encontraban más cerca, ya que se topó con una lanza inhiesta en el ángulo justo para hacerle un corte en la cadera. Por suerte para la elfa, ésa fue la única arma que la rozó cuando chocó contra los brutos. Luego se encontró por encima de ellos, girando en la cuerda, en tanto que las poderosas alas de Crepúsculo batían impetuosamente para ganar velocidad y altitud.

Aturdida por haber chocado contra tantos y con la cadera sangrándole, Innovindil mantuvo la presencia de ánimo suficiente para asirse firmemente y empezar a auparse por la cuerda.

Drizzt estaba por completo atento a los movimientos de su compañera y se encogió en un gesto de dolor más de una vez cuando los pedruscos zumbaron en el aire por encima de él. Empujado por la rabia, el drow se lanzó a una repentina carga que lo llevó a través de las filas oreas y, finalmente, junto a Amanecer.

Las patas delanteras del pegaso estaban sujetas firmemente con la maniota. Drizzt no iba a poder soltarlo con facilidad. Y, al parecer, tampoco podría escapar él, ya que los orcos lo tenían rodeado en un cerco prieto, hombro con hombro. De algún punto detrás de esas líneas el drow oyó a Gwenhwyvar rugir de dolor, un grito tan lastimero que de inmediato la envió al plano astral.

Inició una serie de arremetidas alrededor del pegaso, primero contra las filas oreas y después en dirección contraria, de vuelta junto al animal. Todo aquello le resultaba terriblemente familiar, y más aún cuando los orcos empezaron a entonar: «¡Obould! ¡Obould! ¡Obould!».

El drow recordó el último combate de Tarathiel, recordó al bestial guerrero que había matado a su amigo elfo. Había jurado vengar esa muerte, pero sabía más allá de toda duda que no era el momento ni el lugar. Vio que el cerco de orcos se partía por un punto y atisbo el yelmo color hueso de su adversario.

Los nudillos de Drizzt se pusieron blancos por el ansia con la que aferró las empuñaduras de las cimitarras. ¡Cómo deseaba descargar las afiladas hojas sobre el cráneo del rey Obould Muchaflecha!

Pero advirtió que había chamanes entre las filas oreas, y si conseguía sacar ventaja a Obould, ¿acaso podía esperar infligir una herida mortal que no sanara rápidamente? Y si conseguía dejar en desventaja a su rey, ¿acaso la horda orea no caería sobre él?

No quería mirar hacia arriba y delatar su única esperanza, pero los ojos color lavanda echaron fugaces vistazos a lo alto más de una vez. Avistó a Innovindil como la cuerda de una cometa poco antes de que Crepúsculo y ella desaparecieran detrás de unos árboles, y supo con toda certeza que cuando volviera a verla sería montada a lomos del pegaso.

El yelmo color hueso se movía detrás de las primeras líneas, más próximo, y el volumen y el tempo del sonsonete aumentaron a un ritmo regular.

Drizzt giró bruscamente la cabeza a un lado y a otro como si estuviese nervioso, pero en realidad lo hizo para echar otra rápida ojeada a lo alto.

Captó el movimiento, la sombra. De nuevo apretó las manos alrededor de las empuñaduras de las cimitarras, deseando más que nada hundir sus cuchillas afiladas en el pecho de Obould.

Se giró inesperadamente y saltó a lomos de Amanecer; el pegaso se encabritó e intentó piafar y corcovar.

—¿Vas a matarme Obould? —gritó el drow, erguido sobre el pegaso,

Y desde esa posición ventajosa vio la cabeza y la parte superior del cuerpo del rey orco sin obstáculos, el yelmo marfileño de ojos alargados con lentes traslúcidas que reflejaban los últimos resquicios de la luz del día. Vio la magnífica armadura negra del orco y el imponente espadón. Drizzt sabía que el rey orco podía hacer que esa arma estallara en llamas simplemente con pensarlo.

Vio al adversario, y Drizzt se preguntó si podría albergar cierta esperanza de vencer a Obould incluso en otras circunstancias, aunque el bestial monarca y él se enfrentaran en campo neutral y sin aliados en las Inmediaciones.

—¿Eres lo bastante poderoso como para derrotarme, Obould? —le desafió a pesar de todo, porque sabía que tenía que ser el centro de atención, que todos los ojos estuvieran pendientes de él, y tenía que convencer al rey orco de que no ordenara a sus guerreros que cayeran sobre él—. Anda, ven —fanfarroneó, y lanzó al aire una de sus cimitarras para volver a asirla ágilmente por la empuñadura cuando dio la vuelta—. ¡Llevo mucho tiempo deseando ver las hojas de mis armas tintas con tu sangre derramada!

Entonces, las últimas filas de orcos se apartaron y dejaron despejado el hueco entre Drizzt y Obould, y el drow tuvo que obligarse a inhalar y a mantenerse firme en lo alto del pegaso, porque la mera presencia del rey orco —el peso y la proporción de la figura, la solidez de su cuerpo y la facilidad con la que el rey movía lentamente la pesada espada con una sola mano, como si fuera tan ligera como el bastón de paseo de un elfo— era casi un impacto físico.

—Te necesito, Amanecer — musitó—. Lánzame alto, por favor, para que pueda encontrar el camino que me traiga de vuelta a ti.

Una rápida ojeada al cielo le descubrió el regreso y la zambullida en picado de Innovindil y Crepúsculo, pero manteniéndose mucho más alto y la fina cuerda ondeando abajo.

—¡Ahora no, Obould! —gritó Drizzt, con lo que sobresaltó a muchos orcos.

Rápidamente se puso de pie en la amplia grupa de Amanecer, al que taconeó.

El pegaso corcovó en el momento justo, y el drow saltó aprovechando el impulso para elevarse a una altura considerable. Mientras saltaba, envainó las cimitarras con un seco chasquido, y retorciéndose y girando en el aire, se situó en línea con la cuerda que se acercaba a su posición.

—¡En otro momento, Obould! —gritó en tanto asía la cuerda con una mano, a unos seis metros del suelo—. ¡En otro momento, tú y yo!

El rey orco bramó de rabia y sus secuaces arrojaron lanzas, piedras y hachas al aire.

Pero, de nuevo, les fue imposible apuntar con acierto al blanco móvil. El drow se sujetó bien mientras el viento silbaba en sus oídos.

Desde la ventajosa posición avistó a los gigantes, y evidentemente también los divisaron Innovindil y Crepúsculo, porque el pegaso viró justo cuando los pedruscos salían lanzados al aire.

Cogieron altura hacia el cielo que oscurecía con rapidez, esquivaron la andanada, y tras superar la loma, estuvieron fuera de peligro. Drizzt y su compañera elfa sentían entonces más respeto hacia su astuto adversario.

Abajo, en el suelo, Obould los siguió con la vista hasta que desaparecieron, sintiendo regocijo y desilusión por igual.

En otro momento, desde luego, de eso estaba seguro, y no sentía ni pizca de miedo.

A su alrededor, los orcos jaleaban y ululaban.

Amanecer aún corcovaba y relinchaba. Los cuidadores del pegaso se acercaron presurosos, látigo en mano, para controlar al animal.

Obould les gritó con fuerza para frenarlos.

—Con suavidad y mano blanda —demandó.

Al día siguiente, cuando el sol apenas había asomado por el horizonte oriental, los cuidadores se presentaron ante Obould.

—La bestia no sufrió daño, dios rey —le aseguró el jefe de los adiestradores—. Se la puede montar hoy.

Con Tsinka Shinriil del brazo y mordisqueándole la oreja, Obould mostró al adiestrador una amplia sonrisa.

—Y si el animal me tira de nuevo, haré que te corten la cabeza —prometió, y Tsinka soltó una risita.

El adiestrador se puso pálido y se echó hacia atrás, encogido.

Obould dejó que se retorciera de inquietud unos segundos. El rey orco no tenía intención de montar al pegaso capturado ese día ni ningún otro día. Sabía que nunca podría cabalgar en la bestia sin correr peligro, y también sabia que no podría utilizar nunca más al pegaso para atraer a sus enemigos a una trampa. En resumen, que el equipo alado ya no le era de utilidad… casi.

Se le ocurrió al rey orco que tal vez había un último servicio que el pegaso capturado podía prestarle.