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EL PUNTO DE VISTA DE UN REY

La luz de las antorchas no parecía tan brillante ni las llaman titilaban en una alegre danza para todos los que se encontraban en la cámara. Tal vez se debía a que eran conscientes de que las puertas se habían cerrado y que esa luz menguada era lo único que separaba el inmenso complejo enano de Mithril Hall de la más absoluta oscuridad. Los enanos y otros podían salir, claro. Tenían túneles que conducían hacia el sur y a la linde del Pantano de los Trolls, aunque, según se informaba, ya había habido combates allí abajo. Otros túneles llevaban al oeste, hasta Mirabar, y en dirección este, pasando por debajo del río Surbrin, hasta lugares como la Ciudadela Felbarr. No obstante, ninguna de esas rutas era fácil y cualquiera de ellas implicaba meterse en el vasto laberinto conocido como la Antípoda Oscura, un mundo de oscuros habitantes y horrores indecibles.

Así pues, Mithril Hall parecía un sitio oscuro, y las antorchas, menos fascinantes y muy escasas. El rey Bruenor ya había ordenado un control de racionamiento, sin duda preparándose para lo que tenía todas las trazas de ser un largo asedio.

Bruenor estaba sentado en un trono de piedra, acolchado con gruesos tejidos de intensos colores púrpura y verde. La larga y alborotada barba parecía más anaranjada que rojiza con la luz artificial, quizá porque las canas habían proliferado entre el cabello desde la terrible experiencia por la que había pasado el rey enano. Bruenor había estado muy cerca de la muerte durante muchos días. Incluso los más importantes clérigos de Mithril Hall habían pensado que se mantenía con vida solo gracias a los casi continuos hechizos curativos realizados sobre un cuerpo que, según pensaban, había abandonado su huésped. Bruenor, la esencia del enano, su alma, había partido para recibir la justa recompensa en los Salones de Moradin, a entender de los clérigos. Y allí —se suponía— lo había encontrado Regis, el halfling regente, valiéndose de la magia de su colgante con el rubí encantado. Regis había atrapado la levísima chispa de vida que quedaba en los ojos de Bruenor y, de algún modo, había usado la magia para enviar sus pensamientos y sus súplicas a Bruenor para que regresara al mundo de los vivos.

Porque ningún rey permanecería tan impasible si supiera que su pueblo se encontraba en una situación tan desesperada.

Y asi, Bruenor había regresado, y los enanos habían encontrado el camino a casa, aunque por encima de los cadáveres de muchos compañeros caídos.

Para rodos los que lo conocían, las canas parecían ser la única señal patente de la terrible experiencia vivida por Bruenor. Sus ojos oscuros aún chispeaban con energía y sus hombros macizos prometían cargar con todo Mithril Hall en ellos si llegaba a ser necesario. Lo habían vendado en doce sitios distintos porque en la última retirada hacia el reino subterráneo había sufrido terribles heridas que habrían acabado con un enano menos resistente, pero si cualquiera de esas heridas le ocasionaba molestias, él no lo demostraba.

Vestía su desgastada armadura, arañada, rota y abollada; a un lado del trono tenía apoyado su preciado escudo, blasonado con el estandarte del clan —una jarra de cerveza espumosa—, y encima descansaba el hacha de guerra, que mostraba las muescas de las campañas, mellas de piedras, de armaduras y de cráneos orcos por igual.

—Todos los que vieron la explosión sacuden la cabeza cuando intentan describirla —le dijo Bruenor a Nanfoodle Buswilligan, el gnomo alquimista de Mirabar.

Nanfoodle rebulló inquieto, apoyando el peso ora en un pie, ora en otro, y con ello sólo consiguió que el fornido enano se inclinara más sobre él.

—Vamos, pequeño —presionó Bruenor en tono convincente—. No disponemos de tiempo para desperdiciarlo en ataques de modestia ni de nerviosismo. Lo hiciste estupendamente, por lo que se cuenta, y en Mithril Hall todos te saludan con una reverencia respetuosa. Gozas de gran reputación entre nosotros, ¿no lo sabes?

El gnomo pareció erguirse un poco al oír aquello y echó hacia atrás la cabeza ligeramente, de forma que miró al imponente enano que ocupaba el estrado, Nanfoodle rebulló de nuevo cuando su larga y ganchuda nariz rozó las, también, formidables napias del enano.

—¿Qué fue lo que hiciste? —le preguntó otra vez Bruenor—. Dicen que sacaste aire caliente del subsuelo del Valle del Guardián.

—Yo… Nosotros… —se corrigió el gnomo, que se giró para mirar a otros, incluido Pikel Rebolludo, un enano extraño por lo demás, procedente de Carradoon, a orillas del lejano lago Impresk.

Nanfoodle asintió mientras Pikel sonreía de oreja a oreja y alzaba el puño al aire en tanto que lanzaba un silencioso «¡Yujuu!».

El gnomo carraspeó y se volvió hacia Bruenor, que tomó asiento en el trono.

—Utilizamos tubería metálica pata conducir el aire caliente desde abajo, sí —confirmó el gnomo—. Torgar Hammerstriker y sus muchachos limpiaron de orcos los túneles que recorrían el interior de la cresta y los pintaron con brea. Nosotros dirigimos el aire caliente a esos túneles, y cuando la flecha de Catti-brie lo encendió todo…

—¡Buuum! —gritó Pikel, y todos los ojos se volvieron hacia él con sorpresa—. ¡Je, je, je! —añadió el enano de barba verde al mismo tiempo que se encogía de hombros con timidez, y todos los serios asistentes a la reunión se sumaron a una risa que hacía mucha falta.

No obstante, el respiro resultó ser breve, ya que el peso de la situación cayó de nuevo sobre ellos en seguida.

—Bien, hiciste un buen trabajo, gnomo —manifestó Bruenor—. Salvaste a muchos de los míos, y eso lo he oído de boca de Banak Buenaforja en persona, y él no es de los que dedican elogios inmerecidos.

—Nosotros, Shoudra y yo, necesitábamos demostrar nuestra valía, rey Bruenor —dijo Nanfoodle—. Y deseábamos ayudar en lo que estuviera a nuestro alcance. Tu pueblo ha demostrado tanta generosidad con Torgar y Shingles, y con todos los otros enanos de Mirabar…

—De Mirabar ya no —sentenció una voz, la de Torgar, desde un lateral—. Ahora somos del Clan Battlehammer, del primero al último. No consideramos enemigo al Marchion Elastul, a menos que él nos tenga por sus enemigos, pero tampoco le debemos lealtad al trono de Mirabar. No. ¡Nuestro corazón, nuestra alma, nuestros puños, nuestros martillos, son del rey Bruenor!

Un clamoroso vítor retumbó en la sala, iniciado por más o menos una docena de enanos, antaño mirabareses, que se encontraban presentes, y que fue coreado por todos los que había en la cámara.

Bruenor se deleitó en aquel relumbrón generalizado durante unos segundos y lo recibió de buen grado, como un necesario rayo de sol en ese día gris. Y, desde luego, era un día muy oscuro en Mithril Hall, tanto como los oscuros corredores de la Antípoda Oscura o como el negro corazón de las sacerdotisas drows. A despecho de los esfuerzos, del sacrificio, de la gallardía de todos los enanos, de Cattibrie y de Wulfgar, a pesar de las sabias decisiones tomadas por Regis durante su época como regente, los habían empujado a su agujero, reducidos a los túneles por un enemigo que Mithril Hall no albergaba esperanza de superar en un campo de batalla. Centenares de súbditos de Bruenor habían muerto, y más de un tercio de los refugiados mirabareses había caído.

Bruenor había recibido a muchos personajes importantes ese día, desde Tred McKnuckles de Felbarr, afectado profundamente por la pérdida su gran amigo Nikwillig, hasta los hermanos Rebolludo, Ivan y el indomable Pikel, que como siempre estaba risueño y animoso a pesar de haber perdido el brazo. Bruenor había ido a visitar a Banak Buenaforja, el jefe militar que tan brillantemente había resistido en la meseta al norte del Valle del Guardián durante días y días, y contra todo pronóstico, porque Banak no podía acudir ante él. Gravemente herido en la retirada, después de haber insistido en ser el último en abandonar el acantilado las piernas de Banak ya no lo sostenían. La lanza de un orco le había partido la columna vertebral y le había seccionado la médula, y según los clérigos, los hechizos curativos no podían reconstruirla. Ese día estaba en cama, a la espera de que acabaran de hacer una cómoda silla de ruedas que le permitiría cierta movilidad.

Bruenor había encontrado a Banak en un estado de ánimo adusto, pero con su espíritu combativo intacto. Se había mostrado más preocupado por los que habían perecido que por sus propias heridas, como había anticipado Bruenor. Después de todo, Banak era un Buenaforja, de una estirpe tan recia como la de los Battlehammer, fuerte en cuerpo y espíritu y de lealtad sin par. Sí, Banak estaba lisiado, pero Bruenor sabía que el jefe militar distaba mucho de estar fuera de combate, fuese cual fuese el combate.

La audiencia de Nanfoodle puso punto final a la larga procesión del día, de modo que Bruenor se despidió del gnomo y se excusó. Todavía le quedaba una entrevista y, en ese caso, era mejor mantenerla en privado.

Dejó a su escolta. —Thibbledorf Pwent había insistido en que un par de Revientabuches acompañaran al rey enano allí adonde fuera— al final de un corredor apenas iluminado y se dirigió hacia una puerta, a la que llamó suavemente antes de abrirla.

Encontró a Regis sentado al escritorio con la barbilla apoyada en una mano y una pluma en la otra, encima de un pergamino desenrollado que no dejaba de intentar enroscarse a pesar de las jarras que, a guisa de pisapapeles, lo sujetaban. Bruenor saludó con un cabeceo y entró; tomó asiento al borde de la mullida cama del halfling.

—Parece que no estás comiendo mucho, Panza Redonda —comentó con una sonrisa. De debajo de la túnica sacó una porción de bizcocho que le lanzó a Regis, y el halfling lo atrapó en el aire y lo dejó sin haberle dado un solo mordisco—. ¡Bah, tú sigue así y tendré que llamarte Saco de Huesos! —bramó—. ¡Vamos, come! —exigió al mismo tiempo que señalaba el bizcocho.

—Lo estoy escribiendo todo —contestó Regis, que apartó uno de los pisapapeles y levantó el borde del pergamino, con lo que hizo que la tinta recién usada se corriera. Al darse cuenta, el halfling se apresuró a apoyar de nuevo el pergamino y se puso a soplar frenéticamente.

—Ahí no hay nada que no me puedas decir de palabra —argumentó Bruenor.

Finalmente, Regis se volvió hacia él.

—A ver, ¿qué te pasa, Panza Redonda? —preguntó el enano—. Lo has hecho bien, condenadamente bien, según me han contado mis generales.

—Muchos murieron —contestó Regis en un susurro apenas audible.

—¡Ajá! Eso es lo malo que tiene la guerra.

—Pero los hice seguir ahí fuera —explicó el halfling, que se levantó de la silla agitando los brazos cortos y rechonchos. Empezó a ir de un lado para otro a la vez que mascullaba, como si intentara encontrar la forma de soltar de golpe todo el dolor—. En lo alto del risco. Podría haber ordenado a Banak que retrocedieran mucho antes del choque final. ¿Cuántos seguirían vivos todavía?

—¡Bah, haces preguntas que no tienen respuesta! —le espetó Bruenor—. Cualquiera puede dirigir una batalla al día siguiente de que haya acabado. Dirigirla mientras está teniendo lugar es lo que da la medida de lo que uno vale.

—Podría haberlos hecho entrar en Mithril Hall —insistió Regis—. Tendría que haberlos hecho entrar.

—¡Oh, claro! Es que conocías la magnitud de las tropas orcas, ¿verdad? Sabías que se unirían diez mil más a sus filas y entrarían arrollando en el valle desde el oeste, ¿a que sí?

Regis parpadeó varias veces, pero no contestó.

—Sabías ni más ni menos que los demás, incluido Banak —insistió Bruenor—. Y Banak no tenía muchas ganas de bajar de ese risco. Al final, cuando descubrimos la verdad sobre el enemigo, salvamos lo que se pudo, que fue mucho, aunque no tanto como habríamos querido conservar. Les entregamos la totalidad de la zona septentrional, ¿no te das cuenta? Y eso es algo que ningún Battlehammer estaría orgulloso de admitir.

—Eran demasiados… —argumentó Regis, lo que le reportó otro sonoro «¡Bah!», de Bruenor.

—¡Huimos, Panza Redonda! ¡El Clan Battlehammer se retiró ante los orcos!

—¡Eran demasiados!

Bruenor sonrió y asintió con un cabeceo, y Regis se dio cuenta de que se había dejado embaucar y el enano lo había llevado a su terreno.

—Pues claro que eran demasiados, así que conservamos lo que pudimos, pero no pienses ni por un instante que huir de los orcos sería algo que yo mismo habría ordenado hacer a menos que no me quedara ninguna otra opción. ¡Ninguna! Habría mantenido a Banak allí fuera, Panza Redonda. ¡Yo habría estado allí fuera con él, no lo dudes!

Regis alzó la vista hacia Bruenor y cabeceó en un gesto de comprensión.

—Lo que ahora hemos de preguntarnos es qué vamos a hacer —dijo el enano—. ¿Volvemos y los combatimos de nuevo? ¿Salimos hacia el este, tal vez, para abrir una ruta a través del Surbrin? ¿Vamos hacia el sur para arremeter desde esa posición?

—El sur —musitó Regis—. Mandé cincuenta guerreros al sur con Galen Firth de Nesme.

—Cattibrie me lo ha contado y en eso también hiciste lo que debías, a mi modo de ver. No siento aprecio por la gente de Nesme después de la forma en que nos trataron hace años y por hacer caso omiso de Piedra Alzada. ¡Pandilla de cabezotas donde los haya! Pero los vecinos son los vecinos y hay que ayudar en lo que se pueda. Y por lo que veo, hiciste todo cuanto estaba en tu mano.

—Pero ahora podemos hacer más —sugirió Regis. Bruenor se rascó la roja barba y reflexionó un momento.

—Es posible que sí —convino—. Unos cuantos cientos más destacados al sur también podrían abrir nuevas posibilidades. Bien pensado.

Miró a Regis y, con gran alegría, advirtió que el halfling parecía haberse sacudido de encima una carga y que un brillo anhelante reaparecía en los afables ojos castaños.

—Manda a Torgar y a los muchachos de Mirabar —sugirió Regis—. Forman un buen grupo y saben cómo luchar en la superficie tanto como en el subsuelo.

Bruenor no estaba seguro de coincidir con ese criterio. Quizá Torgar, Shingles y todos los enanos de Mirabar ya estaban hartos de combates y se habían encargado de suficientes misiones difíciles. Quizá había llegado el momento de que disfrutaran de un descanso en Mithril Hall propiamente dicho y que se mezclaran con los enanos que habían vivido en esos corredores y cámaras desde que, años atrás, rescataran el complejo de las garras de Tiniebla Brillante, el dragón de las sombras, y de sus secuaces, los enanos duergars.

Sin embargo, Bruenor no dejó traslucir que dudaba de que fuera acertado el consejo de Regis. El halfling había demostrado su valía en muchas ocasiones durante los diez días precedentes, por lo que decían todos, y su perspicacia y conocimientos representaban unos recursos que no pensaba aplastar.

—Venga, Panza Redonda —dijo con una sonrisa de oreja a oreja—, vayamos a ver cómo les va a Ivan y a Pikel. A lo mejor conocen aliados los que aún no hemos pensado.

—¿Cadderly?

—Más bien pensaba en los elfos del Bosque de la Luna —explicó el enano—. Por lo visto, esos dos pasaron por allí de camino a Mithril Hall. Estoy pensando que no estaría mal que los elfos interpusieran flechas y magia a través del Surbrin para reblandecer el atrincheramiento de nuestro enemigo.

—¿Y cómo los avisamos? —preguntó Regis—. A los elfos, me refiero, ¿tenemos túneles que conduzcan tan al este y al norte?

—En primer lugar, ¿cómo se las arregló Pikel para que Ivan y él llegaran allí? —contestó Bruenor a la par que hacía un exagerado guiño—. Según Ivan, tiene algo que ver con árboles y raíces. Árboles no tenemos, pero me parece que de raíces no andamos cortos.

—Je, je, je… —dijo Regis, procurando imitar lo mejor posible la voz de Pikel.

Tred McKnuckles se llevó un dedo a los labios en un gesto tajante con el que recordó al equipo enano de la catapulta que guardar silencio era esencial.

Bellan Buenaforja repitió el ademán de Tred para mostrar su acuerdo y advirtió a su grupo de lanzadera lateral que no hiciera tanto ruido al manejar el cesto. Instalada a un lado de la jamba de una puerta del vestíbulo, la catapulta del tipo de lanzadera era la máquina de guerra básica en las defensas exteriores de Mithril Hall. Su brazo de longitud ajustable hacía de ella la máquina perfecta para cualquier situación, y en el este, tan cerca del caudaloso río que las piedras murmuraban continuamente con la resonancia de la corriente, las catapultas eran primordiales, de primera línea. Justo detrás de la posición del grupo, en los límites orientales del complejo, los túneles se hundían en el territorio salvaje de la Antípoda Oscura. Incluso en tiempos de paz, las lanzaderas orientales entraban en funcionamiento con frecuencia para rechazar oscuras moles terrosas o bestias desplazadoras, o cualquiera de los otros habitantes tenebrosos de los corredores sumidos en perpetua negrura.

A petición propia, Tred había entrado de servicio nada más cerrarse las puertas del Valle de Guardián, porque esa posición supervisaba los túneles que conectaban Mithril Hall a través de la Antípoda Oscura con la Ciudadela Felbarr, su hogar. Desde ese mismo punto, un emplazamiento donde había una puerta reforzada con hierro que podía cerrarse y atrancarse rápidamente, habían partido emisarios del regente Regis para pedir audiencia con el rey Emerus Warcrown, de la Ciudadela Felbarr, para informar al monarca de las peripecias de Tred y Nikwillig, y de la perdida caravana.

Tred había pasado allí muchas horas, haciendo turnos dobles e incluso quedándose aunque no estuviera de guardia. La única vez que había vuelto a las cámaras principales del complejo del Clan Battlehammer había sido ese mismo día, ya que se le había convocado a una reunión con el rey Bruenor. Acababa de regresar de la reunión y había encontrado a sus compañeros alborotados por los informes de que había movimiento en el este.

«¿Será éste el frente de otro ataque de las hordas de Obould? —se preguntó, mientras esperaba ansiosamente con sus compañeros—. ¿Alguna criatura monstruosa de la Antípoda Oscura se acerca en busca de comida? ¿Quizá son los emisarios que regresan?».

Al otro lado de la puerta, el túnel descendía de forma pronunciada hasta una cámara natural más o menos circular, de la que partían más túneles en varias direcciones. Dispuestos a convertir aquella cámara en un campo de matanza, los enanos situados al otro lado de la lanzadera preparaban varias barricas con aceite inflamable en grado sumo. A la más mínima señal de problemas, los enanos harían rodar las barricas hasta la cámara inferior, derramando el contenido en el suelo, y después la lanzadera dispararía una bola de brea ardiente.

Bellan Buenaforja hizo una señal a Tred y a los encargados de rodar las. Barricas indicando que la catapulta estaba lista; todos los enanos guardaron silencio y más de uno se echó al suelo para pegar la oreja en el piso de piedra.

Oyeron un ruido abajo, procedente de uno de los túneles que desembocaban en la cámara circular.

En silencio, se colocó un barril en lo alto de la rampa, y un joven y anhelante enano apoyó el hombro en él, listo para lanzarlo rodando hacia abajo.

Tred se asomó pegado a la jamba, por encima del barril, y forzó la vista para atravesar la oscuridad. Atisbo el titileo de antorchas.

También lo vislumbró el enano que estaba detrás del barril; soltó un grito ahogado y empezó a empujar.

Pero Tred, con el semblante ceñudo y un gesto admonitorio del dedo, lo paró antes de que hiciera verdadera fuerza. Un instante después, todos ge alegraron de que lo hubiera hecho

—¡Bah, tonto bebepís de cocho, ya has vuelto a traernos al mismo sitio! —pudieron oír.

—¡Pues claro que no, peor error de tu madre! ¡Por esta cámara no hemos pasado!

—¡Hemos entrado y salido de ella cuatro veces, imbécil!

—¡No es cierto! Tred y los enanos que estaban a su alrededor sonrieron de oreja a oreja.

—¡Bueno, pues si habéis pasado cuatro veces entonces lo habréis hecho metiendo mucho menos jaleo que ahora, puñado de gordos barbudos, blancos de tiro al arco!

Abajo, la cámara se quedó en silencio y la luz se apagó en un visto y no visto.

—Vaya, así que ahora sois unas sabandijas furtivas —dijo Tred—. ¡Subíd e identificaos! ¿Sois Warcrown o Battlehammer?

—¡Warcrown! —llegó un grito desde abajo, una voz que avivó un chispazo de reconocimiento en la mente de Tred.

—¡Battlehammer! —dijo otra, y los enanos que estaban de guardia identificaron a Sindel Cabezabollo, uno de los emisarios enviados por el regente Regis, un joven acólito y experto hornero de empanadas, que designó al entonces famoso Cordio como su hermano mayor.

Abajo se encendieron antorchas y varias figuras se movieron, aparecieron a la vista y empezaron a subir la rampa con mucho ruido. A medida que se acercaban, Tred reparó en un viejo amigo.

—¡Jackonray Cinto Ancho! —llamó—. ¡Ha pasado más de la comida de un halfling desde que te vi!

—¡Tred, amigo mío! —respondió Jackonray, que entró en la cámara a la cabeza de sus siete compañeros, incluido Sindel, pero no el otro emisario.

Jackonray vestía una pesada armadura de placas de metal gris oscuro imbricadas sobre cuero grueso. El yelmo tenía forma de cuenco con cresta, y cubría una mata de pelo gris que asomaba despeinado por debajo del borde metálico. Por el contrario, la barba de Jackonray no estaba desastrada y tenía hebras de plata entre el pelo color dorado; la llevaba trenzada y le daba al enano un aspecto distinguido y peculiar. De acuerdo con su apellido, la amplia cintura la ceñía un cinturón ancho que estaba adornado con relucientes gemas. Apoyó el codo del brazo con el que usaba el arma sobre el prominente buche antes de seguir hablando.

—Lo sentí mucho cuando me enteré de los de tu hermano. —Palmeó a Tred en el hombro con una mano tan dura como la piedra.

—Si, Duggan era un buen amigo.

—Y un compañero leal; un orgullo para tu familia.

Tred alargó la mano y estrechó con gesto solemne el grueso y fuerte brazo de Jackonray.

—Entonces, vienes enviado por el rey Emerus, y me parece que con buenas noticias —comentó Tred al cabo de un momento—. Vamos, te conduciré ante el rey Bruenor.

—Sí, vayamos directamente allí.

Los dos y Sindel echaron a andar a un paso más vivo, y los otros enanos de Felbarr fueron en pos de ellos. Al llegar a zonas más populosas de Mithril Hall, un número considerable de enanos Battlehammer se sumaron al grupo, de modo que para cuando llegaron a la cámara de Bruenor eran casi cincuenta los enanos que marchaban en formación, muchos de ellos charlando unos con otros, intercambiando información sobre sus respectivas fortalezas. Otros se adelantaron corriendo para anunciar su llegada a Bruenor.

—¿Dónde está Nikwillig? —preguntó Jackonray mientras caminaba al lado de Tred.

—Todavía ahí fuera, en el norte —explicó Tred, y el repentino tono preocupado de su voz resultó evidente—. Nikwillig salió hacia las montañas del este para enviar una señal, y sabía que hacerlo significaba que el regreso a Mithril Hall no sería nada fácil. Sentía que estaba…, estábamos en deuda con Bruenor, que tanto había hecho para ayudamos a vengar a nuestros compañeros caídos.

—Parece lo correcto —convino Jackonray—. Pero si no ha vuelto a estas alturas, lo más seguro es que haya muerto.

—Sí, pero habrá muerto como un héroe —dijo Tred—. Y no hay un solo enano que espere mejor final que ése.

—¿Y qué más podría pedirse? —convino Jackonray.

—Ahí, ahí —abundó Sindel.

Cuando la compañía llegó a la sala de audiencias de Bruenor, la encontró abierta de par en par y al rey enano sentado en el trono, espetando su llegada.

—Rey Bruenor, os presento a Jackonray Cinto Ancho —empezó Tred a la par que hacía una reverencia—. De los Cinto Ancho de Río Cuerno, primos primeros del mismísimo rey Emerus. Aquí, Jackonray, es el único sobrino de rey Warcrown y, lógicamente, su favorito. El sexto en la línea de sucesión al trono, detrás de los cinco hijos del rey Emerus.

—El sexto o el vigésimo quinto, dependiendo de lo que haya dispuesto el rey Warcrown —comentó Jackonray con un guiño—. Es de los que les gusta tener a la gente haciendo conjeturas.

—Sí, y ésa siempre ha sido una elección inteligente —convino Bruenor.

—Vuestro embajador informó a mi soberano, el rey Emerus, de que os habéis enfrentado a Obould Muchaflecha —dijo Jackonray.

—El mismo en persona, por lo que me han contado.

—Bien, rey Bruenor, pues sabed que ese Obould es listo, al estilo orco. Tened cuidado a la hora de tratar con ese resoplamorros.

—Nos ha encerrado a mi gente y a mí en el reino subterráneo —explicó Bruenor—, y con la puerta oriental, junto al Surbrin, cerrada.

—Los exploradores de Felbarr lo han visto —contestó Jackonray—, y a los gigantes y a los orcos construyendo defensas a todo lo largo de la orilla occidental del río.

—Nos acosaron hasta que nos metimos por la puerta oeste, en el Valle del Guardián —admitió Bruenor—. Jamás habría creído que al Clan Battlehammer pudieran empujarlo al subsuelo una pandilla de apestosos orcos. Claro que menuda pandilla es. Miles y miles.

—Y dirigidos por alguien que sabe luchar —manifestó Jackonray—. Tened en cuenta, rey Bruenor, que si Obould os ha metido aquí abajo, entonces está pensando en venir detrás.

—Le costará caro.

—Muy caro, estoy seguro de ello, mi buen rey Bruenor.

—Ya ha habido enfrentamientos en los túneles meridionales —informó Bruenor— contra apestosos trolls, no contra orcos, pero no ha sido una batalla encarnizada.

Jackonray se atusó la barba de plata y oro.

—La dama Alustriel de Luna Plateada ha estado difundiendo la noticia de la amplia ofensiva desde los Pantanos de los Trolls, una que está amenazando a todos los reinos al sur de aquí. Es un conflicto tan importante como nunca se habría imaginado, no lo dudéis. Pero sabed que ese Obould no dará tregua ni os dará tregua a vosotros. Por mi experiencia en la lucha contra ese perro, y tengo más de la que podéis pensar, si hay combates al sur, entonces preparaos para algo más importante en el norte, el este o el oeste. Obould os tiene en un agujero, pero no os va a dejar en paz aunque ello le cueste la vida al último orco, goblin o gigante que pueda encontrar.

—Estúpidos orcos —rezongó Tred.

—Sí, y por eso son tan peligrosos —manifestó Bruenor. Desvió la vista de los dos enanos de Felbarr hacia sus consejeros y después, de nuevo, la enfocó en Jackonray—. Bien, pues, ¿qué esperamos de Felbarr?

—Aprecio vuestra franqueza en lo que vale —dijo Jackonray haciendo otra reverencia—. Y he venido para deciros que no dudéis de nosotros. Felbarr os apoya al máximo, rey Bruenor; con todo nuestro oro y todos nuestros enanos. En este momento tenemos a centenares trabajando en los túneles que atraviesan por debajo el Surbrin y reforzando todo el trecho desde Mithril Hall hasta Felbarr. Los tendremos abiertos y asegurados; contad con ello.

Bruenor lo agradeció con un asentimiento de cabeza, pero al mismo tiempo gesticuló para indicar que quería saber más.

—Se establecerá como una ruta de comercio y de suministro —continuo Jackonray—. El rey Emerus me encomendó que os comunicara personalmente que actuaremos como agentes de Mithril Hall durante este momento difícil, sin comisión.

Esas palabras pusieron una expresión preocupada en el semblante de Bruenor y en los de todos los Battlehammer que asistían a la reunión.

—Necesitaréis llevar vuestros productos al mercado, de modo que seremos ese mercado vuestro —manifestó Jackonray.

—Hablas como si tuviéramos que renunciar a todo lo que nos ha quitado Obould y dejar que se lo quede —articuló Bruenor.

Por primera vez desde que la reunión había empezado, Jackonray no pareció tan seguro de sí mismo, ni mucho menos.

—No, no somos partidarios de eso, pero el rey Emerus cree que se tardará un tiempo en hacer retroceder a los orcos —explicó.

—¿Y cuando llegue el momento de hacerlos retroceder?

—Si se llega a la lucha, entonces reforzaremos vuestras filas, hombro con hombro —insistió Jackonray—. Tened por cierto, rey Bruenor, que Felbarr está con vosotros, de enano a enano. Cuando empiece el combate, estaremos con vosotros. Y no sólo Felbarr, no lo dudéis, aunque la Ciudadela Adbar tarde más en movilizar a sus miles de efectivos.

La demostración de solidaridad conmovió profundamente a Bruenor, ni que decir tiene, pero no le pasó por alto la evasiva que entrañaba el manifiesto de Jackonray. Los otros cabecillas de la región habían tomado nota de la marcha orca, sí, pero al parecer había cierta discrepancia en lo que debían —o incluso podían— hacer al respecto.

—Abriremos y aseguraremos esos túneles para que podáis transportar vuestras mercancías al mercado a través de Felbarr —sugirió Jackonray.

Bruenor, que ni tan siquiera había contemplado esa idea, que ni tan siquiera empezaba a resignarse a tan desalentadora posibilidad, se limitó a asentir con la cabeza.

—Ese orco era algo… más allá de cualquier orco —comentó Wulfgar.

Con una constitución próxima a los dos metros y curtido en los parajes agreste de la tundra del Valle del Viento Helado, el bárbaro era tan fuerte como cualquier hombre y, como hasta entonces había creído, más que cualquier orco. Pero el bruto que había partido en dos a Shoudra Stargleam le había sacado de su error al quitárselo de en medio con indiferencia.

—Era como si estuviese empujando contra el corrimiento de una ladera.

Cattibrie comprendía su conmoción y abatimiento. No pasaba a menudo que a Wulfgar, hijo de Beornegar, lo superara nadie en una prueba de fuerza bruta. Ni siquiera los gigantes lo habían apartado a un lado con semejante facilidad.

—Dicen que era el propio Obould Muchaflecha —contestó la joven.

—Nos volveremos a encontrar, él y yo —prometió Wulfgar, y la idea arrancó destellos en los cristalinos ojos azules.

Cattibrie se acercó cojeando a él, le retiró suavemente los mechones rubios que le caían sobre la cara y él se sintió obligado a mirarla a los ojos.

—No se te ocurra hacer ninguna tontería —susurró—. Cogeremos a Obould, no lo dudes, pero lo haremos como es debido, a él y a todos los demás, y aquí no cabe la venganza personal. Hay en juego cosas más importantes que el orgullo.

Wulfgar soltó una risita burlona.

—Está bien —contestó—. Y, sin embargo, ni tú te crees lo que dices, Como tampoco esperas que me lo crea yo. Quieres volver a tener a ese tipo feo en el punto de mira de tu arco tanto como yo deseo tenerlo a mi alcance ahora que sé lo que puedo esperar de él.

Cattibrie hizo un esfuerzo para no devolverle la sonrisa al bárbaro, pero sabía que sus propios ojos azules chispeaban con igual intensidad que los de Wulfgar.

—¡Oh, lo estoy esperando! —admitió—. Pero no para abatirlo con mi arco.

Siguiendo la mirada de ella, el bárbaro bajó la vista hacia la fabulosa espada que la joven llevaba colgada en la cadera izquierda: Khazid’hea, o Cercenadora como la llamaba, un nombre que le iba que ni pintado. Cattibrie había hincado aquella espada a través de roca. ¿Sería capaz alguna armadura, incluso la maravillosa coraza que protegía a Obould Muchaflecha, de desviar su aguzado filo?

Entonces los dos se dieron cuenta de que estaban muy juntos, lo bastante para sentir la calidez del aliento del otro.

Fue Cattibrie la que rompió la tensión al revolverle el alborotado cabello y, poniéndose de puntillas, darle un beso en la mejilla; el beso de una amiga, y nada más.

En cierto sentido, aquel fue un momento determinante para ella. Por el contrario, la sonrisa de reciprocidad de Wulfgar denotaba muy poca seguridad.

—Así que la idea es hacer que salgan exploradores por los respiraderos —dijo una voz detrás de Catti-brie, que se volvió y vio entrar en la habitación a Bruenor, su padre adoptivo, con Regis a remolque—. Hemos de saber que planean nuestros enemigos si queremos contraatacar como es debido.

—Son orcos —intervino Wulfgar—. Apostaría que pensar no piensan mucho.

Su intento de bromear habría tenido más éxito en caso de que la última maniobra del ejercito orco no hubiese estado tan fresca en la memoria de todos: el engañoso viraje hacia el oeste por detrás de los espolones de la montaña y que condujo al grueso de sus efectivos a la retaguardia de las fuerzas de Banak y estuvo a punto de suponer el desastre para los enanos.

No podemos saber nada de los orcos a menos que lo veamos —comentó Bruenor—. No voy a subestimar a ése otra vez. Regis rebulló con desasosiego.

—Creo que logramos una victoria mayor de lo que pensamos —se apresuró a señalar Catti-brie—. Ganamos la batalla ahí fuera, aunque sin duda las pérdidas sufridas nos dolieron.

—Pues como yo lo veo, los que están metidos en su agujero somos nosotros —replicó Bruenor.

—A mi modo de ver, no podríamos haberlo hecho mejor —razonó ella, que miró al halfling con una expresión que denotaba su aprobación—. Si nos hubiésemos refugiado en el interior de inmediato, entonces no habríamos sabido a qué nos enfrentábamos. A saber en qué aprietos nos habríamos encontrado en cualquier momento si hubieses actuado de otro modo, si hubiésemos abandonado el risco en seguida. ¿Habríamos comprendido realmente el tamaño y la ferocidad de la fuerza desplegada contra nosotros? ¿Habríamos asestado un golpe tan fuerte contra nuestro enemigo? Han venido a luchar contra nosotros, así que lucharemos, no lo dudéis, y más vale que sepamos a lo que nos enfrentamos y que hayamos tumbado ya a tantos. Gracias a Nanfoodle y a los demás, les hemos infligido unas bajas tan cuantiosas como no habríamos osado soñar, ni inquiera si la batalla se hubiera desarrollado en nuestros defendidos túneles.

—Sabes cómo enfocar las cosas, muchacha —convino Bruenor tras una pausa en la que asimiló el razonamiento de la joven—. Si planean atacarnos, al menos ahora sabemos lo que se nos viene encima.

—Así que alcemos la cabeza bien alto y aferremos nuestras armas con más fuerza —coreó Wulfgar.

—¡Yujuu! —jaleó Regis, y todos lo miraron con curiosidad.

—¿Y qué demonios significa eso? —inquirió Catti-brie.

El halfling se encogió de hombros.

—Me sonaba oportuno —contestó, y nadie dijo lo contrario.