3

PASIÓN

Con un gruñido que más parecía de cólera que de pasión, Tsinka Shinriil hizo que Obould se girara y se encaramó sobre él.

—¡Los has metido en su oscuro agujero! —gritó la chamana con los ojos muy abiertos, tanto que el blanco amarillento de los globos oculares se veía nulo alrededor de las oscuras pupilas, lo que le daba una expresión mas semejante a una caricatura de demencia que cualquier otra cosa—. ¡Ahora excavaremos en ese agujero!

El rey Obould Muchaflecha mantuvo a raya a la excitada hechicera sin dificultad mientras ella intentaba rodearlo con su cuerpo tembloroso, y los gruesos y musculosos brazos del orco la levantaron del jergón de paja.

—Mithril Hall caerá ante el poderío de Obould es Gruumsh —continuó Tsinka—. Y poco después, la Ciudadela Felbarr volverá a ser tuya. ¡Los Venceremos a todos! ¡Acabaremos con los seguidores de Bruenor y de Emerus! ¡Nos bañaremos en su sangre!

Obould se encogió ligeramente de hombros y apartó a la orca a un lado, fuera incluso del jergón. Ella cayó al suelo ágilmente y volvió a encaramarse junto a él, babeantes las comisuras de la boca por la que asomaban los colmillos.

—¿Hay algo que Obould es Gruumsh no pueda conquistar? —preguntó al mismo tiempo que trepaba sobre él de nuevo—. Mithril Hall, Felbarr… ¡Adbar! ¡Sí, Adbar! Todas caerán en nuestro poder. ¡Todas las fortalezas enanas del norte! Haremos huir a los pocos que no devoremos. Libraremos el norte de la maldición de los enanos.

Obould esbozó una sonrisa, pero la mueca era más un gesto burlón hacia la sacerdotisa que un modo de mostrar su acuerdo con ella. Ya había oído la misma letanía antes; de hecho, la había oído una vez tras otra.

Desde que las puertas occidentales de Mithril Hall se habían cerrado, aislando en su agujero al Clan Battlehammer, Tsinka y los otros chamanes habían barbotado ridículas esperanzas sobre conquistas masivas por toda la Marca Argéntea y más allá.

Y Obould compartía tales esperanzas. Lo que más deseaba era recobrar Ciudadela Muchaflecha, a la que los enanos habían vuelto a poner nombre de Ciudadela Felbarr. Pero Obould veía la locura que era seguir ese curso. Se había alertado sobre ellos a la totalidad de la región.

Cruzar el Surbrin significaría entablar batalla con los ejércitos de Luna Plateada y de Everlund, sin duda, así como con los elfos del Bosque de la Luna y las fuerzas combinadas de los enanos Delzoun al este del profundo y gélido río.

—¡Eres Gruumsh! —dijo Tsinka, que le agarró la cara y lo besó bruscamente—. ¡Eres un dios entre los orcos! —volvió a besarlo—. ¡Gerti Orelsdottr te teme! —Tsinka chilló y lo besó una vez más.

Obould esbozó una mueca al rememorar su último encuentro con la princesa de los gigantes de la escarcha. Gerti lo temía, vaya que sí. O debería, porque Obould la había superado en el breve combate, la había tirado al suelo, y ella se había escabullido. Era una hazaña sin precedentes y había servido para evidenciar a todos los que la presenciaron y a todos a los que se la contaron que el rey Obould era mucho más que un simple orco. Tenía el favor de Gruumsh el Tuerto, dios de los orcos. Le había dotado de fuerza y velocidad, una agilidad extraordinaria y, a su entender, de más perspicacia que nunca.

O tal vez esa perspicacia no era tan reciente. Quizá Obould, después de haber conquistado de manera tan insospechada todo el territorio que había entre la Columna del Mundo, el Paso Rocoso, el río Surbrin y los Pantanos de los Trolls con tanta facilidad e irrefrenable poder, estaba contemplando el mundo bajo una perspectiva distinta y superior.

—… en Mithril Hall… —decía Tsinka cuando Obould enfocó de nuevo su atención en la balbuciente hechicera. Al parecer advirtió su repentina atención e hizo una pausa para retomar la idea desde un punto previo—. Tenemos que entrar en Mithril Hall antes del invierno. Hemos de aniquilar al Clan Battlehammer para que la noticia de su derrota y humillación se propague antes de que la nieve cierre el paso. Trabajaremos en las forjas enanas a lo largo del invierno para reforzar nuestro armamento.

»¡Saldremos en primavera como una fuerza imparable a través de la región septentrional y devastaremos y aniquilaremos a todos los que sean tan necios como para presentar resistencia!

—Hemos perdido muchos orcos al empujar a los enanos bajo tierra —arguyó Obould con intención de frenarla un poco—. Las piedras están teñidas de sangre orca.

—¡Se derramará sangre! —gritó Tsinka—. ¡Y morirán más! ¡Deben morir más! ¡Nuestra primera gran victoria está a nuestro alcance!

—Nuestra primera gran victoria ya se ha conseguido —la corrigió Obould.

—¡Entonces, tenemos ante nosotros la segunda gran victoria! —le respondió ella a gritos—, una victoria digna del que es Gruumsh. Nos Hemos apoderado de piedras y terreno agreste. Aún falta recibir la recompensa.

Obould la apartó estirando los brazos del todo y giró la cabeza para mirarla mejor. Estaba temblando de nuevo, aunque el rey orco no habría sabido decir si era por la pasión o por la rabia. El cuerpo desnudo de la hechicera brillaba por el sudor a la luz de la antorcha, y tenía los músculos tensos, agarrotados, temblorosos, como un muelle enroscado en exceso.

Mithril Hall tiene que caer antes del invierno —repitió Tsinka, entonces más calmada—. Gruumsh me lo ha mostrado. Era Bruenor Battlehammer quien se erguía sobre esa piedra y rompía el flujo de la oleada de orcos, privándonos así de una victoria mayor.

Obould gruñó al oír aquel nombre.

—Se ha propagado el rumor de que está vivo. Al parecer el rey de Mithril Hall se ha levantado de entre los muertos. Se trata de un reto de Moradin a Gruumsh, ¿es que no lo ves? Eres el campeón de Gruumsh, de eso no cabe duda, y el rey Bruenor Battlehammer lo es de Moradin. Zanja esto y zánjalo cuanto antes; has de hacerlo antes de que los enanos se agrupen y acudan a la llamada de Moradin, igual que los orcos se unieron al mandato de Obould.

Aquello dio que pensar al rey orco porque tenía más sentido de lo que habría querido admitir. No estaba deseoso de entrar en Mithril Hall. Sabía que su ejército toparía con obstáculos y dificultades a cada paso del camino. ¿Podría soportar una pérdida de efectivos tan tremenda y aun así ser capaz de asegurar el territorio que se proponía que fuera su reino?

Indudablemente, el rumor se había extendido por las filas orcas igual que se propagaba un incendio por la hierba seca de una pradera. No podía negarse la identidad del enano que había dirigido la línea defensiva en la retirada al interior de la fortaleza subterránea. Era Bruenor, a quien se había dado por muerto en Shallows. Era Bruenor, que había Vuelto de la tumba.

Obould no era tan necio como para desestimar la importancia de ese giro en los acontecimientos. Entendía hasta qué punto su presencia era una acicate para sus guerreros; así pues, ¿porque no iba a tener Bruenor ese efecto estimulante en los suyos? Obould odiaba a los enanos más que a ninguna otra raza, incluso más que a los elfos, pero la amarga experiencia sufrida en la Ciudadela Felbarr le había despertado un respeto a regañadientes por ese pueblo achaparrado y barbudo. Había tomado Felbarr en un momento oportuno y con el elemento sorpresa a su favor, pero entonces, si se hacían las cosas como Tsinka quería, conduciría a sus tropas hacia una fortaleza enana defendida y preparada. ¿Había alguna raza en todo Toril que supiera defender mejor su hogar que los enanos?

«Tal vez los drows», pensó, y la idea desvió sus reflexiones a los acontecimientos del sur, donde se suponía que dos elfos oscuros ayudaban a Proffit y a sus trolls a hostigar a Mithril Hall desde esa posición. Obould comprendió que ésa sería la clave de la victoria si decidía caer sobre el reino subterráneo. Si Proffit y sus apestosas bestias conseguían hacer salir a un buen número de guerreros enanos y atraer en parte la atención de Bruenor, un golpe audaz y directo contra las puertas cerradas del extremo occidental de Mithril Hall podría proporcionarle acceso al interior.

El rey orco volvió la vista hacia Tsinka y se dio cuenta de que, por así decir, su rostro reflejaba lo que estaba pensando, ya que la chamana enseñaba los dientes en una amplia sonrisa y en los oscuros ojos bullía la excitación del deseo; deseo de conquista y deseo por él. El gran rey orco aflojó los brazos y dejó que el peso de Tsinka reposara sobre él al mismo tiempo que apartaba de su mente todos los planes. No obstante, mantuvo la imagen de enanos muertos y puertas enanas desmoronándose porque para Obould esas ideas eran absolutamente embriagadoras.

El aire frío hacía que cada zarandeo resultara un poco más doloroso, pero Obould apretó los dientes y presionó las piernas con más fuerza alrededor de los costados del pegaso. El blanco equino tenía las alas atadas firmemente hacia atrás. Obould no estaba dispuesto a dejarle que alzara el vuelo, porque el pegaso no estaba en absoluto domado en lo que concernía a los orcos. Obould había visto al elfo montado en la criatura sin el menor problema, pero todos los orcos que se habían subido a su lomo habían salido lanzados por el aire, y más de uno había acabado pisoteado por la bestia antes de que los adiestradores pudieran tenerla bajo control.

Todos los orcos habían salido disparados por encima de las orejas salvo Obould, que ceñía tan poderosamente las piernas alrededor de los flancos del pegaso que el animal no había conseguido desmontarlo todavía.

La criatura levantó la grupa en una cabriola, y el cuerpo de Obould recibió una violenta sacudida en el cuello que le hizo doblar la cabeza hacia atrás, hasta el punto de que le pareció ver al revés la coz que lanzaban las patas traseras como remate de la corcova. Aferró con más firmeza la gruesa cuerda del ronzal y, entre gruñidos, apretó las piernas alrededor de los flancos de la montura, tan fuerte que pensó que le rompería las costillas.

Sin embargo, el pegaso siguió dando brincos, girando en mitad de un salto y coceando violentamente. Por su parte, Obould encontró el ritmo en aquel frenesí y, poco a poco, las sacudidas empezaron a ser menos impetuosas.

Los giros del pegaso también empezaron a hacerse más lentos, y el rey orco esbozó una mueca al comprender que la bestia se estaba cansando por fin. Aprovechó ese momento para relajarse un poco y su sonrisa se ensanchó al comparar las salvajes sacudidas del animal con las de Tsinka la noche anterior. «Una comparación apropiada», pensó lascivamente.

Entonces salió volando por el aire, por encima del lomo del pegaso, cuando el animal se lanzó a una repentina y frenética serie de brincos. Obould se golpeó fuertemente contra el suelo al caer de cara y torcido, pero rechazó el dolor con un gruñido y se obligó a girar en una postura que le devolvió cierta dignidad, aunque no lograra ponerse de pie. Miró a su alrededor un momento, alarmado, al pensar que aquella voltereta en el aire podría menoscabar su imagen a los ojos de los orcos que estuvieran por allí. A decir verdad, todos lo miraban con incredulidad —o con gesto estúpido, resultaba difícil diferenciar lo uno de lo otro— y tan sorprendidos que los entrenadores ni siquiera hicieron intención de agarrar al pegaso.

Y el equino se dirigía hacia el rey orco caído en el suelo.

Obould sonrió de oreja a oreja y se incorporó de un salto, abiertos los brazos, para soltar un tremendo rugido con el que invitaba a luchar al pegaso.

La montura se frenó en seco, resopló y pateó el suelo.

Obould se empezó a reír, con lo que rompió la tensión, y caminó directamente hacia el pegaso como si lo retara a atacarlo. El animal echó las orejas hacia atrás y se puso en tensión.

—A lo mejor debería comerte —dijo sosegadamente Obould, que se paró delante de él y lo miró a los ojos, lo que, huelga decir, consiguió que el pegaso se pusiera más nervioso—. Sí, tu carne será deliciosamente tierna, no me cabe duda.

El rey orco siguió mirando fijamente al pegaso unos segundos más y después se giró y soltó una risotada, y los orcos que estaban cerca se sumaron a su regocijo.

Tan pronto como tuvo la seguridad de haber recobrado la dignidad perdida, Obould se volvió hacia el pegaso y pensó de nuevo en Tsinka.

Rió con más ganas cuando sobrepuso mentalmente la cabeza equina sobre la de la fiera y apasionada chamana, pero mientras que el hocico y los rasgos más alargados eran muy distintos a los de la hechicera, al rey orco le pareció que, aparte de blanco del globo ocular alrededor de los iris de Tsinka, los ojos eran muy semejantes: la misma intensidad, la misma tensión, las mismas emociones salvajes e incontrolables.

«No, iguales no son», acabó razonando Obould, porque mientras que las sacudidas y el brillo chispeante de los ojos de Tsinka eran producto de la pasión y el éxtasis, los virajes y el frenesí del caballo alado eran resultado del miedo.

«No, no es miedo», se le ocurrió de repente a Obould. No era miedo. El animal no era salvaje, no lo acababan de capturar ni hacía falta domarlo. Lo habían montado durante años, y jinetes elfos, cuyas piernas flacuchas no servían para sujetarse a lomos de un pegaso que no quisiera que lo montaran.

La reacción del animal no era fruto del miedo, sino de puro odio.

—¡Ah, bestia lista! —dijo suavemente el rey orco, y las orejas del pegaso se irguieron y volvieron a aplastarse como si entendiera cada palabra—. Guardas fidelidad a tu amo, y a mí, que lo maté, me odias. Nunca dejarás de oponerme resistencia si intento subirme a tu lomo, ¿verdad que sí?

El orco asintió con la cabeza y estrechó los ojos para escrutar intensamente al pegaso.

—¿O no? —preguntó, y su mente se orientó en dirección distinta, como si enfocase las cosas bajo el punto de vista del pegaso.

El animal lo había engatusado a propósito para que se confiara, encaramado a su espalda. Se había comportado como si estuviera calmado, y justo cuando él se había relajado, se había puesto a saltar de nuevo como un loco.

—No eres tan listo como te crees —le dijo al pegaso—. Deberías haber esperado a tenerme en las nubes antes de tirarme por encima de las orejas. Deberías haberme hecho creer que era tu amo. —El orco resopló y se preguntó a qué sabría la carne de pegaso.

Los amaestradores tuvieron bajo control al animal poco después, y el jefe de la cuadrilla se volvió hacia Obould.

—¿Volveréis a montar hoy, mi dios?

Para sus adentros, Obould se rió burlonamente del título, aunque jamás intentaría disuadirles para que no lo usaran.

—Tengo mucho que hacer —dijo sacudiendo la cabeza.

Reparó en que los orcos trababan bruscamente las patas traseras al pegaso.

—¡Basta! —ordenó, y el grupo de orcos se quedó paralizado—. Tratad a la bestia con cuidado, con el debido respeto.

Sus palabras fueron causa de expresiones incrédulas en mayor o menor grado.

—¡Busca nuevos entrenadores! —bramó al jefe de la cuadrilla—. Ahora se le dará un trato suave. ¡Nada de golpes!

Mientras hablaba, Obould comprendió el error que había cometido al distraer a la cuadrilla, porque el pegaso dio un brusco y repentino tirón que lo libró de un par de orcos que lo sujetaban, y acto seguido coceó con fuerza y alcanzó de lleno la frente del desafortunado orco que le había trabado las patas traseras. El orco salió lanzado por el aire y empezó a retorcerse en el suelo y a gemir lastimeramente.

Los orcos… orcos se volvieron de manera instintiva para castigar al pegaso, pero Obould los frenó en seco con un grito.

—¡Basta!

Miró directamente al pegaso y después al jefe de los orcos.

—Cualquier marca que vea en el animal tendrá réplica en tu pellejo —prometió.

Cuando el jefe de cuadrilla se encogió, sacudido por los temblores, Obould supo que había hecho su trabajo. Echó una mirada de desprecio al necio gravemente herido, que seguía retorciéndose en el suelo, y se alejó de allí.

La sorpresa reflejada en la cara de los centinelas gigantes de la escarcha —unos colosos apuestos y bien proporcionados de cuatro metros y medio de estatura— no era menor que la que Obould había dejado plasmada en la de sus compañeros orcos cuando les informó, con clamorosas protestas por parte de Tsinka Shinriil entre otros, que iba a visitar a Gerti Orelsdottr solo. No existía duda alguna respecto a la mala sangre que había entre Gerti y Obould. En su último encuentro, el orco había tumbado a la giganta en el suelo, lo que era causa de vergüenza y suponía un ultraje.

Obould caminaba con la cabeza alta y la mirada fija al frente, a pesar de que ni siquiera llevaba el maravilloso casco protector que los chamanes habían preparado para él. Los gigantes lo rodeaban por doquier como torres; muchos portaban espadas que eran más largas que alto el rey orco.

Al aproximarse a la entrada de la inmensa cueva en la que Gerti se había instalado temporalmente —muy al sur de su montaña natal—, los guardias gigantes se desplazaron hasta formar un pasillo ante él. Dos filas de imponentes brutos lo contemplaban desde su aventajada altura con una sonrisa burlona. Cuando el rey orco pasaba, los gigantes que dejaba atrás se giraban y lo seguían para cerrar cualquier posible ruta de escape.

Obould no tocó la espada larga que descansaba sujeta a su espalda y mantuvo alzada la barbilla, e incluso se las arregló para esbozar una sonrisa que transmitía confianza en sí mismo. Sabía que estaba rindiendo, físicamente, el terreno alto, pero también sabía que tenía que hacerlo así para conquistar, emocionalmente, ese terreno alto.

Advirtió cierto alboroto dentro de la cueva y vio formas colosales que iban de aquí para allí. Cuando entró, después de que la vista se ajustara al repentino cambio de la claridad del día en el exterior al apagado brillo de unas cuantas antorchas, descubrió que no tendría que hacer mucho para conseguir la audiencia que buscaba. Gerti Orelsdottr, hermosa y terrible conforme a los cánones de los gigantes, se encontraba al fondo de la cueva y lo observaba con una expresión mezcla de sospecha y desprecio.

—Se diría que has olvidado tu séquito, rey Obould —dijo, y a Obould le dio la sensación de que en su voz se traslucía un atisbo de amenaza.

Con todo, seguía teniendo la certeza de que la giganta no actuaría contra él. La había derrotado en combate singular y, efectivamente, la había avergonzado, pero mayor sería su vergüenza ante los suyos si echaba a otros sobre él como castigo. Por supuesto, Obould no acababa de entender a los gigantes de la escarcha —sus experiencias con ellos eran bastante limitadas—, pero sabía que se trataba de verdaderos guerreros, y los guerreros casi siempre compartían ciertos códigos de honor.

Las palabras de Gerti consiguieron que muchos de los gigantes que se encontraban en la cueva soltaran risitas y cuchichearan.

—Hablo en nombre de los millares que somos —repuso el rey orco—, igual que la dama Orelsdottr habla en nombre de los gigantes de la escarcha de la Columna del Mundo.

Gerti se irguió y estrechó los enormes ojos de color azul, un azul que hacía parecer más intenso aún el viso azulado de la piel de la giganta.

—Habla pues, rey Obould. Aún me quedan muchos preparativos que hacer y no puedo perder tiempo.

Obould adoptó una postura relajada, deseoso de ofrecer una apariencia tranquila y segura. A juzgar por los murmullos que sonaron a su alrededor, tuvo la satisfacción de constatar que su actitud había encontrado resonancia.

—Hemos conseguido una gran victoria aquí, dama Orelsdottr. Nos hemos adueñado del territorio septentrional en una extensión como nunca se había visto.

—Nuestros enemigos apenas han empezado a alzarse contra nosotros —argumentó Gerti.

Obould asintió para mostrar su conformidad en ese punto.

—Te pido que no niegues nuestro progreso —dijo—. Hemos hecho que se cierren las dos puertas de Mithril Hall. Es posible que Nesme haya sido destruida y que la posición en el Surbrin esté consolidada. No es momento para que dejemos que nuestra alianza se… —Hizo una pausa y giró lentamente la cabeza para sostener un instante la mirada de todos y cada uno de los gigantes que estaban presentes.

»Dama Orelsdottr, hablo en nombre de los orcos, decenas de miles de orcos. —Hizo hincapié en el impresionante cálculo aproximado—. Tu lo haces en nombre de los gigantes. Vayamos a parlamentar en privado.

Gerti adoptó una pose que Obould había visto muchas veces ya, una que era obstinada y pensativa por igual. La giganta apoyó una mano en la cadera y se volvió justo lo suficiente como para que la torneada pierna asomara por el corte de la falda del vestido blanco, y frunció los labios en un gesto que bien podía interpretarse como un puchero o como una mueca burlona justo antes de lanzarse sobre un enemigo para estrangularlo.

Obould respondió a eso con una reverencia respetuosa.

—Acompáñame —pidió Gerti, y cuando el gigante situado más cerca de ella inició una protesta, la giganta lo hizo callar con el ceño más fiero que el orco había visto en su vida.

El rey orco pensó que todo iba espléndidamente.

A petición de Gerti, Obould la siguió por un corredor. El orco dedicó unos instantes a examinar los muros, ensanchados por los gigantes obviamente, mediante cortes nuevos en la piedra, claramente visibles. También la altura del techo era mayor que la que tendría una formación natural; todos los salientes habían sido rebajados para que los altos seguidores de Gerti pudieran caminar por el corredor sin agacharse. Se trataba de un trabajo impresionante, sobre todo considerando la eficacia y la rapidez con las que se había realizado. Obould no había imaginado que los gigantes fueran tan hábiles para trabajar la piedra con rapidez, una revelación que sin duda podría serles útil si finalmente decidía echar abajo las puertas de Mithril Hall.

Saltaba a la vista que la estancia situada al final del pasadizo era la cámara de Gerti porque estaba cerrada por una pesada puerta de madera y decorada con muchas pieles de oso espesas y suntuosas. De forma harto significativa, Gerti apartó unas cuantas con el pie hasta dejar a la vista un trozo suelo desnudo, e indicó a Obould que se sentara allí.

El rey orco no protestó ni discutió, y aún sonreía cuando se agachó para sentarse con las piernas cruzadas mientras desenvainaba la espada en el proceso. La espada era tan larga que no le habría permitido sentarse sin quitársela de espalda. Colocó el acero sobre las piernas cruzadas, a punto, pero de nuevo adoptó una actitud relajada y mantuvo las manos lejos de la empuñadura, sin mostrar el menor atisbo de amenaza.

Se dio cuenta de que Gerti observaba todos sus movimientos con atención, aunque intentaba fingir indiferencia mientras se volvía hacia la puerta para cerrarla. Luego cruzó la estancia hacia el montón de pieles más grande y tomó asiento con actitud recatada. Aun así, seguía estando muy por encima del rey orco, que además de estar sentado en el suelo, era bastante más pequeño que ella.

—¿Que quieres de mí, Obould? —preguntó Gerti sin andarse por las ramas, con tono brusco y sin pestañear.

—Estamos enfadados, los dos, por el retorno del rey Bruenor y por haber perdido una gran oportunidad —contestó el orco.

—Y por la pérdida de gigantes de la escarcha.

—Y en mi caso, más de un millar de orcos, entre ellos mi propio hijo.

—Para mí no valen lo que uno solo de mi especie —replicó Gerti.

Obould encajó el insulto en silencio y se obligó a pensar a largo plazo en lugar de levantarse de un salto y matar a aquella bruja.

—Los enanos valoran a los suyos tanto como nosotros a los nuestros, dama Orelsdottr —argumentó—. No se ufanan de una victoria aquí.

—Muchos escaparon.

—A un agujero que se ha convertido en una prisión; a unos túneles que quizá apestan ya con el tufo a troll.

—Si Donnia Soldou y Ad’non Kareese no hubieran muerto, tal vez tendríamos noticias más claras sobre Proffit y su pandilla de desgraciados —dijo Gerti, refiriéndose a dos de los cuatro drows que habían actuado como consejeros y exploradores para ella y para Obould, y a los que se había encontrado muertos al norte de su posición actual.

—¿Lamentas su muerte?

La pregunta hizo pensar a la giganta, que hasta delató su sorpresa al enarcar fugazmente una de las perfiladas cejas.

—Te habrás dado cuenta, por supuesto, de que sólo nos están utilizando a su conveniencia —recalcó el rey orco.

Gerti volvió a enarcar la ceja, pero en esa ocasión la mantuvo así unos segundos.

—¿Sorprendida? —añadió Obould

—Son drows. Únicamente miran por sí mismos y por sus propios deseos. Claro que lo sé. Sólo un estúpido habría pensado otra cosa.

«Pero te has sorprendido», pensó Obould, aunque no dijo nada.

—Y si los otros dos mueren con Proffit en el sur, pues tanto mejor —añadió Gerti.

—Después de que no los necesitemos —arguyó el orco—. Los drows que quedan serán importantes si intentamos abrirnos paso en las defensas de Mithril Hall.

—¿Abriros paso en las defensas?

Habría sido difícil que Obould no notara la incredulidad que denotaba su voz o la duda implícita.

—Tomaré el reino subterráneo.

—Tus orcos perecerán a millares.

—Sea cual sea el precio que paguemos, valdrá la pena —respondió Obould, y tuvo que esforzarse para que no se le notaran en la voz sus verdaderas dudas—. Tenemos que seguir presionando a nuestro enemigo antes de que tenga ocasión de organizarse y coordinar los ataques. Los tenemos casi fuera de combate y no permitiré que afiancen los pies en el suelo. Y conseguiré la cabeza de Bruenor Battlehammer, al fin.

—Entonces, reptaréis por encima de los cadáveres de orcos para conseguirlo, pero no sobre los cuerpos de gigantes muertos.

Obould aceptó aquello con un asentimiento de cabeza, convencido de que si lograba tomar los túneles de los niveles superiores de Mithril Hall, Gerti entraría en el juego.

—Sólo necesito a los tuyos para abrir brecha en el exterior de la concha —dijo.

—Hay formas de desencajar hasta las puertas más grandes —comentó una Gerti que parecía intrigada de repente.

—Cuanto antes resquebrajéis la concha, antes tendré la cabeza del rey Bruenor.

Gerti soltó una risita y accedió con un asentimiento de cabeza. Obould comprendió, por supuesto, que seguramente estaba más interesada en la posibilidad de ver diez mil orcos muertos que en una derrota de los enanos.

Obould utilizó la gran fuerza de sus piernas para levantarse del suelo mientras echaba la espada hacia atrás y la enfundaba en la vaina sujeta a la espalda. Respondió a Gerti con otro cabeceo, abandonó la cámara y pasó pavoneándose entre las hileras de guardias gigantes sin perder el aire engallado.

A despecho de su actitud tranquila y segura, sin embargo, tenía revuelto el estómago. Gerti se pondría en marcha, y no le cabía duda de que les proporcionaría acceso al reino subterráneo a él y a su ejército; pero mientras consideraba la ejecución de su petición, la mera idea lo reconcomía. Una vez más, imaginó fortalezas oreas repartidas por todas las cumbres de la región, protegidas por murallas defensivas que forzarían a cualquier atacante a pelear duramente para ganar cada palmo de terreno.

¿Cuántos enanos, elfos y humanos tendrían que yacer muertos entre esas cumbres antes de que la maldita tríada renunciara a su propósito de erradicarlo y aceptara la conquista como algo definitivo? ¿A cuántos enanos, elfos, y humanos tendría que matar antes de que sus orcos pudieran entrar en el reino subterráneo y recibieran su parte de la munificencia del ancho mundo?

Esperaba que a muchos, porque disfrutaba matando enanos, elfos y humanos.

Mientras salía de la cueva y se le ofrecía una vista más amplia del territorio septentrional, Obould recorrió con la mirada cada montaña rocosa y cada vertiente batida por el viento. En su mente se construyeron aquellos castillos, y en todos ondeaban los estandartes del dios Tuerto y del rey Muchaflecha. A sus pies, bajo las sombras arrojadas por las fortalezas, en las hondonadas protegidas, visualizó ciudades —ciudades como Shallows— resistentes y bien defendidas, habitadas únicamente por orcos, no por malolientes humanos. Empezó a trazar conexiones, rutas comerciales y responsabilidades, riquezas y poder, respeto e influencia.

Obould creía que funcionaría. Organizaría y asentaría su reino más allá de toda esperanza que cualquier enano, elfo o humano pudiera albergar de erradicarlo.

El rey orco volvió la vista hacia la cueva de Gerti y se planteó durante un fugaz instante la posibilidad de entrar y decírselo. Llegó incluso a girarse un poco y a dar un paso en aquella dirección.

Sin embargo, se paró al considerar que Gerti no sabría apreciar el peso de su visión, además de importarle poco el resultado. Y aun en caso de que le importara, ¿cómo reaccionarían Tsinka y los chamanes? La hechicera orea clamaba por conquistas, no le interesaba en absoluto asentarse en un lugar, y estaba convencida de que era intermediaria y portavoz del propio Gruumsh.

El rey orco frunció el labio superior en una mueca de frustración mientras levantaba el puño apretado. No había mentido a Gerti. Su mayor deseo era tener la cabeza de Bruenor Battlehammer en las manos.

Con todo, ¿habría alguna posibilidad de lograrlo? ¿Valdría la pena el precio que tendrían que pagar y que sin duda sería espantosamente alto?