HUESOS Y PIEDRAS
La descomposición y la putrefacción se habían alzado con la victoria del día, reptando entre piedras y rocas. Cadáveres hinchados irradiaban vaho al aire frío de la mañana y los últimos vestigios de calor desaparecían flotando en formas insustanciales: la energía de la vida perdida en el constante plañido paliativo del viento indiferente.
Drizzt Do’Urden caminaba por los límites inferiores del campo de muerte con un trapo atado sobre la negra tez para protegerse del hedor. Casi todos los cadáveres del terreno bajo eran de orcos; muchos habían muerto a causa del estallido monumental que había tumbado la cresta de la montaña hacia la ladera donde se disputaba el grueso de la batalla. Aquella explosión había convertido la noche en día, había lanzado llamas trescientos metros hacia lo alto y había arrojado toneladas de cascotes sobre el enjambre de monstruos, a los que la onda expansiva había aplastado contra el suelo.
—Una arma menos que habré de reponer —dijo Innovindil.
Drizzt se giró para mirar a su compañera, la elfa de superficie. La elfa rubia también llevaba la cara cubierta, aunque su belleza no menguaba por ello. Por encima del pañuelo, los brillantes ojos azules observaban a Drizzt y el mismo viento que transportaba la peste de la muerte sacudía los largos mechones dorados a su espalda. Esbelta y grácil, los pasos que daba Innovindil le parecían una danza a Drizzt Do’Urden, y ni siquiera el peso de su dolor, pues había perdido a su compañero y amante, Tarathiel, era lastre suficiente para que tuviera el ánimo por los suelos.
Drizzt la observó mientras la elfa se inclinaba sobre un cadáver conocido, el de Urlgen, hijo de Obould Muchaflecha, el orco que había empezado la espantosa guerra. Innovindil había matado a Urlgen o, más bien, él se había matado a sí mismo sin querer: al darle un cabezazo a la elfa, se había empalado en una daga que ella había desenvainado en ese momento. Innovindil plantó un pie en la cara hinchada del orco muerto, asió la empuñadura de la daga con firmeza y la sacó de un tirón. Sin apenas torcer el gesto, se agachó un poco más y limpió la hoja en la camisa del orco muerto, tras lo cual la volteó en el aire, la recogió y la envainó en la funda que llevaba sujeta al tobillo.
—Ni se han molestado en saquear el campo de batalla, ya fuera a los enanos muertos o los cadáveres de los suyos —comentó la elfa.
Ese detalle ya se había hecho patente incluso antes de que su pegaso, Crepúsculo, se hubiese posado en la rocosa vertiente de la montaña. La zona estaba desierta por completo a pesar de que los orcos no andaban lejos. Hasta la pareja llegaban las voces desde el valle situado detrás de la cima de la ladera, desde el paraje llamado Valle del Guardián, que señalaba la entrada occidental a Mithril Hall. Drizzt sabía que los enanos no habían ganado la batalla aun cuando el número de cadáveres orcos superaba con mucho al de sus amigos barbudos. Al final, los orcos los habían empujado desde la escarpa hasta el Valle del Guardián, de vuelta a su agujero en Mithril Hall. Los orcos habían pagado un alto precio por aquel pedazo de tierra, pero era suyo. Dada la profusión del contingente orco agrupado fuera de las puertas cerradas de la fortaleza del Clan Battlehammer, a Drizzt no se le ocurría ningún modo de que los enanos recuperaran el terreno perdido.
—Que la batalla no haya acabado no es la única razón de que el saqueo no se haya producido —respondió Drizzt—. Hasta ahora, los orcos no han tenido un momento de reposo, primero empujando a los enanos de vuelta a Mithril Hall, y después preparando a su gusto el área adyacente a las puertas occidentales. Diría que volverán aquí a no tardar.
Alzó la vista hacia Innovindil y la vio distraída, de pie ante los restos de una lucha particularmente desagradable, con la mirada fija en un cúmulo de cuerpos. Drizzt entendió su sorpresa antes incluso de acercarse y confirmar que la elfa se encontraba en el punto donde él había contemplado cómo los camorristas, la famosa brigada Revientabuches, plantaban una valerosa resistencia. Se paró al lado de la elfa y torció el gesto ante el espantoso cuadro de cuerpos hechos trizas —en los muchachos de Thibbledorf Pwent jamás había habido nada sutil—, y su gesto se torció más aún al fijarse en más de una docena de enanos muertos, todos formando un montón apretujado. Habían muerto, del primero al último, protegiéndose unos a otros; un final adecuado paro los valerosos guerreros.
—Sus armaduras… —empezó Innovindil al mismo tiempo que sacudía la cabeza con una expresión mezcla de estupor, espanto y asco.
No hizo falta que añadiera más para que Drizzt entendiera a la perfección, ya que la armadura de los Revientabuches propiciaba a menudo ese desconcierto. Repleta de afiladas placas solapadas entre las que sobresalían abundantes pinchos mortíferos, la armadura de un Revientabuches convertía el cuerpo de un enano en una arma devastadora. Mientras que otros enanos cargaban enarbolando picos, hachas de guerra, mazas y espadas, los Revientabuches cargaban, sin más.
Drizzt: había pensado inspeccionar el área con más detenimiento para ver si su viejo amigo Thibbledorf se encontraba entre los muertos, pero cambió de idea. «Será mejor que siga mi camino», reflexionó. El recuento de muertos se hacía después de la guerra.
Claro que también esa actitud era la que le permitía a Drizzt justificar su incapacidad de regresar con el Clan Battlehammer y enfrentarse a la realidad de que todos sus amigos habían muerto, abatidos en la ciudad de Shallows.
—Vayamos a la cresta —dijo—. Deberíamos descubrir qué ocasionó esa explosión antes de que los secuaces de Obould vuelvan aquí para dejar limpios los cadáveres.
Innovindil accedió de buen grado y se puso en camino hacia el devastado perfil de piedra.
Si ella y Drizzt hubiesen avanzado sólo otros veinte pasos hacia el borde del Valle del Guardián habrían encontrado otro cúmulo de cuerpos revelador: orcos, algunos tendidos tres en hilera, muertos y con un único agujero quemado por toda herida.
Drizzt Do’Urden conocía una arma, un arco llamado Taulmaril, que infligía ese tipo de herida, un arco manejado por su amiga Cattibrie, a quien creía muerta en Shallows.
El enano Nikwillig se encontraba sentado en la vertiente oriental de una montaña, recostado pesadamente en una piedra, y se enfrentaba a tal desesperación y desaliento que temía quedarse paralizado en el sitio hasta que la inanición o algún orco descarriado se lo llevara por delante. Le consolaba saber que había cumplido con su deber y que su expedición a los picos situados al este del campo de batalla había ayudado a darle la vuelta al encarnizado conflicto; al menos lo necesario para que Banak Buenaforja se las arreglara para conducir la mayoría de los enanos vertiente abajo, hacia la seguridad de Mithril Hall, por delante de la hora orca.
Aquel momento de victoria pasaba una y otra vez por la mente debilitada del enano como una letanía para alejar los miedos acuciantes que le despertaba la situación apurada en que entonces se encontraba. Había trepado por las laderas hasta situarse por encima de las huestes adversarias mientras que el campo de batalla seguía envuelto en la oscuridad de la madrugada, y había vuelto su atención y el espejo que llevaba hacia el sol naciente. Había dirigido el rayo reflejado por el espejo hacia la ladera opuesta de la cresta y lo había movido hasta localizar el segundo espejo colocado allí, iluminando así la diana para Cattibrie y su arco mágico.
Entonces, Nikwillig había visto iluminarse repentinamente la oscuridad y un estallido de fuego que se había alzado trescientos metros sobre el campo de batalla. Semejante a la ondulación en un estanque o al golpe de viento que dobla la hierba de una pradera, las ondas de aire caliente y de desechos se habían extendido a partir de la monumental explosión y habían barrido los límites septentrionales del campo de batalla, donde la mayoría de los orcos iniciaban la carga. Se habían desplomado en hileras, muchos para no volver a levantarse. Su carga quedó frenada, igual que se habían frenado los enanos.
Así pues, Nikwillig había hecho su trabajo, pero aunque había partido confiando en lograr aquel resultado, el enano de Felbarr había sabido que sus posibilidades de regresar no eran muchas. Banak y los demás no podían esperarlo hasta que bajara a trompicones, y aunque hubieran querido hacerlo, ¿cómo iba Nikwillig a pasar a través del enjambre de orcos que se interponía entre él y los otros enanos?
Aquel día se había separado de las tropas enanas para emprender una misión suicida y no lo lamentaba, pero eso no borraba el miedo real que se agazapaba y lo envolvía a medida que veía acercarse la hora de su muerte.
Entonces pensó en Tred, su compañero de Felbarr. Los dos, junto con varios compañeros más, habían partido de la ciudadela del rey Emerus Warcrown un día soleado, no hacía mucho, en una típica caravana de mercaderes. Aunque la ruta era un tanto diferente de la habitual, pues tenían el propósito de consolidar una nueva ruta comercial tanto para el rey Emerus como para sus propios bolsillos, no habían esperado topar con verdaderos peligros. ¡Desde luego, jamás esperaron tropezar con la avanzadilla de la fuerza de asalto orca más grande que se recordaba en la región! Nikwillig se preguntó qué habría sido de Tred. ¿Habría caído en la terrible batalla o habría conseguido bajar al Valle del Guardián y entrar en Mithril Hall?
El desolado enano soltó una risita de impotencia al recordar que Tred había decidido previamente marcharse de Mithril Hall y regresar a casa, a la Ciudadela Felbarr, para llevar las noticias. Luchador ávido y aguerrído, curtido en la batalla, Tred había pensado actuar como emisario entre las dos fortalezas y, el colmo de la ironía, Nikwillig lo había disuadido.
—¡Ah, qué tonto eres, Nikwillig! —exclamó el enano, y sus palabras se las llevó el viento gemebundo.
En realidad no creía lo que había dicho ni siquiera mientras pronunciaba la frase. Se habían quedado porque habían llegado a la conclusión de que estaban en deuda con el rey Bruenor y con su pueblo, porque habían decidido que la guerra tenía que ver con la solidaridad de los enanos Delzoun, con mantenerse unidos, hombro con hombro, en una causa común.
No, no había sido tonto por quedarse y no lo había sido por ofrecerse voluntario, incluso por haber insistido, en ser el que llevara el espejo para captar los primeros rayos del amanecer. Después de todo, él no era guerrero. Se había metido libremente, como debía ser, en ese aprieto, pero sabía que el camino que lo aguardaba probablemente tendría un final rápido y atroz.
El enano se puso de pie, echó un vistazo por encima del hombro al Valle del Guardián, y de nuevo desestimó toda idea de ir en esa dirección. Claro que era la ruta más corta y más segura a Mithril Hall, pero llegar a ella significaba tener que cruzar un inmenso campamento orco. Aun en el caso de que fuera capaz de lograr semejante hazaña, los enanos se habían metido en su agujero y las puertas estaban cerradas sin muchas probabilidades de que fueran a abrirse pronto.
«Sólo queda ir hacia el este —decidió Nikwillig—. Al río Surbrin y con suerte, a pesar de los pronósticos, más allá».
Le pareció oír un ruido cerca e imaginó que una patrulla orca lo estaba vigilando, presta para saltar sobre él y matarlo a golpes. Respiró profundamente y echó a andar.
Su tenebroso viaje había comenzado.
Drizzt e Innovindil se desviaron al sur en su camino hacia la destrozada cresta y avanzaron en ángulo, de manera que divisaron el Valle del Guardián muy cerca del punto donde los enanos habían colocado la hilera de tubos metálicos. Esa línea ascendía desde el nivel del suelo hasta la entrada a los túneles que zigzagueaban por debajo de lo que antes había sido la silueta de la cresta. Ni que decir tiene que ninguno de los dos sabía para que era la tubería. Tampoco tenían ni idea de que los enanos, siguiendo instrucciones de Nanfoodle, el gnomo, habían conducido hacia arriba gases naturales desde las bolsas subterráneas, gases que habían llenado los túneles que corrían por debajo de los gigantes —desconocedores de lo que pasaba— y de sus catapultas.
Tal vez si la pareja hubiese tenido tiempo para plantearse lo de la tubería, descender del risco e inspeccionarla con más detenimiento, Drizzt e Innovindil habrían empezado a descifrar el misterio de la gigantesca bola de fuego. En ese momento, sin embargo, la bola de fuego era el menor de sus problemas, ya que allá abajo pululaba como un enjambre el ejército de orcos más grande que cualquiera de los dos había visto nunca, virtualmente un mar de formas oscuras arremolinadas en torno a los obeliscos que marcaban el Valle del Guardián. Miles, decenas de miles, se movían allí abajo, y de vez en cuando la figura descomunal de un gigante de escarcha destacaba entre la masa indistinta.
Mientras recorría la multitud con la mirada, Drizzt Do’Urden atisbó más y más de esos monstruos colosales, y tragó saliva al darse cuenta de la magnitud del ejército. En el valle había centenares de gigantes, como si la población de colosos de la Columna del Mundo al completo hubiese acudido a la llamada del rey Obould.
—¿Ha conocido un día más negro la Marca Argéntea? —inquirió Innovindil.
Drizzt se volvió para mirarla, aunque no sabía con seguridad si le estaba haciendo una pregunta o si hacía simplemente un comentario.
La elfa giró la cabeza para encontrarse con la mirada de sus ojos color de espliego.
—Recuerdo cuando Obould se las ingenió para expulsar a los enanos de la Ciudadela Felbarr —explicó—. ¡Y qué negro fue ese día! Pero, aun así, fue como si el rey orco hubiese trocado un agujero por otro. Mientras que su conquista tuvo consecuencias terribles para el rey Emerus Warcrown y los otros enanos felbarrenses, en ningún momento se contempló como una amenaza a la región en sí. El monarca orco había aprovechado una oportunidad inesperada y, en consecuencia, se alzó con una victoria que todos confiábamos en que fuese efímera, como así ocurrió. Pero esto… —Dejó la frase sin acabar y sacudió la cabeza con impotencia mientras contemplaba el valle y al masivo ejército orco.
—Hemos de suponer que la mayoría de los enanos del Clan Battlehammer se las arreglaron para regresar a los túneles —razonó Drizzt—. No será nada fácil aniquilarlos, tenlo por seguro. En su terreno, el Clan Battlehammer repelió en una ocasión el ataque de Menzoberranzan. Dudo de que haya bastantes orcos en todo el mundo para apoderarse de Mithril Hall.
—Quizá tengas razón, pero ¿acaso eso importa?
Drizzt miró a la elfa con curiosidad. A punto de contestar que cómo no iba a importar tal cosa comprendió todo el alcance de los temores de Innovindil y refrenó la lengua.
—No —convino con la elfa—. La fuerza reunida por Obould no es un contingente al que se puede hacer retroceder fácilmente de vuelta a sus agujeros de la montaña. Serán necesarias las tropas de Luna Plateada y Everlund, tal vez incluso las de Sundabar… Y de la Ciudadela Felbarr y la Ciudadela Adbar. Harán falta los elfos del Bosque de la Luna y el ejército del Marchion Elastul de Mirabar. Todo el norte ha de agruparse en ayuda de Mithril Hall en estos momentos de adversidad, cuando más lo necesita.
—E incluso si ése es el caso será a un alto coste, un coste horrible —contestó Innovindil, que volvió la vista hacia el sangriento campo de batalla sembrado de cadáveres—. Esta degollina del risco parecerá una escaramuza y los cuervos de la Marca Argéntea estarán cebados.
Mientras la elfa hablaba, Drizzt siguió escrutando el panorama, por lo que reparó en un movimiento al oeste, que en seguida identificó como una fuerza de orcos que ascendía por una ruta circular para salir del Valle del Guardián.
—Los carroñeros orcos no tardarán en llegar —anunció—. Pongámonos en marcha.
Innovindil siguió contemplando el valle un poco más.
—No hay señales de Amanecer — observó, refiriéndose al pegaso compañero de Crepúsculo y que había sido la montura de Tarathiel, su camarada.
—Obould lo tiene todavía, y vivo, estoy seguro —contestó Drizzt—. Ni siquiera un orco destruiría una criatura tan magnífica.
Innovindil siguió con los ojos fijos en el horizonte e hizo un ligero encogimiento de hombros antes de volverse hacia Drizzt para mirarlo dilectamente de nuevo.
—Confiemos en ello —dijo.
El elfo oscuro se levantó, la tomó de la mano y, juntos, descendieron hacia el norte, a lo largo de la cresta de piedras reventadas y fracturadas. La explosión había hecho saltar el techo de la cúspide y había dejado un barranco chamuscado. En un sitio encontraron una catapulta quemada que, a saber cómo, seguía conservando la forma a despecho de la tremenda deflagración.
Los descubrimientos que hicieron, no obstante, planteaban más preguntas en lugar de dar respuestas, de forma que la pareja no tenía la más remota idea de qué podría haber causado semejante cataclismo.
—Una vez que hayamos encontrado un modo de entrar en Mithril Hall podrás preguntarles a los enanos —dijo Innovindil cuando ya estaban lejos del campo de batalla, en una meseta despejada donde esperaban el regreso del alado Crepúsculo.
Aparte de un ligero asentimiento de cabeza, Drizzt no respondió a lo que implicaba el comentario de la elfa con respecto al regreso a la fortaleza enana, en la que no tendría más opción que afrontar sus miedos.
—Algún truco de los dioses, quizá —añadió la elfa.
—O de los Harpell —apuntó Drizzt.
Se refería a una familia de hechiceros excéntricos y poderosos (demasiado poderosos para su propio bien o para el de los que estaban a su alrededor), de la pequeña comunidad de Longsaddle, situada a muchos kilómetros al oeste. Los Harpell ya habían acudido antes en auxilio de Mithril Hall, y tenían una vieja amistad con Bruenor y su pueblo. Drizzt los conocía lo suficiente como para saber que si había alguien capaz de provocar sin querer una catástrofe semejante como la ocurrida en la cresta era aquel extraño clan de atolondrados humanos.
—¿Los Harpell?
—Cuanto menos sepas de ellos, mejor —repuso muy seriamente el elfo oscuro—. Baste con decir que Bruenor Battlehammer mantiene ciertas amistades poco convencionales.
No bien había pronunciado las palabras, Drizzt se dio cuenta de la Ironía que había en ellas, y miró a Innovindil al mismo tiempo que esbozaba una sonrisa que era fiel reflejo de la de la propia elfa.
—Si no me equivoco, no tardaremos en saberlo —comentó ella—. De momento, tenemos que ocuparnos de nuestros propios deberes.
—Por Amanecer — convino Drizzt, que estrechó la mano tendida de Innovindil—. Y por venganza. Tarathiel descansará en paz cuando Obould Muchaflecha haya muerto.
—¿Muerto por la estocada de una espada —inquirió la elfa mientras llevaba la mano hacia la empuñadura de su arma— o por el filo de una cimitarra?
—Creo que por el filo de una cimitarra —contestó Drizzt sin la menor vacilación; se volvió a mirar hacia el norte—. Me he propuesto matarlo.
—Entonces, por Tarathiel y también por Bruenor —adujo Innovindil—. Por los que han muerto y por el bien del norte.
—O simplemente porque deseo matarlo —dijo Drizzt en un tono tan frío e impasible que un escalofrío recorrió la columna vertebral de la elfa. No respondió porque no le habría salido voz.