No tengo miedo a la muerte.
Desde un alto promontorio al este del Valle del Guardián observé a los gigantes que construían el inmenso ariete. Observé a los orcos practicar sus tácticas: líneas compactas y cargas repentinas. Oí el espantoso clamor, los gritos encarnizados pidiendo sangre enana y cabezas enanas, los gritos crueles del ansia combativa.
Desde ese mismo risco contemplé cómo una fila de gigantes tiraba hacia atrás del enorme ariete y después lo soltaba para que impactara con violencia en la base de la montaña en la que me encontraba, contra los portones metálicos de Mithril Hall. Sentí temblar el suelo bajo mis pies. El retumbo estruendoso reverberó en el aire.
Tiraron de él y lo soltaron, una y otra vez.
Entonces, los gritos resonaron en el aire y la carga salvaje comenzó.
Me encontraba en aquel risco, con Innovindil a mi lado, y supe que el pueblo de Bruenor, mis amigos, combatían por su hogar y por sus vidas en ese mismo momento debajo de mí. Y no podía hacer nada.
Entonces, en aquel horrible momento, comprendí que tendría que hallarme allí, con los enanos, matando orcos hasta que también me abatieran. Entonces, en aquel horrible momento, comprendí que mis decisiones de los días anteriores, forjadas en la ira y aún más en el temor, habían traicionado la confianza de la amistad que había existido siempre entre Bruenor y yo.
Poco después —¡tan poco!—, la ladera se quedó en silencio. La batalla acabó.
Con gran horror por mi parte vi que los orcos se habían alzado con la victoria ese día, que habían afianzado una posición en el interior de Mithril Hall; que, como mínimo, habían echado a los enanos del gran vestíbulo de entrada. Me consoló un tanto el hecho de que el grueso del ejército orco permaneciera en el exterior de las puertas rotas y siguiera con su trabajo en el Valle del Guardián. Tampoco habían entrado muchos gigantes.
El pueblo de Bruenor no había sido aniquilado; seguramente los enanos habían rendido las amplias cámaras para retirarse a las áreas de los túneles, mucho más fáciles de defender.
No obstante, esa esperanza no barrió mi sensación de culpabilidad. En el fondo de mi corazón sabía que tendría que haber regresado a Mithril Hall para estar con los enanos que durante tanto tiempo me habían tratado como a uno de los suyos.
Pero Innovindil me llevó la contraria en esa apreciación mía. Me recordó que no había huido de la batalla de Mithril Hall, que el hijo de Obould había muerto debido a mi decisión y que muchos orcos habían regresado a sus agujeros en la Columna del Mundo gracias a mi intervención —la de los tres, Innovindil, Tarathiel y yo— en el norte.
Es difícil darse cuenta de que no se pueden ganar todas las batallas para todos los amigos. Es difícil entender y aceptar tus propias limitaciones y, con ellas, el reconocimiento de que aunque intentes dar lo mejor de ti a menudo resulta insuficiente.
Y fue entonces, en ese momento y en esa situación, en aquella ladera desde la que contemplaba la batalla, en aquel momento en el que todo parecía más negro, cuando empecé a aceptar la pérdida de Bruenor y la de los otros. ¡Oh!, el vacío de mi corazón no se cerró. Nunca lo hará. Lo sé y lo acepto. Pero de lo que me desprendí entonces fue de mi sentido de culpabilidad por presenciar la caída de un amigo, mi sentido de culpabilidad por no haber estado allí para ayudarlo o para sostener su mano en el último momento.
La mayoría de nosotros conocerá la pérdida de un ser querido a lo largo de nuestra vida. Para un elfo, ya sea drow o de la luna, salvaje o avariel, que vive cientos de años, esto es algo inevitable, ya sea la muerte de un padre, un amigo, un hermano, un amante, incluso un hijo. El dolor profundo es a veces la inevitable realidad de la existencia consciente. Cuánto menos tolerable será, pues, una pérdida si la agravamos al incorporarle un sentimiento de culpabilidad.
Culpabilidad.
Es el sentimiento que emerge con más facilidad. Y el más insidioso. Está enraizado en el egoísmo de la individualidad, aunque en la gente bondadosa, por lo general, encuentra su origen en el sufrimiento de otros.
Lo que entiendo ahora, como no había entendido antes, es que la culpabilidad no es la fuerza impulsora de la responsabilidad. Si actuamos correctamente porque nos da miedo cómo nos sentiremos si no lo hacemos así, entonces es que en realidad no hemos llegado a separar los conceptos del bien y del mal. Porque hay un nivel por encima de eso, un entendimiento de comunidad, amistad y lealtad. Yo no he elegido estar con Bruenor o con cualquiera de mis otros amigos para aliviar un sentimiento de culpabilidad. Lo he hecho y lo hago porque en ello —y en la reciprocidad de su amistad— unos y otros somos más fuertes y mejores. Nuestra vida se vuelve mucho más valiosa.
Lo comprendí un día funesto, de pie en la ladera rocosa de una montaña, mientras veía a unos monstruos echar abajo la puerta de un lugar que había sido mi hogar mucho tiempo.
Echo de menos a Bruenor y a Wulfgar, a Regis y a Cattibrie. Mi corazón los llora y los añora cada minuto de cada día. Pero acepto la pérdida y no soporto ninguna carga personal por ella salvo la de mi propio vacío. No les di la espalda a mis amigos cuando más me necesitaban, aunque no estaba todo lo cerca de ellos que hubiera querido. Desde el otro lado del barranco, cuando te desplomó el torreón de Withegroo, cuando Bruenor Battlehammer se precipitó desde lo alto, le ofrecí todo cuanto podía ofrecerle en ese momento: mi cariño y mi corazón.
Ahora seguiré adelante, con Innovindil a mi lado, y continuaremos nuestra batalla contra el enemigo común. Luchamos por Mithril Hall, por Bruenor, por Wulfgar, por Regis, por Cattibrie, por Tarathiel y por toda la gente buena. Luchamos contra el monstruoso azote de Obould y sus perversos secuaces.
Al final, ofrecí a mis amigos caídos mi cariño y mi corazón. Ahora les prometo mi eterna amistad y mi determinación de seguir viviendo de un mudo que haga que el rey enano me mire fijamente, ladeada la cabeza y con la típica expresión escéptica por una u otra acción mía.
«Condenado elfo», repetirá a menudo mientras me observa desde los Salones de Moradin.
Y lo oiré, y oiré a todos los demás porque siempre están conmigo y son una parte —y no pequeña— de Drizzt Do’Urden.
Porque mientras suelto y los dejo ir descubro que los estrecho con más fuerza, pero de un modo que me hará alzar la vista hacia los imaginados Salones de Moradin y a los rezongos susurrados de un amigo perdido, y sonreiré.
DRIZZT DO'URDEN