1 octubre

Se diría que el cambio de hora ha traído el otoño detrás. Con la fresca, hemos vuelto a la calle Principal, pues don Tadeo se pirra porque la gente le vea y le salude. Pero se ha puesto en plan farol y al primer conocido que ve se suelta de mi brazo y se pone de cháchara con él como si nada. Yo no me canso de repetirle que ojo no vaya a coger una liebre que nos vaya dar que sentir, pero él, dale, que no me preocupe, que estando plantado puede valerse lo mismo que yo u otro cualquiera. Yo suelo callar la boca por la cuenta que me tiene, pero hoy le pregunté que de cuándo acá tan fanfarria, y él que tenía la impresión de que a la Academia sueca no le gustaban los impedidos.

2 octubre

Apareció en el Burgo de Osma, en la casa de un amiguete del Silvio Amado, que no sé si será del gremio, otra maleta con fornituras. Le dije a don Tadeo que a este paso acabaría ganando dinero, pero él, muy prudente, que aún quedaban dos millones por rescatar y que la compañía de seguros se llamaba Andana, o sea no se hacía responsable. Le pregunté qué condena podía caerle al Silvio Amado, y él que no más de cuatro años ni menos de dos, pero al que viene, con la condicional y un poco de suerte, podía estar en la calle.

3 octubre

Hoy volvió don Tadeo a la carga con que si estoy joven o dejo de estarlo. Y lo que yo le dije, eso es una cuestión de costumbre, don Tadeo, o sea se ha hecho usted a mí, y me ve con mejores ojos; eso es lo que pasa. Pero él que según esa regla de tres, también él debería parecerme a mí más joven que cuando nos conocimos. Y así que le dije que nadie había dicho lo contrario, se le alegraron las pajarillas, me agarró una mano y que le había dado la mayor alegría de los últimos meses.

Ya en la confianza, el capullo de él me salió con que yo sacaba poco partido de mi cara, que si me pusiera la raya del pelo a la derecha ganaría un cien por ciento. Le repliqué que a la vejez, viruelas, y él que nunca era tarde para mejorar, que me peinaba como un párvulo del año 20. Echándolo a barato le pregunté qué otra cosa se le ocurría para mejorar mi imagen, y él que los andares, que andaba a la una y cinco y como a saltos y que ganaría mucho pisando con mayor resolución. ¡Toma del frasco! Iba a replicarle cuando apareció el chaval rubio de la camiseta de Pensilvania, con la cara muy curtida. Don Tadeo se quedó de muestra, contemplándolo. Iba con otro amigo y, de pronto, se oyó una voz y los dos echaron a correr. Me quedé quieto parado esperando que don Tadeo volviera a lo de los andares, pero nanay, siguió mirando al muchacho hasta que le perdió de vista. Luego lo dijo, o sea, dijo que a ese muchachito, en cambio, no había nada que corregirle, que miraba con el descaro de una putita cara y se movía con la gracia de una princesa oriental. Camino de casa me confesó que en San Juan de Luz había dedicado al chaval un breve poema, «Vocación de lirio», que lo incluirá en su próximo libro y que qué me parecía el título.

6 octubre

En todo el santo día no ha dejado de llover. Tenemos el otoño encima. La parienta y yo escribimos veinte cartas a «El precio Justo» y quince para sufridores del «Un, dos, tres…». A ver si esta vez tenemos más suerte.

7 octubre

Estuvimos en Zamora por lo de la conferencia. Demasiada sala para cuatro gatos, como yo digo. Don Tadeo lo pasó mal para subir al estrado. El presidente, o lo que fuera, no sabía de qué pie cojeaba y casi lo deja caer desde lo alto de la tarima. Habló de la poesía sin fronteras pero personalmente me quedé in albis. Eso sí, el marrajo se cambiaba de gafas todo el tiempo y se daba vueltas al sello para hipnotizar al personal. Sentí que no quisiera quedarse a cenar porque a partir de las 8 las horas se cotizan a 1.500. Le regalaron una bandeja. Él dice que de plata, pero si es Meneses ya puede darse con un canto en los dientes.

8 octubre

Volvió a sonar el teléfono a toda pastilla. Y cuando me puse ¡salió la voz! El andóbal que volvería a llamar y yo que de acuerdo. Cuando volvió a llamar me dijo que volvería a llamar para proponerme un negocio y le dije que al pelo. Pero el cipote no volvió a llamar o sea me dejó con la miel en los labios. ¿Qué carajos se propone este capullo? ¿No tendrá algo que ver todo esto con el pendejo del Adrián?

9 octubre

A mediodía llegó un telegrama de Mallorca: «Nació la nena punto se llamará Anita como la nana». Pero la parienta, que antes la tendrá que sacar de pila. Por pitos o por flautas estas dos andan siempre a la greña, como el perro y el gato.

10 octubre

Don Tadeo lleva una semana que no se le cuece el bollo. Se suelta de mi brazo en cuanto puede o se arranca a caminar sin esperarme. Hoy le llamé al orden y me salió con la pamplina de que a los espías suecos conviene darles una impresión de suficiencia desde el principio. Este tío anda mal de la chaveta. Le pregunté si es que un cojo no podía ser premio Nobel, y lo que él dice, que todo lo que desluzca la ceremonia de entrega va en contra del candidato. O sea, no es que esté establecido así, pero, parece ser, que la Academia prefiere un hombre apuesto a un mermado.

Telefoneé a Sonia a la clínica. Sigue en la idea de llamar Anita a la nena, como la yaya. Me hice el tonto y la pregunté cuándo pensaba bautizarla, y ella que ya estaba inscrita en el juzgado con ese nombre, y eso va a misa. Si la parienta es terca, la Sonia es una muía manchega.

11 octubre

El señor Piera volvió a la carga, que me cambie de lado la raya. Le dije que llevaba sesenta años peinándome así, pero él que ésa no era una razón. Le dije, entonces, que ya no tenía edad de estar guapo ni feo, y él que no dijera esas cosas, que si es que me parecía absurda la belleza. Le dije que no trabucara las cosas, que lo absurdo era andar preocupado todo el día de Dios de qué lado me caía mejor la raya. Él porfió que todos estamos obligados a buscar nuestro aspecto más agradable y seductor. Y en estas andábamos, cuando el marica de él me cogió la mano y que hasta la muerte del Toni nunca había reparado en mí físicamente pero a partir de esa fecha no perdía la esperanza de que algún día pudiera quererle un poquito. Llegué a casa descompuesto, que don Tadeo se me había declarado y estaba determinado a dejarle, pero la parienta lo tomó a chacota y que nones, que le dé achares y a ver hasta dónde es capaz de llegar.

12 octubre

Don John se presentó esta mañana sin esperarle. Doña Cuca me rogó que fuese a servir el té como la otra vez y yo, por no hacerle un desaire, que bueno, que lo que hiciera falta. Cuando llegué los dos andaban de fiesta, que la propuesta para el Nobel era un hecho, que el claustro la había aprobado por unanimidad y que Estocolmo había acogido la idea con interés. Don John, muy atento, se levantó a saludarme y me llamó «señog secretaguio». Luego confirmó que la Columbia Press editaría el libro Cogidos de la mano con el título de Beso robado. Don Tadeo que, si de eso dependía la edición, podían cambiar lo que quisieran sin necesidad de consultarle. Luego enseñó a don John el poema dedicado a Toni, y don John, después de leerlo, se quedó un rato pensativo. Al cabo dijo que «muy hermoso», que si él consiguiera, después de muerto, que alguien le dedicase una elegía semejante pensaría que no había vivido en balde. A la hora del té, en la cocina, la Ulpiana me dijo que el don John estaba muy bueno. ¡No te giba! Lo serví como Dios manda y a las ocho me despedí y don Tadeo me dijo que su amigo americano se quedaría otro día, por lo que era preferible que fuese a su casa por la tarde en lugar de por la mañana. En eso quedamos.

14 octubre

Pasaron la tarde de cháchara en el salón, hablando de San Juan de la Cruz y una tal Celestina. Luego la tomaron con la enseñanza y don John dijo que terminaríamos por no saber dónde tenemos la mano derecha. Al servirle el té, me rogó que se lo aclarase, que no había pegado ojo en toda la noche. Don Tadeo, en cambio, lo tomó negro como el chocolate, con medio limón exprimido y cuatro cucharadas de azúcar. Don John dará mañana una conferencia en el Ateneo de Madrid.

15 octubre

Subí donde Melecio. Me confesó que no daba abasto, que chapuza a chapuza venía a sacar un veinticinco por ciento más que en la fábrica de don Eleno. Mañana piensa darse de baja en el INEM. Le pregunté si estaba en sus cabales, y él que es ley de vida, que si él saca suficientes pelas para comer, lo decente era dejar el puesto a otro. Le solté mi verdad, que esa clase de tipos ya no se ven por el mundo, pero él se encogió de hombros y que honradamente a ver qué otra cosa podía hacer. Como suele decirse, este Melecio es un bocado sin hueso.

16 octubre

Al patrón se le ha puesto cara de aleluya. El hombre ya se ve en Estocolmo. Porfía en que le ayude a mejorar sus andares pues le giba salir de mi brazo a recoger el premio. Le dije que lo mejor sería poner una mesita en el escenario para apoyarse en ella con la mano izquierda mientras daba la derecha al rey, pero él me hizo ver que con qué mano iba a recoger el diploma entonces. Decidimos pensarlo despacio y no levantar la liebre; o sea que no se sepa en Estocolmo antes de tiempo que don Tadeo Piera es un impedido.

17 octubre

Por mucho que lo moje, el pelo no se asienta como es debido. Con un poco de jabón acaba pegándose pero en cuanto seca se levanta como un ala. La raya a la derecha queda normal, no le va ni bien ni mal a la cara, pero me cambia la fisonomía y no me determino a salir así a la calle. ¡Ni a que me vea mi señora siquiera! Otra cosa son los andares. Desde hace días procuro dar el paso con mayor determinación. Pero hoy, en pleno entrenamiento, me adelantó el panoli de Tochano, y que por qué andaba así, si es que me mancaban los zapatos. Le dije que sí para que callara la boca pero él me preguntó entonces por los mocasines, que por qué no los gastaba ya, si me había cambiado el gusto o era cosa de mi señorito.

19 octubre

Esta tarde volvieron las bromas del teléfono, aunque eso de bromas es un decir. La voz era la del gicho del otro día y que volvería a llamar, y yo que de acuerdo y ya, a la segunda, me lo soltó, o sea me dijo que era el Adrián, el fotógrafo, y que tenía que hablar de negocios conmigo. Se me bajó la sangre a los zancajos y no me salía la voz del cuerpo. Hubiera querido llamarle cabrón pero no me determinaba y, al cabo, le pregunté qué es lo que quería de mí, y el menguado, tan terne, que lo de siempre, dinero. O sea que a él le quedaban unas copias de las fotografías y a mí los siete kilitos de la jubilación y bien podíamos hacer chamba. Me llevaron los demonios y le planté que esos kilitos estaban bien sudados como para malrotarlos así, y él que no aspiraba a todos desde luego, pero sí a repartirlos como buenos hermanos ya que a mi señora podían disgustarle mis fotos con la Faustina. Me puse ciego y le pregunté dónde podíamos vernos cara a cara, pero él que no me pusiera retador, que mejor conversar como personas civilizadas. Y yo que de acuerdo, pero que dónde podíamos vernos para firmar el trato. Él salió con que no corría prisa, que de momento me bastaba con saber que él necesitaba cinco kilos en billetes de diez mil, sin numeración correlativa, ni señal alguna que permitiera identificarlos. ¡Cacho cabrón! Le pregunté si la candajo de la Faustina andaba en el ajo, y él que eso no hacía al caso ahora, que lo importante era reunir pronto esa cantidad pues, a lo mejor, cuando avisara, andaba tan apurado que no tenía tiempo ni de firmar un cheque. El granuja me preguntó si la cosa estaba clara y yo, temblándome la contera, que sí, que como el agua, pero que dónde demonios íbamos a encontrarnos, y él que el día 30 me lo diría y me mandaría además un croquis para evitar equívocos. Cuando colgó me quedé acojonado, sin fuerzas ni para mover un dedo. Y así seguía cuando se presentó la chavala y sólo de verla se me puso una cosa así, sobre la parte, que no me dejaba respirar. Me preguntó si me pasaba algo, y yo que nada, lo único el patrón, cada día más patoso, y que estaba determinado a dejarlo. Al acostarme me tomé dos píldoras, pero no he conseguido pegar ojo en toda la noche.

21 octubre

Melecio que ya se lo figuraba él, que la historia no podía terminar de otra manera. Es más listo que Cardona este Melecio. En lugar de irse por las ramas, dijo que, afinando, el tema no tenía más que dos soluciones: entregar los cuartos o dar parte. Lo primero no me libraba de otros posibles chantajes y, en cuanto a lo segundo, tenía que determinar qué enojaría menos a la Anita, contarle antes lo de la Faustina o aguardar a que viera las fotografías. Le dije mi verdad, que las dos soluciones eran parejas, que en cualquier caso la parienta agarraría el dos y si te he visto no me acuerdo. Así las cosas, Melecio se quedó quieto parado, lo que aproveché para decirle que había una tercera solución, o sea liquidar al cabronazo del Adrián y pasar a la sombra lo que me quede de vida. Que prefería eso a darle cinco kilos a un hijoputa semejante. Melecio, muy prudente, que liquidarle no le evitaría a la Anita el sofocón ni resolvería el problema, o sea, que la medida era poco práctica. Como aún hay tiempo, quedamos en volver a vernos pasado mañana.

23 octubre

El patrón sigue con la pichicharra del premio Nobel. El hombre no vive para otra cosa. A ratos dudo si irle con el cuento del Adrián, pero ¿qué adelanto dándole vela en este entierro? Hoy, durante el paseo, sólo habló de su discurso. Según él debe ser más político que literario, y entonces le dije que por qué no hablaba del Duque y la transición. Pero él que eso lo último, que España era un asunto sin interés y el Duque un desertor, que había que tocar un tema más amplio como la paz o la ecología. Le hice ver que aún era pronto para devanarse los sesos, pero él que le gustaba tener todo atado y bien atado por si la cosa surgía. Camino de casa me confesó que desde hacía dos días me encontraba distraído, como en otra cosa, y lo que yo le dije con toda la barba, que lo del premio no era para menos, que quitando mi estancia en América había viajado poco y me imponían los aviones.

25 octubre

Volví donde Melecio. El hombre, que había reflexionado y que quizá lo mejor fuese tender al Adrián una encerrona informando previamente a la Anita de mi debilidad. Le dije mi verdad, que la Anita no entendía esas debilidades y que a mí me faltaba cara para irle con el cuento. Entonces le propuse al Melecio ganar al Adrián por la mano, o sea, peinar una noche el barrio de las putas y, una vez que diésemos con él, hacerle soltar el mirlo y quitarle las fotografías. Melecio que cómo íbamos a reconocerle, y entonces le hablé del guardapolvos y el sombrero aunque ya me olía que esto no sería más que un disfraz. Pero lo importante era informarnos por las capulinas sobre la Faustina y un tal Adrián, un fotógrafo sietemesino que la acompañaba. Alguien tenía que conocerlos. ¿Dónde podían estar si no paraban en ese barrio? Melecio, muy prudente, que bueno, que nada perdíamos por probar y que mañana a las 8 en el bar del Pristilo, orilla de la Diputación.

26 octubre

Le comuniqué a la parienta que regresaría tarde, que el señor Piera tenía una mesa redonda en la Casa de la Cultura, y ella que al pelo, que me dejaría la cena en el microondas. Luego me pasé tres horas con Melecio en el barrio de las putas, preguntando a unas y a otras por la Faustina, una chavala rubia, fuerte ella, bien parecida, que iba a veces con un sietemesino de mandilón negro, un fotógrafo que atendía por Adrián. Pero a las capulinas les giba hablar de otras capulinas, ya lo he notado. O sea todas salían por el mismo registro, que nanay, que no la conocían pero que allí estaban ellas para lo que se nos ofreciese mandar. Y nosotros agradecidos, que no se trataba de eso, sino de un asunto pendiente con la pareja. Pero que si quieres arroz Catalina, por mucho que le dimos al parche no sacamos nada en limpio. A las diez y media en un bar de la calle la Pólvora nos encontramos a un cipote muy mamado y que conocía al fotógrafo del mandilón negro pero que no atendía por Adrián sino por Ginés. Le pregunté las señas, pero él calló la boca y el personal empezó a formar corros y uno salió con que si éramos policías. Nos escurrimos hacia la puerta y detrás salió un tipo lampiño que extendió la mano y que sabía dónde paraba el tal Ginés. Según le seguíamos no me hubiera cabido un piñón en el culo. Y en el 10 de la calle Cándida Botín se detuvo. Y allí, sobre un cuadro de fotografías de niños de Primera Comunión, decía: fotografía ginés. Tiramos para arriba pero en el piso no contestaba nadie. Una mujer que subía, que no era hora de trabajo y entonces le pregunté si es que el tal Ginés no paraba en la casa. Ella que quehacer, que dónde iba a parar, pero que andaría fuera, comiendo un bocata con la niña. Melecio y yo nos quedamos al rececho hasta que a la media hora apareció un andóbal, largo como un varal, medio cheposo, con una niñita de la mano. No se parecía en nada al Adrián y, cuando le pregunté por él, dijo que no le conocía y que, desde luego, en el barrio no estaba establecido. Cambié de disco y le pregunté por la Faustina, pero ídem de lienzo, que preguntar por una puta en el barrio de las putas era como buscar una aguja en un pajar. Melecio me hizo ver que iban a dar las doce y entonces ahuecamos el ala y tiramos para el pesebre.

27 octubre

No he pegado ojo en toda la noche. A las dos me levanté, puse la tele y anduve dándole al mando a distancia hasta que se me engarabitó el dedo. La verdad es que llevo tres días que no me lamo. Y a fuerza de cavilar he llegado a la conclusión de que únicamente el sereno de la serrería podría aclarar las cosas. Él es fijo que conoce a la Faustina y, si me apura, al Adrián y sabe de sobras el cambalache que han montado en su casa las últimas semanas. Así es que, echándole valor, me llegué a la calle Morería, pero el gicho salió con las del beri que si volvía a llamar a la puerta de esas maneras me pegaba una patada en el culo que me encajaba en la torre de la catedral. Le alargué un billete grande y que con un poco de buena voluntad podríamos entendernos, pero él trancó la puerta y me mandó a tomar por el saco. Subí donde Melecio y el hombre, que había patinado, que ahora el mamacallos del sereno informaría al Adrián con lo que era bobería tratar de localizarlo. No sé a qué carta quedarme. El Melecio porfía en dar parte pero yo quisiera quemar antes el último cartucho.

28 octubre

Al ir a buscar a don Tadeo me tropecé con el Partenio en el mercado. El gilí no cabía en su pellejo. Según él han repercutido la subida del Justito y no han notado reacción en la parroquia. Dice, y con razón, que antaño subías un céntimo el precio del pan y ya se sabía, huelga general. Hoy, en cambio, subes dos pelas y el personal ni caso. La gente vive a la que salta, como yo digo, sin mirar la peseta, y el día que se acabe se acabó.

29 octubre

Estuve con mi sobrino en el banco. El vaina que qué me pasaba, que me había quedado en el chasis. Cuando se lo conté se quedó de piedra, que menudo serial, que eso era como en las películas, y que a qué aguardaba para dar parte. Le hablé del rebufe de la parienta, y él que, en estos casos, una víctima era inevitable, pero si entregaba los cinco kilitos las víctimas seríamos dos: la parienta y yo. Razón no le falta. Iba en ayunas y el sillón giratorio me mareaba. De repente me salió con que su señora tenía un primo en la Criminal y podía darle un telefonázo. De primeras le dije que aguardase, pero lo pensé mejor y que bueno, pero preferiría verle en un bar que en la comisaría, que andaría vigilada. Para más seguridad nos citamos en la misma casa de José Antonio de manera que a las 5 ya andábamos los cuatro allí, o sea el primo de su señora, el jefe de la brigada, él y un servidor. Los panolis no le daban importancia al caso, a ver, la costumbre. Y que una vez que conociera el lugar convenido, les pegara un telefonazo y punto. Traté de hacerles ver que por esa regla de tres habría dos paganos, un servidor y mi señora, por lo que tal vez sería preferible agarrar al Adrián con las manos en la masa, hacernos cargo de las fotos y trincarle luego. Pero al jefe no le gustó el plan. Que resultaba muy arriesgado perseguir a un delincuente entre el tráfico urbano, que era preferible que yo le entregase un paquete de recortes como si fuera el dinero y echarle mano en ese momento. Y una vez que me comieron el coco, les informé que mañana aguardaba el aviso del Adrián. El jefe me dio un teléfono y que llamara cuanto antes, que el personal andaría al loro y saldría inmediatamente tras ellos. Al cabo me largué y subí donde Melecio a pedirle que me acompañara. En unos minutos le puse al corriente y le dije que en la primera llamada le indicaría el lugar y en la segunda el día y la hora de la cita, y que él hiciera el favor de comunicarlo a comisaría pues yo no estaría para nada. Le dejé un juego de llaves del coche y le dije que lo tendría aparcado frente a mi casa y él debería estar dentro cuando yo llegase. Andábamos los dos de los nervios y al despedirnos nos pegamos un abrazo como si nos fuéramos a la guerra.

30 octubre

A las nueve y media ya estaba la carta en el casillero. Con el tembleque no acertaba a abrir el sobre. Dentro venía una nota que decía: «Tan pronto reciba un aviso telefónico, salga con su coche por la carretera de Madrid y en el kilómetro 7 cruce el primer puente en dirección a Aracena. En el descenso hacia la autovía, le adelantará un Volkswagen rojo con el cristal de la ventanilla derecha bajado. A través de esa ventanilla, y sin detenerse, depositará usted el dinero convenido. Después aparcará junto a la línea continua y permanecerá allí durante un cuarto de hora, transcurrido el cual, podrá circular con libertad. Cuente con que estará vigilado en todo momento. ¡Buena suerte!».

Luego, en un croquis, había un dibujo del puente de Aracena, una flecha indicando la dirección a seguir y otra el lugar del aparcamiento. Todo estaba claro como el agua pero con los nervios no acertaba a comunicar con Melecio. Cuando conseguí línea le di los datos y le dije que volvería a llamarle en cuanto concretaran fecha y hora. Tenía la lengua como la estopa y, en lo que bebía un buche de agua, el teléfono volvió a sonar. La voz sólo dijo: «Hora, hoy a las once y media en el lugar indicado». Colgó y yo se lo comuniqué a Melecio. Luego le dije a la parienta que me iba con don Tadeo a Madrid y no era fijo que regresáramos a dormir. No eran más que las diez y media pero no podía parar quieto. Cuando cogí el taco de los recortes temblaba como una hoja. En la cafetería de la esquina pedí una tila y el barman, que es amiguete, que buena juma traía para ser tan de mañana. Me tomé la tila y salí a la calle más nervioso que había entrado. Me acerqué al R-11 y allí, en el asiento de atrás, se notaba el bulto del Melecio bajo la manta. Todavía no me había sentado y ya andaba preguntándome qué había de nuevo. Le dije mi verdad, que ni yo mismo lo sabía, que de momento daríamos una vuelta para hacer tiempo y que estuviese tranquilo. A las y cuarto, así que enfilé la autovía, no me hubiera cabido un piñón en el culo. Miraba el fajo de recortes como si de verdad fueran dentro los cinco kilos. En la Avenida de Madrid se armó un tapón y me puse como una pila. Al intentar adelantar a un Volvo, el panoli se cruzó y no me topé con él de verdadero milagro. Al oír el frenazo, Melecio que qué pasaba y el chófer, mientras, poniéndome a caldo. Ya en la autovía se nos hicieron las once y veinte, íbamos despacio, y yo miraba el triste paisaje de arrabales y huertas donde termina la ciudad. Y, de repente, le vi en el espejo retrovisor. El Volkswagen rojo venía detrás de mí, con un coche entre medias. Traté de reconocer al conductor pero no se veía ni papa. Se lo dije al Melecio y, al doblar la curva del puente, vi que el candongo del Volkswagen daba al intermitente dispuesto a adelantarme. Bajé el cristal y me puse el mazo de recortes entre los muslos. Estaba tan cerca que veía perfectamente al Adrián. El cipote parecía mulato, y, al bajar hacia la autovía, tocó el claxon, le di paso, cogí el fajo y lo metí dentro por la ventanilla abierta, mientras yo me arrimaba a la línea continua. En ese momento aparecieron de frente dos coches de la policía cerrándonos el paso. En unos segundos, el Volkswagen rojo estaba rodeado de policías y ¡abajo todo el mundo y las manos en alto! Yo me apeé también y el mulato me hizo un corte de mangas y yo entonces le llamé hijoputa. El jefe me apartó, que callara la boca ahora, que no entorpeciera la labor policial. Un poli se puso al volante del Volkswagen y al Adrián, o lo que fuese, le metieron en un coche de ellos y el jefe que los siguiese. Al poner en marcha el motor oí la voz de Melecio que si podía quitarse la manta de encima. Me dio la risa floja y que naturalmente, que la bofia ya había detenido al Adrián y el plan era ahora recoger las fotografías, antes de que las distribuyesen, pero el Melecio, muy prudente, que mucho se temía que el Adrián nos hubiera tomado la delantera. Le dije que eso creía yo también, pero que tampoco se perdía nada por intentarlo. En la Avenida de Madrid se separaron los coches y el inspector me hizo señas de que siguiera al suyo. Pensé que tiraría para el barrio de las putas pero no, doblamos a la derecha, hacia las Tenerías y en la calle Curtidores, en el 17, se detuvieron. Era una casa nueva pero de poco fuste y, cuando el jefe llamó en el 2.º E, oí carreras dentro y arrastrar de mue bles, pero Sebio, el poli corpulento, ya andaba dándole empellones a la puerta y, una vez que cedió, todos nos colamos dentro. Entonces vi a la Encarna, al fondo del pasillo, los brazos cruzados sobre el pecho, como si tuviese frío, mirándonos con sus tristes ojos de perdiguero. De repente se me hizo la luz: ¡Tú sí eres el Adrián, cacho zorra!, la voceé. Entonces vi claro su interés por la parienta, sus piropos y lisonjas. Ella sacó a relucir a Serlo Jolmes y yo la pregunté por las fotografías. La tía hizo un gesto como diciendo que las podía echar un galgo, pero ya el inspector, que en un momento había registrado el piso, me enseñaba dos copias abarquilladas. Le dije que sí, que talmente, que ésas eran, que imaginara, que mi señora ya tendría un juego igual en su poder. El jefe se llegó a la Encarna y la llamó Patro, y que lo sentía, que otra vez sería. La puso entre las manos el fajo de recortes y, con mucha guasa, que se lo guardara que era suyo, que se lo había ganado. Se volvió a mí y que se trataba de una profesional fichada en el año 78 y que podía largarme, que ya me avisaría cuando el juez estuviera instruyendo el sumario. Una vez en la calle, hizo subir a la Encarna en el coche del mulato y él subió detrás. Pero en cuanto arranqué me vino la depre y así que Melecio me preguntó si teníamos que estar contentos o tristes, le dije mi verdad, que no sabía si habíamos ganado o habíamos perdido. Después me preguntó si iba a volver por casa y le dije que de momento no, que aguardaría para que la chavala pudiera tomar una determinación. Y él, que y si se largaba ¿qué? Y yo, lealmente, que ya me apañaría, que lo mismo me metía en uno de esos asilos para viejos que tanto le gustaban a ella. En estas, el Melecio se echó a reír y que lo que fuera sonaría, que de momento podíamos llegarnos donde la Pachanga a tomarnos unas lentejas con unos vasos de tinto.

31 octubre

Tenía el corazón tan alborotado y las manos tan temblonas que no acertaba a meter el llavín en la cerradura. Pero una vez que abrí, me quedé quieto parado en el felpudo, escuchando. Sólo se oía el silencio y olía a desinfectante. Cuando finalmente entré, me di cuenta de que hasta para abandonarme había sido considerada la chavala. Había dejado todo recogido y limpio como los chorros del oro. Únicamente en la alcoba y el water se notaba su marcha. En el armario estaba mi ropa pero faltaba la suya y el baño era ya como un baño de viudo, con sólo un cepillo de dientes, un peine y una máquina de afeitar. Faltaban la colonia y los frascos de potingues que gastaba ella. Sentía frío y cuando descubrí la nota en la mesa de la cocina, la miré acobardado, sin determinarme a leerla. Luego la cogí y me senté en un taburete junto a la ventana. Estaba escrita con su letra grande, de niña, pero se la notaba cachifollada: «Nunca creí que pudieras llegar a hacerme esto, ¡sinvergüenza! En el banco de abajo he abierto una cartilla a mi nombre para que metas en ella ochenta mil pesetas cada mes. Yo creo que con eso me arreglaré. Tú verás lo que les dices a los hijos. En lo tocante a los siete millones, tuyos son, que los gastes con salud. Anita». Rasgué la hoja y la partí en trocitos muy pequeños mientras miraba por la ventana las casas de enfrente. Empezaba a notar la soledad y me gibaba no poder comentar con la parienta la charranada de la Encarna. Me levanté del taburete pensando en las residencias que habíamos visitado. Luego me fui al cuarto de la tele y allí me estuve hasta las tantas dándole al mando a distancia.