25 febrero

Melecio me ha abierto los ojos con eso de que me pueden dar pasta por este diario. Estaría bueno que el día que el patrón la doble se presentara el don John ese de mis pecados a ofrecerme unos kilitos por él. En realidad, lo que haya sido este hombre, o sea mi jefe, no se me alcanza, pero hoy es un tipo atento y bien apersonado, eso no se puede discutir. La raya del pantalón no la mejora un sastre y ni en la bragueta le salen arrugas, prueba de que se plancha a conciencia. De camisa cambia cada mañana y si, por un casual, hay algún acto por la tarde, vuelve a mudarse. El guaje no llora los detergentes. Parte abajo de la boca, tiene una muela de oro y arriba un postizo con cuatro piezas y, cuando sonríe, se le ven los ganchos. Jura y perjura que no le gustaría ser académico, pero la señorita Cuca me ha dicho que desde que cumplió los cuarenta tiene todo preparado para el ingreso: el frac, la pechera y todo lo necesario, inclusive el discurso y el cordoncillo para la medalla con los colores nacionales. Es educado de natural, pero, a veces, en el parque, cuando cree que no le ve la gente, se suena la nariz tapándose un agujero con un dedo y soplando por el otro como los gañanes de los pueblos. Él asegura que lee un libro diario, pero en el despacho tiene uno, con la señal en la página 63 desde que entré a su servicio. Dice también que compadece a los pobres pero hace chacota de ellos, y si alguno le pide limosna sólo le falta correrle a gorrazos. En cambio, con aquellas personas de las que puede sacar algo, el gicho se baja los pantalones. A don Tadeo le petaría vivir en Madrid, donde se guisan las cosas, pero no ignora que la oportunidad se le ha pasado ya. En cualquier caso, don Tadeo es un tipo fino que se la coge con papel de fumar, como yo digo.

26 febrero

Este mediodía, a última hora, me tropecé con doña Heroína en el vestíbulo. Ya tenemos confianza y estuvimos un rato de cháchara. La elogié la cinta roja del cuello, que la favorecía, y ella que qué cosas, Lorenzo, que se está usted volviendo un adulador. Una vez metidos en harina le pregunté cómo un hombre tan galán como el señor

Piera no se había casado, y ella que para qué, si en casa nunca le faltó de nada. La hice ver que entre una cosa y otra había una distancia y ella que a lo mejor no encontró proporción, que eso nunca se sabe. Ya en el terreno confidencial, me confesó que ellas se quedaron solteras por atenderle porque, en realidad, «las tres nos miramos en nuestro hermano». Sobre este particular no es fácil sacar nada en limpio. Y si don John se interesara mañana por la soltería de don Tadeo, estas notas no iban a servirle para nada. O a lo mejor sí. ¿Qui lo sa?

28 febrero

Hoy dejé en casa el gabán y salí a cuerpo gentil. A don Tadeo le disgustó mi cazadora. Inclusive habló de regalarme una chaqueta. Ya le dije que ni hablar, que de eso había en casa, pero el capullo no se dio por enterado. Según él, en mi empleo hay una dependencia porque si mi ropa le viste a él, la suya me viste a mí; o sea, el uno influye en el otro, nos completamos. Le respondí que, así las cosas, procuraría ponerme traje entero, y él que si mi traje era de confección. ¡No te giba! Me acaloré y le dije de mala leche que aguarde a verlo antes de determinar si se queda conmigo o cambia de lazarillo. Se puso a ladrar a la luna, que qué lazarillo ni qué ocho cuartos, que yo no era un lazarillo sino un acompañante, o, si lo prefería, un ayo, y ya se me hincharon las narices y le dije que el día que acepté el cargo hablamos de obligaciones pero no mentamos para nada el uniforme. Con el berrinche se tortoleaba más que de costumbre y tardamos veinticinco minutos de reloj en llegar al quiosco. De regreso, nos cogió una nube y la echamos larga metidos en un portal, aguardando que escampara, él mirando de reojo mi cazadora, y yo mirando cómo me miraba. Como diría mi difunto padre, que gloria haya, mañana será otro día.