Epílogo

¿Por qué apresurarse en balde?

¡Retén los años inútiles!

Aquí ante un milagro acaba toda la prisa.

El día muerto ha empezado a abrir los ojos.

Y el tiempo vuelve atrás.

K. KRAUS

Gracias a Dios que se ha acabado este invierno crudo e interminable que ha durado casi siete siglos. Un nuevo año y seis semanas después yo ardía de fiebre. Me acostaron, quién sabe por qué, en el pasillo rojo del apartamento del caballero, en el antiguo hotel Bouvines. Sus blandas paredes daban calor y seguridad; cuando golpeaba la cabeza contra ellas, devolvían una suave caricia. Durante todo el tiempo alguien, supongo que Rozeta, me dio de comer y se ocupó de mí, y me avergüenzo profundamente de que me encontrara día tras día en un estado tan deplorable. Me lamentaba sin parar y la mayor parte del tiempo estaba como enajenado. Y sin embargo acabó el invierno y un día renací.

La primavera se arrastraba con retraso, las hojas brotaron en los árboles hasta finales de abril y ahora, un mes después, empiezan a florecer las lilas, despacio, aunque generosas y pródigas. Del Bouvines me trajeron aquí tan pronto como fui capaz de moverme, y los luminosos arbustos blancos fueron lo primero que vi desde la ventana de mi nueva vivienda. ¿Cómo adueñarse de esta belleza? ¿Asirla con la mano, ocultarla en el bolsillo, presionarla contra el cuerpo bajo la camisa? Una belleza así es capaz de hacer sufrir, es inmisericorde, impúdica en su indolencia. Miro las flores desde la ventana durante horas, las huelo desde lejos e imagino que las acaricio, hago que me las traigan al gabinete y hundo el rostro en sus nubes embriagadoras, y a menudo, en secreto, deseo convertirme en jarrón para nutrirlas en mis profundidades.

Al nombre antiguo me añadieron uno nuevo: en broma, sin mala intención, mis alumnos del seminario me llaman Dalimil, como la primera crónica checa. Me convertí —y reconozco que un poco por necesidad— en cronista de nuestro pequeño mundo. Algún monje debería dedicarse a esta actividad, pero como por el momento aquí no hay monjes, el señor me ha encargado esta tarea a mí.

Desde las ventanas de la Casa de Fausto, que es mi prisión, mi morada y mi cuarto de estudio, miro hacia la medianoche. Un pintor encontraría generosa la luz que baña la plaza: por la mañana, con sus dedos refrescantes, limpia el pensamiento y la mirada, dibujando en las retinas patrones perfectos para la burda mano del artista; por la noche, picara, le inunda el corazón y le hace cosquillas en el órgano donde residen los sentimientos.

Mi señor Matyáš sigue llevándome a las iglesias por razones de seguridad encadenado y con un pañuelo sobre los ojos, y no deja de escuchar las voces que hablan a través de mí. La mayor hambre de conocimiento la sació en el desván de la iglesia de Carlos, desde entonces sólo completo para él figuras, edificios y paisajes. Sabe que se trata de un lienzo que estoy pintando y que no acabaré, ni podría hacerlo. Por eso no me requiere tan a menudo como antes. Me alegro; ya tengo suficiente trabajo con la iluminación de las crónicas que escribo con una pluma y con tinta de agallas y que pinto con pigmentos abigarrados. Soy un maestro de las iniciales, la ciudad entera viene a ver mis tallos, mis hojas y mis flores entrelazadas, entre las que asoman monstruos. Soy suyo, y ellos son míos. Si viniera hasta nosotros un pintor ambulante y compitiera por un encargo, lo desterrarían. Mirad esta K, ¿a qué está particularmente conseguida? ¡Y el dorado! Si tumbáis la letra sobre el costado derecho recuerda una M. Si le dais la vuelta y la ponéis sobre el izquierdo parece una W. ¿M de Mocker? ¿W de Wohlmuth? ¿K de…?

Antiguos maestros.

Lo que en las crónicas no consigo describir con palabras, lo pinto, y a veces al revés. Tengo una posición bastante buena, se lo agradezco al Todopoderoso, porque Él me agració con la clarividencia retroactiva y un conocimiento excepcional de los tiempos pasados. Sin el conocimiento de la historia el caos nos atormentaría. El buen señor Matyáš recibió de nosotros el apodo de Grande; al principio lo empleábamos para reírnos de él, hoy lo pronunciamos con el mayor respeto y consideración. Porque es nuestro modelo, el alumno más diligente de nuestros antepasados y la mano derecha de la Providencia. «Si no sirves para la ciencia ni sirves para las cuestiones prácticas, quizá sirvas para el arte», me dijo cuando me restablecí. (De todas formas, aquí a esto no se le llama arte). Él descubrió que yo poseía talento para la pintura, y por eso le sirvo fielmente. Y ¿cómo me ganaré el pan cuando el señor ya no encuentre utilidad a mi visión retroactiva? No sirvo para otra cosa que escribir y pintar, y ningún checo me tomaría como aprendiz. Olleros, carniceros, tintoreros, chatarreros, barberos, orfebres, silleros, leñadores, toneleros, carpinteros, sastres, hojalateros, pescadores, médicos, campaneros, alquimistas, curtidores, tinteros, modistas, jaboneros, farmacéuticos, saladores, pañeros y caseros preservan su sustento y ni por un alto soborno dan paso a la competencia. La recompensa es una vida sosegada y el sostén material: más de uno ya es dueño de varias casas. Hoy el tiempo fluye despacio, hoy el tiempo fluye bien.

La mayor plaza del mundo que de la mañana a la noche observo con ojos indagadores está engalanada de nuevo, y cuando digo «de nuevo» quiero decir que fue perfectamente reconstruida para recuperar el aspecto que tenía en el siglo XIV. La Ciudad Nueva de Praga, apodada «de las Siete Iglesias», venció la sempiterna destructividad humana; desde ahora aquí no cambiará nada: finalmente quedará piedra sobre piedra. Como ordenó el emperador Carlos, todos los edificios pronto serán sólo de piedra, de dos plantas, con tejado alto, bodega abovedada, a veces con soportales y largos y estrechos jardines detrás. Sólo habrá problemas con la planta de las calles: la experiencia de los tiempos pasados ha demostrado que las líneas rectas seducen a los insensatos que encuentran atractiva la velocidad y atraen la desgracia. Nuestra hermandad prehusita, a diferencia del resto de la humanidad, se deja enseñar por la historia y pretende atravesar la ciudad con las probadas callejuelas estrechas y con esquinas quebradas, pasajes oscuros y curvas inesperadas. Sea jinete o peatón, en la ciudad de piedra todos moderan el paso con respeto.

No sé qué aspecto tiene ahora la ciudad que queda más allá de las puertas, todavía no he estado allí. La zona de las Siete Iglesias está protegida por murallas de piedra con almenas dentadas y cinco puertas fortificadas, la mayor de las cuales es Svinská, cuyos estandartes se ven desde todos los rincones de nuestro pequeño mundo. Las murallas no nos protegen de los gases venenosos procedentes de la zona donde se siguen empleando medios de transporte antinaturales, pero al menos inspiran respeto y disuaden a los vándalos y a otros incrédulos. Los de fuera, a su vez, se quejan de la peste de nuestros estercoleros y canales de desagüe; a menudo les arrojamos un par de carretillas desde las almenas. En invierno suprimimos el alcantarillado; hemos convertido las cloacas en arsenales y bodegas. Si estalla una guerra con la Ciudad Vieja —lo cual me temo que ocurrirá antes de fin de año— esos conductos serán una vía de escape hacia el río.

En el lado opuesto de la plaza, junto al edificio del Ayuntamiento, está la Puerta Nueva, con una ladronera, troneras y nueve torres en las que flamean las banderas con los colores de nuestro señor. Todo el que pasa por ahí siente sobre su cabeza el poder del arco gótico; cuando luego entra en nuestra ciudad, se comporta como un cordero.

Delante del Ayuntamiento los escuderos instalaron una picota, un invento verdaderamente eficaz con el que hacer entrar en razón a los ciudadanos testarudos. Incluso existe un censo de pecadores-candidatos. Al lado de la picota hay un cadalso, por el momento sólo como advertencia.

Los guerreros han estado aquí varias veces. Pasaron por la plaza con cajas provistas de ruedas y amenazaron a nuestra gente. También la fotografiaron, si sus maquinitas fotográficas no eran destrozadas ante sus ojos. Si los ciudadanos caían sobre alguno de esos tipos, lo abofeteaban y lo mandaban al cepo un par de noches. El coche, pintado con diablos, ardía en la frontera. Los herreros se llevaron las partes metálicas, para fundirlas y forjar con ellas espadas y rejas. Se produjo un accidente. Por la pequeña puerta de Ječná, también conocida como Puerta de la Cebada, que el día de feria está abierta, se precipitó un coche en la plaza del Ganado, cegó a los compradores con unos reflectores eléctricos y los amenazó. Un niño se interpuso en su camino y perdió la vida. El conductor quiso huir, pero desde la saladería, una de las nuevas construcciones que ocupan el medio de la plaza, llegó corriendo el panadero, a quien llamamos Martin el Bollo, y atravesó la ventanilla de la máquina asesina con su pala de horno. El coche patinó y se detuvo, el conductor salió tambaleándose, con la cara cubierta de sangre; gemía y no podía hablar porque tenía la mandíbula rota. Pero la osadía no lo abandonó. Blandía en la mano un revólver, un arma anticuada pero efectiva. La levantó, apuntó y disparó al panadero en el pecho. De la torre del Ayuntamiento cayó sobre el intruso una lluvia de flechas; una le desgarró el hombro, otra se hundió en su costado. Los ciudadanos se arrojaron sobre él, pero contra lo que todos esperaban, no lo mataron, sino que lo pusieron en la picota. Al día siguiente le sacaron los ojos, con los que había visto morir al niño. Al otro día le perforaron con clavos el pie derecho, porque con él había pisado el acelerador, primitiva arma de la antigüedad pagana. Y al cuarto día, le cortaron las manos con una sierra de carnicero, porque ellas habían sido las verdaderas asesinas, por aferrarse al volante. El forastero se desangró. Yo no presencié el incidente, porque estaba ocupado en Emaús, pero esta cruel escena, en la que no intervino juez ni verdugo alguno, tuvo multitud de espectadores, entre ellos los señores regidores, que la contemplaron desde las ventanas del Ayuntamiento. No se atrevieron a entrometerse. El panadero se recuperó gracias a los buenos oficios de la ungüentera, la pequeña mujer que hallamos al principio de esta historia, que le administró una poción de uña de caballo. Martin fue nombrado notable auxiliar. También el coche fue castigado: le pincharon las ruedas, le sacaron las luces y le arrancaron la palanca de cambios que, junto con las manos del conductor, clavaron como advertencia en el lado opuesto de la Puerta Nueva, frente a los amantes del orden del siglo XX. Desde entonces, nadie ha venido a intentar sacarnos de aquí.

Los sábados se celebra el mercado de pescado, aves y huevos, y los jueves el de carne. Buhoneros y chatarreros exponen sus productos también los días de ayuno. Los regidores son amables y no suelen imponer castigos. Florece el comercio de ganado. Tras el derribo de las casas cuyas parcelas el emperador Carlos no había demarcado, las zonas de pastoreo aumentaron. Al pie de las murallas crece la vid y en verano, por primera vez, cosecharemos trigo de nuestros campos.

Los domingos voy a misa en Emaús, que es la que tengo más cerca, y en alguna ocasión he estado en San Venceslao, donde hay un buen canónigo. Una vez a la semana viene a verme Netřesk para jugar al ajedrez. Los enfermos, doctores en medicina y boticarios que viven en la planta baja de mi casa, y que detrás de ella cultivan un herbario, no le quieren dedicar tiempo. Así, mientras jugamos y le damos la vuelta al reloj de arena, el viejo profesor me prepara para la vida con Lucie, una joven mujer de sonrisa agridulce. Un bonito gesto de su parte. Le prometí que, cuando se marche para la eternidad, seré un buen padre para su hija.

Lucie me visita en su compañía, como corresponde a una mujer. Cuando levanta hacia mí sus inteligentes ojos grises, veo en ellos pesadumbre, melancolía y sutileza, incluso una promesa de ternura, y entonces me doy cuenta, maravillado, de que la única carencia de esta hermosa mujer, mi prometida terrenal, es su accesibilidad. La echo de menos.

Le gusta escuchar (¿o quizá sólo finge interés?) cuando hablo sobre el unicornio, al que nunca ha visto y que yo veo a menudo aunque no lo desee. ¡Qué indiferentes somos con nuestros regalos! Durante los plateados plenilunios medievales, que ya no se destiñen por las farolas, el animal sin herrar merodea alrededor de la casa y, como saludo, alza su cuerno en espiral. Nos entendemos. Cuando el señor me case, el unicornio desaparecerá para siempre. Pero mientras tanto viene y halaga mi vanidad.

Con el primer toque del sereno dejo a un lado la pluma y el pincel. A la luz de las velas y las lámparas de sebo no puedo trabajar. Con el resto de luz, me apresuro hasta la ventana para contemplar la plaza, donde al anochecer llega acompañado de su séquito Matyáš el Grande para comprobar el avance de los trabajos de construcción. A veces le acompaña Rozeta, a menudo me regalan un leve saludo con esa extraña mirada franca que aún no ha dejado de asombrarme; una mirada que no revela nada de su interior. Cuando pinto a Rozeta le oculto el rostro con un velo transparente que cae sobre los pechos desde el elaborado peinado. Conozco su terrible secreto, y sin embargo nunca la entenderé. Me consuelo soñando con el ángel negro; cuando vayamos juntos al purgatorio será mi prometida.

Igual que Rozeta, también Matyáš pertenece a la clase alta. El caballero se viste ricamente, lleva una holgada túnica roja y un recio cinturón de cuero del que cuelga una espada ducal, con ágatas y moldavitas incrustadas. El vestido enjoyado de su compañera, azul o negro, con cinturón bajo, amplias mangas y cadena de oro con campanillas alrededor de las caderas, cae hasta el suelo. Mi propia vestimenta es modesta: una tosca casaca, estrechas calzas, y botas con puntera alargada, según la moda, aunque en absoluto desproporcionada. No asciendo en la escala social: me conformo y estoy satisfecho con la clase a la que pertenezco.

Muchas veces los he inmortalizado en iluminaciones en las que describo la estructura de las altas ventanas de las iglesias que tanto le gustan al señor hidalgo, y las decoro con ricos motivos florales. Una vez pinté a Matyáš y Rozeta como Adán y Eva y me permití bromear a cuenta del señor Prunslík, nuestro más alto gentilhombre, representándolo como serpiente; otra vez los presenté como la Sagrada Familia en el pesebre, al duque como José y la señora como María, en tanto que al niño sobre el que ambos se inclinan le di mi aspecto. Lo sé, fue un pecado, pero ya me he confesado y en señal de penitencia le he prometido al cura que prepararía algunos modelos de nuevas vidrieras para el monasterio de los eslavos.

Durante los atardeceres claros espero la caída del sol. Tengo que asomarme mucho a la ventana para reconocer bajo los rayos rojos el torreón del palacio Bouvines, hoy sede provisional del duque. A más de ciento cincuenta metros a la izquierda despunta entre los tejados otra torre: el castillete del emperador Venceslao, construido en su antiguo emplazamiento. No veo el momento de que el sol resplandezca en su almena y el señor Matyáš me invite a visitar su nueva casa.

La vista que más regocija mi corazón me la brinda el creciente terreno de obras que se extiende detrás de la gran fuente esculpida con maestría a la que los artesanos y amas de casa van en busca de agua con baldes y cántaros. Como el Fénix de las cenizas, aquí surge, de las ruinas de un parque, la capilla del Cuerpo de Cristo, idéntica a la anterior. Será el símbolo más genuino de los cambios que se han producido. El taller de construcción no lo lleva otro que el maestro Záhir. Tras sobrevivir a su ejecución, el caballero le preguntó a Rozeta si lo indultaba. Ella sólo dudó un instante. El ingeniero se acostumbró rápidamente a las nuevas circunstancias y parece ser que su situación no le importa demasiado: ya no podrá caminar en sus siete vidas, pues se ha convertido en un gato paralítico. Cuatro aprendices le llevan en litera y nunca se queda sólo en ella. Lo pinté —¿lo veis?— en brazos de una hermosa bañera.

Mientras la plaza esté en obras, las misas se ofician en un edificio provisional de madera que protege el altar de oro de la iglesia de San Pedro y San Pablo en Vyšehrad. Nuestra gente, dirigida por el señor, lo sacó no hace mucho del lecho del río; el duque ratificó con esto su santo derecho a gobernar. Ahora ya peregrinan hasta el altar multitudes de devotos praguenses, y hace una semana fue a postrarse ante él el arzobispo de Olomouc.

No hay nada nuevo bajo el sol, ni nunca lo habrá. Volvemos a aquello que ha sido demostrado. Somos adoradores de los viejos caminos, caminos que vuelven atrás. Nuestros amigos de Písek, Kutná Hora, Úštěk, Český Dub, Sezimová Ústí y Jindřichův Hradec nos acompañan. Si Dios se apiada, la tierra entera volverá a los brazos de la Edad Media. La Era Moderna llega a su fin, rindamos gloria al Señor y al sabio soberano Matyáš. Si no fuese por ellos, desapareceríamos junto con el resto de la humanidad. En el último momento despertaron en nosotros la mirada interior, hicieron que volviéramos la vista atrás. Sólo así soportaremos el Apocalipsis, sólo con esta fe entraremos en la nueva edad paradisíaca, el bello y glorioso siglo XIV.