Capítulo 24

Camino.

En el pesado humus casero se desploma mi paso.

Ir: eso es lo que tiene sentido.

Con Vos: mi único deseo.

R. Weiner

Como si me condujeran al cadalso, así fue. El caballero de Lübeck iba a mi lado y callaba. Me había inmovilizado con unas cadenas invisibles. Prunslík nos seguía, silbando. Quizá vigilara cada uno de mis movimientos, quizá no reaccionara en absoluto si yo intentaba huir.

La luna se peleaba con la noche, aunque ambas celebrarían el plenilunio; la oscuridad caía más insondable que nunca. No reconocía las calles, apenas había farolas encendidas. Tropezaba con los adoquines levantados por todas partes, y dos veces habría caído si Gmünd no me hubiera agarrado a tiempo. Sin embargo, pronto empecé a evitar con asombrosa seguridad los sitios peligrosos, como si supiera dónde esperarlos. No nos cruzamos con nadie, no pasó por nuestro lado ningún coche. Tampoco hubiese podido hacerlo, pues las carreteras ya no eran carreteras. En medio de una de las calles, seguramente Kateřinská, había un montículo que superaba la altura de un hombre, y percibí olor a quemado. De su cima abrasada salía humo, de sus paredes revestidas de barro, madera y hojarasca emanaba un brillo anaranjado. No conocía su utilidad ni me atreví a preguntar, pero más o menos así me había imaginado siempre una carbonera. Los ojos se me llenaron de lágrimas a causa de la áspera humareda. Por suerte, el viento la disipó rápidamente. Oí el chirrido de unos frenos, y después, detrás de una casa a oscuras por delante de la que pasábamos, empezó a sonar la sirena de una ambulancia, que enmudeció enseguida. Cuando pasábamos junto a la jefatura de policía, noté que pisábamos cristales rotos. En el edificio no había ni una sola bombilla encendida. Sólo junto a la pared de la puerta principal, que para mi sorpresa estaba abierta de par en par, llameaba una antorcha. En menos de media hora llegamos a nuestro destino.

La avenida principal estaba en silencio y no se advertía ninguna señal de movimiento; las aceras se encontraban desiertas. El alumbrado público no funcionaba, o alguien lo había apagado. Sólo estaban iluminadas algunas ventanas de los edificios de apartamentos; más abajo, la calle estaba a oscuras. Alargué la mano y distinguí su perfil, más claro, pero aparte de eso todo se hallaba en un frío negro. Muy por encima de nosotros emergían de la penumbra las tres cúpulas de una iglesia, que se distinguían, con el brillo verdoso de la ciudad que se extendía al pie de la colina como fondo, como recortadas en papel dorado. Semejaban un souvenir de Oriente, Istanbul by night. La iglesia pronto tendrá sus tejados originales, con las tres puntas piramidales el triple de altas que la mampostería periférica. Se verá desde Hradčany.

Allí había algunas personas, taconeaban en el aire gélido como si esperaran. Sus pálidas caras destellaban débilmente, con cada movimiento desaparecían y volvían a aparecer. Al parecer estaban esperándonos. Alguien se acercó a Gmünd, lo cogió del codo y lo llevó aparte. Apenas si vi nada, sólo oí el susurro de voces de desacuerdo. Distinguí una amortiguada voz femenina. Una mujer dio un paso hacia mí, o al menos eso me pareció, pues le hacía sombra una recia silueta con sombrero. Volvieron a oírse las voces inquietas; después, la gran sombra la dejó hacer.

Se acercó a mí, tanto que incluso a oscuras reconocí su forma. Era la de la otra Rozeta, la esbelta joven con el rostro alargado, las mejillas hundidas y los ojos inquietantes. En éstos reinaba la misma oscuridad que aquella de la que emergía la cara, así que parecía una máscara blanca colgada en una habitación oscura.

—A la iglesia —dijo la máscara con voz áspera y hacia allí fui. Vi con claridad que algo brillaba en su mano cerrada, como si empuñase un objeto.

Se trataba de la valla que hacía las veces de frontera del barrio de Carlos, lo supe porque entramos en el parque por un lugar donde nunca había habido un portal. Bajo el muro del presbiterio, donde ardían dos antorchas en sendos hacheros de hierro, Rozeta me indicó que me detuviese y me apuntó a la cara con mi propia pistola.

Estaba seguro de que al instante siguiente apretaría el gatillo. Lo hizo justo antes de que se me doblara la rodilla. Un chasquido metálico rompió el silencio, y caí fulminado. Sin embargo, seguí viviendo. Rozeta se inclinó hacia mí y me enseñó la otra mano. En ella tenía el cargador. Lo introdujo en la culata y me dio el arma. Después me cogió del brazo y me ayudó a levantarme.

—Me viste desnuda —dijo—, tenía que castigarte.

—¡Pero si era una trampa!

Me acarició la cara.

—Sé que no pudiste evitarlo. Si hubiera sido así, esta noche morirías junto con Záhir. Ya debería de estar aquí.

Sentí el calor de Rozetina en la culata de la pistola; me guardé el arma en el bolsillo interior del impermeable. Su tibieza era como la de un regalo inesperado. La chica volvió la mirada hacia el oscurecido puente de Nusle. Entonces el resplandor de unos reflectores le iluminó la cara. Sonrió. Tenía la cabeza cubierta con la capucha de un hábito monacal. En la pechera, la túnica lucía un emblema cosido con hilo de plata: un aro y un martillo.

† † †

Unas luces se abrieron paso por la densa oscuridad, dos conos blancos convirtieron la boca del puente en una escena teatral. Bastaron un par de segundos para ver a todos los que se reunían en aquel escenario. Formando un semicírculo había unas cuarenta figuras anónimas, vestidas de manera similar a Rozeta. Todas iban encapuchadas, pero a algunas se les podía ver el rostro. Reconocí a Gmünd, el más corpulento de los conspiradores reunidos. Busqué con una mirada rápida a su opuesto, pero no le vi por ninguna parte. Sin embargo, descubrí la presencia del profesor Netřesk, que no seguía al coche que se acercaba sino que, con una sonrisa triste en el rostro, contemplaba la iglesia, como si sus ojos cortos de vista buscaran en las sombras de los contrafuertes a su alumno más aventajado. Era una sonrisa de culpabilidad, e impropia de una persona mayor.

Algo más allá, desde las profundidades de su capucha, distinguí a Trug, sombrío, severo, con el rostro deformado por una expresión de rabia. Miraba directamente hacia mí. Cuando el doctor se dio cuenta de que estaba observándole volvió la cara, escupió y consultó su reloj de pulsera.

Vi otra cara que me resultó conocida; tenía la cabeza pequeña, los labios crispados y llevaba unas gafas enormes. Se trataba de la mujer que en San Apolinar había querido quitar a la estatua de la niña la corona de flores de uña de caballo.

El coche salió disparado del puente y desapareció por un instante tras la curva. De pronto se oyó el estrépito de un motor y algo se movió entre las sombras al otro lado de la calle. Luego atravesó la avenida un camión anaranjado, cargado con una grúa móvil. La cabina parecía vacía, pero de vez en cuando tras la ventanilla saltaba claramente una llama de pelo rojo, como si el menudo conductor se peleara con el volante.

Záhir siempre iba muy deprisa. Su coche no frenó, ni aminoró la marcha ni se desvió de la trayectoria que acababa ahí donde empezaba la zona de las Siete Iglesias. El impacto contra la grúa produjo un ruido semejante al de una lata de refresco aplastada bruscamente. Todo volvió a sumirse en una oscuridad absoluta. Luego apareció una luz y desapareció al instante, volvió a aparecer y volvió a apagarse. El coche dio vueltas como una noria que se ha soltado de su base, subió hacia la noche en extraordinarias vueltas de campana luminosas, pasó por encima de nuestras cabezas trazando un arco lentamente. Rozeta sonrió y aplaudió como un niño. Por nada del mundo la hubiera mirado a la cara.

Sabía lo que haría: bajaría corriendo por las escaleras de Albertov, me perdería entre los edificios de la universidad y llamaría a Olejář lo antes posible. Si me perseguían, empezaría a disparar, tenía suficientes balas. Y si me atrapaban, destinaría la última para mí mismo. Antes me defendería y no salvaría a nadie. Me vengaría por Záhir, a quien estaban asesinando ante mis propios ojos, por el viejo Netřesk, a quien habían atraído a su círculo sangriento; por mí mismo, porque me habían usado para sus objetivos. Y me vengaría también por Rozeta, porque de una víctima infeliz del progreso científico habían hecho un monstruo sanguinario. Sabía lo que haría…, y sin embargo no lo hice. Esa hermosísima infeliz me había dado la vida, me había permitido huir y evitar la locura que me esperaba en la hermandad prehusita. ¿Cómo iba a abandonarla?

El coche interrumpió su vuelo y comenzó a descender, en caída vertical, sobre la avenida; de momento suspendido por encima del semicírculo de la Hermandad del Cuerpo de Cristo, iluminaba la esfera resplandeciente de la luna, que cuya roja esfera había aparecido sobre Praga como en un lienzo de un paisajista. Semejaba el martillo de hierro de un péndulo que deja de balancearse, aminora el ritmo hasta que se detiene por completo…, no…, se agita imperceptiblemente. Todos miraban hacia arriba, nadie se movía y yo era incapaz de volver la cabeza. Sucedió lo imposible, el Tiempo se detuvo y aguardó una señal.

Entonces… el péndulo por sí solo volvió a oscilar lentamente. Antes de que un velo negro envolviese la gigantesca esfera, algo se movió en su rostro de acuarela, quizá fuera la aguja de un reloj, quizá sencillamente el borrón de un pincel invisible, y de repente dejó de avanzar hacia la medianoche, perdió la rigidez, se onduló y giró para retroceder por fin varios grados, rumbo a la atemporabilidad desconocida.

Delante de mí la chica observaba la escena inmóvil como una estatua. La capucha resbaló entonces hasta sus hombros y descubrió su pelo oscuro, y con él, el círculo de una corona de flores amarillas. Soy un hombre débil. Quedé estupefacto y sólo fui capaz de dar un paso, apartar el pesado cabello y estamparle un beso en la pálida nuca.

Por el arco ojival que describió en la noche el pequeño coche deportivo miré como por una ventana gótica hacia un mundo iluminado y bendecido por Dios, y Rozeta estaba conmigo. En aquel momento aterradoramente bello y milagrosamente prolongado, fui indultado y finalmente me enamoré.