Capítulo 23

¡Despejad el aire!

¡Limpiad el firmamento!

¡Lavad el viento!

¡Tomad piedra a piedra y limpiadlas!

T. S. Eliot

Jamás había visto una rosa de un color parecido. El color de la sangre fresca, espesa, de savias que fluyen lentamente con el brillo del nácar negro. Las flores eran jóvenes, capullos recientes en vasos de porcelana. Uno de éstos estaba en la mesilla, otro en el escritorio y el tercero en la ventana. Fuera la oscuridad lo cubría todo. La habitación se encontraba llena de flores, sin duda en mi honor. El color escarlata de los ásteres y el bermejo de las dalias mezclados en cajitas de vidrio granate; en el suelo, al lado de la puerta, un florero de terracota con un alto malvavisco africano. Entre los innumerables claveles púrpura, aquí y allá se sonrojaba un tulipán. Instintivamente miré hacia el lugar donde una vez había aparecido el fantasma del vaso chino con el dragón y los lirios de agua. Ahora en el pequeño pedestal acristalado había una flor de anturio, arrancada y desechada con refinada despreocupación; el pico amarillo con el corazón rojo ya se marchitaba.

La habitación carmesí, adornada para mi deleite. ¿Cómo podían agasajarme con tanto descaro? ¿Y qué era eso…?

Al lado de una flor asomaba un hierro retorcido, opaco e ingeniosamente intrincado. Una especie de cepo.

Alguien observó hacia dónde miraba y percibió mi sorpresa.

—Un cinturón de castidad —dijo a modo de explicación.

Sí, un cinturón de castidad, y no era la primera vez que lo veía. La última lo llevaba un cuerpo desnudo; ahora, vacío y estúpido, mostraba su mecanismo primitivo y sin embargo perverso. Sin querer, me estremecí y cerré los ojos, confiando en que, cuando volviera a abrirlos, habría despertado.

—Vaya una que montó —dijo la misma voz de antes—. ¿Le picó la curiosidad sobre Rozeta, sobre lo que hacía allí, la verdad que esconde ante usted? No ha entendido que el Tiempo es el padre de la verdad. El Tiempo le castigó por eso.

Ese tono de voz…, yo lo conocía. No reaccioné. Volví a oírlo.

—El Tiempo es el padre de la verdad.

No tenía sentido seguir fingiendo que dormía.

—No lo entiendo —dije con voz ronca y no sin esfuerzo, pero la respuesta subsiguiente me convenció de que había sido inteligible.

—A usted se lo digo, Raymond, y debería esculpir esas palabras en el desván de la iglesia de Carlos, pero cuidado que no le pillen.

Me asustó pensar que me encontraba solo en compañía de aquel loco. Con cuidado, eché un vistazo. Estaba estirado en el sofá de tapizado color carmesí y alguien se inclinaba sobre mí. Sí, era Prunslík, reconocí de pronto su desagradable voz. Me senté despacio. Me llevé las manos a la cabeza y la sujeté igual que un cántaro agrietado, temiendo que si la soltaba se rompería en mil pedazos. Oí un sonido inconfundible: en un vaso de agua musitaba una pastilla. Vaya, alguien sabía cómo me encontraba.

Abrí los ojos. A menos de un metro de distancia me examinaba, escrutador, el rostro carnoso del caballero de Lübeck. Sonreía.

—No lo dice Prunslík, sino un filósofo. Y lo dijo hace mucho, en tiempos más jóvenes que los nuestros.

—Será más viejos —dije, ronco.

—Más jóvenes, Květoslav. El Tiempo, al igual que el hombre, envejece. Sólo un tonto podría inventarse conceptos como «Era Moderna», «Edad Moderna», «Mundo Joven» y disparates por el estilo, sólo un loco podría deducir que la Edad de Piedra precedió a un tiempo más joven. La lengua la crearon unos niños inteligentes pero sumamente arrogantes que se llaman personas, y éstas se acostumbraron a mesurar el universo de acuerdo con sus insignificantes medidas. El año 1382, ¿el Tiempo era más viejo o más joven que hoy en día? Desde el punto de vista de la historia era más viejo. ¿Qué cree usted como historiador? Llamamos a nuestros antepasados padres y bisabuelos, y los vinculamos a una edad avanzada. Pero ¿acaso el tiempo desde esa época paradisíaca no ha envejecido seiscientos años? ¿Acaso el Tiempo rejuvenece? ¡De ninguna manera! El Tiempo es un anciano con un pie en una tumba que lo esquiva. Aquí tenemos el principio del tercer milenio (al menos según los cálculos humanos), y creo que no soy el único que siente que junto con este viraje se avecina el ocaso, el crepúsculo de la humanidad. El hombre se ha autoproclamado Dios, y ahora por ello le espera el castigo. Es justo que así sea. Pero hay unos que lo arreglarán todo: los profetas del Tiempo. Detendrán la decadencia e impedirán la caída.

—No le entiendo —dije en tono lastimero; sentía la cabeza como llena de cristales rotos.

—No lo entiende, y sin embargo ya lo sabe todo. Esté tranquilo, un sabio lo sabe todo excepto el sitio a donde va y lo distingue todo excepto lo que busca. Lao Tse lo dijo sin duda porque conocía a alguien como usted. Le estamos agradecidos, Květoslav. Yo, Raymond y… y los demás miembros de nuestra asociación.

—No sé nada de ninguna asociación.

—Claro que lo sabe, sólo que lo guarda profundamente en su subconsciente, en el interior de su fenomenal intuición. ¿Es divertido, eh? Ninguna de sus capacidades se lo revelará, ninguna lo sacará de usted. Necesita su piedra pertinente, y ésta, por el momento, es inaccesible. Por el momento.

—Una piedra…, sí. Ellas siempre me dijeron más que los libros de texto. Me alegro de que también usted lo vea. Eso demuestra que todavía no estoy loco.

—¿Era eso lo que temía? Qué conmovedor. ¿A que es conmovedor, Raymond?

Prunslík me hizo un guiño y apuntó con sorna:

—Tan conmovedor como un cordero. Imagínese que durante todo el tiempo que permaneció en el foso donde cayó por su torpeza (también es verdad que nosotros colaboramos un poco) ni siquiera se le ocurrió utilizar el transmisor que tenía en el bolsillo de su sucio impermeable. Creo que está definitivamente de nuestro lado, señor caballero.

—Eso me satisface infinitamente, de verdad. Entonces, podemos decir que ya forma parte de nuestro círculo, ¿no? Ya estamos encerrados en él. Por otra parte, es nuestro símbolo: un aro y un martillo, el símbolo de nuestra hermandad.

—¿No es un poco penoso jugar hoy en día a masones? —dije sin poder evitarlo.

Hizo caso omiso mi salida de tono y continuó:

—A principios de los años setenta del siglo XIV, cuatro fieles adeptos del emperador Carlos, consejeros de su círculo más estrecho, fundaron una sociedad. Por una horrible distracción, uno de ellos perdió la vida. Muy poco después murió el emperador y se discutió qué había influido más en su muerte. Ahora lo sé: fue la pena por la pérdida. Perdone, me resulta difícil hablar de esto; de la conexión me enteré no hace mucho, gracias a usted. Los tres nobles restantes fundaron una hermandad. Tenían una serie de incentivos gratos a Dios, pero su objetivo principal era construir en Praga las iglesias del Señor con tanta majestuosidad y belleza como las había proyectado el emperador. Se instituyeron en continuadores de su obra. La capilla del Cuerpo de Cristo era idea de Carlos, pero, en vida suya, en la plaza del Ganado sólo creció la torre de madera, vaga promesa del esplendor de la posterior joya de piedra. Ése fue el destino de la mayor parte de las ideas de Carlos; aquéllas que consiguió realizar sólo fueron un puñado insignificante en comparación con las que se llevó a la tumba. Así que hace falta rendir constante tributo a su memoria; sin él no estaríamos aquí ni usted ni yo ni nuestra ciudad. Ni tampoco la Hermandad del Cuerpo de Cristo.

—Debería haberlo imaginado. La capital episcopal en Estrasburgo, la casa en Colonia, el monasterio en Batalha…, todos ellos edificios masónicos. Sin duda quiere insinuarme que entre ellos también estaba la capilla del Cuerpo de Cristo.

—De ninguna manera, no somos masones, y sólo somos libres hasta el punto en que nos lo permiten Dios, nuestro soberano y el círculo de nuestro sello. Es la señal de que estamos atados por la obligación de proteger los edificios que nuestros antepasados levantaron.

—Creo que habla de la conservación de monumentos culturales; pero ¿a quién se refiere con lo de «soberano»?

—Reconozco que últimamente no hemos tenido mucha suerte con los gobernantes, pero esto pronto se enmendará. Y respecto a la conservación…, usted mismo tiene una idea de las iglesias a las que afecta.

—Por el momento, seis.

—¿Seis? ¿De verdad cree que elegiríamos el número del diablo?

—Son siete, ya lo sé. Y ya puedo determinar la séptima. Es la inexistente capilla del Cuerpo de Cristo.

—Fantástico —roncó Prunslík, e hizo una burlona reverencia.

—Sabía que era de los nuestros —dijo Gmünd satisfecho—. Lo supe desde el principio. Un aro, y colgado de él un martillo, una esfera, un reloj con su péndulo: el Tiempo infinito y la máquina que lo separa en secciones ideadas por las vidas humanas. ¿Nunca tuvo un sueño así?

—Sí. Pero no fue un sueño, sino… algo diferente.

—Su capacidad única para ver el pasado. Recorrí el mundo entero buscando a alguien como usted, y le encontré, el mejor de todos, en la vieja tierra de mi estirpe. No creo que sea casualidad.

—No entiendo cómo pudo encontrarme.

—Me ayudó Rozeta. Lo intuyó. Tiene el mismo don que usted: los sueños que salen de su cuerpo y del de usted, manan de cierta… insuficiencia. Una teoría medieval habla de esto. Son pesadillas, pero son reales. Un sentimiento oculto le permite distinguir las alucinaciones de las apariciones reales, le habla por medio de palabras e imágenes. Estas visiones las conoció ya san Agustín e Isidoro de Sevilla las describió en su tratado. Como ve, nada nuevo bajo el sol.

—Un aro y un martillo: un estandarte así sólo puede escogerlo un régimen totalitario.

—Querido muchacho —dijo Gmünd—, tendrá que resignarse a que nuestra hermandad nunca recibió los principios de la democracia. Va por un camino que conduce al punto de partida. No conduce a los infiernos, la gente es supersticiosa y tiene miedo; se ha acostumbrado al progreso, cree que no se puede ir más que hacia adelante. Un error lamentable. Hay que abrirle los ojos.

—¿Y cómo se lo imagina su hermandad? ¿La gente no debería vivir libremente?

—¡Libremente! —gritó irritado—. ¿Qué es la libertad? Una cadena invisible; por eso siempre tropezamos con ella, por eso caemos de bruces. Yo ofrezco una vida mejor en una tierra feudal dirigida por un solo soberano, para empezar, elegido. Sí, que la plebe elija tranquilamente: si el señor es inteligente y tiene lo que hay que tener, no podrá elegir a otro. El siglo XX es el mejor ejemplo de esto. Yo digo otra cosa: el poder terrenal para el rey, el espiritual para la Iglesia, que todos sepan dónde están. El poder absoluto para Dios.

—¿Qué Iglesia tiene en la cabeza?

—Por supuesto, la universal. La monarquía es mil veces mejor que la democracia. La democracia es dinámica y rápida, cuenta con un crecimiento permanente tanto de lo posible como de lo imposible, vive en el culto a lo nuevo. ¡Qué monstruosidad! ¡Qué falsedad! ¡Va contra el orden del universo! Esta democracia grandilocuente, que invoca la ilustración, el bienestar, la utilidad, nos ha conducido a la situación en que nos encontramos, al fin de la era del hombre occidental. Este final lleva preparándose mucho tiempo; ¿quién sabe cuándo empezó? Quizá fue en el tiempo en que abolieron los monasterios de Praga y los convirtieron en manicomios; el día en que con piedras sepulcrales del muro de la santa capilla del Cuerpo de Cristo pavimentaron la plaza de los Caballos, y eso por orden de los mozos de José. ¿Podemos sorprendernos de que desde entonces la plaza esté maldita, que ahora sea la cloaca que es, apodada Václavák? ¿Podría ser esto obra de otro que el Anticristo? El iluminado emperador decretó la anulación de la servidumbre, pero ¿no fue un error? O… ¿no lo hizo justo para que un siglo y medio después llegaran al poder los dos mayores tiranos de todos los tiempos? ¡Burdos plebeyos, que se vengaron por su ego ofendido y humillado! La sangre noble jamás habría tolerado algo así. No habría permitido que comenzara algo tan inhumano, incluso infrahumano, como fue el siglo XX. Es la prueba más convincente de que la gente de origen humilde no sabe gobernarse.

»Se trata de alejar el momento del ocaso. Lentificar la evolución. Encerrarla, congelarla. La monarquía ofrece un continuo lento y constante respeto a lo viejo, amor a la tradición. Inmutabilidad. Orden. Tranquilidad. Silencio. Tiempo. Un océano de Tiempo. La Edad de Oro de la monarquía significó la época más hermosa de nuestra historia. El siglo XIV, y después el XIX. Ojalá yo fuera como usted y pudiese volver a ellos cuando me apeteciera. No sabe lo amargamente que lamento haber nacido tan tarde, en este infierno de técnica martirizadora.

»Pero querría explicarle algo sobre el club en el que hoy lo recibimos. Por favor, coma algo, la noche será larga.

Miró el reloj y, con gesto de impaciencia, dio dos golpes de bastón en el suelo. Lo entendí como una enérgica oferta para comer. Advertí el dolor que me provocaba el hambre tras las infinitas horas que había pasado en la prisión del desván.

La mesita se hundía bajo el peso de las bandejas de plata, fuentes y salseras que contenían caprichosos manjares. Las palabras del hidalgo me aterrorizaban y a la vez eran dulcemente tranquilizadoras, y no me quitaron en absoluto las ganas de comer. Sabía que con el estómago lleno era difícil llevar la contraria pero ¿realmente aún me disponía a protestar?

Aunque se me hacía la boca agua, la excentricidad de los manjares desplegados ante mis ojos me forzaba a ser precavido. Primero probé la turbia gelatina que olía a pescado, y en la que descubrí trozos de salmón; no me gustó demasiado. Después atrajo mi atención un puré oscuro, casi negro, mezclado con col adobada que olía a clavo, tomillo y vinagre de vino. También lo caté con cuidado, pero era tan agrio que me arrancó una mueca. A Prunslík, que me observaba con atención, eso le causó mucha gracia, así como el que titubease ante el siguiente cuenco. En él había tres pescados enteros —supuse que eran besugos— hundidos en una masa blanca, como si estuviesen aprisionados bajo la superficie congelada de un lago. Alrededor de ellos, en un círculo irregular, brillaban unas canicas anaranjadas: serbas. Cuando tomé con la punta del cuchillo la materia traslúcida y la lamí, comprobé que era manteca de cerdo. Se me pasaron las ganas de pescado. Rápidamente levanté la tapa de la salsera de gres discretamente apartada y la solté de golpe. Mi susto era fundado: desde la salsa de cebolla me había mirado una cabeza de carnero con las cuencas de los ojos vacías y unos retorcidos cuernos amarillos.

Tras un largo titubeo que otro anfitrión habría considerado descortesía, pero que Gmünd pasó por alto con una sonrisa benevolente, tomé a ciegas con el tenedor una pequeña albondiguilla, la mojé un poco en una salsa negra y violeta y me la metí en la boca. Sabía de un modo muy particular. La carne roja no estaba picada sino toscamente cortada y fuertemente condimentada con enebro, azafrán y algo más, seguramente ácoro. El gusto oscuro y olvidado de la cocina de nuestros antepasados.

—Veo que no le resulta desagradable —dijo Gmünd a modo de halago, aunque a causa de tantas especias ya no sentía el gusto a nada—, se acostumbra con rapidez. Es una buena señal, pronto sólo comerá esta clase de comida todos los días; sin duda no tan sabrosa, pues, entonces dormiría más de lo necesario. —Soltó una carcajada áspera y prosiguió—. No se haga de rogar y coma y beba, este Château-Landon es excelente. Permita que Raymond le sirva. ¿Ve estas chispas de color rubí?

El vino era realmente muy agradable, pero fui con cuidado para que no me embriagara. Asentí con la cabeza en dirección a Gmünd por encima del borde de la copa y él retomó la palabra.

—Éramos una hermandad acaudalada, pero todo el mundo tenía acceso a ella, lo cual sin duda encontrará interesante, mi querido demócrata. Los principios fueron tristes y apenas éramos un puñado: cuatro nobles. Después… ya sólo tres. Y los tres reunieron a su alrededor a cuarenta hermanos, nos multiplicamos casi por diez. Nos apadrinaban el propio rey y el emperador Venceslao IV, quizá por eso la construcción de la capilla duró sólo once años, aunque más de una iglesia de la Ciudad Nueva fue levantada tres veces, incluso cinco, y un par de desgraciadas nunca se acabaron, por ejemplo Santa María de las Nieves.

»El templo gótico del Cuerpo de Cristo, primero de madera y a la larga reconstruido en piedra, tenía la planta, bien en forma de estrella de ocho puntas, bien de complicado poliedro con una disposición básica en cruz, simétrica desde el eje entrada-presbiterio. Los profundos cimientos semejaban una rueda dentada, por eso hoy no podemos determinar el aspecto exacto del edificio. Ni siquiera está claro cuántos de estos dientes servían de capilla lateral, si cinco, seis o eventualmente siete, sin contar el hueco de la entrada. La belleza del Cuerpo de Cristo de la Ciudad Nueva no tenía parangón en el mundo, y creo que tampoco lo tiene en la actualidad. Gracias a él, la plaza del Ganado fue durante siglos el centro del mundo. Si desea, al menos de lejos, imaginarse su forma fabulosa, su armonía y belleza refinadas, una mentalmente el templo de Carlos con la Estrella del jardín de verano y añádale la monumentalidad de la capilla de Carlos en Aquisgrán. O de otra manera: no se imagine ningún edificio en concreto, sino un pueblo entero erizado con torretas en punta, lleno de prominencias, salientes y, entre ellos, rincones oscuros, una sinfonía de verticales piramidales y cónicas agrupadas como corderos alrededor de un pastor que era la poderosa torre de cuatro ángulos con el alto techo piramidal.

»Nuestra iglesia fue escogida para una exposición permanente de reliquias santas. Venían a verlas miles de peregrinos de todos los rincones de nuestra tierra, de Brandenburgo, de Polonia y de toda Europa. Visitar la capilla del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo y de la Virgen María, como se llamaba entonces, era una cuestión de prestigio para todo buen cristiano. Durante las fiestas promulgadas por el emperador, la plaza del Ganado se llenaba y la capilla asomaba entre la multitud como una isla inmóvil y firme en medio de las aguas fugaces.

»Entonces llegó una época que me resulta desagradable, aunque en absoluto es menos gloriosa. En el tercer año del desgraciado siglo XV nuestra hermandad donó la iglesia a la universidad, de forma totalmente voluntaria. Fue una imprudencia. Pronto ahí se comenzó a administrar la comunión bajo las dos especies y se proclamaron los infames acuerdos con los husitas.

—Ya lo sé, grabaron los mandamientos de Moisés en dos placas de piedra y doraron la letra.

—¿Horrible, verdad? ¡Y después los colocaron en el muro de la iglesia!… Carlos debió de revolverse en su tumba ante semejante profanación.

—Y dos veces, otra fue cuando Münzer predicó ahí.

—¡El infiel de Thomas, ese panteísta protesten! ¡Judas alemán! Bravo, Květoslav, me habla con el alma. Los dos encontraremos un idioma común. —El caballero de Lübeck me dio un entusiasta apretón de manos. Entonces se acercó Prunslík y tendió la mano izquierda hacia mí. Sus chifladuras ya no me sorprendían.

—A finales del siglo XVIII la desmontaron… ¿Dónde estaba su hermandad?

Gmünd me miró como si le hubiera dado una bofetada.

—Su pregunta ha dado en el blanco, pero tiene derecho a formularla. Ya durante el siglo XVII la actividad de la hermandad disminuyó considerablemente, pero la herida más grave se la infligió la Ilustración, de nuevo esa época maldita. Paradójicamente, por entonces aumentaron las asociaciones de masones libres, pero se orientaron hacia una actividad completamente diferente y totalmente inútil, centrada en la divulgación.

—¿Considera la divulgación inútil?

—¿Usted no? ¿Para qué ha servido jamás? ¿Adónde nos ha conducido? A ninguna otra parte que a la era del diablo, en que la de la guadaña nos segó como trigo maduro. Cincuenta, sesenta millones de espigas, y aún tuvo poco. Y durante todo el tiempo, cubría su esquelética cara con la máscara del amable padre de ésta o aquella nación.

—El siglo XX también lo vio nacer a usted.

—Cada mal acaba por echarse tierra en los ojos. El mérito de la continuidad de la hermandad no es mío, sin embargo, sino de mis antepasados, carnales y no carnales. Mi bisabuelo Petr Gmünd, del que le hablé en alguna ocasión, era arquitecto. Quizá ni siquiera le sorprenda saber que colaboró con Mocker y Wiehl en el plano y realización de la ergotización de las iglesias de la Ciudad Nueva.

—¿También pertenecían a la Hermandad del Cuerpo de Cristo?

—Ellos y otros muchos. En el cambio de siglo entraron en la hermandad las primeras mujeres.

—¿Y Rozeta? Supongo que la habrá captado. ¿Dónde está?

—Noto angustia en su voz. ¿Teme por ella?

—Naturalmente.

—¿La ama?

No respondí. Desvié la mirada hacia el hierro que descansaba junto al anturio que se marchitaba.

Gmünd sonrió.

—El cinturón de castidad —dijo con voz queda—, es igual de falso que la máscara de Rozeta. Su secreto no es enigmático, más bien prosaico…, y terrible. —Se acercó a la pieza de hierro, la cogió y la acarició en el lugar donde se abrían los dos huecos dentados—. Esto es una imitación, producto de caprichos lascivos del siglo XVIII. La Edad Media no era tan terrible como se cuenta. Los ilustrados querían considerarlo así y nuestros historiadores aceptaron tontamente sus mentiras. Este chisme lo compré a un anticuario inglés; algún coleccionista lo vendió cuando se enteró de que no era una máquina de tortura del siglo XIII sino una broma. Imitaciones así hay muchas, y también es una de ellas mi doncella de hierro de Núremberg: los arroyos de la sangre de sus amantes nunca fluyeron de ella, los artesanos la montaron por encargo hacia 1830.

—Entonces ¿por qué lo llevaba Rozeta?

—Por usted. No tiene experiencia con las mujeres; si no, sabría que sólo se dejan atrapar cuando lo deciden.

—¿Así que ella era consciente de que estaba observándola en su cuarto de baño?

—Antes o después iba a hacerlo. Quería darle a entender su inaccesibilidad, pero a la vez tenía que despertar el deseo en usted.

—¿Por qué?

—Por la hermandad. No olvide que fue ella quien reconoció su fenomenal talento. Apareció justo a tiempo. Originalmente su misión era otra: corromper al comandante de policía para que empezara a trabajar para nosotros. Usted era un botín mucho más raro. Olejář es un bulldog fiel, pero no tiene ni pizca de su talento. Lo intenta como puede, y suda tinta, pero cada vez se aleja más del objetivo. Cuando realmente empiece a pisarnos los talones, lo detendremos. Chantajearlo es muy fácil, como usted advirtió, se dio cuenta que lo que le sale de las orejas es su conciencia negra. Sólo se equivocó con Barnabáš, que no sabía nada del comandante de policía. Yo sé más. Bastó insinuarlo para que Olejář fuese mío. ¿Cree que de otra manera lo habría puesto a usted a mi disposición? Habría hecho de usted uno de esos polis de barrio que se pasan la vida dando vueltas a la misma manzana, hasta que se jubilan. Jamás hubiese ascendido.

—¿Y Rozeta? ¿Por qué trabaja para usted?

—Si le interesa la razón por la que entró en la Hermandad del Cuerpo de Cristo, aquí está: Rozeta no es una mujer de verdad.

—¿Qué tonterías son ésas?

—Sin duda es una persona del sexo femenino, además de bella, pero no puede tener hijos. Antes de ser adulta tuvo que someterse a cierta operación.

Se oyó un ruido. Era un jarrón con claveles que Prunslík, pálido, con los ojos saltones y unas lágrimas increíbles, había tirado al suelo. El hidalgo enarcó las cejas y siguió hablando.

—Hubo más damnificados entonces, ella aún salió bien parada, si Dios quiere vivirá muchos años. Todo Praga hablaba de este caso hace unos doce años, era lo que se llama un secreto a voces. Vivía con su madre en alguna parte de Holesovice. Tuvieron que mudarse debido a la construcción de las vías subterráneas; recibieron un piso en una urbanización de Opatov. En la casa de la muerte. Era un pequeño experimento arquitectónico…

—¡Espere, conozco esa historia! Fue una de las víctimas del nuevo material ignífugo, ¿no?

Gmünd asintió en silencio y otro jarrón cayó al suelo, esta vez lleno de rosas. El agua empapó la alfombra, en cuyo delicado tejido quedaron atrapados los cristales. Prunslík miró de reojo los tulipanes que aún tenía a su alcance, y extendió la mano hacia ellos. Me encogí instintivamente, pero todo lo que hizo fue sacar un tulipán y, con los ojos cerrados, lo acercó a su nariz. A continuación, lo olió. Entonces, con un movimiento rapidísimo, lo mordió y se lo tragó sin masticarlo.

—Como ya he dicho —continuó Gmünd—, Rozeta se sometió a la extirpación de un tumor maligno de matriz y así salvó la vida. La conmoción anímica tenía que llegar. Era una estudiante extraordinaria, enfocó toda su joven energía en los exámenes de graduación y las pruebas de ingreso en la universidad. Quería ser intérprete. Pasó los exámenes, fue aceptada y… se vino abajo. El trauma postoperatorio, primero latente, se hizo cada vez más patente. Tras una larga convalecencia, se recuperó, pero desde entonces sufre de bulimia. Cuando fue a la policía, lo ocultó.

—Una historia triste.

—¿Estaba al corriente?

—No tenía ni idea. Sólo me extrañaba que perdiera peso y luego lo recuperara tan rápidamente.

—Cambia de repente e inesperadamente, y eso la agota.

—¿Dónde está? Me gustaría verla, estar con ella un rato a solas.

—Eso se lo permitiremos con mucho gusto, ¿verdad Raymond? —Miró el reloj—. ¿Qué cree, no ha madurado ya lo suficiente para que llevemos a Květoslav a ver a su secreta belleza?

—Espere —dije con voz más firme—, respóndame a esto: ¿fue usted quien mató a la ingeniera Pendelmanová?

—¿Quién si no? —respondió, y en su cara no se movió ni un músculo—. Conspiró con los peores bandidos y provocó daños en nuestra ciudad santa durante décadas. No importa que fuera mujer: en su oficina se comportaba como un guerrero avaro. Nuestra ciudad es de género femenino: unos la amenazan, otros la admiran, pero todos la cortejan, todos intentan conquistarla, para bien o para mal. Me considero un rival de los arquitectos, constructores y funcionarios; mientras que ellos quieren utilizar la ciudad, yo, con veneración y admiración, me arrodillo como ante la dama de mis sueños.

—Y nadie puede interponerse en su camino.

—¿Se sorprende? Řehoř y sus homólogos trajeron a Praga nuevas carreteras y con ellas esos artefactos de hojalata que van por ellas. Řehoř había participado no hacía mucho en la construcción de un canal de hormigón por el valle de Nusle, aunque había propuestas diez veces mejores. Por ejemplo, un puente de acero, una especie de torre Eiffel apoyada en ambos lados y posada a través del valle, o un acueducto romano de bloques de madera sobre arcos de enorme altura: en el nivel inferior iría el metro (los viajeros mirarían hacia afuera por la ventanilla) y en el nivel superior habría una amplia acera. Finalmente, incluso podía construirse una carretera, por supuesto más estrecha y sobria que la arteria principal, esa víbora venenosa que tenemos en la actualidad, alimentada diariamente por aventureros. A la hermandad no le faltará trabajo, eso seguro. ¿Se ha dado cuenta de cómo ha embellecido la iglesia y de que ha crecido un poco después de vengar su ofensa?

—Habla de Řehoř y de Pendelmanová. ¿Y Barnabáš?

—Otro bandido que se lo ha ganado. No sólo ha construido la mitad de todas las pocilgas habitables en la Ciudad Sur, sino que se implicó en el asunto Opatov, autorizó la construcción del Palacio de Congresos, la hidra de Vyšehrad, y firmó el levantamiento del gigantesco menhir en Žižkov, signo infame del paganismo de los checos. Barnabáš es el responsable de que en Praga no exista ni un lugar en el que no se vean edificios de hormigón, a excepción, gracias a Dios, del hotel Bouvines.

—Si no, suba hasta la torre —apuntó Prunslík amargamente—. Desde ahí se ven Prosek, Háje, Jinonice y Černý Most, puede girar como una peonza y verá řehořes, barnabášes, záhires y pendelmanovás en todo el horizonte. Por suerte, nada es irrevocable.

—Ha dicho záhires. Eso significa…

—¿Teme por él? —preguntó Gmünd—. ¿Realmente le importa? La policía sospecha de él por el asesinato de Barnabáš, quizás aún llegue a escapársenos y termine en una cómoda prisión. Ya lo ha protegido más de una vez.

—¡Aquella vez, en Apolinar! ¡Me puso una trampa!

—Ésos son nuestros métodos, cada uno cae en su trampa sólito. —El ayudante de Gmünd rió ahogadamente.

—Así que fue usted el que hizo tañer la campana. Cuénteme cómo salió de ahí.

—Esperé a que Su Merced se dignara bajar las escaleras. —Prunslík rió y después me explicó dónde había estado todo el tiempo: agazapado en el lado ciego de la torre, el norte, como un elfo detrás de una chimenea. En el lugar donde la torre se desvía del tejado de la nave, estaba perfectamente oculto. Había estado sentado ahí burlándose de nosotros.

—Dentro de menos de una hora su amigo Záhir tiene una cita con Rozeta —intervino Gmünd con una sonrisa— en un restaurante de Vinohrady. Ha quedado con ella desde el extranjero. ¡Eso son ganas! ¿No va a intentar hacer algo?

—¿Cree que ella…?, pero aún falta algo por explicar: ¿por qué me lanzaron a ese embudo?

—Por supuesto, para que acabara de explicarnos lo que antes sólo había mencionado. Perdóneme, estaba desesperado porque usted no quería colaborar. Podríamos habérselo sacado con métodos violentos, pero usted se habría defendido y se habría hecho daño a sí mismo, o a alguno de nosotros, o habría muerto del susto, qué sé yo. Nadie quería algo así. Pero… ¿qué pasa, a qué viene esa expresión tan triste? No le sabrá mal que le haya enredado, ¿verdad? Créame, era por el bien del plan. No tenía demasiado tiempo; por lo que sé, se encariñó con usted cierta dama… y no habría tardado mucho en seducirle. Después ya no nos hubiese servido de nada.

—¿Quiere decir…? ¿Significa eso que…?

—Sí. La castidad condiciona su capacidad mágica. No pregunte por qué, pero es así, y dé gracias por su don.

—¿Así que Rozeta es como yo?

—Hasta cierto punto, son iguales, pero quizás a causa de su salud su capacidad de ver en el pasado es más débil que la suya. Sin embargo, usted tampoco se va a quedar para vestir santos, no tema. Cuando ya no necesite sus servicios, créame que lo casaré convenientemente.

—¿Con una viuda? —dijo Prunslík, y soltó una risita—. Conozco a una joven muy bonita…, su marido aún vive, pero es un viejo con un pie en el hoyo. Vale la pena esperar.

—No tenía derecho a traicionarme.

—Rozeta… Como chica que lo hechizó, sin duda no, pero como víctima de los tiempos modernos, sí. Esta pequeña traición contribuirá a su venganza y establece el camino a la enmienda. También lo desea así la hermandad, y espero que usted también lo desee pronto.

—¿Qué dije en la buhardilla?

—Deliraba, pero la información que nos importaba estaba clara y se relacionaba con lo que no había acabado de explicar. Una triste mañana del año del Señor 1377, Vaclav Hazmburk, antiguo notable de Úštěk y confidente de Carlos, partió hacia la iglesia recientemente construida en el monasterio de los agustinianos, consagrada no hacía mucho a Carlomagno y a la Virgen María, para controlar la elaboración de signos rituales de la así llamada Hermandad de San Carlos, que fundó con tres nobles amigos. Ese preciso día se presentó el emperador, aunque imprevistamente; en el orden del día estaba san Apolinar, que Su Serenísima iba a honrar con su presencia. Pero cuando el emperador llegó y descubrió en el desván a dos artesanos y su señor esculpiendo en piedra los siete espectros de la noche, lo interpretó como una profanación de un santuario y a la mañana siguiente hizo colgar a los tres. Los símbolos de la hermandad fueron destruidos. Todo el desván y el sistema de apoyo fueron reformados y la iglesia consagrada nuevamente. Sólo quedaron las gárgolas, que cuarenta años más tarde serían destrozadas por los husitas. Durante toda mi vida indagué en la historia de la familia para enterarme de por qué Václav Hazmburk había perdido el favor real y su noble cabeza, y finalmente me lo dijo usted, el niño milagroso que ve el pasado.

»Por su mediación sé que todo fue una desgraciada casualidad y un estúpido malentendido. Así juega la historia. Ni siquiera un monarca tan perspicaz como Carlos era infalible. Los siete monstruos de piedra encerrados en el círculo con el martillo debían proteger esa iglesia y las otras seis. Como sabe, los monstruos de las catedrales góticas suelen tener una función muy simple: llevarse el agua del tejado. La forma de feas gorgonas y grifos sombríos no se debe sólo a su finalidad, sino a la fe en su poder de protección.

»Mi antepasado fue ejecutado, el emperador Carlos se consumió por su precipitación, la vida siguió. Como iglesia principal, en cuyo desván esculpirían nuevos símbolos rituales y que daría el nombre a la nueva hermandad, los tres notables restantes eligieron la capilla de la plaza del Ganado. Durante el reinado de Venceslao IV, se fundó la Hermandad del Cuerpo de Cristo para proteger los templos de la Ciudad Nueva y castigar a aquél que les pusiera las manos encima.

»“Ojo por ojo, diente por diente, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe”. Es el momento más elevado para que la gente vuelva al contrato sellado para ella por Moisés con el Señor. ¿No es mejor que mueran un par de arquitectos y funcionarios tontos, inútiles y amorales, a que padezcamos todos, a que nos dejemos matar por bárbaros que en lugar de bridas empuñan el volante de un coche, a que nos dejemos asfixiar por el humo en nuestra propia ciudad? Diga, ¿no es mejor?

Guardó silencio a la espera de una respuesta.

† † †

Permanecí callado. El miedo (a la hermandad, a mí mismo), me impedía hablar. Me guardé de decir nada, aunque las palabras me quemaban en la lengua. Cerré los ojos e intenté tragármelas, pero me atraganté con ellas como con una espina de pescado que me pinchara dolorosamente. Así que las vomité, las expulsé en un ataque de dudas y desacuerdos. Pero eran palabras de asentimiento. Matyáš Gmünd tenía razón. Finalmente me había sido enviado un maestro.