En fragoroso relámpago te quiebra,
eterno aguacero de la negra
y abrupta bóveda de terciopelo.
R. Weiner
La policía siguió fiel a sus métodos y rápidamente se buscó al principal sospechoso. Si no fuera para llorar, me partiría de risa, porque el sospechoso era… el ingeniero Záhir. Al principio lo descarté por considerarlo completamente absurdo, después hube de reconocer que tenía cierta lógica, aunque no demasiada. Recordé la reciente charla en el pasaje Venceslao. Záhir me había dicho que era rival de Barnabáš. ¿Envidiaría al otro más de lo que le hubiese gustado? Últimamente bebía bastante y podía haberse traicionado. Sí, debía de ser eso. ¿Y si guardara el mismo odio hacia Řehoř y Pendelmanová que hacia Barnabáš? ¿Y si los hubiera asesinado a los tres, mientras su pie lisiado —destrozado, de hecho, lo vimos con nuestros propios ojos— le ofrecía una coartada infalible? ¡La víctima de un intento de asesinato es la menos sospechosa! La mutilación se la provocó él mismo; un juez fanático de sus pecados y de los de otros sin duda es capaz de algo así, y colgarse del pie de la torre de San Apolinar sólo requería una dosis conveniente de odio hacia sí mismo y agilidad.
Como si lo hubiese hecho adrede, Záhir se marchó en viaje de negocios a Ljubljana; le gustaba tanto su coche que renunció a la comodidad del avión. Tenía que volver al cabo de diez días. Recibimos la orden de no mencionar que se lo consideraba el principal sospechoso. También prohibieron dar pasos anticipados para su detención; el coronel encontró estúpida la idea de bloquear su cuenta corriente. Temía que Záhir se asustara y se quedase en el extranjero.
De repente todos estaban seguros de que nos hallábamos ante el asesino; en el grupo de investigadores, ninguno de los cuales hablaba conmigo, comenzaron a considerarlo como una verdad indudable. Las palabras del ingeniero en el sentido de que yo seguramente conocía a algunos de los arquitectos del peligroso edificio me resonaban desagradablemente en mis oídos; no dijo que los conocía, sino que los había conocido, como si estuviesen muertos. Yo mismo me sentí momentáneamente tentado de ver en él al asesino medio loco. Después me percaté de que no existía ninguna prueba. Los dos gamberros, uno pintado y estrangulado, el otro con el monopatín cosido en la barriga, no tenían cabida en esa teoría. Y tampoco encajaban en ella los edificios históricos. Pero sobre el potencial asesino de las iglesias góticas no podía hablar con el comandante de policía.
Dadas la sospecha y la acusación preparada contra el ingeniero Záhir, mi propuesta fue comparar los adoquines de granito verdoso. Indiscutiblemente procedían de un único lugar: todos del mismo color, tenían la misma forma y habían sido empleados con fines igualmente maléficos. Me propuse evitar a mis superiores y convencer a Trug de que llevara él solo el análisis químico de la piedra. Tenía intención de chantajearlo sin escrúpulos: yo intuía algo sobre sus pruebas con animales y estaba seguro de que le costaría explicar a las autoridades lo del unicornio.
Llegó el lunes tras la nefasta semana en que, además del destino del foso de la calle Resslova, se decidió también el de la caverna que había bajo la plaza de Carlos. No podía ponerme a tiro del coronel Olejář, Gmünd no me necesitaba y parecía más desanimado que antes, como si en su aspecto impecable y acicalado se hubiera extinguido alguna luz, como si hubiera crujido la delgada capa de cristal con que hasta el momento estaba protegido. Casi no pernoctaba en el hotel, hacía días que no veía a Prunslík, y sin embargo por las noches no tenía la sensación de estar solo en las habitaciones del Bouvines. Los pasillos desprendían un aroma denso y dulzón que me mareaba y me hacía cosquillas en la garganta. Fui incapaz de definirlo, pero cuando una mañana volví a percibirlo en el salón, pensé que ese olor aletargado no podía ser más que opio quemado. Al parecer salía de la habitación de Prunslík. Estaba tan solo que me dejé llevar y llamé varias veces a su puerta. Nadie me contestó ni se oyó nada en absoluto, ni voces apagadas, ni un rumor sospechoso, ni una risa delirante. No me atreví a accionar el picaporte.
Me moría por mantener otra charla con Rozeta, a quien deseaba relatarle mi malentendido con la policía y mi malograda amistad con Matyáš Gmünd. La vi dos veces durante el desayuno, pero siempre se levantaba y marchaba en cuanto yo entraba por la puerta, no me daba tiempo ni a saludarla. Después dejó de presentarse durante el desayuno. Intenté montármelo de tal manera que la encontrara por casualidad, para lo cual me levantaba antes de la seis y esperaba en los pasillos desiertos del extraño hotel. Pero no llamé a su puerta. El presentimiento de que me evitaba deliberadamente no me lo permitía.
Por fin descubrí en el profesor Netřesk a la persona dispuesta a escuchar mis lamentos y a darme algo así como una absolución. Fui a verlo sin avisar tras una noche de vigilia, y me dio la bienvenida con una alegría sincera que me conmovió. Debía de parecer agotado, porque me hizo entrar, me llevó a la cocina, donde me indicó que me sentara, y preparó un café fuerte. Lo endulzó debidamente y añadió ron hasta llenar la taza hasta el borde. Se sentó frente a mí y me animó a contárselo todo. La franqueza significó el alivio ansiado. Los débiles se equivocan con facilidad.
Le describí el caso de los asesinatos de la Ciudad Nueva desde el principio hasta el final, sin dejarme ningún detalle de la investigación policial y su fracaso hasta el momento. Dejaba las palabras manar libremente y sentía que la beneficiosa fluidez suavizaba la angustia de la tensión. Le confié también mis dudas sobre la culpabilidad de Záhir e incluso la sospecha, que hacía mucho germinaba en mí, de que en el caso, de una manera misteriosa, estaba implicado mi benefactor, Matyáš Gmünd.
No debería haberme precipitado, siempre es mejor guardarse los pensamientos más secretos. Netřesk, que hasta el momento me había escuchado con atención y, según parecía, con interés, se estremeció cuando pronuncié el nombre del hidalgo y frunció el ceño con expresión sombría. Pero se dominó y quiso saber cómo había llegado a esa conclusión. De pronto miró preocupado a algún lugar detrás de mi cabeza. Me volví y vi a Lucie en la puerta del dormitorio. En la frente se le marcaban tres arrugas interrogantes. Debía de haber oído todo lo que le había explicado a Netřesk y estaba claro que no tenía ni idea de qué se trataba. Sin embargo, su anciano marido parecía muerto de miedo. Con una voz temblorosa y tono de enfado le pidió que se ocupara de la criatura y nos dejase solos. Advertí que eso la había ofendido, y pensé en detenerla. Titubeé demasiado y ella cerró la puerta tras de sí.
Netřesk comprendió que ya no le contaría nada más, y de pronto se mostró distante conmigo. Miró el reloj y tamborileó con los dedos sobre la mesa. Dijo que tenía una reunión en el Club de Historiadores y me propuso que lo acompañara. Comprendí de inmediato y me puse de pie. Salí con él al portal. Bajamos por las escaleras en silencio y la despedida fue vacilante. Eché a andar en la dirección contraria a él, a pesar de que no tenía ningún lugar concreto al que ir.
En la atmósfera había una luz dispersa que impedía ver con claridad. Con la cabeza gacha y la mirada fija en la acera pasé por la calle Venceslao y aparecí en Moráò, de donde, igual que un peregrino moderno, mis pies me condujeron al monasterio de Emaús. Tan pronto como me detuve delante de él, evoqué un pasaje del Evangelio de san Lucas, por el cual el monasterio recibió su nombre en el año 1372. Al sacerdote Florian le gustaba detenerse en él durante sus sermones. «Y he aquí que, en aquel mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea, llamada Emaús, a ciento sesenta estadios de Jerusalén. E iban comentando entre sí todos estos acontecimientos. Y sucedió que, mientras platicaban y discutían, Jesús mismo se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos estaban deslumbrados para que no lo conociesen».
No se veía a nadie en las inmediaciones. Los troncos de los castaños se estrechaban en la niebla alabastrina y en las mal afamadas escaleras de piedra que había debajo de la iglesia se acurrucaban dos palomas ateridas.
Rodeé el complejo de edificios conventuales e instintivamente me encogí al pie de la sede de Edificaciones Terrestres y de la Oficina de Construcciones de Praga, dos edificios tristemente típicos para los centros de arquitectos mandamases: tres miradores angulosos que se balanceaban amenazadoramente sobre patitas de hormigón y que, con su vulgaridad funcionalista, ya hacía decenas de años que ofendían el antiguo templo de San Jerónimo. En la actualidad están alquilados a organizaciones benéficas no gubernamentales que pagan generosamente, pero eso no cambia en absoluto el hecho de que alguien los impuso y alguien los construyó, que alguien se permitió un crimen en la ciudad gótica de Praga. ¿Řehoř? ¿Barnabáš? ¿Pendelmanová?
Me detuve bajo el presbiterio de la iglesia, en la calle Vyšehradská, y levanté la mirada hacia las ventanitas inhabitualmente negras de la parte superior, que le conferían aire novelesco. Del coro, igual que hacía seiscientos años, se elevaba un fino pináculo, símbolo de la época más gloriosa en la historia de la arquitectura. Para el tejado que lo sostiene, el emperador sacrificó un bosque entero; la mampostería contiene la mejor piedra gris, la misma con la que mandó construir el puente entre la Ciudad Vieja y Malá Strana. ¿Cuánta había hecho falta para una iglesia de cincuenta metros de largo?
Después fui por Vyšehradská y pasé por delante del templo de Dienzenhofer, San Juan Nepomuceno, que no está muy mal ubicado pero que tiene las torres desafortunadamente desniveladas, por lo que parece tullida. ¿Cómo no van a dudar los creyentes que frecuenten este templo? Bajé por Skalka y rodeé el jardín botánico y el segundo Dienzenhofer: Santa María de los Siete Dolores, un edificio discreto, que pasa completamente inadvertido, que alberga un insípido monasterio de clarisas. Llegué a Albertov, donde no pude evitar detenerme al lado de la iglesia gótica de Na Slupi, con su belleza simple y sus excelentes líneas, en marcado contraste con esos pobrecitos barrocos. Acaricié largamente con la mirada el muro de piedra amarilla, la pequeña nave cuadrada y el coro bajo, que le confería el aspecto de una pequeña iglesia campestre, en medio de un paisaje tranquilo y seguro. Intenté evitar más recuerdos del padre Florian, al que acababa de recordar de manera inesperada. También en esta ocasión, igual que la última vez con Lucie, rodeé lentamente la iglesia. No conseguí disimular el placer; el edificio atrapó firmemente mi mirada y no quería dejarme ir. Durante un buen rato no pude apartar la mirada de la magnificencia que hacía trescientos años Bernard Grueber había devuelto a Santa María de la calle Na Slupi.
De repente me asaltaron las dudas sobre mi propio comportamiento. Mi deambular me pareció sospechoso, me recordó un ritual. Como si me despidiera subconscientemente de los recuerdos amados de tiempos mejores. Miré hacia atrás furtivamente, porque volvía a tener la sensación de que unos ojos burlones me seguían a cierta distancia. No vi a nadie por ninguna parte. Miré en dirección a Větrník, donde la encogida silueta casi humana de San Apolinar se perfilaba vagamente. Pareció que sus perfiles borrosos se movieran espectrales, pero sin duda se debía al rocío que se adhería a mis pestañas. Cedí a la magia y me dejé atraer.
San Apolinar no puede rodearse, pero como subí hacia él por las escaleras de la calle Studničkova, tuve tiempo suficiente de deleitarme con la vista desde el lado sur, de espaldas a la ciudad. Bordeando el jardín parroquial llegué a la iglesia desde el lado oriental. No resistí la tentación de acercarme al presbiterio y acariciar el revoque bajo las altas ventanas. Sólo así se puede construir allí donde el edificio original fue aniquilado por el hombre y el tiempo, sólo así está permitido renovar. Josef Mocker, que hace cien años devolvió al templo todo su esplendor original, fue realmente el mayor arquitecto checo de la época moderna, el continuador más admirable de Petr Parléř y Matiáš de Arras, y hasta hoy nadie le ha superado.
Qué extraño: el revoque, cuyas grietas hospedaban cucarachas hacía sólo dos semanas, ahora estaba completamente intacto. Hasta las manchas de humedad habían desaparecido, así como el moho verde que había cerca del suelo. La iglesia resplandecía de novedad y bullía de salud, brillaba en la neblina lechosa como si estuviera cargada de energía solar. La torre parecía tan alta que no veía el pináculo. Bastaba con cerrar los ojos para notar el amplio abrazo paterno que Apolinar abría ante mí.
De la iglesia me dirigí hacia el norte, pasé por Viničná y un poco antes del cruce entré por la pequeña puerta de hierro abierta en el muro en el antiguo jardín del monasterio de Santa Catalina.
Allí, a la sombra de la escultural torre, había topado aquel día con Gmünd y Rozeta y el espectador Prunslík. Ahora nadie hacía el amor a escondidas, pero estaba seguro de que otras muchas parejas visitaban el tranquilo lugar. La campana callaba, como si comprendiese los deslices morales de los mortales, ella misma en una situación penosa, permanentemente in flagranti en brazos del campanario malogrado por Dienzenhofer: la violación de las flautas góticas con un tonel barroco, el vergonzoso teatro acicalado por el perverso arquitecto cuyo mal gusto el siglo XX alaba.
Necesitado de consuelo, pasé por Lípová y, ya después del cruce con Ječná, clavé la mirada en la triunfal diadema real sobre la torre de San Esteban. La visión me tranquilizó. Despacio, llegué hasta la iglesia y con los ojos palpé las encantadoras irregularidades de su rostro duro y bien nutrido: el caracol de piedra con ventanas biseladas en la fachada sur y el leño de las escaleras renacentistas en el lado norte, el poderoso contrafuerte que se eleva oblicuo desde la esquina norte, las armoniosas ventanas neogóticas de Mocker, los sepulcros de los ciudadanos situados en la base de las paredes: todo ello recordaba los tiempos en que aún valía la pena vivir plenamente, cuando la inquietud por el mañana aún podía encomendarse al Todopoderoso. Sentí envidia de los caballeros que descansaban allí, y los consideré desalmados porque ni uno de ellos me hubiera elegido entre las estrellas para engendrarme. Pero daría la bienvenida a un padre incluso entre una hilera de pobres, ¿por qué no? El hambre y la pobreza en el bendito siglo XIV, incluso la aberración husita en el frustrado siglo XV y la llegada del altisonante Renacimiento en el siglo XVI, incluso la maldita guerra de los Treinta Años serían mejores que aquella miseria: la intoxicación por empacho del enrarecido siglo XX.
Me intranquilizó lo desolador del entorno del templo. Los pisos inferiores de los edificios tenían las ventanas rotas y las paredes desconchadas; evidentemente allí ya no vivía nadie. El asfalto en las aceras estaba como desmenuzado, pero no parecía que la intención fuese reparar las cañerías del gas. El terreno se hundió perceptiblemente y la iglesia, que se alzaba en la tierra horadada, parecía mucho más grande y poderosa. Los semáforos del cruce de Štçpánská y Žitná no funcionaban, en medio de la animada calzada había algún absurdo chisme de madera que frenaba el tráfico. Se me ocurrió que también esta calle podría hundirse y enterrar en sus entrañas un par de hormigoneras enemigas. Un escalofrío me recorrió la espalda. En el muro donde estaban fotografiados los cadáveres de los gamberros había un ramo de lirios podridos.
Llegó el mediodía, la cuajada se disipó y salió, ahogado por la sombra, un sol gris que era una mancha en un cielo por otra parte límpido y azul. Se fue oscureciendo poco a poco, como durante un eclipse, el anochecer se inclinaba ya desde la tarde y la noche se completaba antes de las cuatro. Empezó a hacer frío. Intenté sacudirme el agobio que me había oprimido en San Esteban andando rápidamente por la calle Ke Karlovu. Por el camino me di cuenta de que el palacete de Michna estaba cerrado. Su degradación dañaba la vista y contrastaba ostensiblemente con la torre de la iglesia de Santa Catalina, que ahora veía del lado opuesto y de la que estaba más lejos. Tras el muro sólo divisaba tres pisos superiores y la aguja de la torre, y sin embargo vi claros indicios de reparaciones que debían haber sido realizadas en los últimos días: las aristas del tejado estaban cubiertas por nuevas piezas de cobre, la piedra resplandecía de blancura, y donde hacía sólo una semana había cornisas desportilladas, resplandecían bloques de piedra nuevos y perfectamente esmerilados.
Me alejé deprisa, pero estaba algo intranquilo y sentí la necesidad de volverme aún un par de veces hacia la torre. Por esta razón, tropecé con los adoquines que alguien había sacado de la acera y amontonado en pagodas asimétricas. Algunos baches contenían agua de lluvia y, ahí donde el agua había llegado a evaporarse, habían quedado unos feos lechos de fango, arena y suciedad. Una taza desparramada, un tintero vertido. Como si algún censor hubiera dicho «¡Basta!» y hubiese querido comenzar desde el principio.
En la calzada había más agujeros; si algún coche hubiera osado adentrarse en la estrecha calle habría tenido que ir muy despacio y zigzaguear con habilidad. Después del desvío a Wenzigova la calle aún estaba en peores condiciones, los socavones y las grietas del pavimento se alternaban con un pantano negro del que de tanto en tanto surgían islotes de piedra de bordes resquebrajados. Mientras me fue posible, salté de uno a otro, después tuve que elegir las elevaciones más secas de fango.
Tras la esquina del edificio de la Facultad de Medicina vi la iglesia. Allí ya no quedaba ni rastro del pavimento, como si alguien se lo hubiera llevado. Pero se había formado un camino de tierra apisonada en el que extrañamente no vi huellas de neumáticos. Como si por allí sólo pasaran carros. Recogí uno de los adoquines sueltos: me cautivó su color. No era gris, ni blanco, ni estaba ennegrecido, como más abajo en la ciudad. Allí en la colina, se entrelazaban vetas verdes en el cuarzo tallado.
Las piedras con las que habían roto las ventanas de los arquitectos praguenses procedían de ese lugar.
Oí algo, como un suspiro de impaciencia, y levanté la cabeza. Ante mí se alzaba, solemne y majestuosa, la iglesia de Santa María y Carlomagno, el sexto templo de las Siete Iglesias de Praga. Los rayos del sol caían sobre las tres cúpulas cobrizas casi perpendicularmente, las farolas y cúpulas llameaban en ese resplandor como teas en un mítico faro. Por segunda vez ese día tuve que cerrar los ojos doloridos. Cuando finalmente se adaptaron a aquel brillo supraterrenal y pude volver a mirar, vi a Rozeta.
Estaba ante el portal norte, en el mismo lugar que ocupara Gmünd la última vez, mirándome fijamente. Iba vestida con una larga túnica negra que le daba el aspecto de una monja. Pero no llevaba el cabello cubierto, sino que le caía a los lados de la cara delgada y pálida, sobre los hombros y el pecho. Su expresión era impenetrable: los ojos, fijos en mí, no tenían ninguna expresión concreta, pero su vacío era tan inusual que no podía ser sino deliberado, igual que los labios, antes tan seductores, ferozmente cerrados. Había cambiado, había adquirido el aspecto de una extraña inaccesible a la que ya había visto antes alguna vez… Sí, era la misma mujer que estaba en la ventana del instituto Hlava. Su cara inspiraba miedo.
Antes de que atinara a llamarla, la perdió de vista. Estaba seguro que había entrado, pero en un día como aquél no me hubiese atrevido a afirmarlo con certeza. Quizá seguía ahí y yo no la veía, quizás era yo el que no estaba delante de la iglesia y me encontraba en un lugar completamente distinto, en un tiempo diferente del suyo. En el aire gélido flotaba un olor a humo dulzón, la iglesia abierta me invitó a entrar. Sabía que se trataba de una trampa, pero me metí en ella de buen grado.
La iglesia no estaba iluminada, del resplandor exterior pasé directamente a una penumbra dorada y rojiza en la que titilaba, en una copa roja que había sobre el altar, la llama de la luz eterna. Las paredes doradas y rojas relucían, las figuras de los altares esperaban inmóviles a que alguien las hiciera revivir. Un olor denso impregnaba el lugar como un mal agüero.
Sonaron unos pasos levísimos. Sin prisas. Los tenía detrás de mí, y me volví con el corazón desbocado. La nave estaba vacía, el ruido procedía de la torre oeste, la de forma de prisma. Fui hacia ella. Un déjà vu golpeó mis ojos. San Apolinar, las escaleras, una persona en la torre. Sin pensármelo, saqué la pistola de la sobaquera. No quité el seguro, sólo dispararía si me hallaba ante una amenaza directa.
Subí al primer piso y eché un vistazo en el coro del órgano. Estaba vacío. Agucé el oído, pero ya no percibí nada. En el templo reinaba el silencio.
Fui con cuidado hasta el segundo piso, procurando no hacer ruido al pisar los polvorientos peldaños. La muñeca derecha me temblaba y no podía mantenerla firme ni sujetándomela con la otra mano. Tuve que pasarme la pistola a la izquierda e intenté resignarme a la idea de que si me veía obligado a disparar lo más seguro era que lo hiciera contra mí mismo.
Las campanas permanecían calladas, nadie las tañía en balde, nadie se balanceaba colgado de su corazón. El pequeño cuarto que había debajo de ellas estaba desierto pero iluminado. Una luz mate entraba por uno de los dos ventanucos, la otra estaba cegada. En un rincón se amontonaban en desorden cuerdas y sacos, y vi unas tablas apoyadas contra la pared. Entonces distinguí una puerta pequeña ubicada a menos de medio metro del suelo. Me recordó la puerta del apartamento de Gmünd, por la que se accedía de forma tan poco elegante a la parte oculta del piso. En este caso faltaban las escaleras.
El picaporte estaba aproximadamente a la altura de mi frente. Lo accioné y la puerta se abrió suavemente hacia mí. Era de hierro, oxidada, pero según constaté echando un rápido vistazo, las bisagras estaban engrasadas. Levanté una pierna, brinqué hacia el hueco y me encontré en una pista de circo.
O al menos eso me pareció a primera vista. Me quedé en la puerta, en cuclillas, manteniendo el equilibrio en el estrecho umbral de piedra. Ante mí se abría un abismo, un embudo de oscuridad que se angostaba y absorbía casi todo el resplandor sulfuroso que se filtraba por la linterna de la cúpula, a gran altura, y por las pequeñas lunetas que perforaban el anillo sobre el perímetro del octógono. A un lado había un segundo foso, tras él otro, y hacia el lado opuesto lo mismo. La pureza del perímetro octogonal se veía alterada por un único cuerpo heterogéneo: yo mismo. En total, ocho embudos de un aire muerto y apestoso, delimitado por unas sierras abombadas —del modo en que las montañas separan un valle de otro—, pétalos fantasmagóricos que demarcaban el centro levemente fluorescente de la flor de piedra, perfectamente redondo y magistralmente revestido, con una nervadura cubierta de venas y que apenas se elevaba en medio de ese mundo oculto. El día, que fuera bramaba, allí se conformaba con un susurro. El tiempo, que fuera corría, allí pataleaba tímidamente en el mismo sitio. El revés de la bóveda de la iglesia, la sala de oración desde la perspectiva del destinatario de todas las oraciones. Por encima de mi cabeza se levantaba la cúpula esférica, el baldaquín que protegía la extraña flor.
En la penumbra, del otro lado, surgió una sombra. Vi la ondulante capucha negra y la amplia manga. Di dos pasos vacilantes por la lisa superficie de piedra que se inclinaba hacia ambos lados. El tercer paso fue más firme y me infundió valor para actuar. También eso fue un error por mi parte, por supuesto.
Llamé a Rozeta por su nombre.
Un nubarrón de sombras trémulas se alzó provocando un remolino y remontó el vuelo hacia la rendija de luz, en una fuga frenética de la cubierta del voraz coloso. La cúpula resonó como una vieja campana. Estalló un concierto de alas y cayó una nevada de plumas.
En un instante de distracción recibí un impacto. Llegó por detrás, suave como un colchón e igual de pesado. El cachete de un bromista. Tropecé por dos veces, pero podría haber impedido una horrible caída si no hubiese pisado el faldón de mi ignominioso impermeable de detective. El regalo de la viuda muerta me precipitó al embudo, mientras una carcajada resonaba en el desván del templo.
Con el codo izquierdo golpeé la mampostería, los dedos de la mano derecha intentaron sujetarse pero no encontraron asidero, los pies recortaron inútilmente la oscuridad. Ridícula y penosamente despacio caí dentro del cucurucho como por un tobogán infantil y me hundí en la estrecha garganta, suavemente tapizada y firmemente cerrada.
Estaba furioso, dispuesto a hacer uso de mi arma, ahora sin pensar. Pero no la encontraba. Debía de habérseme caído, así que me agaché y me puse a buscar a tientas por el angosto suelo. Toqué algo y lo estudié con los dedos. Una madeja de plumas y huesecillos, un cuerpecillo ligero que se deshacía en las manos. Una paloma muerta. Y a mi alrededor decenas, quizá centenares de otros cuerpos. Estaba de rodillas en una tumba de pájaros, con certeza en la más sucia de las ocho que había en la buhardilla. Mis embotados sentidos despertaron y un olor a carroña se deslizó, escurridizo, hasta mi estómago. Haciendo acopio de toda mi fuerza de voluntad, logré controlarme: ya había suficiente inmundicia bajo mis pies. Carne muerta en el techo de la iglesia, una tumba entre el cielo y la tierra. ¿Era eso lo que Gmünd quería mostrarme?
Juré que me vengaría de Rozeta por haberme traicionado. Mascullé el juramento y lo repetí al menos cien veces. Dicen que la rabia mitiga la desesperación. Esta vez no pude confirmarlo. Siempre he sido una excepción.
Di patadas al suelo de la bóveda y busqué turbado el mínimo relieve al que aferrarme o por donde subir, dando vueltas desesperadamente en aquel pozo negro. No descubrí nada por ningún lado, sólo piedra pulida de la nervadura, resbaladiza como el hielo, y ladrillos algo más nuevos y más ásperos al tacto, pero insuficientes como apoyo. Tendí las piernas y apoyé la espalda en el muro. Así subí más o menos un metro. Pero quedaban al menos otros dos hasta el lugar de donde acababan de tirarme. Los nervios se apartaban y la bóveda abría su pecho. Sólo podía ir hacia el agujero fétido. De esa manera ni un alpinista sería capaz de llegar arriba. Entonces, asustado, caí en la cuenta de que las paredes quizá no fuesen lo bastante resistentes. Si una se rompía, caería conmigo al suelo de la nave principal de la iglesia arrastrándome con ella. ¿Y si mis carceleros contaban con ello? Intenté no dejarme dominar por la rabia y enseguida sentí una presión paralizadora en torno a la columna vertebral. La angustia se coló en mí y comenzó a exprimirme gotas de un sudor mortal que me quemaban los ojos y se mezclaban con lágrimas de impotencia. ¡Cómo podía haber sido tan estúpido! Me pudriría allí con el resto de la carroña.
Y en ese momento… en la oscuridad del embudo vi la sonrisa de Lucie en un rostro blanco de alabastro semejante a la carita de una muñeca de porcelana, e igual de pequeña. En la frente menuda se advertían tres arrugas. Era una visión espeluznante. Como si una tribu de reducidores de cabezas la hubiera secado hasta reducirla al tamaño de la de un recién nacido. Me sobresalté, pero no había dónde huir. Me alejé cuanto pude y, sorprendido, miré aquel pequeño ser. Observé que no se movía y que el pelo y el cuerpo eran tan pálidos como la cara. Era una figurita de piedra blanca. Tendí la mano, pero no llegué a tocarla. Resultaba extraño, pues el lugar, a la altura de mis hombros, era sólo un poco más ancho que mis brazos estirados. Intenté tocarlo con los dedos, pero sólo palpé polvo, como si la estatua se me escurriera entre los dedos. Tenía el cuerpo arqueado en ese, con el costado salido y el vientre protuberante. Entendí lo que tenía ante mí: la estatua gótica de la futura Madre de Dios. Sí, el artista había resaltado en el modelado las verticales de los rasgos de la cara y de la postura de los brazos, unidos delante del vientre, y en los pliegues de la túnica, que se ajustaba perfectamente al esbelto cuerpo. Una madona gótica. El parecido con Lucie era extraordinario y no tenía ninguna explicación para ello. La cara delicadamente modelada de María, con los ojos cerrados y una expresión divinamente plácida, emergía con claridad de la oscuridad, refulgiendo levemente gracias a la débil luz de la cúpula, pero el cuerpo apenas se veía, hasta el punto de que más bien se intuía su silueta.
La madona no estaba sola. En el suelo de ladrillos de la bóveda, a mi izquierda, un árbol de piedra crecía en una peana. Sus deshojadas ramas, parecidas a los brazos de un viejo aquejado de artritis, estaban cargadas de frutos. Pero la alucinación no las cargaba demasiado, las manzanas estaban arrugadas y cubiertas de gusanos minuciosamente labrados. Con curiosidad, me incliné hacia uno y lo observé de cerca. Del susto me aparté de golpe: tenía cabeza humana y hacía muecas con una boca fea y ancha llena de minúsculos dientecillos.
De refilón vi otra cara esculpida en la piedra desvaída, esta vez de tamaño natural. Un calvo glotón, con las orejas puntiagudas y las aletas de la nariz particularmente anchas, entornaba los ojos mientras masticaba algo: tenía la boca abierta de par en par y oía sus chasquidos. Miré dentro. Comía un gusano… No, no era eso. En las fauces había algo blanquecino, alargado, de forma conocida, situado en el burdo hocico con algún propósito maligno. Sí, era un pequeño brazo humano, tendido en lastimoso ruego en el hueco que iba a cerrarse irrefutable. Detrás, en la oscuridad, se veía la cara del hombrecillo, resignado a su muerte pero abatido por el sufrimiento.
Sobre la cabeza del caníbal descansaba un triángulo que al principio tomé por el gorro de un bufón y después por un estilizado ojo divino, hasta que finalmente reconocí la forma geométrica conocida desde la Antigüedad. Un desgraciado, minúsculo, estaba atado al triángulo. Tenía los brazos atados al ángulo recto de los catetos. Atrapaba los pies la hipotenusa, que recordaba un cepo. El hombrecillo iba desnudo. En el delgado tórax había un agujero: alguien le había arrancado el corazón.
Cerca, un monje de piedra sentado en un taburete con la capucha echada sobre la cabeza se inclinaba sobre una hoja de papel o pergamino, y mientras dibujaba, con un ojo bizco observaba al calvo y con el otro al crucificado. Debajo de la capucha no se veía la cara de una persona, sino el hocico de un león, que parecía sonreír.
Tras la espalda del león con sotana, pendía una plomada. Al principio la tomé por la cola de la fiera. El peso también era de piedra, y el cordel de alambre. Estaba un poco desviada de la vertical. En ella aparecía un enano encorvado, a juzgar por los cuernos un diablo, sonriendo obscenamente. Sus costados peludos sugerían un movimiento que debía despertar en el espectador la sensación de que la plomada se balanceaba.
La plomada apuntaba a una escena aterradora: un rostro de mujer desencajado por el dolor y los espasmos previos a la muerte. Era el de Rozeta. Por su barbilla corrían regueros de sangre pétrea; el cuerpo turgente, desnudo y contorsionado, se agitaba bajo las pezuñas de un animal con un cuello ancho y poderoso. Parecía un caballo, robusto, salvaje e ingobernable, pero entonces reparé en el cuerno en espiral. Nacía en la frente de la bestia, sobre unos ojos furiosos, desorbitados y enfermizamente hinchados. Lo hundía en el vientre de Rozeta, clavándola en el pedestal y destrozando sus entrañas con unas despiadadas garras de carnicero.
Rápidamente volví los ojos hacia la madona para recobrar fuerzas con su pacífica sonrisa y recuperar el equilibrio perdido. Pero la sonrisa había desaparecido sustituida por una mueca, una mezcla asquerosa e inaudita de placer y dolor. El lodo de las lágrimas de piedra ahogaba sus ojos entornados. El cuerpo, antes tan impreciso, ahora era perfectamente visible. Se había transformado. Sus brazos abrían el tronco, revelando su interior, como si éste fuera un altar. Dentro había un Niño Jesús sentado en un trono profusamente decorado. Tenía las manos extendidas, pero en su majestuosidad había altivez: «¡Mirad de lo que soy capaz!». En la cabeza le habían crecido dos largos cuernecillos, inclinados el uno hacia el otro e incrustados en un corazón estilizado, románicamente rechoncho, del que, por ellos, manaba sangre en pesadas gotas. La carita de niño, extrañamente conocida, sonreía salvajemente con la boca desdentada y de sus ojos desmesuradamente abiertos manaba la locura. Era una cara conocida desde hacía mucho tiempo, desde mucho antes de que llegara a Praga. Era la cara de un niño triste, perdido para el mundo y para la vida. No era el rostro de un extraño. Era mi rostro.
Ya no quise ver más. Me lancé con los puños contra ese teatro, y la emprendí a golpes contra él, absolutamente fuera de mí. Pero lo único que golpearon mis pies y mis manos fueron las lisas paredes interiores de la capucha de la bóveda, piadosas en su dureza. Me lancé contra ellas con la cabeza, y entonces el embudo empezó a girar conmigo en dirección contraria a las agujas del reloj, primero lentamente, después más rápido y pronto en una vorágine salvaje. La fuerza centrífuga me empujaba contra la pared con una mano tan inflexible como invisible, mientras los pies se me hundían cada vez más, como un sacacorchos en un tapón. Con un violento estruendo, el remolino imparable dibujó un resplandeciente círculo blanco en el aire turbio, y yo no pude distinguir si se trataba de una mera ilusión óptica o si la vorágine se había materializado en piedra. Conseguí apartar la cabeza del muro y mirar el centro del círculo. Lo último que vi fueron las amenazadoras ruedas dentadas de un reloj y un martillo que golpeaba ahora a un lado, luego al otro. Era a la vez el corazón de una gigantesca campana. Desgraciadamente, me fijé en él justo en el momento en que se precipitaba directamente hacia mí. No lamenté recibir el golpe. Era como el tiro de gracia. Me liberó por completo del sufrimiento.