Capítulo 21

De caballos vacilantes

sonaba el toque a difuntos.

O. MikuláSek

Las primeras dos semanas de adviento se llenaron de barro. Por Žitná y Ječná corrían hacia la plaza arroyos de fango negro y marrón que llegaban hasta el parque y lo devastaban como una inundación de primavera. Los troncos negros de las acacias estaban hundidos en profundos charcos que se unían creando un pequeño lago, y su reflejo en éstos se quebraba terroríficamente. A lo largo de la maleza, en la mitad inferior de la plaza, el lodo se había amontonado hasta formar un dique a cuyos lados sendos estanques impedían el paso a esa parte de los jardines a cualquiera que no llevase botas altas. Y del cielo seguían cayendo sobre la ciudad cortinas de lluvia aún más espesas y grises que las anteriores, como si san Pedro quisiera cubrir el horrible teatro en que Praga se había convertido en las postrimerías del siglo XX.

En la línea recta de la calzada de Ječná a Resslova no había nada que detuviera al agua, que por allí formaba un arco como si fuera el cauce de un río. Cuando cayó en el boquete de la calzada se vio que era casi dos veces mayor que antes. El olor a podredumbre se había atenuado un poco, porque la cueva de los monasterios estaba inundada, pero en la calle se perdieron todas las barreras que hasta el deshielo habían estado emplazadas alrededor del lugar del accidente. Desaparecieron en el agujero con los cables de unión, las señales de advertencia al tráfico y las luces amarillas intermitentes. Los conductores que pasaban preferían no correr riesgos; cuando veían el boquete que se abría en el asfalto delante de ellos, lo rodeaban por la acera y continuaban. Antes de que la policía llegara a cerrar la calle, un taxista que se negó a esperar en la fila e intentó rodear el foso por el otro lado, por la acera de la iglesia de San Cirilo y Metodio, pagó su osadía. Su barrigudo Volkswagen se deslizó por el borde del cráter y el malabarista se detuvo para hacer un gesto de victoria a los conductores que hacían cola en el lado opuesto. Su cara recordaba la de un cerdo cuando se iluminó con la sonrisa de un competidor triunfante. En aquel momento, el automóvil se hundió y emergió en su lugar un geiser de agua marrón. El taxi, al igual que la acera, se había esfumado, el hambriento agujero abrió aún más las fauces y se tragó todo lo que encontró en su camino. Los ladrillos sueltos del muro de la iglesia se precipitaron a las profundidades, dejando un hueco de un metro de alto. Un nicho para un pequeño monumento.

Estos detalles me los describió Záhir, que en el momento del hecho estaba midiendo con unos geodestas la posición exacta del foso. La voz con que se dirigió a mí por teléfono era tristona, porque el accidente, según él, ayudaría al grupo de Barnabáš y facilitaría la solución del hormigón.

Al día siguiente, los bomberos sacaron el taxi con una grúa. No había caído tan profundamente como el Avia, el arco gótico de una bodega lo había impedido. Estaba lleno de agua, sólo faltaba el conductor. O había sido despedido del coche o había conseguido salir, sólo para precipitarse al fondo, inundado, donde había perecido. Ahora toda la calle estaba cerrada por ambos lados y al peligroso lugar sólo se acercaban los coches de la Dirección de Vías Urbanas, los servicios técnicos y la policía.

Me encontré con el ingeniero al lado del agujero y por poco no lo reconocí. Estaba aún más hundido de lo que su voz insinuaba por teléfono. Me anunció que por la noche se había reunido el consejo municipal y que prácticamente se había aprobado la vía rápida. Iba renqueando con su muleta a lo largo de las barreras igual que un inválido, como un veterano de la guerra en Oriente Próximo. El bigote negro, antes erizado como un cepillo para los zapatos, le colgaba lacio de la nariz y amenazaba con caerle en cualquier momento sobre el abrigo.

—Es un castigo —dijo Záhir en voz baja, y me miró bizqueando, con los ojos inyectados en sangre—, un castigo por la urbanización. Sabía que pasaba algo, hace años que lo siento en los huesos. También la mutilación es un castigo. Y que Rozeta me colgara el teléfono. Eso aún no me lo había hecho ninguna mujer. Pero volveré a intentarlo, por última vez.

No tenía claro de qué hablaba e intenté calmarlo diciéndole que en primavera volvería a caminar como antes. Me sorprendió el modo en que lo había abatido la falta de éxito profesional y personal: el donjuanesco ingeniero lo llevaba peor que antes de la agresión. Se veía que necesitaba desahogarse, así que nos llegamos despacio hasta el pasaje de Venceslao y nos sentamos en un impersonal bar acristalado, absurdamente iluminado con potentes tubos fluorescentes. Estábamos a la vista de todos los que pasaban por allí. A Záhir parecía no importarle. Enseguida empezó a contármelo.

Comenzó por Rozeta. Había bastado una sola e inocente llamada para enemistarse con ella; no conseguía explicárselo. Se conocían de vista, empezó a hablarle de su trabajo pensando que le interesaría. Mencionó varias veces que era arquitecto. Ella le preguntó secamente qué había construido. Se quedó tan cortado que empezó a nombrarle los proyectos en los que había participado. No había conseguido acabar cuando lo interrumpió una incisiva risa histérica. Luego le colgó sin más. Le dije que ni siquiera a mí me resultaba fácil tratar a Rozeta y que también para mí esa hermosa muchacha constituía un enigma. Añadí que el único que sabía tratarla era Matyáš Gmünd, el caballero de Lübeck. Después de estas palabras, Záhir se entristeció todavía más. Bebió un trago con vigor y se puso a hablar de su pasado.

Me explicó que él y Barnabáš eran grandes rivales desde hacía varios años. No siempre había sido así; quince años atrás trabajaban juntos en el mismo estudio y habían participado en varios proyectos comunes. Sobre todo en barrios periféricos. Después alguien llegó con un mal proyecto. Tras la construcción del edificio, varias personas perdieron la vida. Todos los que habían intervenido aún estaban cubriéndose las espaldas y callaban sobre el asunto, aunque la cosa ya hacía mucho que había prescrito.

Yo miraba a aquel simpático conocedor de la vida y no lo reconocía. Nunca hubiese esperado que su historia personal escondiese un secreto sangriento. Se echó al coleto el cuarto vaso del licor que estaba bebiendo, fuera éste cual fuere, con creciente expresión de desesperación. Lo insté a que me explicara lo de aquel proyecto, y lo hizo sin titubear.

Se trataba de una serie de edificios de paneles en el barrio praguense de Opatov. El estudio ofreció un nuevo material ignífugo fabricado por una firma a cuyo director Barnabáš conocía bien. El sistema funcionaba a la perfección, pero en el bloque en el que fue usado empezó a morir gente. De cáncer. Incluidos niños pequeños. El bloque todavía estaba en pie, susurró Záhir, y clavó la mirada en la barra de plástico del bar. Ya no se producían defunciones, porque el agente ignífugo del material que habían instalado se evaporó al cabo de un tiempo. En los años ochenta, diecinueve personas pagaron con la vida aquellos experimentos, once de ellas menores de edad. En los círculos profesionales se conocía el caso, pero no se hablaba de él. Callaron aquéllos que lo habían hecho y también los que lo habían autorizado. A algunos era más que probable que yo los conociese. Los implicados empezaron a evitarse entre sí y, para aliviar su conciencia, a escondidas echaban la culpa a los demás. Barnabáš y Záhir no eran los únicos del grupo que sentían una aversión mutua. Primero habían dejado de colaborar y luego todos encontraron un nuevo trabajo. Después empezaron a competir entre ellos. Záhir, más joven, tenía más éxito en cuanto al número de nuevos edificios construidos, mientras que Barnabáš, como alto funcionario que era, había acumulado poder. Igual que los demás culpables, ellos también intentaban olvidarse del nefasto proyecto y sus consecuencias. Uno de ellos nunca se reconcilió con su conciencia. Una noche de otoño de 1987 llevó un colchón a rayas a la curva situada tras la estación de Smíchov, se hizo la cama en los raíles y se echó a dormir. La máquina que retrocedió sobre él hacia el parque de locomotoras no lo despertó.

—Esa carta —dijo Záhir poniendo fin a su triste monólogo—, ese anónimo que recibí es la prueba de que alguien lo sabe. Alguien que quiere echarnos el guante.

Me acordé de los dibujitos infantiles de la carta anónima, de las casitas a las que les faltaba el tejado. Y lo entendí todo. Les faltaba el tejado sólo en apariencia. En realidad tenían uno, pero extraño, que no se podía dibujar.

Edificios de techado plano. Edificios de paneles.

† † †

Tres veces más hice de acompañante y compañía al caballero de Lübeck, pero ya no volvió a ser como antes. La confianza y la amistad habían desaparecido, sustituidos por la tristeza y el mal humor. Ahora la fuente de la melancolía no era ningún edificio y su penoso estado, sino, según intuía, mi negativa a entrar en estado de trance. Caminaba procurando mantenerme a suficiente distancia de los antiquísimos muros de los templos y sólo tocaba lo que era a todas luces nuevo.

La iglesia de Emaús, consagrada a la Virgen María, San Jerónimo, San Adalberto, San Procopio y San Cirilo y Metodio, originalmente un templo gótico de tres naves y tres coros, bendecido en el año 1372 con la asistencia del emperador Carlos, perdió hace mucho su austera belleza de verticales que se cruzaban con horizontales y sufrió a lo largo de su larga historia una serie de dolorosas reformas. La peor herida se la infligió en el siglo XVII la reforma barroca, cuando añadieron a la iglesia dos poderosas torres que faltaban en los planos originales, y a principios del siglo siguiente les embutieron unas orondas coles que aniquilaron por completo el carácter masculino del edificio —que a partir de entonces serviría para una orden de benedictinos orantes croatas— y le dieron el aspecto de una robusta feriante que vaticinaba ruina a los monjes. A finales del siglo pasado los benedictinos de la orden de Beroun devolvieron a la iglesia su fisonomía gótica, pero era un gótico extraño para los checos, altoalemán, y el templo, ahora con torres puntiagudas pero recargadas y con un exageradamente alto frontón triangular, adquirió por su culpa la forma de una puerta fortificada de la ciudad o de un mercado cubierto. En febrero de 1945 la aviación aliada lo bombardeó —¿cómo pretender que los americanos sean capaces de distinguir una iglesia medieval de una fábrica de armas?— y su aspecto actual, de alguna manera provisional, con un frontón de vidrio y hormigón y dos agujas cruzadas y doradas en las puntas, es obra de la última reforma, efectuada en los años sesenta del siglo XX.

Gmünd hizo que un fotógrafo profesional documentara los interiores y se concentró sobre todo en las ventanas del presbiterio con jambas acanaladas, unas ventanas que, junto con las de otras iglesias de la Ciudad Nueva —San Esteban, San Apolinar y Santa María en Na Slupi— son una muestra de la cantería más sutil del Gótico florido. Nunca en la historia la utilidad se conjugó mejor con la ornamentación, ni esta concepción de la arquitectura ha sido superada.

En mis momentos libres de servicio, iba con el caballero al monasterio de los benedictinos eslavos. Siguiendo órdenes del comandante de policía, vigilaba al ingeniero Barnabáš doce horas al día, a las órdenes del capitán Junek, quien, como no confiaba en mí, nunca descansaba y vigilaba conmigo al arquitecto amenazado. Cumplía todos los servicios nocturnos, estaba mortalmente agotado y se movía como un fantasma, un fantasma con el dedo en el gatillo del revólver reglamentario. Si podía, evitaba ponerme delante de él y sólo contemplaba desde lejos la gran fe que tenía este voluntarioso policía en sus capacidades y lo disparatadamente que se comportaba. Lo sorprendí dos veces durmiendo en el automóvil de servicio en el terreno en obras de la calle Resslova. Si lo hubiera pillado Olejář, le habría dado puerta. Creo que sabía que Junek miraba su cargo con dientes largos. Un abandono así de las obligaciones le habría dado el oportuno pretexto para deshacerse de un subalterno demasiado ambicioso. Sólo que no lo pilló y los acontecimientos se desarrollaron de otra manera.

El miércoles por la mañana, una semana después del deshielo de diciembre, en la habitación azul sonó el teléfono. Una imperiosa voz masculina desconocida para mí me transmitió un recado del coronel Olejář: tenía que presentarme de inmediato en la calle Resslova. Barnabáš me esperaba junto al agujero y estaba solo, el capitán Junek se había metido durante la noche en alguna bronca y había terminado en el hospital con la cabeza destrozada. Olejář nos enviaría a alguien en una hora, y yo, debido a la cercanía del hotel, tenía que estar cuanto antes allí. Me acordé de la mañana en que me había despertado el timbre de la puerta del piso de la ingeniera Pendelmanová. Ya sabía que no había nada peor que una madrugada precipitada, una de aquellas que nos depara el frenético siglo XX.

En diez minutos estaba en la calle Resslova. Hacía mucho frío, muy poquitos grados sobre cero. Reinaban un silencio y una paz absolutos, y el viento, que durante tantos días había golpeado las ventanas del hotel, parecía haber amainado. La calle estaba cerrada en toda su longitud, una grúa móvil y una hormigonera, una laminadora y una máquina asfaltadora descansaban en silencio bajo las escaleras de la iglesia de San Venceslao. En medio del foso rellenado y recién asfaltado había un cono blanco y negro, un poco ladeado. Durante la última semana habían extraído del foso todos los hallazgos arqueológicos valiosos, incluidas las tumbas y las momias de los monjes; el camino hacia ellos estaba cerrado ahora por planchas de hierro y anchos carriles que creaban un enorme andamiaje subterráneo bañado de hormigón. A unos veinte metros de la baliza, en dirección a la plaza, había aparcado un Škoda blanco, sin marcas. Por la matrícula deduje que era un coche de la policía. No había nadie sentado al volante.

Esperé que de un momento a otro apareciera Barnabáš por la esquina, ya que tenía que estar esperándome. Los minutos pasaban, nada se movía en ninguna parte, ni papeles ni colillas en los bordillos, ni las últimas hojas de acacia arrastradas por el viento desde la plaza. Cruzaba la calle una vez y otra vez y miraba el reloj cada dos por tres.

Entonces, un sonido hizo que me detuviera; retumbó de repente, al principio débilmente, después cada vez más fuerte. Un tableteo regular, chapoteo de agua y el eco de ambos. Me volví, desorientado, imaginándome que otra inundación avanzaba por Ječná hacia el río. Pero el agua no fluía por ningún lado, ni había ninguna máquina de propulsión hidráulica.

Y sin embargo llegaba hasta mí un sonido bastante particular; la única imagen que era capaz de relacionar con esta percepción auditiva correspondía a alguna clase de mecanismo, una rueda de madera o algo así. Un engranaje propulsado por agua. ¿Un molino? Dos molinos. Sí, como mínimo dos.

¿De dónde podía venir? Sacudí la cabeza y me golpeé las orejas con las manos ateridas, convencido de que se trataba de una alucinación. ¿De dónde podían haber salido unas ruedas de molino en los alrededores de la iglesia de San Cirilo y Metodio? El molino más cercano que había habido allí estaba bajo la antigua torre de distribución de agua, en el lugar donde hoy en día se encuentra el edificio Mánes. Los ruinosos edificios del Renacimiento tuvieron que hacer sitio en los años veinte a la galería funcionalista, pero paradójicamente eso salvó la torre de piedra, que el arquitecto incorporó al moderno complejo. Dos molinos —como si los viera— unidos por un alto tejado de dos aguas que se extendía hacia la mitad de la torre de cincuenta metros…

El cono se movió. Pestañeé pensando que la vista me engañaba. Pero se veía con claridad; hasta entonces estaba inclinado hacia la derecha, y de pronto se había inclinado hacia la izquierda, él solo, sin auxilio del viento, pues de hecho no soplaba ni una leve brisa. Entonces dio media vuelta y volvió a la posición original.

Fui hasta él y me arrodillé en el asfalto recién extendido. Advertí que en la banda plastificada blanca había algo pintado: unos dibujos infantiles de tres demonios que saltaban con horcas en las manos. El cono se agitó; había algo debajo de él. Algo vivo. Para mirar debajo, me estiré sobre el asfalto. Lo sentí agradablemente cálido. Bajo el borde rojo no se veía nada. Estaba estirado en la calle desierta y por un fragmento de segundo se me antojó cerrar los ojos y echar una cabezada en medio de ese feliz y plácido silencio.

El cono volvió a dar media vuelta y de repente yo estaba mirando a alguien a los ojos. Pertenecían a una cara que se escondía bajo el ala de aquel sombrero de bufón.

Di un salto, cogí el cono con ambas manos y tiré hacia mí. Oí un gemido y el cono se me escabulló. Volví a agarrarlo, esta vez desde abajo, y tiré hacia arriba. En los momentos más absurdos nos asaltan las ideas más absurdas: me imaginé que era un viejo campesino arrancando una enorme remolacha. No fue tan difícil como en el cuento. El sombrero se deslizó y dejó al descubierto un extraño tubérculo.

Era Barnabáš, hundido en la calzada, cubierto de asfalto y en posición inclinada. Lo habían enterrado de pie, y, según parecía, vivo. La cara semejaba un tomate demasiado grande. Estaba demacrada, cubierta de quemaduras y costras negras y grises de cemento y alquitrán. El pobre estaba sin sentido y era evidente que agonizaba al borde de la asfixia. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos e inyectados en sangre. De los labios rotos fluían babas rosadas y palabras ininteligibles. Era una horrible remolacha parlante en un huerto negro que apestaba a alquitrán, rosas marchitas, naranjas podridas y carne quemada.

Recordé el transmisor que llevaba en el bolsillo de la gabardina. Lo saqué y lo encendí, pero no llegué a hablar. Los neumáticos del coche blanco que yo consideraba de policía, aullaron con ira. El animal mecánico emprendió el ataque. Comprendí que era una trampa que se dirigía directamente hacia mí y que en unos segundos me mataría, pero permanecí quieto, absolutamente paralizado, con una única e inútil idea en la cabeza: ya no conseguiría responder al irritado «¿Qué pasa?» que Olejář me había berreado desde el transmisor. Con gusto hubiese respondido con una sola palabra, y realmente habría sido una despedida efectiva.

La muerte, sin embargo, golpeó en otra parte. A un par de pasos de mí, el coche frenó bruscamente, patinó y cambió de dirección. Con las ruedas bloqueadas, se deslizó elegantemente sobre el asfalto fresco. Aunque no iba a velocidad de vértigo, su neumático derecho delantero golpeó la cabeza de Barnabáš con la eficacia de una guillotina. Se oyó un desagradable crujido y aquélla salió volando como disparada con un tirachinas. El coche no se detuvo, sino que por unos instantes siguió la cabeza que saltaba por Resslova y después tomó bruscamente por la calle Dittrichova. Se esfumó y yo ni siquiera había llegado a ver al conductor.

No me desmayé. No debía desmayarme. No me lo permití. Pero fui incapaz de callar. Me quedé despatarrado encima del transmisor, al lado mismo del muñón del cuello de Barnabáš, y con las manos apretadas sobre las orejas repetía nonononononono para ahogar el demente murmullo de las ruedas de los molinos derribados. Duró muchísimo tiempo.

Después todo cambió. La calle bullía de uniformes rojos entre los cuales se mezclaba un abrigo gris. Embutido en él iba un hombre calvo que avanzaba directamente hacia a mí. Tenía metidos dos pañuelos blancos en los oídos y mientras caminaba gritaba, algo alterado, o al menos eso parecía, porque la lengua vibraba con rabia en los labios. Yo no oía nada, estaba tan sordo como él. Quería sacar las manos de los bolsillos, pero entonces me di cuenta que las tenía pegadas a las orejas con todas mis fuerzas. Las aparté y el castañeteo se detuvo de repente. Oí la voz de Olejář pronunciando en ese momento el nombre de Junek.

—Junek está en el hospital —dije—. Por la noche se metió en alguna pelea.

—Usted está loco —gruñó el coronel—. ¿No oye lo que le digo? ¿Quién le ha hecho creer que está en un hospital? Se encuentra en la sala de estar de la casa de Barnabáš, en medio de un charco de sangre. Junto al cadáver hay un cuchillo: un fino puñal antiguo. Le entró por una oreja y le salió por la otra.

Sentí lástima, pero no por Junek, sino por mí mismo. Estaba seguro de que cargarían su muerte a mi ya abultado historial. Me despedí de la confianza recientemente recuperada. Ni siquiera conseguí recordar más de la mitad de la matrícula del Škoda blanco, aunque había llegado a verla. Habría bastado una verificación telefónica rápida para comprobar que la policía no usaba automóviles con números de esa serie. Otro de mis errores fatales.

† † †

Por la tarde apareció en escena el forense Trug, como siempre cuando se le necesitaba para algún trabajo delicado y especialmente execrable. La cabeza de Barnabáš había rodado por Resslova hasta el muelle, donde un pilar de la Casa Danzante la había enviado de una patada como una pelota de fútbol a la portería, en este caso la barandilla de la acera que discurría junto al río. Se empotró en la malla de flores de hierro entrelazadas. Para sacarla, Trug, tuvo que cortarla con un serrucho quirúrgico. Aún hoy se puede ver el orificio redondo en la barandilla.

Cuando por la noche volví a quedarme solo en la calle cerrada, recordé la grúa móvil que por la mañana estaba en la iglesia de San Venceslao. Iba montada sobre un Tatra naranja, de un modelo que hacía tiempo habían reemplazado vehículos de trabajo más nuevos y eficientes. ¿Para qué necesitaban los constructores de carreteras una grúa? Corrí hasta la iglesia y volví a mirar la hormigonera, la laminadora y la máquina de asfaltar. La grúa había desaparecido. Estaba seguro que era la máquina con cuya ayuda el maníaco asesino había subido las piernas del ingeniero Řehoř a los postes del Centro de Congresos y había bajado la corona real de la punta de la torre de San Esteban para insertar en ella al joven vándalo. Ni se me ocurrió hablarle de eso a Olejář.

Cuando volví al hotel Bouvines ya era de noche. Pensaba en lo que el coronel me había dicho antes de irse del lugar del crimen. Fue a buscarme al muelle. Tenía el oído derecho lleno de su porquería: también a él parecía como si hubieran intentado asfaltarlo. Éstas fueron sus palabras: «¿Qué hay más miserable que un guardaespaldas que no vigila a su cliente? Un guardaespaldas que no vigila a dos clientes. El diablo le ha traído a la policía. Quizá realmente no lo sabe, quizá cierra los ojos o juega con nosotros a un juego desleal, pero realmente parece que todos estos asesinatos se cometan en honor de una única persona, aunque aún no tengo ninguna explicación sensata. ¿Quiere saber quién creo que es? ¿No lo sabe ya? Veo que ya a empieza a entenderlo. El mencionado es el policía más inútil del mundo: usted mismo».