No sabemos de lo que nos espera
sino que de una generación a otra
vuelven siempre las mismas cosas.
Aprendemos poco de las vidas ajenas.
T. S. Eliot
Estaba en el atrio de la iglesia, apoyado en el marco de la puerta, ni fuera ni dentro, fumando. Antes de que yo entrara, me abrió la puerta y arrojó el puro a la nieve. Tuve la sensación de que se mostraba insultantemente contrito.
—Me alegra que ayer no se dejara acobardar y hoy haya venido de nuevo —dijo cuando entramos en la iglesia de Carlos y cerró la puerta tras de sí—. Discúlpeme, una pérdida de dominio como ésa es vergonzosa y tiene derecho a regañarme.
—No aspiro a un derecho así, pero he de decir que daba usted algo de miedo. —Echamos a andar despacio por la nave octogonal; no podíamos sentarnos, hacía demasiado frío.
—Me avergüenzo sobre todo por usted. Como ya debe de saber, soy una persona arrogante y me enorgullezco de saber convencer a la gente con recursos que no tiene nada que ver con la violencia ni las amenazas. Esta vez, sin embargo, se trataba de algo de la mayor importancia y no sé qué daría para conseguirlo. Pero usted me rechazó.
—Por poco me estrangula. ¿De qué le serviría muerto?
—No vuelva a recordármelo, sea tan amable. Y perdóneme. Créame que lo siento más que usted.
—Le habría perdonado ayer mismo, pero por lo que se ve no ha vuelto a casa en toda la noche. Quiero decir al hotel.
—Como acostumbramos, Raymond y yo hemos estado sobre el terreno. ¿Parezco cansado? ¿Sabe que es por su culpa? Nos permitió actuar, y las cosas han vuelto a ir algo más allá.
—¿A qué se refiere?
—¿Recuerda lo que me dijo ayer ahí, en la columna?
—Sólo vagamente. ¿Así que de verdad lo aprovechó de alguna manera? Eran tonterías, no sé ni lo que dije.
—Quizás en eso tenga razón; no sabe lo importante que es para nosotros.
—De repente habla en plural, como la última vez. ¿Se refiere a usted y a Prunslík?
—Sí, básicamente a nosotros dos. Y seguramente a alguien más, pero eso se lo explicaré en otra ocasión.
—¿Cómo puede saber que no me lo inventé? Quizás intuí que de su desacostumbrado interés por la historia de este lugar podía sacar algo. Dinero o algo así.
—¿O un techo sobre su cabeza?
—Sí, puesto que le estoy tan agradecido, ¿por qué no pagarle delirando sobre el pasado de las iglesias de la Ciudad Nueva? Un poco traído por los pelos, ya lo sé. Pero una vez en San Esteban me miró de manera similar a como lo hizo ayer, y otra, cuando en la iglesia de Na Slupi me quedé abatido y empecé a divagar, Prunslík se olvidó de sus bromas y tomó nota de cada uno de mis desvaríos.
—Admito que podría tener razones para engañarme, pero le conozco y sé que no es ningún estafador.
—De verdad, no tengo ni idea de cómo le he convencido de ello.
—Aún no tiene demasiada idea de nada, pero no se preocupe por ello, tenga paciencia. Y respecto a la verosimilitud… ¿no se le ha ocurrido que tengo la posibilidad de comprobarlo? Todo no, pero en parte.
—¿Así que conoce a otra persona como yo? ¿Alguien con la misma afección?
—Yo diría más bien talento, pero como quiera. Vivimos en la era de la información. La probada tiene diez veces más valor que la no probada, hasta ignorantes como los periodistas lo saben.
—¿Y quién es esa segunda fuente? ¿Conozco a esa persona? ¿Dónde la tiene? ¿En la bodega? ¿En una torre de piedra?
—Me desconsuela, Květoslav, que esté resentido. Creía que acababa de convencerlo de que no soy un hombre violento. ¿Tengo que disculparme una vez más?
—De ningún modo. Pero no se sorprenda de que sea prudente. Quiere información de mí, ¿y yo no puedo pedirla? Dice que no es un hombre violento, ¿quién es entonces?
—Digamos que un sirviente.
—¡A mí no me toma el pelo! Posee una gran autoridad, quizá cierto poder, se gana a la gente y, a veces, estoy convencido, no renuncia a métodos poco honestos. No se enfade, pero tengo la fuerte sospecha de que ya hace mucho que soborna a los funcionarios del Ayuntamiento y quizá también a la policía. Me resulta desagradable, pero tenía que decirlo.
—No pasa nada. Tiene razón, he comprado a un par de personas. Son unos débiles, porque a los fuertes no se los puede sobornar. A ésos hay que engañarlos.
—Aprecio su sinceridad. También yo seré sincero ahora: me ha decepcionado.
—¿Qué, se hizo ilusiones respecto a nosotros?
—Se sorprenderá, pero sí. No respecto a Prunslík, ése es un chiflado, quizás un loco peligroso, pero hasta ayer yo tenía otra opinión de usted.
—Lo siento —dijo encogiéndose de hombros. Después sonrió con malicia y continuó—. Entiendo que quiera saber lo máximo posible sobre mí, principalmente ahora que han vuelto a aceptarlo en la policía. Ha de saber con quién tiene el honor de tratar. Pero, como digo, yo sólo soy un sirviente, y eso tendrá que bastarle por el momento.
—¿Sirviente de quién?
Se puso serio.
—Entiendo su indignación y aprecio su idealismo, pero intente entender que yo también tengo un ideal concreto, también los pecadores lo tienen. Evidentemente, se trata de un ideal inalcanzable, pero como puede convencerse con sus propios ojos, oídos… y quizá también llegue a sentir, lo hago todo para al menos acercarme a él.
—Así que es un fanático.
—No considero un agravio esa palabra.
—El fanatismo es mortalmente peligroso.
—¿Está seguro de saber distinguirlo con seguridad? Por otra parte, estoy completamente de acuerdo con usted: el fanatismo es realmente peligroso y hay que protegerse de él a cualquier precio, cueste lo que cueste. Pero cuidado: también la defensa puede adquirir fácilmente el semblante del fanatismo. ¿Sigue siendo justa entonces? Yo creo que sí.
—Sin duda quiere decir con eso que su conducta es una defensa fanática de ciertos valores.
—Se puede interpretar así. Pero creo que una persona como Olejář lo juzgaría de otra manera.
—Si lo entiendo bien, de nuevo el fin justifica los medios. ¿Realmente piensa que unos objetivos elevados justifican la vileza?
—Si no lo creyera, ¿por qué iba a dedicarme a esta actividad? Desde mi punto de vista se trata de una defensa, pero a una persona que resulta perjudicada mi acción quizá le parezca una vileza. No nos pondremos de acuerdo. No soy un demócrata para tener que ponerme de acuerdo con todo el mundo.
—¿No es un demócrata? Mejor que no lo diga en voz alta.
—¿Por qué? ¿Ya no se lleva?
—¿Y qué es?
—Como ya le he dicho, un sirviente. Aunque a sus ojos, Květoslav, me muestro de modo un poco más romántico: como un extranjero enigmático.
—Lo admito. Pero empiezo a tener la desagradable sensación de que esta ilusión se está esfumando poco a poco. Un enigmático extranjero, como una novela de terror de quiosco. Y sus Siete Iglesias también. ¿Qué es?
—Diga «Siete Iglesias» y significará cien cosas diferentes.
—¿Y cuál es la primera de las cien?
—Un estado de pensamiento.
—No me esperaba de usted un tópico como ése.
—Es el tópico más adecuado.
—¿Y yo tengo que alcanzar ese estado de pensamiento?
—Sí, así de sencillo.
—¿Tengo que dejar de prestar atención a mi sentido común y pasarme a su bando?
Se rió.
—Su propio sentido común lo llevará hasta él: el sentido común y el sentimiento, de hecho. Ya verá. Realmente… ya está un poco de nuestro lado.
—Además, usted sabe de mí cosas que yo ignoro. ¿Y si se equivoca?
—No me equivoco.
—¿Y si lo defraudo?
—¿Quiere defraudarme?
—¿Cómo podría quererlo? Pero ¿y si no queda más remedio? Estoy en deuda con usted, señor caballero, y sin embargo puede llegar un momento en que mi propia conciencia se vuelva por su cuenta contra usted y sus sospechosos proyectos. No tengo ganas de que pase, pero estoy seguro de que pasará.
—Yo también. Será un choque interesante.
—¿Y peligroso?
—Supongo. ¿No le atrae el peligro?
—Para nada. No soy un aventurero.
—¿Así que no subirá conmigo?
—¿Subir adónde?
—Quiero subir con usted a un lugar que está entre el cielo y la tierra. Al desván de la cúpula.
—Ni loco. ¿Qué iba a hacer ahí?
—Lo mismo que hizo ayer aquí. Miraría… a donde mira a menudo. Y yo lo escucharía.
—No. Ya tengo bastante. Me sienta fatal. Además, me horrorizan las alturas.
—¿De verdad? Y aquella vez que corrió a la torre de San Apolinar, ¿no tuvo miedo?
—¿Cómo lo sabe?
—¿Que cómo lo sé? Por Olejář.
—¿Y no estaba casualmente usted allí? ¿O Prunslík?
—Cambiemos de tema. Ha preguntado por las Siete Iglesias. Me alegro de que despierte su curiosidad, es una buena señal. ¿Qué quiere saber de eso?
—Son siete iglesias góticas, ¿no?
—Sí, se podría simplificar de ese modo.
—Las principales son Carlos y Esteban, ¿verdad?
—¿Las principales? No diría eso. Son simplemente dos de las siete.
—¿Y las demás? Apolinar y Emaús, la Virgen María de Na Slupi y… Catalina.
—Muy correcto.
—¡Pero de Catalina sólo quedó la torre! La iglesia no tiene nada en común con el gótico.
—Es horrorosa, ¿eh?
—No rehúya la respuesta… ¿Cuenta la torre como una iglesia entera?
—¿Le importa?
—Claro que me importa, ese edificio ya no cumple su objetivo.
—¿Y no se puede arreglar? Si usted mismo sabe en qué estado se encontraban el siglo pasado la Virgen María de Na Slupi, San Apolinar e incluso estos muros que nos rodean. ¿Y Santa María de las Nieves? ¡Si era una ruina parecida a la que es hoy el antiguo monasterio de Sázava! De la iglesia se conservó un extraordinario presbiterio, bastó con ergotizar con sensibilidad. Si dependiera de mí y esta iglesia cayera en mi coto, levantaría también la nave principal y, por supuesto, no ahorraría a la ciudad las hermosas torres góticas.
—Querrá decir neogóticas.
—Venga… La catedral del castillo es parcialmente nueva, pero ¿a quién le importa? Arras y Parléř lo quisieron así, y no importa que no acabaran de construirla nuestros tatarabuelos sino nuestros abuelos. Lo importante es apreciar el aspecto original, el proyecto primitivo. Si no queremos menospreciar la obra de nuestros antepasados, si no queremos reírnos con soberbia de su tiempo, sin el que el nuestro no existiría, tenemos que supeditarnos a su gusto, inclinarnos ante ellos y salir al paso de sus deseos. Tenemos que volver atrás, dar media vuelta. De otra manera, pereceremos.
—No se enfade, pero me parece exagerado asegurar que vamos a perecer sólo porque nuestro gusto cambiante ha reformado las iglesias góticas.
—¿A usted le parece exagerado? Empezó en el Renacimiento, cuando muchos atrevidos pusieron las manos, antes devotamente juntas, a modo de prismáticos y las colocaron ante su mirada insolente que, traviesa, en lugar de dirigirse al cielo se dirigió hacia delante. ¿Qué otra cosa podían ver sino a su prójimo, tal como Dios lo creó? Sus horribles edificios, por lo tanto, no son más que pocilgas sobredimensionadas para petimetres engalanados que tienen curiosidad, sobre todo, por saber cómo es el otro debajo de la ropa. Qué asco. Así veo el mundo actual. El Barroco sin duda volvió a mirar de reojo las sotanas que tenían que ocultar más que destacar, pero el engreimiento arraigó en la gente, y los peores eran los arquitectos. En las delgadas torres góticas embutieron cebollas y amapolas, símbolo de sus cabezas huecas, se inventaron ventanas de formas antojadizas y las abrieron en antiquísimos muros sagrados. ¡No tenían derecho! Para el ejemplo más repugnante no debo ir muy lejos, basta con mirar ahí, esas ventanas en forma de casulla que parecen heridas supurantes en un cuerpo enfermo. O el plano de los edificios barrocos: ¡cuanto más absurdo, más admirado! El cuadrado, el círculo, el rectángulo y el octógono ya no bastaban, tenían que venirnos con elipses, estrellas y ángulos abominablemente redondeados. ¡No conozco peores chapuceros que Erlach y los Dienzenhofer! ¡Pura farándula!
—Sobre eso no tenemos que pelearnos, mi gusto concuerda enteramente con el suyo. Pero ¿y la séptima iglesia? ¿Cuál es? ¿San Martín? ¿San Enrique? ¿San Pedro?
—¿No lo sabe?
—¿Cómo iba a saberlo? Se ha referido varias veces a las Siete Iglesias, voy con usted de una a otra y escucho cómo hará que las reformen, pero siempre cuento sólo seis.
—Será mejor, Květoslav, si usted llega solo a la solución. No dudo que lo conseguirá, al fin y al cabo es un historiador.
—Pero no acabé la carrera.
—Aún mejor para llegar a la verdad.
—Deme una pista…
—¿Acaso es un perro?
—No sé lo que soy. Historiador, difícil, policía tampoco.
—Un perro necesita un amo.
—Supongo que yo también. Pero ¿dónde he de buscarlo?
—¿Quiere buscarlo a cuatro patas? Está dentro de una iglesia. Su Señor está aquí.
—¿Dónde? ¿Dónde está?
—Quería una pista…, aquí está. ¿Conoce la obra de Vincenc Morstadt? El castillo de Praga y su foso de los ciervos, el puente de las cadenas, la vista de Malá Strana…
—¿Quién no lo conocería?
—¿Y la pintura de Morstadt de la iglesia de San Esteban?
—Espere… Sí, algo recuerdo, aunque sólo vagamente. Es una visión posterior, ¿no? Del presbiterio.
—Correcto, el pintor miraba desde el sureste y, a mi juicio, éste es su mejor trabajo. No era un artista de estilo europeo, pero el valor documental de sus cuadros es inapreciable. Mientras que el resto de temas no pasan de ser imágenes postales, lo que en sí no tiene nada de profundo (hablo de su Ayuntamiento de la Ciudad Vieja, la Puerta de la Pólvora, la iglesia de San Vito o el puente de Carlos), su mirada poco habitual a San Esteban esconde en sí algo de impreciso, apenas explicable, un misterio, quizás incluso un secreto. San Esteban no es lo más destacado; en primer plano, en el lado derecho de la escena, está la rotonda de San Longino, más a la izquierda el campanario de cuatro esquinas y, todavía más, la capilla de Todos los Santos. Delante vemos una viga horizontal en la que hay apoyadas tres tablas, una especie de rampa. ¿Qué hace en el cuadro? No tengo ni idea, pero sin duda añade a la escena una dimensión privada, incluso íntima, como si contemplara el patio de una casa familiar: en cualquier momento aparecerá en la escena el padre y empezará a fabricar algo con las tablas.
—Esa obra realmente podría considerarse un cuadro hogareño.
—El efecto lo producen cuatro figuras: una madre con su niño en la hierba, delante de la rotonda, y un hombre con sombrero y algo más allá, cerca de la capilla, una mujer. Tras las cuatro figuras del prado se intuye un cementerio; eso en Morstadt no significa gran cosa, porque se trataba de uno de sus motivos predilectos. Pero el verdor tras el presbiterio de San Esteban es completamente diferente: aunque la localidad estuviera dentro de las murallas de la Ciudad Nueva, en la creación de Morstadt la periferia tiene rasgos definidos, y también su magia. También subraya el virtuosismo del pintor su manera de situar los edificios en el cuadro: por la perspectiva y disposición del terreno, la imagen desciende del ángulo superior izquierdo al inferior derecho, lo que produce una gran sensación de profundidad. En el ángulo inferior derecho aparece aún un quinto edificio: está en la lejanía y es el más pequeño, pero no hay duda de que su torre se eleva a las alturas. Al lado de la iglesia de San Longino aparece un camino fangoso, justo hacia el noroeste. Y este edificio es…, ¿qué cree?
—El camino lleva hacia el noroeste, la torre es muy alta. Sólo se me ocurre el Ayuntamiento, en la plaza del Ganado.
—¡Correcto!
—Pero yo busco una iglesia.
—No se precipite, Květoslav, de otra manera mi discurso no le servirá de nada. Por otra parte, aún no he acabado de hablar, todavía no me he referido a lo que en el cuadro de Morstadt considero lo más hermoso. No es el arte gracias al cual documentó el estado de los edificios concretos en un momento determinado, sino la realidad que rechazó en su pintura: el entorno de los edificios sagrados. El prado verde, el caminito, las vallas de madera de los jardines, un par de edificios bajos. Bajos, ¿lo entiende? Y de aquí se alzan cuatro fabulosos edificios: una capilla, una rotonda, un campanario, y el más alto, un templo. Se ven desde una distancia inmensa, son inevitables, bellísimos. La gente a su alrededor, o la que emprende el camino hacia ellos, no puede ser mala, porque el poder de tanta belleza es capaz de vencer todo mal, créame. Porque, ¿qué puede ser más fantástico que una iglesia que crece en la hierba, la piedra que brota de la tierra, a la que pertenece desde siempre? La iglesia del Espíritu Santo en la Ciudad Vieja tuvo suerte y su alfombra verde fue respetada; pero no fue tan afortunada la torre que el disipado barroco desfiguró con un turbante sarraceno. Sólo la arquitectura de la Edad Media es grande, Květoslav, sólo la arquitectura gótica es moral. La moral de la gente y la moral de los edificios son vasos comunicantes. Si queremos mantener la vida en la Tierra jamás volvamos a permitir que a un templo le haga sombra una casucha mundana, como les pasó a varios santuarios, como San Martín, San Pedro, San Enrique y otros. La ciudad que permite que un banco, un edificio de apartamentos o un bloque de oficinas crezcan demasiado y ensombrezcan una iglesia no se merece nada más que malvivir bajo la tutela de especuladores, conserjes y ratas de oficina. ¡Está prohibido construir alrededor de santuarios, está prohibido jugar a ser dioses y superar en altura sus torres!
—No está prohibido.
—¡Pues lo prohíbo yo! Si Dios quiere, me esforzaré en que una nueva arquitectura devuelva al templo de San Esteban el antiquísimo privilegio que le otorgó su fundador: el de reinar junto con el resto de iglesias en la parte alta de la Ciudad Nueva de Praga.
—¿Y ésta era su pista? La iglesia de San Esteban ya la he acertado.
—No sea infantil, sabe muy bien que no se trata de ninguna adivinanza. Piense sobre lo que le he dicho y verá que enseguida llega usted solo a la séptima iglesia. Ahora tengo que irme, así que le pregunto por última vez: ¿no sube conmigo al desván?
—Lo lamento, no iré.
—¿Le doy miedo?
—Usted… y yo mismo.
—¿Y no le puede la curiosidad?
—No quiero saber qué se esconde ahí. Por favor, sea amable y no intente convencerme.
—¿Le aterra la posibilidad de enterarse ahí dentro de algo sobre sí mismo? Quizá le ayudara. Se encontraría a sí mismo, Květoslav. ¿No es hora ya?
—Eso es justamente lo que temo. Es una cobardía pero sé que nunca lo superaré.
—Una pena. Pues nos veremos pronto.
Y se fue.