Capítulo 19

¡Llevaos el reloj!

El tiempo late en mi corazón.

K. Kraus

Yo era un modelo de inmovilidad. Estaba quieta en mi lugar y describía en él mi salto inmóvil; con el cuerpo partía el aire y lanzaba mi terror mudo sobre los más pequeños. Sabían que no les haría daño, pues no podía alejarme del sitio que me había sido asignado, y sin embargo se escondían llorando en las faldas de sus madres. Constituía mi modesto entretenimiento. Al cabo de los años me llegó el castigo: unos asesinos con sombreros de hierro y chalecos cosidos a partir de casullas me arrojaron a las profundidades y me hicieron trizas, me convirtieron en munición para sus hondas decoradas con el cáliz rojo sobre un campo negro, estandartes de brutos fratricidas. Me temían mucho, y no sólo a mí sino también a mis hermanas, por eso nos destruyeron. Su fe era falsa. Lo único que quedó de mí es el relato, y sólo lo oyen los capaces y dispuestos a escuchar.

Era parte de un sistema de apoyo, cumplía la función más importante: desviaba agua del tejado. Si no hubiera estado yo, el techo se habría agrietado y la iglesia inundado.

Fluía por mi espalda, manaba hacia delante. De esa manera extraña corría a través de mí, que estaba orgullosa. Yo escupía más lejos que mis hermanas de piedra y era la más monstruosa.

Mi cuerpo se inclinaba, la altura me daba vértigo, así que prefería mirar al frente. También me infundía miedo levantar la vista; no soy de las que lo merecen. Pero mis ojos sí que eran capaces de ello y, quien os asegure que no, es un completo mentiroso. La alta punta se alzaba sobre mí y aún había otras dos más pequeñas a los lados; las tres le recordaban la ciudad dónde había que mirar.

Yo me ocupaba del agua del tejado central, de sus muros nororientales. Un canal empotrado en la cornisa, por encima de la mampostería amarilla, la dirigía hacia mí. A menudo me llegaban un par de gotas de la parte suroeste; no las rechazaba y, trazando un gracioso arco, las arrojaba fuera de mí, según exige la costumbre francesa.

Por mucho que lo intenté, nunca conseguí verme a mí misma. Mejor, no era ninguna belleza. Por la pinta de las dos más cercanas de mis siete hermanas adivinaba el lomo dentado de dragón y el cuerpo alargado con garras atrofiadas plegadas sobre el pecho y la cola enrollada formando un diabólico seis. Pero distinguía un par de cuernos largos y retorcidos que apuntaban hacia delante sobre el alargado hocico del que sobresalían los colmillos.

Aquella mañana caía una lluvia de color de plata. El agua estaba helada, enfriaba la garganta y el paladar, tenía la boca llena de ella y la vomitaba sin parar. Las nubes estaban altas, y veía caer los solitarios hilos de agua hasta muy lejos. Pero resultaba difícil oír; en la buhardilla, detrás de mí, desde el canto del gallo sonaban martillos y golpes de cincel. Debajo de mí un artesano arrodillado en la hierba pulía una pesada piedra tallada, una de las miles para el nuevo monasterio que se levantaba tras la iglesia. A causa del trabajo el hombre había olvidado el mundo, pero Dios castigó a otros. Sucedió como sigue:

En Větrník, donde más allá de los jardines del paraíso debía posar mis curiosos ojos, volvía a haber obras. Allí seguía habiendo una iglesia, pero a diferencia de la nuestra hacía mucho que le faltaba el tejado. Ya estaba casi acabada, los brazos de dos grúas, una grande y la otra pequeña, sólo se detenían del atardecer al amanecer y los domingos.

Ese jueves se detuvo, sin embargo, justo después de que en el solar en obras empezaran a pulular los artesanos. Como caído del cielo, al lado de la iglesia apareció un caballo marrón y sobre él un heraldo con un estandarte claro. Se apoyó en los estribos, y alzó la mano en un gesto exagerado. Su voz no me llegó, pero no había acabado de hablar cuando a su alrededor estalló el jaleo. Albañiles, picapedreros y techadores corrían de un lado a otro, algunos se ponían una muda limpia, otros corrían a lavarse en un barreño traído del Botic. No les dio tiempo. El heraldo bajó ágilmente del caballo, hincó una rodilla en el suelo e inclinó la cabeza. En aquel momento, del revoque amarillo del presbiterio se separó la sombra oscura del jinete, que rodeó la iglesia desde el suroeste, sin más, emergió de detrás de la iglesia y pasó tres columnas del techo semicubierto. Su figura era alta, pero desagradablemente encorvada. De los hombros le pendía un gabán de viaje verde oscuro, que por el brillo opaco debía de ser de terciopelo, y en la cabeza llevaba una amplia corona de piel de zorro plateado. Su cabello era más gris que castaño. No se fijó en los artesanos, que esquivaban de mala gana su caballo alto y lento y después caían pálidos, como fulminados, sobre la hierba húmeda. Miraba hacia arriba con evidente dolor: tenía el cuerpo torcido hacia un lado. Ante su caballo se arrodilló una persona que yo conocía; el capataz de los nuestros y del taller de construcción, un hombrecito rechoncho, y vestido de negro, con la gorra del mismo color entre las manos juntas. Estaba diciéndole algo al jinete, perturbado, y parecía compungido. El señor hizo un gesto con la mano, una especie de señal benevolente. El capataz, cayó de bruces.

De repente un tumulto de caballeros abigarradamente vestidos rodeó al corcovado y le perdí momentáneamente de vista. En medio de ellos surgió luego la cabeza del caballo, a continuación la corona de piel de zorro y finalmente el rostro encolerizado. El jinete se dirigió directamente hacia mí… justo a nuestra iglesia. Nadie se atrevió a seguirlo.

Mientras en San Apolinar se estaba formando una caravana integrada por dos hileras de caballos, unos montados y otros transportando carga, así como por palanquines rojos, azules y blancos y carros de cuatro, seis y ocho ruedas, grandes y llenos, el jinete puso su caballo a un trote moderado y, a pesar de las miradas de asombro de la multitud situada frente a la iglesia, cruzó despreocupadamente el huerto y la viña por el sendero, cuya pendiente caía abruptamente, como cortado a pico, hacia el nuevo monasterio servita de Na Slupi, que a menudo enaltecían los carpinteros. Tiró de las riendas e inclinó la cabeza como si aguzara el oído. El viento debía de haber llevado hacia él el batido regular procedente de nuestro templo. Pareció hechizado. Puso a su caballo al galope.

El picapedrero, que desde la madrugada se afanaba justo debajo de mí, no se dio cuenta de nada. El jinete se acercó a él por la espalda, con una sonrisa en la cara marcada miró por encima de su hombro y, despacio, con un movimiento estudiado pero cuidadoso, sacó los pies de los estribos y se apeó. Dio un par de pasitos y advertí que cojeaba. Si el caballo no hubiera relinchado, el picapedrero no se habría percatado de su presencia. Levantó los ojos y se dio un mazazo directamente en el pulgar. De la multitud que seguía la escena desde la otra colina se elevó un rumor. El hombre encorvado sonreía entretenido. De pronto volvió a oír los sonidos procedentes de la iglesia, vaciló por un instante y, antes de cruzar el portal, se quitó de la cabeza la corona de piel de zorro plateado.

No sé qué pasó dentro. El golpeteo cesó y el jorobado salió a toda prisa sin la corona y con la cara roja, como si se hubiera olvidado por completo de su cojera. Se encaramó a la silla como un joven, pero cuando quiso enderezarse en ella se le demudó el rostro, y se quedó doblado. Aguijó al animal con sus espuelas de oro y se fue a la viña. Bajó la cuesta trotando, como fuera de sí. La caballería que permanecía junto a San Apolinar se esparció como un enjambre de avispas y se precipitó al encuentro del jinete. Al mismo tiempo, los carros y palanquines empezaron a moverse en dirección a la nueva calle que sube suavemente desde la casa capitular.

En la grúa, que estaba a unos veinte metros de la iglesia, colgaron al día siguiente a cierto noble y, con él, a dos picapedreros. Trabajaban en nuestra iglesia. El artesano, debajo de mí, se permitió una pausa y, con las manos juntas, miró el triste espectáculo. Una vez finalizado, suspiró en voz alta y yo, en el pesado silencio, oí bien sus palabras: «Desgraciado señor el que castiga a quienes más fieles le son».

† † †

—¡Más!

Se inclinaba sobre mí y me sujetaba los hombros con sus garras de oso. Estaba temblando, respiraba deprisa y entrecortadamente y una mueca de indecible angustia deformaba sus labios. Estaba fuera de sí de la rabia, incluso temí que me aplastara o me arrojara al suelo. Lo que más miedo infundía eran sus ojos: al contrario que su cuerpo vigoroso y crispado, vibrante a causa de la exaltación, eran fríos, y pétreos, dos jades aterradores, dos guijarros verdes para la honda del mal.

—¡Hable! Tiene que acabar. Ha dicho que ahí había un techo, ¡ya entonces lo había! ¿Qué hacía ahí esa gente y por qué tuvo que pagar por ello? ¿Quién era ese noble?

—¿Qué quiere de mí? ¿De quién quiere que hable?

—¿No se acuerda? La inacabada iglesia de Carlos, inacabada, enfrente de Apolinar, y el hombre a caballo…, la misma mano de Dios.

—Me ha dado un ataque…, me siento fatal, déjeme en paz. No sé nada, no entiendo qué pretende escuchar.

—¡No es posible! ¡Miente! —gruñó Gmünd—. Usted sabe muy bien por qué lo hizo ejecutar, y yo sólo tengo una ligera idea. ¡Qué infamia! Justo a él. El error me mata de dolor… El mundo no ha visto peor malentendido.

—Si deliraba, perdóneme. Caigo en estos estados desde que era un niño. Por favor, déjeme.

—No sabe nada más —soltó alguien detrás de él. Prunslík. Gmünd me soltó. Despacio me enderecé y me acaricié la pechera de la gabardina arrugada. El gigante se alejó un paso, pero no apartó de mí sus mortales ojos. Al cabo de unos instantes, se encogió de hombros y dijo:

—Discúlpeme. Su relato me ha entusiasmado tanto que me he dejado llevar. Me deja atónito que sepa lo de las gárgolas.

—¿Cómo?

—Las gárgolas de la iglesia de Carlos. Hace mucho tiempo que no están ahí, desde que las destruyeron las hordas utraquistas. Los guerreros eran supersticiosos y temían a los fantasmas de las alturas. Las convirtieron en munición. Bastaba acertar a un dragón, un demonio, un animal fantástico o un pecador, el resto del trabajo lo hacía por ellos la distancia que había hasta el suelo. La piedra se esparció en pedazos que después los valientes husitas enterraron en cinco lugares diferentes para que el despeñado rival no se vengara de ellos.

—No sé nada de esto. Me voy a casa, no me encuentro bien.

—¡Espere! ¡Espere! Venga arriba, entre con nosotros en la buhardilla y ahí seguro que volverá a acordarse. Le recompensaré, no se arrepentirá.

—Dudo que pueda decirle nada. Estoy agotado. Me gustaría acompañarlo, pero no me pida que me arrastre con usted bajo el techo de la iglesia. Me aterran las alturas y respeto las prohibiciones. Además… ¿cómo es posible que no haya con nosotros nadie de la policía?

Me colé bajo sus manos, corrí hasta la salida y me apoyé contra la pesada puerta. Antes de que se cerrara con estrépito detrás de mí, oí la voz de Gmünd ordenándome que al día siguiente me pasara a la misma hora. Habría preferido negarme, pero la cama que en ese momento tanto ansiaba se encontraba en la habitación azul del hotel Bouvines, donde me hospedaba mi extraño benefactor.

† † †

El agujero en la calle Resslova, una herida abierta en el cuerpo de la ciudad, que se quejaba al cielo encapotado, empezó a llamar la atención. Quien pasaba por allí, no podía evitar al menos echar un vistazo o arrojar una corona para ver cuánto tardaba en llegar al fondo. Los conductores querían saber hasta cuándo estaría restringido el tráfico más abajo de la plaza de Carlos. Quien se arrastraba por debajo del primer cerco de barreras y se atrevía hasta el segundo, percibía un fuerte hedor agridulce que subía del cráter y lo impregnaba todo alrededor de éste. En el frío foso negro la fruta se pudría despacio, el proceso de descomposición tardó varios días en desencadenarse. El olor del agujero era embriagador: mangos, naranjas, limones y melocotones putrefactos mezclados con lirios, fresias y ciclámenes hacían pasar a los transeúntes unos momentos desagradables.

Todos los intentos de sacar el Avia fracasaron, pues aumentaba el peligro de otros derrumbamientos subterráneos. Un día después del accidente se realizó bajo la carretera una prospección geológica y arqueológica que reveló que, entre la antigua iglesia de San Carlos Borromeo y los adyacentes monasterio e iglesia de San Venceslao se extendían unos huecos inmensos que se prolongaban a lo largo de la plaza hasta los terrenos del monasterio de Emaús. En los periódicos de la tarde, que intuían el escándalo y empezaban a ocuparse sistemáticamente del caso, leí que la Edad Moderna no tenía ni idea de esas cuevas, quizás antiquísimas, convertidas en bodegas durante la Edad Media. Después del cierre general de iglesias y conventos en la época del emperador José, cayeron en el olvido.

Pasó una semana y el agujero seguía lanzando sobre los praguenses sus asquerosos efluvios. Los espeleólogos bajaron con cuerdas a sus profundidades y las noticias con que volvieron acerca del subsuelo aturdieron al público y a sus representantes legalmente elegidos. Bajo las tres iglesias mencionadas descubrieron una cripta de doscientos metros de largo, unos treinta de ancho, una altura equivalente a varios pisos y con sus buenos trescientos calabozos tapiados. Los exploradores no pudieron constatar qué escondían aquellas celdas sumidas en la oscuridad eterna, pero los historiadores, junto con los arqueólogos, convinieron en la hipótesis de una extensa necrópolis subterránea y un excepcional osario, usado por los monjes del monasterio de los cruzados de San Pedro y San Pablo y del monasterio de los benedictinos eslavos. Los especialistas exigían una inspección minuciosa del foso, porque, según creían, podía convertirse en un yacimiento relevante de restos óseos y monumentos de notable valor histórico.

La Dirección de Vías Urbanas no quería ni oír hablar del asunto. Estaba en juego la seguridad de docenas, quizá cientos de viandantes y conductores, argumentaban sus representantes; el lado occidental de la plaza de Carlos amenazaba con derrumbarse; un destino parecido al del Avia esperaba a algunas de las casas más cercanas, además de a una gran parte del complejo de Enseñanza Técnica Superior. Con la seguridad de los habitantes no se podía jugar. Añadían a sus tesis cálculos apocalípticos. Propusieron un plan rápidamente realizable y ciento por ciento infalible que solucionaría el problema de la carretera hundida de una vez y para siempre. Optaron por la solución mejor y más rápida: llenar de hormigón el subterráneo sin tener en cuenta el hallazgo.

Un grupo de arquitectos radicales y de métodos algo toscos intuyó la intervención de un así llamado «lobby del hormigón». Los miembros del Colegio de Arquitectos propusieron una opción propia, más lenta y sensible. Querían dar tiempo a los arqueólogos para que exhumaran todos los vestigios valiosos y los estudiaran en un laboratorio. Después, en el caso de que las catacumbas de los monasterios tuvieran un valor histórico-cultural que justificase su conservación y protección legal, él mismo se silenciaría. Proponían construir un espléndido aparcamiento subterráneo.

Entre los representantes más activos de este grupo se encontraba el ingeniero Záhir. Me sorprendió un poco cuando topé con su nombre en el periódico, entre las firmas de los que dirigían a los representantes de los ciudadanos una carta abierta que apelaba al sentido común. Y aún mayor fue mi sorpresa cuando en otra edición del diario vespertino leí que los promotores de corte radical estaban encabezados por el ingeniero Barnabáš.

Me puse del lado de los moderados: su actitud no excluía las demás posibilidades y siempre se podía rectificar. También influía en ello el hecho de que conocía a Záhir personalmente. Incluso decidí llamarle y expresarle mi apoyo, pero me frustró el coronel Olejář. Un día, tras la última desagradable visita, me invitó a la oficina central y me encargó una misión cuyo contenido por poco me deja sin aliento: debía ocuparme, en colaboración con el capitán Junek de la seguridad de Barnabáš. Sin darle tiempo a que acabase de hablar, le pedí que no me encargara ese trabajo porque no estaba de acuerdo con Barnabáš, y añadí, en tono autocrítico, que mi fracaso ya le había costado la vida a una persona. Incluso le dije cómo había perdido a Záhir en el barrio de Štepánská. Para convencerlo, reconocí que el mismo Záhir me había despedido.

Ya tendría que haber sabido que con un policía como Olejář no se discute. No quiso escucharme, y replicó que mis negocios con el señor Záhir no le interesaban. Respecto a Pendelmanová, yo sin duda sabía que en realidad su caso nunca había sido cerrado, sino sólo aplazado, de modo que no era necesario que hiciese penitencia inútilmente. Debía quedarme en Praga y esperar órdenes, estar a su disposición mientras no me encargara otra tarea. Prometió que me proporcionaría una habitación en la residencia policial, adonde podría mudarme antes de un mes. Sacó un formulario y lo rellenó solicitando un transmisor para mí, que debía recoger en el almacén de la policía. Después me midió con una mirada escrutadora y añadió una pistola de servicio, una sobaquera y veinte cartuchos. Su confianza me hizo callar, aun cuando estaba convencido de que no lo merecía. La pistola era grande y pesada, y me presionaba la axila. Cuando la recogí con el transmisor y la insignia, me sentí como un niño que va a jugar a policías y ladrones. Me alegré de que la gabardina de Pendelman disimulara suficientemente el vergonzoso bulto. Ya antes había portado arma, pero era más pequeña y no parecía tan peligrosa; cuando la llevaba sujeta por detrás en el cinturón, me olvidaba de ella y ni pensar en usarla alguna vez. Ésta, con su angulosidad ominosa, me lo recordaba constantemente.

Probé mi transmisor y me anuncié a Junek. A pesar del sonido de la estática reconocí lo poco que le agradaba nuestra nueva colaboración. Dijo que, como siempre, le informaban en el último momento y que en este caso no podía imaginarse un trabajo en equipo. Se me ocurrió que, si los transmisores tuvieran auricular, en aquel momento Junek sin duda estaría colgando de golpe el suyo. Me metí el aparato en el bolsillo y deseé que se quedara sordo y mudo.

Los acontecimientos me retuvieron: a la reunión con Matyáš Gmünd no habría podido llegar a tiempo, y de todos modos alargué el camino por Albertov, de manera que en lugar de diez minutos tardé tres cuartos de hora. Quizá me indujera a esto la rebeldía, pero más bien lo hice porque había empezado a nevar. La tercera nevada del otoño.

Tras la iglesia de Na Slupi fui por Horská y después giré entre los edificios aislados de las facultades de Medicina y de Ciencias Naturales. Deambulé un rato por ahí, escuchando el viento, que soplaba tan pronto del norte como del oeste y alborotaba como si los puristas edificios de principios de siglo estuvieran equipados con un ingenioso aparato que amplificase sus gemidos fantasmagóricos. Salí de la ventisca al pie de la rotonda acristalada del instituto Purkynç, que recuerda por su forma un oratorio y, sobresaltado, me detuve frente a ella. Las cinco grandes ventanas del primer piso y las diez ventanitas del segundo contrastaban radicalmente con la capa de hielo que cubría el techo cónico, los alféizares y la acera. De abajo arriba, velaba las ventanas un paño oscuro, y la rotonda destacaba como un faro negro que nunca brilla, signo de la ceguera con la que la osada ciencia intentaba inmiscuirse en los misterios de la vida. No tenía ni idea de qué misa se oficiaba tras las ventanas muertas, pero con el atroz recuerdo del otro santuario de divinidades científicas, cuyo revoque azulado se perdía entre los remolones copos, apreté el paso camino de las escaleras de Albertov.

Sin embargo, algo me forzó a detenerme por tercera vez. Después del cruce de las calles Albertov y Votočkova, un sauce llorón daba sombra a la acera entre las vallas. Bajo los dedos torcidos de las ramas desnudas había alguien. Apoyada en la valla había una pequeña mujer con un largo abrigo, grandes gafas y un bolso marrón en la mano, observando con insistencia el jardín cercano. Ni siquiera tuve que seguir la dirección de su mirada: se trataba del jardín de biología experimental, y en él crecían unas plantas en forma de mazorcas, azules, amarillas y naranjas en toda su longitud, desde la parte inferior del tallo hasta arriba, incluidas las hojas y los racimos de frutos poco vistosos y mordisqueados. Entre las plantas la nieve aparecía pisada, algunas huellas llegaban hasta la valla, eran de unas pezuñas como nunca había visto. Recordaban las de un caballo, pero más pequeñas. Lo más extraño de ellas era que en la parte anterior no formaban arco, sino que era como si se interrumpiesen bruscamente. Por fortuna no estaban herradas. ¿Qué clase de suerte podía traer la herradura de un caballo así?