Detengámonos aquí junto a la catedral
Esperemos aquí.
¿Nos atrae el peligro?
¿O atrae nuestros pasos hacia la catedral
la conciencia de amparo?
T. S. Eliot
Bajábamos bajo la titánica cúpula de la iglesia de Carlos, con la cabeza echada hacia atrás, admirados. Gmünd sostenía en una mano el sombrero y en la otra el bastón, yo me cubría la boca con las manos para respirar, porque en la iglesia el frío era gélido. Por las altas ventanas se filtraba hasta nosotros la claridad del día, de nuestras bocas ascendían nubecitas de vapor hacia las estrellas del techo. El embelesamiento del caballero era espontáneo y en absoluto inferior al mío, aunque ya hubiera visto varias veces la nueva pintura azul y dorada y la nueva iluminación. Esta vez faltaba el acompañante establecido por la ley: de repente bastaba yo.
Hacía años que no pisaba la iglesia de Santa María y Carlomagno, y me sentía como si hubiese vuelto al pasado lejano, cuando era totalmente nueva. Donde antes había oscuridad ahora había luz; donde el revoque se descascarillaba y crecía el moho, ahora había paredes firmes que brillaban con los majestuosos tonos reales carmesí y dorado. Gmünd había dejado el diseño dorado sobre fondo rojo porque correspondía a la decoración gótica del templo, pero el cielo estrellado tejido entre los nervios de la bóveda adornaba la iglesia por primera vez. La enorme estrella de ocho puntas en el techo era del siglo XVI, cuando el cielo nocturno ya no estaba de moda. La nueva bóveda no se diferenciaba mucho del proyecto original de la antigua, seguramente sólo en su complicado diseño geométrico y sobre todo en su asombrosa falta de profundidad, que producía el efecto de que el techo flotaba ligeramente sobre los estrechos pilares y contrafuertes. La acción de Gmünd había tallado el brillante real hasta arrancarle una belleza cegadora. Durante el proceso de decoración renunció excepcionalmente a su gusto purista, que ya había condenado a muchos arquitectos del Renacimiento, el Barroco y el Clasicismo y que, para emplear una metáfora, había barrido del mapa sus cursis chozas.
No siempre me mostraba de acuerdo con él. Durante mi estancia en la suite del hotel Bouvines habíamos intimado tanto que conseguíamos discutir sin poner en peligro nuestra amistad. También en ese momento, de pie bajo la clave de la bóveda, objeté que sería una pena deshacerse de elementos decorativos como las estatuas o las célebres Santas Escaleras.
Él insistió en que todo eso le resultaba tan insoportable como el salvaje reformista José II, que dejó profanar la iglesia en 1786 para reconvertirla en asilo para enfermos incurables. Gmünd le odiaba aún más que al arquitecto Dienzenhofer, que en su opinión había cometido incontables pecados contra la arquitectura checa. Finalmente profetizó que llegarían tiempos mejores cuando ascendiera al trono un monarca que tuviera buen gusto.
—No lo creo —repliqué—. Por lo que yo sé, la ergotización de la iglesia debería haberse efectuado a principios de nuestro siglo, pero el Ayuntamiento la rechazó. La gente se acostumbró a los rechonchos angelitos, a los altares robustos y a las torres ventrudas. No puede imponer el aspecto original, no sería tan valioso como lo que quiere eliminar.
—¡Mire hacia arriba! —gritó a modo de respuesta—. Los nervios se cruzan como cometas que atraviesan el cosmos y dejan tras de sí un eco de luz. Pero ¿no lo ve? No hay modo de saber dónde empiezan y como mucho podemos soñar dónde acaban. Los cometas son intangibles…, y las iglesias góticas, ¿no han de ser así? Yo soy su protector.
Contuve una risita.
Me miró a los ojos y dijo:
—¿Qué quiere oír? ¿Que mis métodos no son los más limpios?
—Eso realmente no me lo permitiría…
—No quiero ocultárselos, pero no estoy seguro de si es lo bastante adulto para soportar ciertas cosas. Disculpe, pero por el momento no puedo confiar por completo en usted. Quizá se lo cuente con el tiempo, quizá nunca. Mientras tanto, no me lo pregunte; es más: intente responderse a sí mismo un par de preguntas mías.
—Si soy capaz, lo haré con mucho gusto. No olvido que estoy en deuda con usted.
—Eso no se lo pido, ¿acaso soy un comerciante? No me debe nada, ¿entiende? Nadie me debe nada, al menos por ahora. Insisto. Si Prunslík le hace alguna insinuación, no se lo tome en serio. Yo no estoy haciendo negocios con usted. Si le pido algo, es un favor como amigo.
—No sabe cuánto le agradezco que me haya ofrecido un techo. Pero mis capacidades son prescindibles, eso lo sabe. Soy un policía absolutamente imposible.
—No le pido nada de eso, y respecto a sus capacidades, quizá yo sepa más de ellas que usted mismo.
Llegamos a los bancos y nos sentamos; Gmünd, en el borde, porque era demasiado pequeño para él.
—Me atraen más bien sus conocimientos históricos —continuó—. ¿No es verdad que estudió Historia?
—En efecto, pero dejó de gustarme.
—¿No le interesaba la Edad Media? Era su período preferido, ¿o no?
—Me interesaba, pero no de la manera como la enseñaban en la facultad. Me daba totalmente igual cuándo había reinado tal monarca, contra quién maquinaba y qué intrigas castigó, y sigue dándome igual. Ansiaba otro conocimiento.
—¿Cuál?
—Un conocimiento sobre la vida cotidiana. Deseaba trasladarme a la Praga de los siglos XVI, XIII u XI para mirar no sólo lo que tenían para comer los regidores, artesanos, modistas, soldados, taberneros, feriantes y el pueblo llano, sino también para charlar con ellos y enterarme de qué pensaban, en qué soñaban, qué deseaban, qué temían y qué los hacía felices. Nunca tuve un profesor que entendiera mi interés… En realidad sí, uno, en el instituto, pero me abandonó.
—¿Y sus padres? ¿No apoyaban sus inclinaciones?
—No les entraba en la cabeza que alguien pudiera querer hurgar en el pasado, cuando el presente nos asedia a diario. Pero no impidieron que me inscribiera en la universidad, sólo se encogieron de hombros. O quizá si… Pero da igual. Por entonces ya hacía tiempo que no vivían juntos.
—No debió de ser fácil para usted; pero creo que no necesitaba su apoyo. ¿O sí? ¿Cómo es posible que luego dejara los estudios?
—No sabía cómo seguir. Todo dejó de tener sentido para mí. Pero no quiero hablar de eso… También es pasado.
—Dejó de tener sentido, dice. Sin embargo, si no me equivoco, no ha abandonado su relación con el pasado, con el gran pasado romántico.
—Así es…, esta relación nunca desapareció, tal vez a pesar mío. Porque, ¿qué sentido tiene hoy en día?
—Su razonamiento me desconcierta. Comprendo que le resulte desagradable, pero al menos podría indicarme a qué se refiere. Quizá me ayude, y eso es lo que quiere, me lo ha dicho hace un momento.
—Yo mismo no lo entiendo, sólo… Creo que se trató de una especie de huida. La de un niño insatisfecho con las circunstancias familiares, con la guerra entre sus padres. Aunque «insatisfecho» es una expresión muy vaga. Más bien debería decir… Imagínese mi situación. Lo que había a mi alrededor, el presente, lo odiaba, y el futuro sólo podía aterrarme, no veía esperanza por ninguna parte. Y yo necesitaba un puerto para mis ideas, para que huyeran de las rocas de la ansiedad y la vorágine de la desesperación. Empecé a buscar la soledad, me atraían las ruinas de castillos medievales. Ahí todo estaba decidido, la historia estaba escrita. Pero no entera, sino que quedaba suficiente espacio para la imaginación. Pasaba allí bastante tiempo, y no quería compartirlo con nadie. Recuerdo que una vez esperé medio día al pie de un castillo hasta que se marchó una familia que había ido de picnic. Otra vez entré en el sector prohibido de un castillo en ruinas al que el público no tenía acceso, muy cerca de un aeropuerto militar. Tuve que ir con cuidado, pues por cosas así podían echarme de la escuela, en el mejor de los casos. En el peor, una patrulla podría haberme disparado si me hubiese descubierto. No me pillaron, pero mi madre me reprochó que vagabundeara y pronosticó que acabaría mal. Creo que tenía razón.
—Venga, venga, no se arrepentirá ahora. ¿Tan mal concepto tiene de sí mismo? Mejor explíqueme qué hacía en esos castillos.
—Me temo que no lo encontrará nada fascinante. No buscaba tesoros ni iba por el atractivo miedo a los fantasmas, esas cosas siempre me parecieron disparatadas; lo digo a pesar de que en esos antiquísimos lugares vi, oí y viví cosas extraordinarias. Pero dudo que sea capaz de explicarme. No quiero que suene como una frívola evocación de espíritus.
—Inténtelo.
—Como ya le he dicho, hasta hoy no consigo entenderlo. Lo único que puedo hacer por usted es darle un ejemplo. Cuando tenía catorce o quince años, fui hasta el castillo Trosky con la idea de trepar por las rocas hasta la torre desde el lado sur, inaccesible. Al principio fue fácil, subí por el bosque apoyándome en un bastón improvisado. Después tuve que agarrarme a las raíces y las piedras, de tan empinada que era la cuesta. El sendero, cada vez más tortuoso, finalmente desapareció. Arriba ya no había árboles, sino roca desnuda y agrietada. Sabía que si continuaba pondría en peligro mi salud y quizá mi vida, pero no tenía ni idea de que lo que me estaba jugando con mi aventura era la razón. Y pasó algo inesperado: al pie de la torre más alta del castillo puse la mano en la roca calentada por el sol, una roca dura y agradable que mis dedos conocían, y en ese instante el tiempo cambió bruscamente. Empecé a sentir en las articulaciones del brazo un frío que penetró hasta mi corazón; el viento bramaba en mis oídos, y noté en el cuello las primeras gotas de lluvia.
»Si la piedra no me hubiera calentado las palmas de las manos, habría abandonado. Intenté todavía subir unos metros, pero como no había dónde asirse con seguridad ni por dónde ascender, volví atrás y lo intenté por otro lugar. Entonces oí una voz. Asustado, levanté la cabeza y vi la cara de una chica. Llevaba un vestido rojo y se asomaba al borde del muro que une las dos torres del castillo, la Joven y la Vieja. Estaba mirando en dirección al campo y señalaba algo. Por el tono de voz parecía agitada, y no se dirigía a mí, como pensé al principio, sino a alguien que estaba detrás de ella. La oía claramente, aunque no entendí ni una sola palabra ni sé quién era la persona con la que hablaba. Deseché de inmediato la idea de que esa chica fuese una guía. El muro del que caían, como si se derramaran de una fuente, su pelo claro y una de las mangas de su vestido, formando pliegues, parecía completamente nuevo, y más alto y poderoso que el que yo conocía. Di dos pasos por la cornisa rocosa y estiré la mano izquierda hacia su base, un bloque de piedra toscamente tallado que presentaba una grieta poco profunda en el medio. Puse en ella la mano, y entonces alguien me golpeó la cabeza con un saco lleno de ruidos. Me hacía daño, eran todo lamentos y gemidos.
—¿Qué fue lo que oyó?
—Todo. El ladrido de los perros y el relincho de los caballos, la risa de los niños y la burla de los adolescentes, la voz de enfado de los hombres y la voz alegre de las mujeres, la voz ahogada de los ancianos, la voz ronca de los moribundos, el toque de difuntos y también el sonido de herraduras nuevas, de látigos que restallaban, el mugido del ganado y el gruñido de los cerdos, el chapoteo del agua, gemidos lacerantes, el traqueteo de alguna máquina, el martilleo sobre un yunque, el estruendo de las armas. A cada momento sonido de clarines y fragor de peleas, siempre diferentes y siempre iguales. Nada de esto ahogaba el suave susurro de la seda, el ronroneo gatuno ni los murmullos, que oscilaban como una tela de araña sobre oscuridades inimaginables. Me tapé los oídos con las manos, pero no sirvió de mucho. Me di cuenta de que tenía los ojos firmemente cerrados y los abrí. Volví a ver a la chica. Me miraba con expresión de asombro y gritaba algo, pero no conseguí oírla a causa del estruendo que salía del muro de piedra. Ahora señalaba hacia el muro del castillo. Miré en esa dirección y, para mi sorpresa, vi un caminito que antes debí de saltarme por alguna razón. Corría por la cima de la cuesta, justo al pie del alto muro, se mezclaba con las zarzas y acababa al pie de una segunda torre, más baja y robusta, donde una pequeña puerta se habría en la roca. El caminito era horriblemente angosto. Pensé que si lo tomaba no me sostendría y caería. Y sin embargo lo hice, porque la chica de arriba era más hermosa que cualquier otra mujer que hubiera visto en mi corta vida. En su cara había una gran pena y eso era lo que me obligaba a actuar: estaba decidido a hacer lo que fuera.
»Pero pasó lo que me temía. El descenso al camino era tremendamente difícil y, antes de llegar a él, patiné en la roca húmeda y rodé hacia las zarzas. En ese momento el ruido cesó. No fue una caída larga ni muy peligrosa, me despellejé la mano, me arañé el cuello y la cara y di un fuerte golpe en las costillas. Me puse de pie, evalué los daños y salí disparado. No miré atrás ni una sola vez. Llegué corriendo a los árboles y la lluvia se detuvo de golpe. El cielo estaba azul, claro, totalmente limpio.
—Una experiencia realmente curiosa e inquietante —dijo Gmünd, mesándose la barba—. Y sintomática. Supongo que no ha sido la única.
—Exacto.
—Dígame, ¿qué efecto ejerce sobre usted esta iglesia? ¿No tiene la sensación de que aquí podría vivir algo parecido a lo que le ocurrió en aquel antiguo castillo? ¿Por ejemplo en este momento?
—Eso realmente no lo sé. Los estados en los que caigo (en la actualidad de forma esporádica, antes más a menudo) vienen por sí solos. Créame que a mí no me tientan nada, por el contrario, no es fácil después volver a la vida normal de todos los días y hacer como si nada. E igual de difícil es volver a un mundo que, al contrario que ése, resulta pobre y aburrido. He de reconocer que lo que más me gustaría es quedarme en él para no tener que regresar. Pero no funciona. Da igual lo que desee o deje de desear.
—¿Un mundo pobre y aburrido, dice? Vuelva a levantar la cabeza y asómbrese de las estrellas en el firmamento. ¡Tanta riqueza, y puede tocarlas!
—Con sus palabras sólo confirma lo que digo. —Levanté la cabeza con tristeza—. Para elevarnos sobre la miseria terrenal siempre tenemos que mirar por encima de nosotros. Por encima, o hacia atrás.
—Me habla con el alma, Květoslav: mirar hacia arriba y mirar hacia atrás son las únicas soluciones a nuestra mísera situación en este cambio de siglo; soluciones que en un caso ideal se funden en una sola. Recíprocamente, yo también le seré sincero y le diré esto: es exactamente la persona que llevo toda la vida buscando. Sólo usted nos puede responder preguntas que…
Su tono, alarmado y urgente, no me resultaba agradable. Instintivamente me aparté y dije:
—¿Cómo, «nos»?
—A mí, a Raymond y… a otros. A gente que necesita conocer a la perfección el pasado para…
—¿Para qué?
—Para que pueda volver a convertirse en presente.
—Ése es un deseo muy curioso. Usted sabe que, como historiador, no valgo mucho. Me atraen cosas por las que la investigación académica no tiene ningún interés. Me atrae… la vida en el pasado, su contemporaneidad, el momento presente en el tiempo que sin duda pasó hace mucho, al menos para nosotros, pero que desde el punto de vista del universo perdura. ¿Es eso lo que ha querido decir? Me interesa, entre miles de otras cosas, por ejemplo esto: el repentino cambio en el pensamiento del botero Kryštof Nápravník el 25 de octubre de 1411, cuando salió de su casa La Crucecita Dorada y se encaminó por la calle Nekázanka hacia el paseo Příkopě, después de palpar en la faltriquera un extraño objeto anguloso que, al vestirse por la mañana, sin duda no había guardado y que no tenía nada que hacer ahí. ¿Qué estudios históricos responden a esto?
—Ninguno. Su interés no tiene fundamento científico, porque ningún hallazgo en este campo, por prodigioso que sea, es comprobable.
—Exactamente. No hay un solo historiador que no lo considerara una banalidad. Por eso tuve que dejar la universidad. No hay nada que odie más que los datos. Me limitan, me atan las manos, me empujan al suelo y aplastan mi voluntad de vivir.
—Lo que dice me confirma aún más lo que acabo de afirmar. Le necesitamos. Le pagaremos.
Eso me hizo reír.
—Su entusiasmo por mi persona me halaga, señor, pero sigo sin saber qué quiere de mí.
—Sin duda ya habrá entendido que estoy evitando una respuesta directa; lo hago, por un lado, porque no quiero intimidarle, por otra parte porque sé que no le gustan mucho a usted las líneas rectas. Así que le contesto con una pregunta.
Se deslizó fuera del banco, fue al lado izquierdo de la nave y apoyó una mano en la pared allí donde los nervios de la bóveda se ramificaban formando tallos majestuosos y generosamente erectos. Se volvió hacia mí y continuó:
—¿Sabe quién construyó este templo?
—¿No lo empezó el maestro Matyáš, su tocayo?
—¿Matías de Arras? Es posible, pero no seguro.
—¿Y su discípulo Petr Parléř de Gmünd, que también lleva una parte de su nombre? A este último se lo menciona más a menudo en relación con el barrio de Carlos.
—Por lo que sé, vino a Praga mucho después de que empezaran el edificio. Si dirigió las obras, sólo fue como continuador del constructor original, como alguien que lleva a término una propuesta ajena.
—Las leyendas hablan de alguien más: un tal Bohuslav Stançk, que vendió su alma al diablo. Le salió esta bóveda estupenda, pero cuando la acabó nadie se atrevió a quitar los andamios por temor a que no se aguantara sola. Por consejo del diablo, el constructor quemó los andamios y, cuando cayeron, él mismo saltó a las llamas, pensando que se desplomaba la bóveda entera. Su alma ya pertenecía a Satanás, así que daba igual.
—¿Hay algo de cierto en todo eso?
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿De verdad no lo sabe?
—Perdóneme la impertinencia, pero ¿me está tomando el pelo?
—Para nada. —De repente se puso serio—. Parece que realmente no sabe nada de sí mismo. No tema, no le daré prisa. Pero venga aquí conmigo. —Me hizo un gesto con la cabeza; su expresión era impenetrable. Seguía despertando en mí esa confianza del primer encuentro, pero nuevamente, como hacía unos instantes, tuve miedo. Miedo a alguien a quien no se puede evitar.
Me saludó desde su altura, amable y amistoso, pero sus grandes ojos verdes sólo contenían una cosa: una orden.
Me levanté y fui hasta él. En ese momento algo se movió sobre la entrada; en el balcón cuya puerta sólo llevaba a la pared impenetrable y pintada, se levantó en silencio una de las estatuas. No era la Virgen María, ni Isabel, ni José ni Zacarías, que allí conformaban un grupo escultórico, sino la quinta columna, que se había infiltrado entre ellas para ver bien la nave y el presbiterio. Se quitó el polvo del vestido, pasó por encima de la barandilla y, ante la mirada de asombro de las figuras de madera —yo también me había convertido en una de ellas— bajó por la columna jónica estriada al pavimento de la iglesia y se detuvo al lado de Gmünd. Tenía el cabello peinado en punta y ni siquiera así le llegaba al gigante a la altura del pecho.
Empezó a darme vueltas la cabeza, y de repente necesité apoyarme en algo. Estiré la mano y bajo la protección de las garras de león del caballero me recosté contra el muro fresco.