Murieron de mala manera, o de muerte engañada:
se agarraron a los cercos desconcertados de los rudos gritos
(sus propios gritos).
R. Weiner
A mediodía, un viento de noroeste disipó la densa niebla matutina, acompañado a intervalos regulares de chaparrones. ¿Dónde se habían metido los colores del otoño? Las ramas de los castaños de la plaza del Ganado —la plaza de Carlos— desafiaban con estoicismo las inclemencias del tiempo, al no tener ya nada que perder, y el diluvio de hojarasca pútrida convirtió el parque por cuarta semana consecutiva en un extenso sepulcro abandonado. En los últimos días de noviembre, los honorables regidores pusieron remedio a aquello, se recuperaron de la somnolencia con la que se ejercitaban para el invierno y movilizaron a un ejército de mendigos para que barrieran cada rincón. De esa manera, quedó para disfrute de los ciudadanos la pálida hierba entre los árboles y el humus podrido e inflado por el agua, y algunas de las últimas hojas en las calles, maravedíes dorados esparcidos por el pavimento por el jinete que antes del amanecer había cruzado la ciudad al galope. Pero el último despilfarro de colores durante la limpieza de las hojas me fascinó: los chalecos de los pelotones de trabajadores brillaban en la niebla igual que luciérnagas que en la asamblea de San Esteban se hubieran puesto de acuerdo para iluminarse con tonos otoñales.
La calle Resslova, por lo general pobre en el reparto de tonalidades, esta vez no se quedó atrás. Una mañana aparecieron allí unas parpadeantes luces amarillas flanqueadas por barreras rojas y blancas; nadie sabía qué significaban. Al principio el tráfico aminoró la marcha y después empezó a sincronizarse en un ritmo regular de avance y frenada. Los conductores no se lo tomaron muy bien: ¿quién querría obedecer a otro semáforo? Sin embargo, sólo había una posibilidad: arrancar y parar. Yo me alegraba, porque en adelante cruzar esa calle espantosamente recta y mortalmente rápida sería un juego. Bastaría sujetarse un pañuelo delante de la cara; los coches que avanzan despacio sin duda matan más despacio que los que pasan a toda velocidad, pero son más persistentes.
Del motivo de aquel cierre parcial me enteré por el periódico de la tarde: lo había provocado un Avie cargado de cajas de frutas y flores talladas que se había hundido hasta la mitad en la calzada delante de la iglesia de los Santos Cirilo y Metodio. El conductor y su acompañante saltaron de inmediato, el primero fue a instalar el triángulo reflectante, mientras que el segundo corrió al vestíbulo del metro a llamar a emergencias. Tuvieron mucha suerte. Cuando el primero se volvió, el Avie ya no estaba. Su colega se lo encontró mirando el cráter con el triángulo en las manos, con la boca abierta y llorando de la risa.
† † †
Mi solución al acertijo de las fotografías enviadas a la dirección de policía nunca fue definitivamente confirmada. El caso se archivó, al menos en apariencia. Extraoficialmente se seguía investigando.
Después del éxito de la reunión con los criminalistas que se ocupaban de los asesinatos de la Ciudad Nueva, donde expresé mi hipótesis, me sorprendió un comportamiento tan frío de parte de la policía. En aquel momento parecía que me iba bien, todos me escuchaban y me tomaban en serio, y cuando el coronel me dio finalmente la razón los demás se mostraron de acuerdo con él. También el capitán Junek, último escéptico que se negaba aceptar que de una iniciativa que partiese de mí la policía pudiera esperar un éxito, tuvo que reconocer que esta explicación era la única que hacía avanzar aunque fuese un poco. Le convenció un hallazgo al principio insignificante y a la larga esencial, que gracias a un diligente recadero fue recibido primero en el departamento y posteriormente en la mesa de Olejář: medio monopatín. El guardia lo había encontrado en la entrada lateral de la iglesia de San Esteban.
Si para ellos no constituía una prueba, para mí sí, les dije. Los muertos de las fotografías eran los dos chicos desaparecidos a los que se buscaba desde hacía días. Fueron asesinados por una estupidez, por una banalidad que sus padres habrían solucionado con una bofetada o negándoles el dinero semanal. Pero los dos desesperados pintaron su grito rebelde en el revoque sagrado, y por una profanación siempre se han pagado muy altas multas. El que tenía la inscripción en la conciencia (que en la foto aparecía detrás), fue desnudado y cubierto de la cabeza a los pies con la misma porquería con que había ensuciado el muro de la iglesia. La piel dejó de respirar poco a poco; el sufrimiento debió de ser terrible. El bote de pintura se lo encajaron en la boca cuando aún estaba vivo. El segundo chico (que había salido de casa con el monopatín bajo el brazo), debió de cubrirle las espaldas al primero, y por ello fue castigado más moderadamente: una muerte rápida y menos dolorosa; su expresión era de indiferencia. Su cadáver (en la imagen, delante) sin embargo también había sido desfigurado como el de su amigo: le clavaron la mitad del monopatín en la barriga destripada. Entero, imagino, no habría cabido. Lo que sobresalía de la herida era una rueda verde. La segunda mitad de la tabla encontrada tenía las ruedas del mismo color.
Por el borde irregular que presentaba, el monopatín no había sido cortado por la mitad, sino partido. Sirvió a los asesinos tanto de rastro que dejaron tras de sí para la policía, como de advertencia a los demás profanadores de templos en el caso de que los altos mandos se decidieran a hacer público el crimen. La misma función tenía el misterioso círculo que aparecía en la pared emborronada. Un símbolo del poder que había ordenado construir la iglesia y que seguía protegiéndola: la corona real. Por eso había sido tomada de la torre puntiaguda y por eso había sido brutalmente entrelazada a ella la persona que había alargado la mano hacia un edificio que no había construido.
¡Qué terrible justicia! Pero ¿cómo…?
No. No a un pensamiento tan inhumano.
Si recordamos el método del asesinato anterior, no es difícil imaginar la realización de tan arriesgada pieza. Como sabemos, disponían de una grúa móvil que primero ofrecieron a la policía como pista y después, cuando se presentó la oportunidad de utilizarla de nuevo, volvieron a robar. De los praguenses se sabe que vigilan muy poco su ciudad y aparte de si las calles están sucias, apenas se dan cuenta de nada; por otro lado caminar con la cabeza levantada y admirar las fachadas, cornisas y cariátides realmente no sale a cuenta, como han comprobado muchos extranjeros acostumbrados a las aceras limpias. No era raro que sólo un pensionista que vivía delante de la torre de San Esteban se hubiese apercibido de la desaparición de la diadema. Su testimonio, confuso, farfullado, encajaba en la reconstrucción.
¿Cómo explicarse el asesinato de dos menores de edad? Y ¿qué significaba su excentricidad? La exageración y la teatralidad hacían a los asesinatos de la Ciudad Nueva merecedores de denominativo común, aunque no sabíamos exactamente cuál: ¿venganza?, ¿castigo?, ¿intimidación? Sin embargo, al menos teníamos algo: los asesinatos (más un intento) habían sido concebidos como un espectáculo estético y se habían producido en las cercanías de las iglesias de Ciudad Nueva o directamente en suelo consagrado.
Como ya he dicho, mis especulaciones impresionaron a mi auditorio. Junek entornaba los ojos con interés y apretaba discretamente los labios, como si hubiera mordido algo ácido y no quisiera que se notara. Los demás, a quienes conocía sólo de vista, tomaban notas en silencio. Rozeta esbozaba una media sonrisa, como si tuviera sus dudas acerca de mi sentido común, y cuando acabé, aplaudió en silencio, sonriendo abiertamente. Después golpeó con la uña el reloj de pulsera y asintió, imperceptiblemente con la cabeza. Me pareció que quería hablar conmigo. ¡Ella! ¡Conmigo! De pronto sentí la boca seca, toda la humedad se me subió a los ojos de manera enigmática. No podía hablar, era incapaz de un solo gesto. Un intenso vértigo se apoderó de mí. Con todas mis fuerzas me apoyé en la mesa, que empezó a dar vueltas conmigo, mientras los demás no se daban cuenta de nada y permanecían sentados.
Olejář estaba indignado. Los oídos le burbujeaban como volcanes, apenas daba abasto para cambiarse los pañuelos limpios mientras silbaba de dolor. Antes de dar por terminada la reunión, me pidió que esperara un momento. Después, cuando nos quedamos solos, me preguntó si no quería volver a la policía el año siguiente. Respondí que me lo tenía que pensar y me mantuve impasible. Debajo de esta máscara saltaba de alegría.
Rozeta esperaba delante del edificio; una chica corpulenta con un abrigo ligero y la cabeza cubierta con un pañuelo floreado atado a la antigua, bajo la barbilla. Su puntualidad me halagó, y me disculpé por el retraso. Tuve que gritar, el viento se llevaba mis palabras, golpeaba las farolas, a ratos nos empujaba por la espalda y a ratos nos daba tortazos. Nos refugiamos en una fonda cercana y al cabo de un momento nos calentábamos las manos sujetando sendas tazas de grog caliente.
—¿Por qué me has mirado así? —preguntó en un tono que, en comparación con la mirada que me había dirigido en la reunión, era sorprendentemente frío—. Seguro que ocultas algo, ¿verdad? Dímelo.
—¿Yo? ¡Tú me has mirado! Y no sé más de lo que he explicado. ¿Querías quedar conmigo para tirarme de la lengua?
—Burro. Quiero decirte algo. Quizá tú también estés en peligro. Tengo miedo por ti.
—¿De verdad? Nunca he oído nada más bonito en mi vida. Por favor, repítelo.
—No es ninguna broma. Escucha, no sé qué historia te has montado conmigo, pero me da igual. No te me pongas en medio, serás tú el que salga malparado, no yo. La imagen que te has creado de mí es falsa. No esperes nada, sólo te engañarías.
—¿De verdad no puedo esperar nada? Ya me he sentido así alguna vez y no conozco ningún estado peor. Sin embargo, quizá te equivoques conmigo. Sí, yo no sé nada de ti, pero hay algunas cosas que no consigo entender.
—Pues déjalas. No dependen de mí.
—¿De quién entonces?
—Tú mismo has dicho que no sabes nada de mí. Déjalo así. Aquello de lo que puedas enterarte no te gustaría. No soy guapa. No soy educada. No soy interesante.
—¿Eso es lo que has venido a decirme? Si me permito desistir, ¿te lo tomarás como un cumplido?
—Chorradas. Hablas como el imbécil de Záhir.
—¿Por qué hablas así? Mira…, no entiendo por qué estamos aquí. Pensaba que teníamos una cita, aunque no acababa de creérmelo. No sé quién eres ni qué esperar de ti.
—Al menos perdóname. Incluso por lo que quizá no ocurra. Al menos eso espero. No te lo puedo explicar, aún no. Si tiene que pasar…, yo no voy a impedirlo. Pero no te destruirá si le das libre curso. Después es cuestión de acostumbrarse.
—¿A qué le tengo que dar libre curso? ¿A qué tengo que acostumbrarme? —No sabía de qué hablaba, y el modo en que se expresaba me ponía nervioso. Sin duda no contaba con una declaración de amor, y me sentí aliviado cuando no oí nada por el estilo. Aun así, sus palabras me irritaron.
—Estuve en una situación parecida. Vivo en su casa, pero eso no significa que sea su criada o su asistente. No le debo nada, ni él a mí. Yo misma decido cómo organizo mi vida. Mientras tanto, ya me va bien así.
—Yo no te recrimino nada, ¿cómo iba a hacerlo? A mí qué más me da…
—Exacto, nada en absoluto —me interrumpió.
Quise decir que se trataba de un error y que ni en sueños se me ocurriría juzgarla sólo porque viviera en la suite de Gmünd, pero no me dio opción. Su siguiente pregunta por poco me quita el aliento:
—¿Desde cuándo nos espías?
—¿Espiaros?
—Prunslík te vio hace poco en el jardín de Santa Catalina, cuando estuve allí con Matyáš.
—¡Prunslík! El muy… ¿No le preguntaste qué hacía allí?
—Con él ya me las arreglaré, no te líes. Y no vuelvas a mi cuarto de baño.
—En el Bouvines todavía no me aclaro. Abrí la puerta por casualidad.
—Pero te quedaste ahí un buen rato.
—¿Un buen rato? Quizá sí… Esa tienda turca sobre el baño…, y ese hierro…
—¿Te sorprendió mi aspecto?
—Me quedé estupefacto. Fue…, fue todo muy hermoso.
—Experiencias así quédatelas para ti. Yo misma no sé qué pensar de Matyáš, quizá mañana le deje.
—¿Por qué? ¿Qué hay entre vosotros?
—Eso no te lo diría ni aunque lo supiera. Si lo aguanto todo y tú cumples, te enterarás tú solo.
—¿Cómo tengo que cumplir? ¿En qué? Y ¿qué sacaré yo de eso?
—Quizás encontrarte a ti mismo, ¿te parece poco? Igual que yo me encontré a mí misma. Aunque no sé… Matyáš te ayudará igual que me ayudó a mí. Estaba fatal. Él me sacó del pozo.
—«Me sacó del pozo de la desolación, del lodo cenagoso, puso mis pies sobre roca y enderezó mis pasos». Salmo 40, aún no lo he olvidado.
Se levantó bruscamente, me dedicó una sonrisa breve e inesperadamente cálida y se marchó. El grog, al que había echado cuatro bolsitas de azúcar, ni lo había probado. Me lo tomé. Como cabría esperar, estaba demasiado dulce. Y sin embargo me gustó más que el mío. Mientras sorbía, le daba vueltas a las palabras de Rozeta y buscaba en ellas alguna metáfora. Esa tarde no encontré ninguna.
† † †
La primera semana de diciembre la pasé de buen humor. Volvía a deambular por mis amados rincones de la ciudad, que me recibió en sus brazos. Cada vez que fantaseaba con que descansaba suavemente entre ellos, me mostraba escondites casi desconocidos y revelaba los secretos de su gloriosa historia. El aire estaba límpido, hacía poco frío y había caído la segunda nieve, que aguantaba más tiempo que la primera. Había convertido las calles superpobladas en corredores silenciosos que llevaban a lo desconocido, limpiado milagrosamente las esquinas e iluminado los oscuros pasajes, inspirando a la ciudad amabilidad hacia sus indignos habitantes. El manto blanco que cubría los tejados de las iglesias góticas y los porches de las buhardillas barrocas recordaba los libros ilustrados leídos en la infancia. El mismo manto cubrió Praga hace cien, trescientos, seiscientos años, y antes también. La vida bajo aquel edredón de plumas siempre se arrastraba con la misma lentitud; en Praga sólo corrían los trineos.
Los cadáveres de los jóvenes de San Esteban no se encontraron. La única sombra de esos días cándidos fue una llamada de Záhir. El arquitecto me felicitó por el cambio de casa y anunció que ya no me necesitaría, porque la policía velaba por su vida las veinticuatro horas del día. Me pidió que no me preocupara y que viera la parte positiva. Cuando me encargaba de protegerlo, él temía más por mí que yo por él. Ahora iba en serio: había recibido un adoquín; sí, igual que los demás. Sí, también era verde, no, no le rompió nada, lo recibió por correo, dentro de un paquete urgente.
También recibió algo más por correo: miedo.
Compartí con él la gran noticia de que pronto me vería vistiendo de nuevo uniforme y que a lo mejor volvía a caer en mis manos. Advertí que lo había pillado desprevenido; sabía que, después de haberlo perdido la última vez, no me consideraba un buen policía. Rápidamente me notificó que ahora sería Rozeta quien trabajaría con él. Como no hice ningún comentario, me preguntó qué opinaba al respecto. Pero seguí callado. Notaba unos pinchazos en el pecho como si alguien me hubiera enchufado a él una máquina de coser eléctrica. Le deseé a Záhir que le fuera bien con Rozeta, e hice conjeturas sobre cómo se comportaría cuando empezase a alardear: seguro que pestañeaba con los ojos húmedos y sonreía obscenamente. No me resultó agradable, pero la triste idea de Rozeta retorciéndose entre los brazos de Záhir fue sustituida por la feliz imagen de éste con la mandíbula desencajada cuando le palpara bajo la falda la ropa interior de hierro. Eso me hizo reír. Lo entendió mal y empezó a explicarme que desde el principio sabía que a ella le gustaban los hombres que sabían desenvolverse en el mundo. Para desviar el curso de la conversación, le pregunté si aparte de esa advertencia postal tenía alguna razón para temer más que antes por su seguridad. Dijo de mala gana que le parecía que alguien lo seguía, y que ésta era la verdadera razón por la que quería que velase por él un profesional. Le aconsejé el capitán Junek, aunque no había olvidado que una vez me había advertido contra él. Volvimos a entendernos mal. Pensó que quería disuadirlo de emplear los servicios de Rozeta. Se despidió y me dio saludos para el caballero de Lübeck; el título lo pronunció con evidente ironía y la primera parte del gentilicio la comprimió y estiró intencionadamente, para que sonara como la palabra alemana Liebe, «amor». ¿Tenía quizás alguna idea sobre la extraña relación entre los dos? Finalmente, antes de colgar el auricular, aún comentó neciamente que no era el final del mundo y que no se me ocurriera saltar del puente de Nusle, porque conocía lugares más románticos, como la torre de Petřín. Iba a comentarle que confiara más en sí mismo que en la policía, pero la línea ya estaba sorda. Sorda como el ingeniero Záhir.
Gmünd, o eso me parecía, estaba sinceramente contento por mi reincorporación a la policía. Incluso Prunslík se me acercó en el vestíbulo del hotel y me sacudió la mano como enajenado. Sus palabras, como de costumbre, me confundieron: dijo que el primer amor nunca se olvidaba y que él siempre prefería tenerme a la vista. Su acompañante me felicitó como es debido, me invitó a una cena fastuosa en algún club y añadió que pronto organizaría una velada en mi honor.
Todavía me reclamó a Olejář una o dos semanas, hasta que acabara su trabajo, que ahora intentaba acelerar. En aquel tiempo visitábamos las iglesias de la Ciudad Nueva a diario, en especial San Esteban y San Apolinar. Él hacía esbozos, contaba y medía, mientras yo vagaba de un altar a otro y, de reojo, vigilaba a Rozeta. Se comportaba como si yo no estuviera ahí.
Entonces me intrigó nuevamente la expresión «Siete Iglesias», que Gmünd pronunciaba delante de mí cada vez más a menudo sin haberme explicado su significado. La primera vez me había dado vergüenza interrogarlo al respecto, y ya era tarde para formular una pregunta directa. Pensé que se refería a alguna ciudad extranjera en cuya arquitectura se inspiraban sus planes. Por supuesto, me vino a la cabeza Quinqué ecclesiae, el Pécs húngaro, pero me sorprendió comprobar que Siete Iglesias era un lugar de Praga. Los únicos nombres parecidos que había escuchado alguna vez eran la plaza de las Cinco Iglesias de Mala Strana y la calle homónima, que debía el suyo a la Casa de las Cinco Iglesias. Ese nombre desapareció hace mucho, seguramente porque había surgido por error: en aquel oscuro rincón al pie de la pendiente de Hradčany nunca había habido tantas iglesias juntas. Cada vez que el caballero se refería a Siete Iglesias, deseaba enterarme de más sobre este misterioso lugar. Finalmente me hice una especie de imagen mental: Siete Iglesias estaba formado por algunos templos concretos de la Ciudad Nueva praguense, construidos en su mayoría por iniciativa del emperador Carlos IV, algunos directamente fundados por él (fuera allí donde se alzaban antiguas iglesias románicas o en nuevas parcelas) y por la zona que delimitaban las líneas de unión entre esos templos. Atónito, comprobé que coincidía casi al detalle con mi zona preferida. Lo estúpido era mi incapacidad para determinar de qué iglesias concretas se trataba. Por ejemplo, Santa María en Na Slupi, a primera vista una iglesia insignificante que se encoge en un extremo, y además de liturgia oriental, despertaba sin embargo un interés especial en el caballero Gmünd, quien la incluía en sus planes, en los que, como pronto comprobé, desempeñaban el mismo papel relevante colosos como Emaús o Carlos. Ahí no había estado con él ni una sola vez. También estaba seguro de que San Esteban y San Apolinar formaban parte inherente de Siete Iglesias, pero titubeaba respecto a Santa Catalina, que, a diferencia de las demás, no había sido románticamente ergotizada en el siglo pasado —a excepción del campanario— lo único que quedaba de su aspecto original. La suma de santuarios, pues, sólo me daba seis, pero el caballero hablaba de Siete Iglesias. ¿Se proponía añadir también San Enrique, o quizá San Martín? ¿Y dejar San Pedro? ¿Y Santa María de las Nieves? ¿Y San Venceslao en Na Zderaze? Estas iglesias constituían indiscutiblemente la créme de la créme de un sobrecogedor orden gótico —al que empecé a entregarme con pasión influido por Gmünd—, pero las traicionaba su ubicación, que, como inferí, no era suficientemente mágica. «No vaya usted a creer —dijo una vez el caballero—, el barrio de Pedro o los alrededores de San Lázaro me atraen enormemente, pero es bueno conocer la frontera de las posibilidades de cada uno». Pensé que yo conocía la mía: aún tardaría un tiempo en averiguar cuál era la séptima iglesia de la Ciudad Nueva de Praga, la cima mágica de Gmünd.