Capítulo 16

Te veo caer; una flecha disparada,

no es más terrorífica que tú.

R. Weiner

Me quedé dormido en el sofá tal cual, y no desperté hasta la mañana. Por la noche alguien llevó mis maletas a la habitación, así que pude cambiarme. En el cuarto de baño, que compartía con Prunslík, me duché con agua fría. Sobre la mesa del salón encontré una nota que decía que fuera a desayunar al comedor del hotel.

En el Bouvines no cocinaban, pero ofrecían un desayuno regio. De las tres mesas centrales dos estaban libres, ocupaba la última mi anfitrión en camisa blanca y chaleco carmesí, acompañado por Rozeta y Prunslík. Rozeta iba de civil —con blusa blanca y falda marrón—, Prunslík, como de costumbre, de azul grisáceo. En la escalera vacilé preguntándome si debía ir en su dirección, pero Gmünd me vio y con una sonrisa cordial me hizo seña de que me sentara a su lado.

Cuando le hube pedido al camarero café y me dejé convencer de probar un huevo tibio, le di las gracias a Gmünd por darme alojamiento a expensas de su comodidad. No me ahorré el comentario de que en la suite por poco me había perdido como en un laberinto. Mientras se disculpaba porque tenía que despachar unos asuntos con Raymond —por lo visto no volverían hasta poco antes de la madrugada—, yo observaba a Rozeta con el rabillo del ojo. Estaba sentada sin decir ni pío, ni siquiera había saludado correctamente, se limitaba a picar trocitos de un panecillo seco y triturarlos, seria, entre los dientes. Prunslík se percató de mi expresión de curiosidad y explicó en un tono tan sutil como incisivo y malicioso, que «la preciosidad vuelve a estar a dieta». Ella le echó una mirada fulminante, pero no dijo nada. Prunslík añadió que estaban compinchados y levantó la copa de oporto como si bebiera a su salud. Ése era su desayuno. Mientras tanto, Gmünd, devoraba sin titubear huevos revueltos que acompañaba con una rebanada de pan moreno bien untado de mantequilla.

Sabía que no debía guardar silencio sobre el asunto, pero no acababa de sentirme cómodo, así que comenté como quien no quiere la cosa que no tenía ni idea de que Rozeta también viviera en el apartamento. Estuve atento a su reacción, y no me decepcionó: apretó con furor el puño hasta casi aplastar el panecillo y dijo que de dónde había sacado yo que ella vivía allí.

Respondí, con toda la ironía, que sólo era una impresión y que quizá me equivocase y le pregunté si era una invitada como yo. Contestó que era asunto suyo, y añadió:

—Espero que seas lo bastante mayor para encontrar tu propio cuarto de baño.

Gmünd interrumpió la conversación; sin duda ignoraba de qué iba ésta, pero intuyó un velado reproche hacia mi persona. Quiso saber cómo había dormido en mi nuevo domicilio, y yo, para gran distracción de Prunslík, le detallé mi vagabundeo por la suite del hotel. A los tres les interesó extraordinariamente que yo llegara al segundo recibidor por el pequeño pasillo tapizado de rojo, el antiguo guardarropa. No lo comentaron, sólo intercambiaron una mirada de soslayo. Me callé que había mirado en el resto de habitaciones e incluso en un cuarto de baño. Quería saber a quién había dejado sin dormitorio con mi llegada, pero Gmünd sólo agitó la mano y dijo que ya una vez Raymond y él habían tenido que reducir gastos… No terminó la frase. Me pidió que no le hablara al coronel de todos los que vivían allí. Al oír estas palabras, Prunslík se puso de pie de un salto y sacudió la cabeza, como si se quitara agua del oído. Su risa cortaba como una navaja.

Después Gmünd me extendió un cheque por una cantidad varias veces mayor que la que me habría atrevido a pedir por mis servicios. Sabía que también incluía el dinero por callar, pero lo acepté con gratitud. No me negué ni cuando Prunslík me ofreció una copa de oporto. Cuando me servía, el líquido rojo oscuro espumaba como sangre vomitada. Brindé con los tres y me esmeré especialmente al inclinar levemente la cabeza en dirección a Rozeta. Sonrió ausente, pero en sus ojos, que evitaron mi mirada, reinaba la tristeza. El vino era embriagador, su poder de adormecer una mente alterada, grande.

† † †

Olejář tenía un mal día: parecía extenuado, iba de un extremo a otro de la oficina a grandes y convulsivas zancadas, de una oreja le asomaba un pañuelo blanco y sostenía contra la otra el auricular del teléfono, que llevaba consigo mientras iba y venía. Reclamaba unos resultados del laboratorio y, a juzgar por las apariencias, Trug no tenía mucha prisa en entregarlos. Sólo dos llamadas y una limpieza urgente del oído —que hizo que me diera vueltas la cabeza— más tarde, pudo atenderme. Cuando se dio cuenta de la tensión con que lo observaba desde el sillón de escay, en un rincón del despacho, puso cara de sorpresa, como si hubiera olvidado que me había recibido allí hacía media hora. Sin pronunciar palabra se volvió hacia su mesa, cogió algo y me lo entregó. Era una fotografía, la cuarta de la serie que me había enseñado últimamente. La escena, aunque estaba borrosa, no dejaba duda de lo que tenía ante los ojos.

El mismo espacio sucio que en las fotografías anteriores, en un plano bruscamente desplazado a la derecha, más iluminado y mucho mejor enfocado. En primer plano había un cuerpo masculino, evidentemente sin vida. No era el de Řehoř, porque tenía piernas. Se extendían hacia delante, en dirección oblicua al fotógrafo, de manera que el tronco y la cabeza se alejaban del primer plano. En el lado izquierdo de la fotografía se veían claramente unas zapatillas deportivas y unos pantalones desteñidos. El foco de iluminación debía de estar situado cerca, pero no entraba en la escena. Por su palidez e inclinación, por la altura desde la que brillaba y la forma de apuntar, supusimos que eran faros de automóvil. La cara del muerto se difuminaba más allá de su alcance, en el fondo semioscuro de la imagen. Aun así, no se podía pasar por alto que se trataba de una cara muy joven.

Una oscura camisa de cuadros, abierta, contrastaba con la claridad de la luz. Los pantalones con la cremallera abierta estaban medio bajados. La magra barriga descubierta despedía un brillo blanco, fantasmagórico, que recordaba un pez muerto, pero no ahogado, sino uno al que hubieran pescado y le hubiesen sacado las tripas aún vivo. La herida se extendía desde el pecho hasta el pubis. Era un corte reciente, que se entreabría debajo del ombligo. En el vacío negro del vientre se distinguía un resplandor metálico. ¿El cuchillo con el que habían matado al chico? No dudé que se trataba de un asesinato. A los cadáveres no se les practica la autopsia vestidos.

La imagen de la segunda víctima casi se confundía con el fondo en semipenumbra, mi mirada se posó sobre ella sólo después de asimilar el horror de la escena anterior. Sobre la agrietada y gris amarillenta superficie del muro —sin duda la pared de las fotos anteriores—, iluminado aquí por una mancha azul y allá por una línea del mismo color, se veía un círculo negro cuyo radio despedía en algunas partes reflejos dorados por efecto del foco. Me resultó extraño por dos razones: por un lado, la luz que aparecía en primer plano no era amarilla sino blanca; por otro, excepto los cinco o seis puntos dorados, lo que absorbía toda la luz era el interior del círculo negro. Delante de éste se desplomaba, igual que un títere, una figurita carbonizada con la cabeza inclinada sobre el pecho y las manos atadas a la pared. Su cara permanecía oculta, pero la luz revelaba claramente una especie de cilindro que surgía de la boca y cuyo perfil oscuro se recortaba contra la camiseta azul; recordaba un poco un puro. Lo más extraño era que los pantalones y la camiseta —a excepción de un par de manchas oscuras en los muslos— eran de un azul celeste idéntico, como si juntos conformaran un liso mono azul celeste que se ceñía al cuerpo igual que una cascara. ¿Se trataría de un uniforme?

Sorprendido, advertí que aquella escena, por triste que fuese, no conseguía inspirarme lástima. ¿Yo también era víctima del criminal? ¿No me habían destripado los sentimientos acaso? ¿No me había encerrado en un mono tan ceñido que no dejaba pasar la vida? ¡Eso no!

No, más bien fue la estética morbosa de esa imagen lo que impidió que me sintiese espantado. Era como una fotografía de una representación teatral sujeta con alfileres en un tablón de anuncios. Sí, exactamente así lo sentía. Una muerte dispuesta de esa manera no podía ser real. Sin duda el final de la obra lo justificaría, y quizás añadiría una explicación a las dos piernas arrancadas que ondeaban al viento sobre Vyšehrad y a la vieja colgada bajo el puente de Nusle. Pero ¿es ésa excusa suficiente para un corazón reseco?

Las siguientes palabras de Olejář sorprendentemente apoyaron mis reflexiones.

—De momento dejemos de lado las fotografías. No sé de ellas más que usted, pero creo que la cosa cambiará en cuanto reciba las ampliaciones. Mientras tanto le diré algo: ¿sabía que Řehoř recibió una carta anónima como la que tenemos aquí de Záhir? Es probable que Pendelmanová también. No teníamos ni idea al respecto, porque se lo callaron, pero cuando la semana pasada Barnabáš declaró que había recibido el mismo envío, el capitán Junek no perdió el tiempo e hizo investigar todo lo que quedó de Řehoř. La encontró en su escritorio. Para registrar el secreter de la ingeniera ya era tarde. No dejó herencia y el nuevo dueño del piso lo tiró todo. ¿Quién sabe cuántas advertencias como ésa pudo recibir? No debió de reconocer en absoluto de qué iba y seguro que lo tiró a la papelera enseguida.

—Últimamente se me ha ocurrido que las dos víctimas guardaban alguna relación con la arquitectura. ¿Ha considerado esa hipótesis?

—¿Qué quiere decir con esto de que se le ha ocurrido? —gruñó—. Venimos considerándolo hace ya mucho.

No pensaba pelearme, de modo que reí para mis adentros y con expresión de interés dejé que hablara.

—Es una pista muy sólida. A Záhir y a Barnabáš los vigilamos aún más de cerca. Ninguno de los dos es consciente de ello, lo que podría despertar su aversión. Por supuesto, no saben de ningún enemigo y colaboran de mala gana. Son unos brutos engreídos, los dos, y uno peor que el otro. Barnabáš vive como un maharajá, es un pez gordo, uno de los arquitectos más influyentes de Praga. Con mi gente no trata en absoluto, y aunque es muy probable que su vida corra peligro, no quiere dejarlos entrar en su casa de Betramka. ¿Sabe desde dónde tienen que vigilar su chalé? Desde el cenador del jardín. Y con Záhir la cosa no es mucho mejor. Alguna vez los recibe, sí, pero cada día está con una mujer diferente. Es imposible de vigilar, sencillamente.

—¿Y los dos muertos de aquí? ¿Cómo encajan en todo esto?

—¿Y por qué cree que tienen que encajar?

—Usted se ocupa personalmente del asunto. ¿Por qué no se lo confió a nadie cuando tiene en la ciudad a un asesino psicópata causando estragos? Sólo saco conclusiones.

—Es buen observador. Sí, algún presentimiento me impide traspasar este caso, además del hecho de que fui yo quien recibió estas fotografías y que no paran de llegar.

—Estoy de acuerdo. Y aún hay algo más: la última vez, le hablé de la teatralidad de los dos asesinatos de la Ciudad Nueva y del ataque a Záhir y, ¿lo ve usted? Estas fotografías son precisamente eso. Por un lado, por su disposición, su elaboración; por otro, por la manera en que le han sido entregadas. ¿Y si de ellas se puede sacar más de lo que distinguimos a simple vista? Son totalmente confusas, borrosas y…

—¿Cree que soy tonto? —me interrumpió—. Venga a ver algo.

Me señaló el monitor del ordenador, donde tenía las cuatro fotografías ordenadas de tal manera que ocupaban toda la superficie de la pantalla. Después amplió algunos detalles. La imagen se iluminó y se disgregó. Ya no se distinguían más que unas manchas angulosas extendidas. Me hacían daño a los ojos.

—Su razonamiento es correcto —continuó el coronel, algo más conciliador— pero voy un paso por delante. El ordenador, como en la mayor parte de los casos, no nos sirve para nada, pero ¿acaso no conocemos los métodos tradicionales para trabajar con la fotografía? En cuanto me llegó hice venir a Trug y le ordené que lo acabara antes de comer. Se ha devanado los sesos con esto y se ha negado a traerlo antes de mañana, pero me lo he trabajado un poco y ya está. Por suerte, conozco la manera de obligarlo a colaborar. Es un antiguo cirujano con el pulso poco firme. Lo que sí era firme era su posición en la junta municipal del Partido. Un día el pulso lo traicionó en una operación que no debía presentar complicaciones; se le murió un diplomático… pero no se desató un escándalo internacional: Trug se convirtió en forense. Antes no se podía hablar de esto, y hoy no sería conveniente hacerlo. Tampoco usted dirá nada. Me ha devuelto los originales de las fotos antes de que usted viniera, y no debería tardar en estar aquí con las ampliaciones. Aunque eso no asegure el éxito lo hará sudar sangre. —Con una sonrisa en los labios exangües, añadió, como para sí—: Que intente ahora protestar, el sinvergüenza.

Seguir haciendo observaciones sobre el ausente Trug, sin embargo, ya no tenía sentido, porque acto seguido el maldito doctor irrumpió en el despacho y entregó al coronel un fajo de papeles. Iba despeinado, tenía la barba encrespada, la frente ceñuda y la nariz cubierta de gotas de sudor. Llevaba unos pantalones de pana y una chaqueta de tweed; Olejář, evidentemente, lo había hecho llamar en el momento en que se dirigía a una clase.

—Ya no quedará mejor —gruñó el patólogo en lugar de saludar, y le dio un ataque de tos. Sin pedir permiso, se sacó del bolsillo un paquete estrujado de cigarrillos y encendió uno. Colérico y nervioso, soltó un humo pestilente y puso el paquete, en el que había una corta inscripción en cirílico, sobre la mesa. Sólo entonces se dio cuenta de que me encontraba en la oficina e hizo una mueca de disgusto, como si fuera yo el que apestaba y no él. ¿O le molestaba mi loción para después del afeitado con perfume a azucena? Tampoco es que yo estuviera entusiasmado con el encuentro. Aunque no sufría de ninguna enfermedad del oído como Olejář, Trug me repugnaba de un modo indecible.

Las fotografías se encontraban dispuestas sobre la mesa en abanico, como cartas. Aún estaban húmedas y hedían a sustancias químicas, entre las que pude distinguir el amoníaco, algún formaldehído, y además el beleño, o en todo caso algo que me amargaba la saliva. Pero ¿qué era eso comparado con el horror visual? Las imágenes de Trug estaban iluminadas con un hechizo malvado y fácilmente (demasiado fácilmente) legible. Parecían tridimensionales, instantáneas del mundo real. Olejář y yo las miramos atónitos, mientras procurábamos reprimir nuestra ansiedad y el diabólico doctor se inclinaba sobre nosotros y nos arrojaba azufre detrás del cuello.

En la ampliación de Trug seguía sin distinguirse la naturaleza del círculo negro sobre el fondo gris y borroso con garabatos azules. Ahora parecía más bien un aro apoyado en la pared, envuelto en papel oscuro, a través del cual de vez en cuando brillaba el oro. Tenía clavadas algunas espinas decoradas que se dirigían justo hacia el objetivo de la máquina fotográfica. En estas agujas estaban atados los esbeltos brazos del cadáver, sentado en la pared dentro del círculo. El mono azul liso, que hacía un momento había atraído tanto nuestra atención, había desaparecido. El traje del difunto era su propia piel maltrecha. Seguí con la cabeza gacha y en sus labios había un tazón de aluminio.

Trug había encuadrado el cuerpo en primer plano, de manera que pudimos reconocer cada rasguño y magulladura de la zona del ombligo, el pecho y el cuello. También se veía mejor la cara: lisa de expresión, tranquila y tristemente joven. ¿Dieciséis años? ¿Diecisiete? Lo que más atraía la atención era el terrible tajo en el estómago, sobre todo el punto donde se abría. Saltaba a la vista que la piel de esa parte del cuerpo —sobre todo a la izquierda del vientre— estaba artificialmente abombada. En la oscuridad, entre los extremos de la herida, refulgía argentado el metal: una barra terminada en una cabeza redonda, envuelta en un impreciso material verde. Una especie de chincheta.

A causa de la visión de la escena de los dos cadáveres y del hedor a tabaco ruso me empecé a marear. Me levanté y fui hasta la gran ventana del coronel, que se podía abrir. En el momento en que me asomé hacia afuera y llenaba mis pulmones con el aire de Praga, que olía como el jardín del Edén en comparación con el cigarrillo de Trug, en la torre de San Esteban empezaron a tocar a misa de doce. El sonido de las campanas atrajo mi mirada y posé los ojos en el reconfortante frontón de la torre, decorado con una corona real dorada. Esa visión me descubrió el significado de la advertencia del fotógrafo.