Soy libre como una piedra
que cae ahí donde cae.
Soy libre como aquel
que hizo una promesa.
R. Weiner
De camino al hotel tropecé por dos veces con los adoquines. Las lámparas de sodio del alumbrado público parpadeaban rosáceas y sólo muy lentamente se atrevían a ponerse al rojo vivo. Habían modificado el recorrido del tranvía número tres, de modo que tuve que bajarme en la calle Myslíkova. Tropecé y caí en medio de la calzada, se me abrió una maleta y vomitó sobre la acera un par de libros en rústica. Excepto un espejito roto, volví a guardarlo todo y a punto estuve de perder la vida cuando de la oscuridad surgió a toda velocidad un coche blanco que hizo sonar el claxon y pasó rozándome. Lo miré alejarse como a un enemigo de cuya arma me había escapado por los pelos. Desde el río brillaban los escaparates cuadrados de Mánes, semejantes a televisores encendidos. Tras los cristales se movían sombras con vasos en la mano. Debía de tratarse de alguna inauguración: oportunidad para los invitados y pantomima enajenadora para los profanos que estaban fuera.
Era extraño, pero ninguna ventana del hotel Bouvines aparecía iluminada en recepción, distinguí el brillo verde de una lamparita y, a su lado, una cabeza inclinada sobre un libro. Me acerqué, y sin darme tiempo a presentarme, el recepcionista me saludó y dijo que me esperaba. Descolgó una llave de un tablero que había a sus espaldas, me la entregó y me explicó que el señor Gmünd había tenido que marcharse por un asunto urgente, pero que no me preocupara y fuera a la suite. Habían dispuesto para mí la habitación azul.
Cerró la puerta acristalada y colgó en ella un cartelito con la frase «back soon». Después me ayudó a llevar las maletas. Dijo que el ascensor no funcionaba; el señor Gmünd era tan pesado que había reventado los cables de acero. Tardé unos segundos en captar la broma, pero también entonces guardé silencio, porque había ofendido a un hombre generoso. Colocó las maletas delante de la puerta de la suite y esperó. Cuando le aseguré que ya no necesitaba nada, se despidió. Su impertinencia me vino bien; si hubiera querido darle una propina, no habría sabido de cuánto.
En la suite de Gmünd se estaba a gusto, hacía una temperatura ideal. En la oscuridad del recibidor pestañeaba, desvelada, la pequeña luz naranja del termostato. A tientas, di con el interruptor y lo pulsé; en las paredes pintadas de crema se encendieron suavemente tres candelabros eléctricos de dos brazos. Arrastré las maletas hasta dejarlas bajo el colgador de madera y puse la mochila encima. El bastón y el impermeable de Gmünd no estaban. Sólo el paraguas apoyado en el rincón revelaba que allí vivía alguien. El recibidor estaba limpio, ni una mota de polvo afeaba la alfombra de un verde apagado. Me pareció extraño no ver por ningún lado unos zapatos, ya que un ricachón como Gmünd debía de tener muchos pares. Sin duda estarían en los tres armarios bajos de la pared de enfrente. Ardía en deseos de mirarlos, pero logré vencer la curiosidad.
En el recibidor había cuatro puertas: dos a la izquierda, una enfrente y una a la derecha. Por lo que recordaba de mi primera visita, la puerta de enfrente conducía al salón donde había estado. Así que me volví hacia la primera puerta de la izquierda; esperaba que correspondiese a la habitación azul. Cogí el picaporte, abrí y retrocedí sorprendido. Tras la puerta vi un pasillo estrecho que debía de discurrir paralelo al gran pasillo del hotel situado tras la pared maestra. En el pasado el edificio había sido un fuerte con una torre central; en las épocas del barroco y el clasicismo fueron construyendo gradualmente alrededor cómodas habitaciones y en torno a ellas algunas galerías que, con el tiempo, se convirtieron en pasillos. Sí, durante un proceso de construcción tan lento pudo pasar que quedaran espacios muertos sin finalidad aparente: por ejemplo aquel pasillo. Debía de medir cinco o seis metros y al fondo había una puerta cerrada. Era realmente muy estrecho, casi rozaba con los hombros las paredes, que por ser de color rojo hacían que resultase especialmente desasosegador.
Me volví hacia la segunda puerta de la pared de la izquierda del recibidor y la abrí. Una despensa… ¡No, un cuarto oscuro! En la pequeña estancia, donde cabía como mucho una persona, había una mesita de patas metálicas y, sobre ella, una ampliadora fotográfica con funda de plástico. En las estanterías de hojalata vi cubetas de plástico, varias bombillas, dos cronómetros y montones de cajas de cartón amarillas, rojas y grises, sin duda llenas de papel fotográfico. Adosado a la pared había un estrecho e inusualmente profundo lavabo esmaltado que, obviamente, había sido instalado especialmente para tareas de laboratorio. Se parecía a un bolso. Por encima de él asomaba un grifo de latón. Junto al techo, sobre los estantes, había un pequeño y renegrido respiradero circular. Bajo la mesa vi una silla.
Cerré ese cuarto procurando no hacer ruido y fui hacia la puerta tras la cual, como estaba convencido, se encontraba el salón de Gmünd. Miré dentro. Todo estaba como la vez anterior. Una cuña de luz cayó sobre la gran alfombra blanca cuyo espesor y suavidad resultaban tentadores. Cerca, en la penumbra, estaba la mesa sentado a la cual había cenado la última vez, y más allá, al lado de la oscura chimenea, el mueble bar. Las cortinas se encontraban corridas. Estaba casi decidido a esperar en esa acogedora habitación el regreso de mi anfitrión, pero cambié de idea. No quería dar la sensación de una persona que ni siquiera era capaz de alojarse aunque la hubiesen invitado a hacerlo. Prunslík se habría reído de mí.
Probé con la última puerta del recibidor, la que quedaba a la derecha en el pasillo. Resultó ser lo que en parte suponía y en parte deseaba: el cuarto de baño. También me sorprendió. No pude dejar de fijarme en que el asiento de la blanquísima taza de porcelana constaba de tres elementos: la parte de abajo, fabricada con alguna rara madera, seguramente caoba, era excepcionalmente ancha y sobre ésta se podía poner un adaptador, como los que provisoriamente instalan las familias con niños pequeños. También éste era de madera, más clara, supuse que de nogal. Ambos estaban cubiertos por una tapa bastante pequeña, más clara que la anterior todavía, con incrustaciones que recordaban un tablero hecho con las dos maderas nobles de debajo. A un lado de la taza, en la pared, había una radio en un estante de obra; al otro, un botiquín acristalado lleno de botellines de vidrio de distintos colores y pequeñas cajas blancas de metal.
Volví al recibidor, decidido a entrar por la primera puerta que había abierto y atravesar el estrecho pasillo en dirección a la habitación azul. Me armé de valor y di un paso hacia adentro. El pasillo parecía más bien un armario ropero, y sin luz. Pero allí no había nada, ni colgadores para trajes ni barra para perchas. El forro rojo que cubría las paredes y el techo bajo era blando al tacto. No encontré costuras por ningún lado.
Creía que bastarían dos o tres pasos para llegar a la puerta del extremo opuesto, pero tuve que dar más de diez. Cuanto más me internaba en él, más se estrechaba el pasillo. Al final tuve que inclinar la cabeza y ponerme de lado. También el techo era allí más bajo que en la entrada. La primera impresión era que se trataba de una ilusión óptica producida por las líneas convergentes, pero lo cierto era que aquel corredor realmente se encogía a medida que uno avanzaba por él.
Al final de aquel ropero, las paredes estaban tan cerca la una de la otra que apenas permitían pasar. Sentí que me faltaba el aire. Tendí la mano hacia la puertecita que tenía delante. No era mucho mayor que un tragaluz ni tenía picaporte. Hacia la mitad estaba la cerradura. Esperé que no se encontrase cerrada. Si finalmente se abría a mi cuarto azul, había ganado. Si no, debería volver y aguardar en el salón a que llegara mi anfitrión.
No habían echado la llave. La puerta protestó un poco, pues estaba fijada a un muelle muy resistente. Me agaché, avancé hacia la oscuridad y caí por unas escaleras. No las vi, pero pude palparlas. La pequeña puerta quedó por encima de mí. El suelo del pequeño pasillo rojo debía de elevarse levemente, aunque no me había dado cuenta de ello.
La puerta se cerró tras de mí y me encontré en medio de una oscuridad impenetrable. No veía nada en absoluto, ni mi mano, que a fin de comprobarlo levanté ante mi cara. Después advertí que, si bien la oscuridad era absoluta, no se podía decir lo mismo del silencio. De algún lugar me llegaba un débil murmullo. Me puse en pie, palpé la pared junto a los escalones y di con el interruptor.
La oscuridad se convirtió en el recibidor desde el que hacía un momento había pasado al pasillo rojo. Empezó a darme vueltas la cabeza y volví a tender la mano hacia el interruptor, esta vez para apagarlo. Me imaginaba a mí mismo en una pesadilla: salgo de algún sitio, doy un par de pasos hacia delante y llego al lugar de donde he partido.
Respiré hondo y encendí nuevamente la luz. No era el primer recibidor, sino un segundo que se le parecía mucho. La iluminación, la alfombra verde y las puertas de alrededor parecían iguales, pero existían algunas diferencias. A mi lado, en un rincón, había un colgador, pero no vi ningún paraguas. En el primer recibidor, además, faltaban los dos escalones por los que acababa de caer, y desde ahí se salía al pasillo del hotel. Detrás de mí sólo estaba la puerta por la que había entrado. Me apoyé en la pared y comprobé con satisfacción que ésta era firme. A la derecha, junto a una especie de hornacina, había otra puerta, un par más en la pared perpendicular a la mía, y otras dos en la que estaba enfrente. Con la que daba al pasillo rojo sumaban seis.
Me decidí a avanzar en sentido contrario al de las agujas del reloj y me acerqué a la primera puerta. En cuanto la abrí quedé estupefacto. Ante mí tenía un salón oscuro con una alfombra blanca. Lo estudié. Desde el lugar donde había engullido el refrigerio de Gmünd no había notado que la sala, que de hecho describía un cuarto de círculo alrededor de la torre central de la casa, tuviera esa salida.
Pasé a la primera puerta que había a la izquierda. No se diferenciaba en absoluto de las restantes, y sin embargo algo me impulsó a llamar antes de abrirla, a pesar de considerar que el piso se hallaba vacío. La parte anterior de la habitación estaba separada de la posterior por un falso tabique con un techo bajo y unas pesadas cortinas de brocado, descorridas y atadas con cordones claros con flecos. La luz del recibidor arrancaba destellos rojizos al tejido. Al fondo, bajo una ventana, había una cama doble, y junto a ésta una mesilla de noche con un montón de libros. Tras la cortina asomaba una máquina de escribir y unos paquetes abiertos de hojas blancas. La ventana daba al oscuro patio del hotel. En la parte anterior, había una mesa de cartas, una butaca, un armario antiguo y una vitrina en la que se apretujaban varios libros, en la pared de la izquierda distinguí el perfil de una puerta. En la atmósfera se percibía un levísimo aroma a tabaco. Y aún me di cuenta de algo más. El murmullo que rompía el silencio sepulcral de las habitaciones, en aquélla se oía alto. Permanecí fuera. Sin duda se trataba de la habitación del caballero de Lübeck. Cerré la puerta intentando no hacer ruido, lo que era absurdo.
Fui hasta la siguiente puerta y pegué el oído, porque me pareció que el ruido sibilante procedía precisamente de allí. No me equivocaba, pero en cuanto me convencí de ello el ruido cesó. Me asustó un tintineo metálico. ¿Habría alguien dentro? Después se oyó un ligero golpeteo, un frufrú, y volvió a hacerse el silencio.
No quería huir, tanto miedo no tenía. Incluso me atreví a mover suavemente el picaporte. Ahí había alguien, de eso me di cuenta en cuanto se filtró luz por el resquicio de la puerta y olí un aire cálido y húmedo cargado de un perfume que me recordaba una rosa a punto de marchitarse. Entreabrí sólo un poco y miré dentro. Vi una pequeña antesala con cuatro puertas: la primera, donde yo estaba, y la opuesta, doble, entreabierta y las laterales cerradas. Calculé que la de la derecha debía de conducir al dormitorio de Gmünd, pero fue la puerta doble de enfrente la que llamó mi atención. Tras sus hojas se veía un cuarto de baño iluminado: un fragmento del lavabo con grandes grifos de latón, sobre él un espejo y unas baldosas color crema discretamente veteadas. Y al lado… algo extravagante: una enorme tina de madera de la que ascendía vapor, no hacia el techo, sino hacia un dosel, una especie de tienda turca, con pesadas cortinas semicorridas de un rojo intenso, adornadas con una sinuosa banda blanca y largos flecos negros. ¡Era el cuarto de baño de la dama de un castillo! De allí procedía el murmullo.
Alguien tenía que haber cerrado el grifo. Me dispuse a irme: quien hubiera cerrado el grifo sin duda se hallaría en una de las habitaciones laterales. Pero no esperaba que siguiera todavía en el cuarto de baño. Delante del lavabo apareció de repente una mujer desnuda. Tenía una melena, negra y larga, que estaba recogiéndose en una coleta. Entre los dientes sostenía pasadores y miraba fijamente su imagen en el espejo. Me dio pena que fuera un espejo tan pequeño, porque sólo reflejaba su cabeza y su cuello. Vi el perfil de sus pesados pechos que recordaban peras maduras, más claros que la piel de los brazos. Apliqué el ojo a la rendija de la puerta y memoricé cada movimiento de aquel esbelto cuerpo. Era Rozeta.
Desplacé la mirada hacia sus nalgas, tersas como la seda hasta el lugar donde la grasa provocaba hoyos en la piel. Entre las caderas y los firmes muslos, advertí la presencia de una extraña prenda interior, demasiado pequeña y ajustada, y brillante como el metal pulido.
Se puso de puntillas y apoyó el cuerpo en el lavabo. Se oyó un sonido metálico y en aquel instante, a la altura de la cadera, osciló un pequeño cerrojo. Parecía un blasón en medio del cual hacía unas muecas sombrías el tortuoso ojo de una llave. Antes de que se cerrara la puerta del cuarto de baño, vi en el espejo los ojos de Rozeta y en ellos una expresión de sorpresa.
Me volví hacia el recibidor e intenté orientarme. Quedaban sólo las puertas de la pared opuesta a la salida al pasillo rojo, la última posibilidad para entrar en la habitación azul. No había tiempo para reflexionar, tenía que esconderme antes de que Rozeta fuese a comprobar quién la había estado espiando. Era probable que tuviese un arma. Estaba convencido de que me había reconocido, pero si me quedaba allí… Abrí la puerta más cercana. Otra antesala oscura. Me deslicé dentro y cerré tras de mí. Con el codo, a tientas, di con el interruptor y lo pulsé.
Allí la distribución era diferente. A la derecha estaba el cuarto de baño, y en el lugar reinaba un desorden completo. La habitación estaba repleta de muebles, hasta el punto de que parecía imposible que aún cupiera alguien. Semejaba el escenario de un teatro. En medio había dos armarios muy juntos y a su alrededor varias sillas, mesitas, taburetes y atriles con flores, también una parrilla de hierro que identifiqué como un brasero medieval, un destartalado piano vertical y dos esculturas clásicas de yeso de tamaño natural sobre sendos pedestales. Un torso masculino sin cabeza servía de colgador, en la mano y en el hombro sujetaba chalecos, chaquetas y abrigos oscuros. Del cuello de un torso femenino al que le faltaban las manos colgaban varias corbatas de colores. Los vestidos, algunos usados y otros nuevos, se amontonaban por el suelo, y había también muchas camisas todavía envueltas en celofán.
A pesar del caos, daba la sensación de que podía vivirse en él. Observé que los muebles estaban dispuestos de modo tal que entre ellos quedaban pequeñas callejuelas por las que llegar a la parte de atrás. Allí donde, según intuía, debía de estar la cama.
Volví a la antesala y oí que se abría la puerta del recibidor. Sabía que era Rozeta. Seguramente iba a comprobar si la mirada que la persona a la que había parecido ver fisgando por la rendija de la puerta entreabierta sólo era fruto de su imaginación.
No podía salir al recibidor pero, según mi estimación, la única puerta que me quedaba ahí debía de conducir al mismo lugar que la última puerta de donde me encontraba: la habitación azul. Me arrimé a ella y, finalmente, entré en el que durante los próximos días sería mi hogar.
Vi una desgastada alfombra de un gris metálico, un sofá cama con tapizado malva, cortinas de color aguamarina, una mesa cubierta con un mantel con motivo provenzal, cuadros en los que aparecía un estanque y un lejano cañizal, una lamparita de mal gusto con la forma de una campánula. Aquella habitación azul no era para nada bonita, sino más bien fría, impersonal y triste, realmente, como la de un hotel. Era curioso, pero en cuanto cerré la puerta y dejé a Rozeta, Gmünd y Prunslík a merced de su morada tenebrosa y fantasmal, empecé a sentirme como en casa.