Capítulo 14

Corta estas cadenas, quítate las escamas de los ojos.

Sólo a un loco en su demencia le puede parecer

que gira alrededor de lo que gira con él.

T. S. Eliot

El lunes me levanté temprano. Eso le gustó a la señora Frýdová, que desde las seis miraba la televisión. Me preparó tres huevos revueltos con tocino, y cuando desplegó ante mí ese desayuno real, expresó su convencimiento de que yo había encontrado trabajo, que podía verse en mi cara. No me sentí con ánimo para negar con la cabeza, así que musité, con un bocado de pan en la boca, que algo de eso había. Mientras comía, observé que era una mañana sucia, de un gris amarillento, como si fuera a nevar. Tras la ventana, el mercurio del termómetro se acercaba al cero.

Mientras tanto, empezó a nevar en la pantalla del televisor. La casera dio un golpe al aparato y la ventisca se hizo más densa. Después apagó el televisor y se sentó delante de mí. Empezó a preguntarme qué había estado haciendo últimamente. Con una disculpa, me retiré a mi habitación, pero ella vino tras de mí; no la había ventilado y las mantas estaban esparcidas sobre los muebles. En el pequeño escritorio había tres libros abiertos que llamaron su atención. La señora Frýdová no esperó mi consentimiento y se acercó para echar un vistazo. Crónica real de Praga, Cuentos y leyendas de Praga, Arquitectura parlante de la ciudad de Praga. Enarcó las cejas con expresión interrogativa y dijo que esperaba que no volviese a aquella estúpida escuela. La tranquilicé respondiendo que ni se me había pasado por la cabeza. Después saqué la sierra de debajo de la cama y en tono resuelto le anuncié que tenía que ir inmediatamente a la policía. Bizqueó sorprendida y abandonó la habitación sin pronunciar palabra. No vio la monstruosa planta.

Salí demasiado pronto, pues quería llegar lo antes posible. Decidí ir a pie hasta la comisaría de la calle Na Bojišti. Los edificios prefabricados dormían, los jardines de la pendiente estaban envueltos en el frío, las aceras, sumidas en el silencio. Andaba con paso silencioso. Sólo las calles aullaban; tras las ventanillas de los autobuses centelleaba de vez en cuando alguna cara humana, un borrón claro y alargado. Me sentía una excepción en esa ciudad noctámbula, una ciudad que se dirigía hacia lo desconocido: el único peatón, un caminante, un autostopista. Incluso me permití el pecado de la egolatría; cuando alrededor de mí resolló el enésimo autobús, intenté mirarme a mí mismo con los ojos de una de las pálidas caras que estaban encerradas en él: un indio solitario con un poncho gastado que se dirige al bosque con una sierra al hombro. Sin duda este hombre se mueve, pero en comparación con la velocidad de los automóviles parece como si simulara que camina pero sin moverse del lugar. Algún holgazán, piensa ese rostro pálido. ¿Esperará que alguien se le una? ¿Quién se atrevería, si le pisa los talones el monstruo del Tiempo y está a punto de rebanarle el pescuezo? ¡Si el tiempo devora en primer lugar a los lentos, los que no llegan! Los que no han huido en su presencia. Los enreda en sus vísceras y los hace volver sobre sus pasos.

† † †

En parte deseaba encontrarme con Rozeta en la policía, pero cuando entré en el amplio despacho del capitán, antes de las diez, Olejář estaba solo. Sin apartar la mirada de la pantalla del ordenador, me hizo seña con la cabeza de que me sentara. Tras las grandes ventanas, cuyas persianas estaban abiertas, caían copos de nieve de un cielo verdoso. La acera estaba cubierta por un manto blanco que sin duda desaparecería antes del mediodía. La torre de San Esteban se recortaba en la neblina.

Desenvolví la sierra y me la puse en mi regazo. Rocé adrede con el marco la silla de metal para atraer la atención del coronel.

No manifestó el esperado entusiasmo, pero al menos el hallazgo le interesó tanto como para hacer examinar la herramienta en el laboratorio. Cuando se la hubieron llevado, me pasó unas fotografías.

—La primera llegó el jueves y la segunda el viernes —dijo—. Esta última hace un rato.

Las cogí y las examiné con detenimiento. Eran muy oscuras, pero aquí y allá se percibía un punto más claro, de un rojo apagado. En la primera imagen no se veía casi nada, aunque seguramente era un suelo polvoriento con escombros y tres o cuatro guijarros. No había modo de saber cómo eran de grandes. Tras ellos se levantaba un muro sucio, ocre o tal vez gris. En la otra fotografía, algo más clara, se veía el mismo lugar, al parecer una habitación, pero el plano estaba desplazado hacia la derecha. Las dos piedras del borde izquierdo de la primera fotografía ya no estaban, mientras que a la derecha aparecía una mancha azul. Las imágenes habían sido tomadas por la noche o al atardecer, sin flas. La tercera instantánea enfocaba todavía más a la derecha. Aparecían en el fondo unas manchas azules, una de las cuales debía de ser una especie de bruma. A causa de la falta de luz, sin embargo, no se adivinaba qué representaban. Igual que las dos primeras, también esta fotografía estaba mal enfocada. En el borde mismo una mancha negra cubría una línea curva blanca y difuminada. Tenía el extremo redondeado y de arriba abajo ocupaba como una sexta parte de la escena.

Me encogí de hombros.

—Debe de ser otra advertencia, esta vez dirigida a usted —dije—. Se toman su tiempo, lo hacen de manera intrigante, para que empiece a tener miedo como Dios manda. Mañana y pasado seguro que enviarán otras, y después se enterará de lo que quieren de usted.

—Nunca me ha pasado algo así en toda mi carrera. Hasta ahora. Es sospechoso. Como si… De todas maneras también puede tratarse de un loco que se divierta desmedidamente con esto. Alguien como ese viejecito que nos llamó la semana pasada. Creo que fue el martes. Sí, el martes por la tarde. Le aseguró a la telefonista que se había perdido una diadema, así que ella nos lo pasó a nosotros, a robos. Resultó que el objeto no se le había perdido a él sino a todos nosotros. No tenía sentido. Vociferaba al aparato que estaba mirándolo y que no estaba, y también que últimamente debajo de la ventana veía gente muy rara, mientras que en todo el año no hay manera de encontrarse con un solo policía.

—¿Decía que miraba algo que no estaba, y que ese algo era una diadema?

—Sí. No lo tomaron en serio, pero anotaron su nombre y dirección, porque insistió. Le invité a venir, pero se niega a dejar su piso. Vive cerca de aquí.

Me ofrecí a hacerle una visita. El coronel no puso objeciones y me pareció que más o menos contaba con ello. Quizá se alegraba de no tener que ocupar a los suyos con un recado así. Me tendió el papel con las señas y me lo metí en el bolsillo.

Finalmente pude plantearle a Olejář la hipótesis a la que habíamos llegado con Gmünd. Con los ojos entornados, escuchó concentrado lo que le decía. Cuando acabé, llamó a la secretaria del despacho contiguo y le pidió que le buscase el expediente del caso Pendelmanová. Mientras esperábamos en silencio, él miraba por la ventana y se limpiaba las orejas con un pañuelo enrollado. Cuando la chica se presentó con la carpeta, él la abrió, la repasó con la mirada y me la entregó. Se comportaba como si estuviera haciéndome un honor excepcional.

Miré la primera página. Estaba ahí. La ingeniera Milada Pendelmanová había trabajado durante casi treinta años en una oficina municipal, siempre en el sector de la planificación territorial.

—De modo que tenía razón —dije, incapaz de mostrar mi satisfacción—. Nada de política, sino arquitectura.

—¿Y el motivo? —Olejář me miraba por entre una nube de humo de cigarrillo. En la expresión de su rostro leía sorna y dudas.

—Aún tendremos que averiguarlo. En cualquier caso, una sola persona mató a Řehoř y a Pendelmanová, según todos los indicios un loco rematado, un individuo altamente peligroso con gusto por los efectos teatrales. Y entre los dos asesinatos, por poco mutila a Záhir. También ésta fue una de sus escenificaciones teatrales.

—¿Realmente piensa que sería capaz de ello una sola persona? Recuerde los obstáculos que tuvo que superar: la valla del puente de Nusle, las escaleras de la torre de San Apolinar, los postes que hay delante de Vyšehrad.

—No olvide que tenía a su disposición una grúa móvil.

—Claro, no me olvido de eso, pero explíqueme entonces. La vieja sin duda debió de darle menos trabajo que Záhir. Éste, por otra parte, nos brindó una descripción del secuestro, pero ¿qué hay de Řehoř? Era un tipo grande como una montaña, ¿y dónde está ahora? Su familia sólo podrá enterrar un par de piernas.

—Pues entonces lo hizo un grupo. Terrorista, sectario, quizá las dos cosas.

Titubeó.

—Puede que tenga razón, —dijo—; pero ¿por qué no han reivindicado los asesinatos? Un terrorista no se comporta así. En cualquier caso, haré examinar otra vez los adoquines que arrojaron a Pendelmanová y a Řehoř, así como la carta que recibió Záhir.

¡Vaya! Así que también Řehoř estaba entre los que habían recibido un adoquín. Recordé el mío, escondido en mi casa, en una mesa. Al principio quería mantenerlo en secreto, pero le conté a Olejář mi experiencia en el instituto Hlava. No me referí a la imagen de Rozeta en la ventana y, por supuesto, tampoco dije nada sobre el animal que había visto en la mesa de disección. Le expliqué que había ido a buscar a un conocido, los delincuentes me siguieron y aprovecharon un momento oportuno para intimidarme.

Olejář me escuchaba y su mirada se fue oscureciendo. Después estalló en cólera y me prohibió que investigara por mi cuenta. Me regañó por no habérselo dicho todo enseguida el viernes. Al final, en un tono más suave, me instó a que le llevara el adoquín para que lo compararan con el resto. Volvió la mirada hacia la ventana y añadió que no quería que yo pesara sobre su conciencia.

Su preocupación parecía sincera, pero quizás ocultara una amenaza.

† † †

Antes de las doce se levantó y me invitó a almorzar abajo, en el comedor. Acepté. En la barra elegí un primer plato vegetariano y sopa de guisantes. Dios sabe por qué, la joven cocinera me llenó el plato hasta el borde; me di cuenta de que ella y otra chica se reían. Durante el camino fue imposible no derramar un poco de sopa en la bandeja. Olejář enarcó las cejas imperceptiblemente, tal vez sorprendido por mi elección; él se había saltado la sopa. Le sirvieron una cerveza y pidió otra para mí. Antes de pagar por los dos, puso de un golpe el vaso en la bandeja, de modo que su contenido a punto estuvo de esparcirse sobre el almuerzo. En el plato sólo quedaba la mitad de la sopa. De la cocina salía un vapor que olía a carne adobada, ajo y jengibre. La sala estaba totalmente llena. Las manos empezaron a temblarme de los nervios, me parecía como si todas las cabezas se hubieran levantado de sus platos y vigilaran cómo me tambaleaba por las baldosas resbaladizas con la bandeja cargada. Se hizo el silencio y todos, incluidos los que estaban sentados de espaldas, se volvieron hacia mí. Se me nubló la vista, empezó a darme vueltas la cabeza, me salió sangre de la nariz. Aquella situación tan estúpida me desconcertaba.

Levanté la cabeza, pero no lo bastante deprisa. Sobre el labio superior me hizo cosquillas un manantial caliente y un par de gotas cayeron sobre la sopa espesa. Guiñé para eliminar las lágrimas que me provocaba el vapor de la cocina. Estaba en medio del comedor. Miré de soslayo al coronel, que, sentado a una mesa libre en el otro lado, me hacía señal con la mano. Aparte de él, nadie me miraba, no oí ni una risita, lo cual me alivió. Ya con paso más seguro, crucé el comedor.

Entonces, estuve de nuevo en un tris de dejar caer la bandeja. A la derecha, cerca de la cinta móvil para recoger la vajilla, vi a Rozeta, sola en una mesa. Me hubiese gustado muchísimo sentarme con ella, pero no me atreví a exhibir ante su mirada mi sangrante nariz. Me sorprendió su cara; de nuevo parecía, una vez más, completamente cambiada. No quedaba ni rastro de la cara demacrada que había distinguido tras la ventana del instituto Hlava. Vi las mejillas llenas, el fuerte cuello ahogado por la ropa, la carnosa espalda metida en la camisa negra del uniforme; «un armatoste de un metro de ancho», como dice el antiguo verso. ¿Cómo podía alguien engordar tan rápidamente? El uniforme se había encogido y comprimía el cuerpo con sus firmes costuras. Una policía encarcelada en su propio uniforme. Una mujer aprisionada por su propio cuerpo. Ante Rozeta había un plato hondo y dos llanos. Los tres estaban vacíos. Y además tenía tres tazones. Uno casi vacío y dos llenos. Pudín de vainilla con zumo de frambuesa y nata. El primer tazón se lo acabó en el momento en que yo pasaba por su lado. Aún vi cómo lo apartaba e iba por el segundo. Parecía desgraciada. Me obligué a seguir adelante.

La cinta móvil rechinaba sobre el barullo de voces, los platos sucios tintineaban en ella. Me imaginé que los repugnantes restos de comida que se llevaba a la cocina acabarían en la insaciable boca de Rozeta. Rápidamente miré por la ventana del lado izquierdo de la sala para relajarme con la visión del cielo. Daba vueltas en éste una bandada de cuervos.

Durante la comida Olejář se puso a hablar de los chicos a los que la semana anterior se había tragado la tierra. Según había averiguado por sus padres, tenían diecisiete años y asistían al instituto de idiomas; los dos eran estudiantes mediocres. Últimamente se habían hecho bastante amigos, se visitaban a menudo e iban juntos a conciertos. La policía, por supuesto, conjeturó que los jóvenes se habían puesto de acuerdo y habían huido de casa, pero los padres desmintieron tales sospechas, porque los conflictos familiares, si así podía llamárselos, nunca habían sido particularmente dramáticos. Los investigadores dedujeron que debía de tratarse de una excursión secreta, quizás al extranjero, de la que los padres no estarían enterados. Sin embargo, esta presunción la contradecía el hecho de que los chicos no se habían llevado objetos personales ni los documentos para viajar. Se habían marchado vestidos para un tiempo inclemente; el que se había llevado consigo el skate le dijo a su madre que había quedado con su amigo en la plazoleta del teatro Nova Scéna. Estaría de regreso en casa hacia medianoche. La policía, entretanto, insistía en la idea de una excursión secreta; Olejář recordó que hasta no hacía mucho estaban de moda los viajes a Ámsterdam.

Señalé que eso había sido en la época en que en Praga no era tan fácil conseguir drogas. Me interrumpió agitando la mano: él también lo sabía, pero delante de esa gente por lo visto los policías debían comportarse como si tuvieran de dónde agarrarse. En realidad estaban perplejos y esperaban que los chicos estuvieran de juerga por ahí y aparecieran después del fin de semana. Pero no aparecieron. Admití que quizá me había equivocado al tomar su desaparición a la ligera.

Mientras bebíamos el café, se sentó a nuestra mesa un hombre robusto con bata blanca que atacó furiosamente con el cuchillo un filete de dura carne de vaca. Tenía el pelo negro, algo grasoso y con un brillo metálico, y un espeso bigote del mismo color, pasado de moda, y sin embargo, minuciosamente cuidado, con las puntas levemente vueltas hacia arriba. En la nariz llevaba unos quevedos, que hubieran dado a su dueño, junto con la bata blanca, una expresión de severidad y autoridad, de no ir mugriento y apestar a sudor. Parecía salido de algún daguerrotipo del siglo XIX.

Estaba seguro de que no era la primera vez que lo veía, y él me echaba miradas mientras masticaba como a alguien a quien conociera pero que no le inspirara ninguna simpatía. Olejář me lo presentó como el doctor Trug, patólogo forense y profesor de Anatomía en la universidad. Entonces caí en la cuenta: recordé que lo había visto por primera vez el lunes anterior, cuando llegó de muy mala gana al Palacio de Congresos en busca de las piernas del asesinado Rehor, y me lo había encontrado por segunda vez el viernes, en el pasillo del instituto Hlava. ¿Era él quien estaba diseccionando el unicornio?

Él era tan buen observador como yo, y también me recordaba. Enseguida se puso a hablar conmigo; quería saber qué hacía el viernes en el instituto. No podía poner la excusa de que había ido a ver a un amigo, porque sin duda allí conocería a todo el mundo, de modo que con una expresión gélida respondí que estaba siguiendo una pista, pero que no podía decir cuál, porque era confidencial. Al oír estas palabras, el coronel entornó los ojos, pero no abrió la boca. Sacó del bolsillo de la chaqueta un pañuelo y se lo llevó a la oreja derecha. Trug se encogió de hombros y me formuló una pregunta que hizo que se me atragantase el café: ¿tenía algo que ver mi visita con una ventana rota en la sala de disección? Lancé una mirada a Olejář, que, medio escondido tras el pañuelo, sacudió la cabeza imperceptiblemente. De manera que contesté que no sabía nada de ninguna ventana rota.

Mientras comía, Trug nos informó de los resultados de las pruebas de presencia de sangre en la hoja de la sierra. Habían dado positivo. Sonreí satisfecho. Olejář, que por esta vez se contuvo exquisitamente, sólo asintió que sí con la cabeza. En la mirada que me dedicó había por un lado reconocimiento —lo cual duplicó mi satisfacción— y por otro ironía por mi alegría infantil. Cuando se percató de ella, el doctor se volvió con expresión de disgusto hacia el coronel y a partir de ese momento sólo habló con él. Estaba contento de habernos alegrado, pero lamentaba tener que decepcionarnos. Por iniciativa propia había intentado comparar la muestra de sangre de la sierra con la de las piernas encontradas, pero no lo había conseguido. El agua sucia del Botic, llena de productos químicos, había deteriorado tanto el metal que a duras penas se podía distinguir la presencia de nada. El grupo sanguíneo y la antigüedad de la muestra no eran identificables.

† † †

Por la tarde visité al viejo que el martes había llamado a la policía. Vivía justo en la calle Lípová, cerca del cruce sobre el cual el prisma de la torre de San Esteban se recortaba contra el cielo del atardecer.

El hombre se llamaba Václavek y se negó a abrirme, porque no llevaba encima mi placa. Le dije que comprobara mi identidad llamando a la comisaría de policía, pero no hizo caso. Hablaba conmigo por la rendija de la puerta entreabierta, asegurada con una cadena. No se le veía bien la cara, y lo único que pude distinguir fue la enrojecida coronilla calva, la nariz torcida, las bolsas bajo los ojos hinchados y la piel ajada del cuello flaco. Repetía una y otra vez que ya se lo había dicho todo a la policía, que ahí no estaba la corona, lo había visto con sus propios ojos, alguien la había robado y después la había devuelto. Ya no quería añadir nada, y si yo no hubiera metido el pie por la rendija, me habría cerrado la puerta en la nariz. Intenté poner en duda su confuso discurso preguntándole qué era lo que había visto si «esa corona» no estaba ahí, pero no se dejó enredar y siguió en sus trece. En mi último intento de enterarme de algo —por ejemplo de si la corona de la que hablaba era la diadema que había mencionado la última vez—, gruñó que eso no tenía sentido, y me dio un pisotón con todas sus fuerzas. No me dolió, pero aparté el pie instintivamente. Al hacerlo, con el empeine le saqué la zapatilla al viejo. La puerta se cerró de golpe. Llamé, pero no volvió a abrir. Colgué la zapatilla del picaporte y dejé correr la conversación con el testigo de la desaparición de la corona «que nos pertenecía a todos». Maldije para mis adentros al coronel por haberme encargado una tarea que ni el mejor de los detectives sería capaz de cumplir.

† † †

Como suponía, la nieve se había derretido rápidamente, pero seguía haciendo un frío penetrante. Tenía ganas de llegar a mi cuartito caliente en casa de la señora Frýdová y de abrir los libros y echarme a leerlos sobre la suave alfombra. Si hubiese tenido una idea de lo que me esperaba a mi vuelta, no me habría dado tanta prisa en ir a Prosek.

En cuanto entré por la puerta, la señora Frýdová me anunció que la llave con la que acababa de abrir tenía que devolvérsela en un mes. Estaba en el recibidor y temblaba como una hoja; era de irritación, pero en sus ojos también detecté miedo. Aunque sus palabras me llenaron de angustia, en tono tranquilo le pedí que se explicara. Nos sentamos en el pequeño salón, en el que yo entraba muy raramente. Sobre el televisor había un crucifijo ennegrecido, arropado con una manta de ganchillo con un motivo de rosas y granadas.

A la señora Frýdová le fallaba la voz. Señaló hacia el pasillo, en dirección a la puerta de mi habitación, y me suplicó por lo más sagrado que me deshiciera de esa cosa. No entendí a qué se refería. «Esa planta diabólica», chilló mi casera, sin parar de santiguarse. Caí en la cuenta de que hablaba de mi cepa silvestre, y no pude evitar sonreír. Dije que si eso era lo único que le molestaba de mí, arrojaría la planta a la basura y así se solucionaría. Pero negó con la cabeza, y no dejó de hacerlo ni cuando le ofrecí pagarle quinientas coronas más de alquiler al mes. Eso sólo la ofendió y aún se obstinó más. Gritó que de mí no podía esperarse nada bueno, que no aguantaba en ningún sitio, que no había acabado la carrera, ni la policía me quería, y era incapaz de encontrar trabajo, eso si quería encontrarlo. Objeté que habían vuelto a aceptarme en la policía y que también tenía otros empleos. Fue como si no hubiera dicho nada. Replicó que había callado durante mucho tiempo y había rezado por mí, pero que jamás había imaginado que empezaría con la brujería. Cría cuervos y te sacarán los ojos, se lamentó. Eso hizo que me enfadase, pero a la vez me causó gracia. En algún lugar muy dentro de mí me reía de un modo desesperado: unos delincuentes me amenazaban de muerte, en el trabajo no me tomaban en serio y mi casera… ¡me tenía un miedo mortal! Le dije que era una remilgada y que juzgaba a los demás por su propio patrón.

Hasta entonces vivía con la idea de que la señora Frýdová era una persona excéntrica, aunque sin duda agradable, y nunca se me hubiese ocurrido herirla con una palabra maliciosa. Sólo que durante los últimos años había debido de acumularse una aversión de la que yo no tenía ni idea. Su odio me hacía daño y, tonto de mí, le devolví el golpe.

Quise disculparme, pero era ya tarde. Mi réplica, al parecer, dio en el blanco. La señora Frýdová se convirtió de repente en una anciana digna de lástima. Respiraba con dificultad y me miró con los ojos como platos y la huesuda palma apretada contra el cuello arrugado. Después empezó a gritar que era una maldad por mi parte, porque el día anterior «esa planta» no era nada más que una cepa seca, y que esa tarde, cuando había ido a abrir la ventana de mi habitación, a punto estuvo de darle unos brotes semejantes a tentáculos de pulpo, se precipitaban por aquélla; no, no debía interrumpirla, ella conocía esa planta y tendría que haber dado los pasos pertinentes cuando me presenté en la casa con ella; la había arrancado en la vertiente que hay debajo del barrio de Carlos, ahí donde durante siglos se había cometido el pecado mortal de la fornicación y los asesinatos estaban a la orden del día, un lugar maléfico donde las brujas celebraban aquelarres y retozaban con machos cabríos negros con los ojos verdes. Donde pasaban estas cosas abominables había crecido una vid peluda; era el modo que tenía Dios de castigar ese lugar impuro, porque si un día producía uvas, se hincharían hasta estallar y arrojarían al mundo diablillos infectados de peste, que después contaminarían la ciudad y destruirían toda forma de vida en ella. ¿Qué tenía que decir al respecto? Me levanté y fui a mi habitación. De inmediato reparé en las extrañas hebras blancas que salían de la maceta. Ya llegaban hasta el suelo y tenían un aspecto muy desagradable, aunque decididamente no extendían hacia mí ninguna garra ni amenazaban con un asesinato a traición. La acerqué a la ventana y la estudié a la luz grisácea de la tarde. Entonces constaté que no pertenecían a la vid, porque ésta había muerto. Aquellos pámpanos habían crecido del tallo, pero eran unos parásitos parecidos al cornezuelo del centeno, y quizás igual de venenosos. Olía ligeramente a penicilina. Así pues, yo había matado a la vid, llevándome un pedazo de la Edad Media al ambiente rancio de una casa prefabricada. Las ideas románticas suelen tener un final triste.

Preparé mis cosas; cabían en dos maletas y una mochila. No podía llevarme todos los libros a la vez, así que los apilé en el armario y dije a la señora Frýdová que enviaría por ellos en una semana. Ya se había tranquilizado un poco e incluso comentó que no me echaba, sino que me daba un aviso de un mes —de todas formas, ¿adónde iría?—, y que ella no era de los que arrojaban a sus inquilinos a la calle.

Mientras hacía las maletas pensé a quién pedir que me acogiera en su casa. Primero lo intentaría con Netřesk; después, con Gmünd. Marqué el número del profesor, pero tan pronto como se oyó el tono, colgué el auricular. La idea de dormir en el sofá de un cuarto trastero o en la cocina, tan cerca de Lucie, cuyos pasos y cuya voz oiría constantemente en la habitación contigua, se me hacía insoportable. ¿Cuánto tiempo podría durar la convivencia? Y ¿cómo terminaría?

Marqué el número del hotel Bouvines y enseguida descolgaron. Antes de que pudiera dar mi nombre, una voz me hizo saber que había telefoneado a información de las salidas de trenes pero que como tenían el teléfono estropeado no podían pasarme la llamada. Después colgaron. No dudé de que hubiera sido Prunslík. Volví a marcar el número con los insultos preparados, pero esta vez oí a Gmünd.

Le planteé mi situación. Sin vacilar dijo que me esperaba en su suite. Ponía a mi disposición una habitación, que podría ocupar hasta que finalizase nuestra colaboración. Mientras tanto, y hasta ese momento, él y Raymond buscarían algo para mí.

No atiné ni a darle las gracias; por una parte, me faltaron las palabras; por otra, no quería que oyera cómo se me cerraba la garganta a causa de la emoción.

† † †

La despedida de la señora Frýdová no duró más que un momento. Quise darle la mano, pero como sostenía la desgraciada planta bigotuda retrocedió asustada y se encerró en el salón. A través de la puerta quedamos para el traslado de mi biblioteca. No pedí que me devolviera el resto del alquiler, no valía la pena, ya que noviembre estaba a punto de acabar y aún no había pagado diciembre. El pago de diciembre me esperaba en otra parte.

Dejé las llaves en el zapatero. Antes de cerrar la puerta del piso, la oí prometer que rezaría por mí.

La planta que me había atrevido a trasplantar de Ciudad Nueva a Prosek se había vengado convenientemente haciéndome perder un techo sobre mi cabeza. La eché a la papelera que había delante de la casa. La tapa de latón se cerró sobre ella con un gemido que se extendió por la penumbrosa barriada como un grito de ayuda. Era libre.