Capítulo 13

¿Qué me produce horror?

¿Qué me está pasando?

Cuando me convierta en polvo

Veré lo nunca visto.

K. Kraus

Sorprenderse. Esta capacidad, cuya expresión es la receptividad en los niños y el infantilismo en los adultos, evidentemente no me abandonará ni aun en el lecho de muerte: me sorprenderé de estar en él y de que haya desaparecido de la faz de la tierra mucho tiempo antes, junto a las víctimas de la terrible conspiración praguense, cuya historia, desde mi magnífica prisión, os relato aquí.

† † †

Záhir vivía. Cuando el jueves por la noche me llamó Olejář, lo primero que se me ocurrió fue que al coronel ya le habría llegado la noticia de su asesinato. Pregunté cauteloso y me enteré de que acababan de hablar. Eso me alivió muchísimo, y tuve que sentarme porque de repente me fallaron las piernas. Záhir ni siquiera se había quejado de mí. Olejář sólo me quería notificar el aplazamiento de nuestra reunión. Mientras en el auricular su voz sonaba incisiva, segura de sí misma y sin embargo algo inquieta, acostumbrada a mandar a un ejército de subalternos, mis fantasías sobre la naturaleza asesina de esta persona acorralada por su pasado empezaron a perder fuerza. Un alto funcionario con los conductos auditivos supurantes, la conciencia intranquila y sin ganas de reconocer sus errores, de acuerdo; pero ¿un brutal asesino? Un pobrecillo a quien le manan de las orejas sus remordimientos para hacerse visibles a todos. Le pregunté si los detectives habían encontrado algo nuevo. No mencionó las cartas amenazadoras. Dijo que no habían encontrado el cuerpo sin piernas de Řehoř, pero que tenía sobre la mesa un nuevo caso de dos adolescentes que desde el martes no habían vuelto a casa. No pude evitar reírme y le deseé que la policía los encontrara pronto. En un tono casi amistoso, dijo que por suerte no todos los casos criminales eran sangrientos, a veces bastaba dictar una orden de búsqueda por todo el país. Pasamos la reunión al lunes.

Volvía a disponer de tres días libres y no sabía qué hacer con ellos. Tenía la sensación de que la investigación de los dos asesinatos de la Ciudad Nueva se alargaba insoportablemente, después lo justifiqué diciéndome que así ocurría con la mayor parte de los casos importantes y que mi impaciencia se debía a mi falta de experiencia. Intenté no pensar en la posibilidad de que alguien estuviera evitando su resolución.

Al día siguiente el teléfono permaneció callado y la señora Frýdová fue a alguna parte. Después de desayunar me metí en mi habitación, preparado para deshacerme del mortecino trozo de vid recogido en la pendiente sobre el riachuelo Botic. Pero cuando me incliné sobre el florero, advertí, sorprendido, que se había recobrado, del retorcido tallo marrón nacían unos brotes blancos y puntiagudos del tamaño de agujas. Cuando me convencí de que no era moho, como se me ocurrió en un primer momento, regué el tallo con cuidado. No tenía nada que hacer, así que leí durante toda la mañana. Después de comer ya estaba nervioso; además, no tenía ganas de estar de cháchara con la señora Frýdová. Cuando tras la ventana apareció el frío sol invernal que tanto me gusta, me decidí a dar un paseo por los alrededores de Vyšehrad: ¿y si topaba con algo de lo que la policía no se hubiese percatado?

Al lado de la iglesia en Na Slupi vi desde el tranvía a Lucie Netřesková. Cruzaba la calle y empujaba un cochecito de bebé. En la siguiente parada me bajé y, vacilando, me encaminé hacia Albertov.

Cuando le di alcance, el bebé dormía. Le pedí permiso para llevar el cochecito. Pareció alegrarse de ello. Despacio, rodeamos la iglesia y el antiguo jardín del monasterio. Hablaba sobre todo ella. Yo la escuchaba y examinaba su perfil. La media melena clara de Lucie tenía una tonalidad plateada particular. Pensé que tal vez se tiñera el pelo, pero en todas partes era igual de brillante y liso, también a lo largo de la raya que iba del centro a la coronilla. Su piel era suave y más bien seca, excepto en la frente, surcada por grandes arrugas: tres líneas horizontales, las dos inferiores más profundas y la superior casi invisible, se le aparecían siempre sobre sus ojos cuando algo le llamaba la atención. Durante la conversación se le marcaron varias veces, para desaparecer enseguida. No tenía los ojos azules, al contrario de lo que me había parecido aquella vez en la habitación oscura, sino grises, y lo que más me atraía era su ternura, que, como me había parecido, no dirigía sólo al bebé. Dijera yo lo que dijese, despertaba en ella un sincero interés, y estaba seguro de que cada comentario mío se visualizaba convenientemente en su frente. En compañía de Lucie me tranquilicé; ella me daba seguridad.

Durante esos momentos juntos en Albertov me dijo que en Praga no tenía amigos, que pasaba en casa la mayor parte del tiempo y que le daba miedo dar paseos más largos con el niño. Ese día se había atrevido por primera vez a llegar hasta allí. Tenía pensado ir al jardín botánico, pero había visto que estaba cerrado.

El bebé se despertó y me miró con desconfianza. Cuando localizó a su madre, le sonrió revelando unas encías sin dientes, y movió las manitas. Lucie lo sacó del cochecito, envuelto con la manta, y lo sostuvo en brazos. Durante un rato empujé el cochecito; fue una sensación bastante inusual, y muy embarazosa, debo añadir. Intenté verme con ojos ajenos. Me pregunté si alguien podría pensar que aquella niña era mi hija. Fue una alucinación cruel: no vi a ningún padre. Sólo a un bebé. Con las manos sudadas me empujaba a mí mismo.

El cochecito era pesado y me costaba maniobrar con él. La presencia de la cría me ponía nervioso, y empecé a arrepentirme de haber entablado conversación con Lucie. Para ponerme a pensar en otra cosa, hablé sobre la Ciudad Nueva, barrio donde había servido como policía, al que había tomado apego y del que no conseguía alejarme por mucho tiempo. Ella me escuchaba con interés, o al menos lo aparentaba, y eso hizo que se me soltara la lengua sobre otros temas que me preocupaban. Los praguenses de hoy en día, le expliqué a la pobre Lucie, viven en medio de ruinas, en el derribo más allá del jardín trasero de švejk, y con una sonrisa amarga añadí que conocía un rincón de Ciudad Nueva llamado Na Zbořenci, la «calle de las ruinas» y que en mi opinión, todo Praga debería llamarse así. Me gustaban los alrededores de Albertov porque en el pasado apenas había construcciones y se podía captar algo de la atmósfera original, ya desaparecida, de la antigua ciudad.

Me interrumpió el bebé, que se puso a gritar sin más. Evidentemente, algo lo había asustado, porque se aferró a su madre y clavó sus grandes ojos en la fachada azulada del instituto Hlava. Se negó a soltar a su madre. Saqué del bolsillo un paquete de chicles; eso quizás ayudara, si le estaban saliendo los dientes. Lo agité ante los ojos de la niña. Eso le llamó la atención, calló de inmediato y tendió la mano hacia el paquete, pero Lucie la apretó contra sí con indignación, comentando que su marido también hacía esa clase de bromas, aunque yo no había hecho ninguna. Preferí guardarme los chicles; la comparación con el septuagenario Netřesk me había desconcertado. El bebé se puso a llorar.

Lucie anunció que volvíamos a la iglesia. Yo había decidido que seguiría un poco más con ellas cuando mi mirada casualmente se posó en el lugar al que hacía un rato había mirado su hija: una de las ventanas del instituto Hlava. Me quedé helado. En la gran ventana del último piso de la curvada ala norte advertí que una mujer me observaba. Era Rozeta, pero otra Rozeta diferente de la que yo conocía. Y al mismo tiempo la misma. La veía de cintura para arriba. Llevaba un vestido negro con una especie de círculo plateado en el pecho. La cara, blanca y estrecha, enmarcada por una capucha, había perdido su redondez, tenía las mejillas hundidas y rígidas, como acausa del cansancio o el dolor, y la nariz alargada y afilada. Sus labios, cerrados, eran apenas una línea, mientras que la mitad superior de la cara estaba ocupada por unos ojos almendrados, negros y sin brillo. La figura, completamente inmóvil, recordaba la estatua de alguna severa diosa griega que algún bromista me mostrara como caricatura de Rozeta. Eso había sido lo que había asustado al bebé.

Miré alrededor, pero Lucie ya no estaba. Entonces me armé de valor y crucé la calle. Volví a mirar en dirección a la ventana e, instintivamente, tuve que acurrucarme ante la ira petrificada de Rozeta. Era como si alguien hiciera girar un maniquí para que siguiese mis movimientos. Enfurecido ante esa idea, me encaminé hacia el río y corrí por el césped y el camino de acceso hasta la gran puerta de entrada. Estaba cerrada, pero sólo con una cerradura de latón. Me apoyé en la puerta, me deslicé dentro y la dejé ajustarse tras de mí. A la derecha había una portería improvisada, pero vacía. Miré el vestíbulo.

El concepto de funcionalismo —el funesto inicio del siglo XX—, que durante varias décadas ha ahogado la personalidad del individuo y su hábitat, aún no había impuesto totalmente su mandato en el edificio del instituto, un ejemplo del compromiso ideal entre la utilidad y la belleza. Sí, allí debió de detenerse el funcionalismo. A menudo pasaba cerca del instituto Hlava durante mis paseos, y cada vez contemplaba satisfecho la planta de medio arco, la fachada neoclásica con revoque azul claro, las grandes ventanas con parteluz y los innecesarios pero refrescantes arcos en la cornisa perfilada de las ventanas bajo el tejado plano. Estoy convencido de que es precisamente la decoración lo que hace de la casa una verdadera vivienda para la gente; los tejones se montan su madriguera de forma puramente utilitaria porque no saben que habitan un simple agujero en la tierra. A las funciones de una morada tan simple no se les puede reprochar nada, pero ¿hay alguna razón por la que un arquitecto tenga que regirse por el principio de la guarida del tejón?

La arcada de columnas dóricas que sostiene el techo estaba vacía. Se oía el murmullo de la fuente y tras ella ascendían unas monumentales escaleras trifurcadas con la barandilla de piedra. El suelo encerado estaba decorado con mosaicos de colores opalescentes bajo el brillo amortiguado de las pesadas lámparas metálicas. Pues sí, también en el siglo XX fueron capaces de crear Belleza. Me quedé petrificado ante ella. Sólo los latidos de mi corazón rompían el silencio del lugar.

Subí las escaleras, me desvié a la izquierda, después a la derecha y eché un vistazo a un espacioso auditorio. La inclinación de la sala era inusualmente pronunciada, la tarima que había delante de la pizarra se perdía en las profundidades bajo una cascada de bancos de madera de roble con barandilla de latón. No había ni un alma allí. Estaba a punto de cerrar la puerta cuando advertí que en la pizarra había unas letras garabateadas con tinta roja. Desde aquella altura no podía leer qué decían, de modo que bajé un par de filas para descifrarlas. «Dis. nº 3», ponía en la pizarra. ¿«Dis», de sala de disección?

En total había cinco salas de disección que se encontraban en la planta superior del edificio, cuyos miradores acristalados daban a la pendiente que había entre la colina de Větrov y la de Carlos. En mis paseos, muchas veces me había apartado del camino y me había abierto paso por los arbustos hasta la vertiente herbosa para mirar hacia aquellos lechos de muerte, atraído por la curiosidad de saber qué extrañas operaciones se llevarían a cabo allí. Pero siempre tenía echadas las pesadas cortinas, que iban del techo al suelo. A un lado del edificio había un establo para animales con los que se hacían experimentos. Una vez, durante un día gélido, procedente de él oí un rugido que me heló la sangre. Se podía oír desde San Apolinar. Entonces me imaginé a los profesores con sus batas blancas pinchando con largos escalpelos a un cerdo al que después prenderían fuego sobre un quemador de gas. Una matanza en terreno universitario.

Pasó un rato hasta que encontré el pasillo curvo que conducía a las salas de disección. Me crucé con una sola persona, un hombre con bata blanca, barrigudo y peludo, con barba negra y unas gafitas de montura plateada. Lo había visto en alguna parte, pero ¿dónde? No se fijó en mí y siguió su camino deprisa, un erudito algo encorvado sumido en sus pensamientos. De detrás de una puerta que había a la izquierda me llegó una apagada risa femenina, pero no era la voz de Rozeta. Fui hasta la tercera puerta a la derecha; era blanca y brillante, y tenía un pequeño tres negro a la altura de los ojos. Llamé a la puerta, primero tímidamente. Nadie respondió, ni oí ruido alguno. El picaporte estaba pegajoso y cedió servicial bajo la presión de mi mano.

La sala se ensanchaba hacia las ventanas y, a primera vista, contradecía todas las leyes de la perspectiva. Recordaba un ataúd blanco acristalado. Entré por la base del ataúd. Las pesadas cortinas estaban corridas. En medio de la sala se encontraba la mesa de disección, cuyo tablero tenía una forma irregular y en algunas partes parecía como si le hubieran dado grandes mordiscos. Comprendí que esos huecos permitían acercarse a la disciplina de la disección. Sobre la mesa había, bajo el brillo de las lámparas quirúrgicas, un caballo. Un alazán no muy grande, inmóvil. Veía el lomo, el costado izquierdo, el cuello y un trozo de la cabeza. Tenía el ojo abierto, brillante, ciego. Las pezuñas estaban ocultas por unas vendas de un material tosco; sin embargo, era posible distinguir su forma inusualmente puntiaguda. Superé el miedo y me acerqué. En el costado, que se alzaba irregularmente, se abría una larga y limpia herida hecha por un escalpelo, levemente abierta en el centro. Miré fijamente la carne roja y la grasa amarillenta. Di un paso más y vi la cabeza, así como lo que le salía del centro de la frente: un largo cuerno en forma de tornillo. Alargué la mano y con la yema de los dedos palpé la superficie áspera, tan cálida al tacto como un cuerpo radiante de vida. ¿No eran blancos los unicornios?

Entonces ocurrió. La ventana crujió y reventó, lo que la atravesó golpeó contra el suelo delante de mí y voló hasta un rincón. Me agaché tras la mesa de disección y me despedí de la vida pensando que dispararían contra mí; alcanzar la puerta era imposible. Un viento frío soplaba a través del vidrio roto. Era más bien una piedra que una bala. Miré desde mi escondite e intenté determinar el ángulo desde el que había sido lanzada. Tras la ventana se levantaba el muro gris de contención que reforzaba la vertiente y, por encima de él, se oscurecían los arbustos. El viento agitaba las ramas, que no impedirían los movimientos de una persona que huyese.

Fui de rodillas hacia el lavabo, bajo el cual se hallaba la piedra. La alcé hacia la luz de las lámparas quirúrgicas, pero antes que mis ojos la reconoció mi mano. Seis lados regulares, una superficie suave y ligeramente granulada, vetas verdes. Un adoquín, una advertencia de la calle.

Os preguntaréis qué significaría todo eso, pero no puedo responderos de inmediato, y aún menos conseguir que comprendáis. Sospecháis que algunas cosas las dejo sin explicar a propósito, y quizá tengáis razón, pero creedme, si os dejo adivinar, es porque quiero que vayáis a tientas igual que lo hice yo: también a vosotros han de llegaros mi inseguridad, mi angustia y mi miedo. Son indispensables para alcanzar el conocimiento. A mí me llegó, y si sois de los que lo ansían, seguid mis pasos en este laberinto de palabras.

† † †

Salí del instituto de forma tan furtiva como había entrado. Volví a la iglesia y vi a Lucie en el banco. Con una mano mecía el cochecito, en la otra sostenía un libro abierto. Estaba seguro de que me esperaba. Ya me había tranquilizado. Llegué hasta ella y le pregunté qué leía.

Alzó hacia mí sus bonitos ojos grises y respondió que una novela gótica. A continuación quiso saber dónde me había metido. Me inventé que había pasado por el instituto para ver a un amigo. Lucie se puso de pie y se alisó la falda. Antes de echar a andar, miré de reojo la cubierta del libro. Era El castillo de Otranto, del inglés Horace Walpole, una historia de fantasmas escrita en el siglo XVIII.

—¡Qué casualidad! —exclamé—. Lo leí hace poco. ¿Qué te parece?

—El principio me gusta mucho, después es cada vez más absurdo. Espero que al final se expliquen todos las enigmas.

—Prepárate, te decepcionará. A mí me gustó precisamente por su imaginación, en la que la lógica no es tan importante. ¿Conoces a Clara Reeve?

—No.

—Era una gran admiradora de Horace Walpole. Pero le molestaba precisamente lo mismo que te molesta a ti: los suspiros enigmáticos, las visiones misteriosas, las figuras que salen de los cuadros, el estruendo de cadenas en el calabozo que hay debajo del castillo. Walpole lo presenta como una realidad, no duda de ella ni por un segundo, y al lector sólo le queda creerle… o arrojar el libro a la papelera. A Reeve no le satisfizo ninguna de las dos opciones. En la versión de El castillo de Otranto llamada El viejo barón inglés, tampoco ahorra enigmas, pero, siguiendo el espíritu ilustrado, los presenta con sobriedad. Cada aparición, cada fenómeno aterrador tiene su explicación.

—¿Le salió bien?

—Por la reacción de los lectores sí, pero dime, ¿te gustaban de pequeña los cuentos para niños inteligentes? Walpole era un romántico con un sentido bello y anárquico de la asimetría. Pasas por su novela como por un túnel del terror de un parque de atracciones y te ríes, hasta que repentinamente surge de la oscuridad una flecha de miedo y se clava en tu espalda. Reeve no consentiría algo así, le gustaban el orden y la disciplina. El caos en el que tan a gusto se sentía su predecesor debía de horrorizarla.

—¿Así que era más cobarde que él?

—Si lo quieres ver de ese modo, sí. El orden es la consecuencia del miedo al desorden.

—Y tú no lo tienes, por lo que veo. Prefieres a Walpole, ¿no?

—Desde luego, aunque sea más complicado. El lector actual se desternilla de risa ante sus escenas espeluznantes…, por ejemplo, cuando a la estatua del príncipe asesinado Alfonso el Bueno le sale sangre por la nariz. Realmente es una situación penosa: la estatua necesita un pañuelo. Pero eso no significa que en otras escenas no se te erice el pelo de miedo.

—Eso diría yo. ¿Qué te pareció más aterrador de la novela?

—El sufrimiento de los inocentes.

—¡Igual que a mí! Por el sufrimiento de los inocentes no veo la televisión ni leo el periódico.

—El enorme casco con una pluma negra, que en el patio del castillo cae de un cielo despejado, no aplasta al demoníaco Manfredo, que es el único que se lo merece, sino a su hijo Conrado, un joven enfermizo que paga por los pecados mortales de su padre. ¿Y Manfredo? No sólo sobrevive a todos, sino que incluso, enajenado por la ira, mata a su hija Matilde, el personaje más simpático de la historia…

—Pues muchísimas gracias. Ya no tengo que terminarlo, ahora que ya me has soltado cómo acaba. Pero ¿no ves la gracia? Claro que Manfredo es castigado: hasta el fin de sus días lo torturará su conciencia. —Apesadumbrada, Lucie miró a la niña que dormía y le arregló la colcha.

—Perdona, me he dejado llevar. Léetelo hasta el final, vale la pena. En el fondo, es un libro realmente veraz. El sufrimiento de los inocentes lo vemos cada día. El castillo de Otranto responde fielmente a la realidad de finales del siglo XX. Y lo mismo pasa con las preguntas sin responder; hay muchas más preguntas que respuestas, tanto en este libro como en la vida. De hecho está relacionado con si prefiero leer a Walpole o a Reeve. Elegiría algo intermedio: una historia con una salida sensata y lógica, de las que satisfacen a un ser que se rige por el sentido común. Pero tiene que haber algo más, algo inexplicable como prueba de mi convencimiento profundo de que no todo lo que se nos muestra somos capaces de entenderlo. El mundo es inasible como una novela gótica.

»Intenta imaginarte cómo escribiría Horace Walpole en la actualidad. ¿Le parecería la Praga moderna lo suficientemente horrible? Lo digo en un sentido romántico. ¿Se lo tomaría como un reto? ¿O se desviaría, tal como está de moda desde los tiempos de Svátek y Meyrink o del emperador Rodolfo? ¿Conseguiría además decir algo que suene contemporáneo? ¿Sufrirían sus víctimas por los pecados de sus antepasados, castigarían los espíritus a los granujas desconsiderados? Da igual lo mucho que se extendiera, las preguntas siempre dominarían sobre las respuestas. Tomaría el ambiente y los personajes de nuestro tiempo cibernético, y sin embargo se trataría de los lugares e individuos más extraños y enigmáticos que uno pueda imaginar. Echa un vistazo aquí, por el recinto universitario, los verás a cada paso, a la vuelta de cada esquina…

Lucie se detuvo y miró alrededor.

—¿Dónde estamos?

Nos encontrábamos junto a la barandilla de la orilla del Botič. Casi habíamos llegado al teatro de Nusle, y hasta ese momento no me había dado cuenta, tan absorto como estaba en la conversación. Lucie sonrió, como si le divirtiera mi entusiasmo por las historias de fantasmas. La sonrisa era absolutamente maternal y me llegó al alma. Por un instante envidié al bebé.

—Dices que también en la actualidad hay más preguntas que respuestas. Yo no estoy tan segura de eso. Por ejemplo, esta casualidad… ¿y si es una respuesta a una pregunta que estaba aquí aunque nadie la hubiera formulado? Hoy nos hemos encontrado por casualidad. También nos conocimos de forma completamente casual: la última vez topaste con mi marido en la ciudad y no habíais acordado una cita.

—Ajá, ¿así que este paseo, según tú, puede interpretarse como la respuesta a una pregunta que estaba en el aire?

Antes de tartamudear esta frase, se me ocurrió de qué podía tratar esa pregunta —Netřesk, ella y yo—, y me subieron los colores a la cara. Pero Lucie no advirtió mi rubor, porque se había vuelto y había apoyado los codos en la barandilla. Sin querer, desvié la mirada hacia las curvas de su trasero. En aquella postura había coquetería, nada ostensible, pero desde luego perceptible. Me turbó, y en cierto modo también me impresionó. Pero no soy de esos que serían capaces de aprovecharse de una situación así, tal como se había confirmado hacía poco. Sentía pena por ella y por mí mismo.

Sin embargo, eso hizo que me resultara aún más atractiva. Me apoyé a su lado, con el codo tocando el suyo. Permaneció inmóvil, pero de reojo vi que en su frente aparecían tres líneas. ¿Me habría equivocado? Agaché la cabeza y hundí la mirada en las turbias aguas del arroyo.

—¿Un paseo como respuesta? —dijo, continuando con la conversación que yo casi había olvidado—. Quizá sí que sea una respuesta, o quizá no sea nada más que un error. Mira ahí, hacia el puente, esa cosa que sobresale del agua. No tiene nada que hacer aquí. ¿Se le caería a alguien? ¿La echaría ahí algún ladrón?

Avisté el objeto que Lucie señalaba, y vi que también constituía una respuesta a una pregunta no formulada.

Acompañé a Lucie hasta la parada del tranvía y la ayudé con el cochecito. Mientras tanto, quizá por pura casualidad, me acarició la muñeca. Tan pronto se hubo marchado, volví al puente y bajé por la escalera ennegrecida hacia la fría y sucia agua. Me llegaba hasta las rodillas. Vadeé el río hasta llegar al hierro que sobresalía de la superficie y lo levanté. Era una gran sierra atascada en una piedra del fondo. Tenía un mango azul nuevo y la hoja rota, pero no enmohecida.

Pero nadie tira una sierra nueva porque se le ha roto la hoja. Los dientes eran grandes, habían sido torcidos y afilados hasta convertirlos en las largas garras de una fiera. Sabía bien qué aspecto tendría un leño cortado con esa sierra. Parecería arrancado.

† † †

Aquel día tan extravagante, de los que últimamente abundaban de forma tan desoladora, tuvo su epílogo en el piso de Prosek. Me llevé la sierra decidido a entregarla cuanto antes al laboratorio policial para que investigaran la presencia de sangre. Con cuidado, sequé la hoja y la envolví con diarios viejos. Después me lavé, me puse el pijama sin encender la luz y me eché en la cama, satisfecho de tener algo nuevo para Olejář. Justo antes de dormirme, me acordé de que no había regado mi amada planta. Me levanté de la cama agradablemente caliente, encendí la luz y me agaché por la regadera. Bruscamente la solté. Del tallo trepador de la vid, que empezaba a verdear débilmente, habían crecido en densos haces unos hilos peludos blancos que brotaban hacia arriba, se curvaban y se extendían en todas direcciones. El más largo debía de medir casi medio metro y recordaba sobre todo los bigotes de un extraño viejo.