Extinta está la ciudad entera,
y Praga es una tumba vacía.
K. H. Mácha
El sueño nocturno me había hecho olvidar el día anterior, pero la mañana me lo devolvió como un bumerán. Sé lo que duele un golpe así, ya lo sufrí una vez.
Me metí tambaleándome en el cuarto de baño. Después de la cena que Gmünd me había ofrecido, me sentía pesado, y cuando miré en el espejo mi rostro abotagado a causa del exceso de vino, la cabeza me daba vueltas. Bastaba el recuerdo de las piernas clavadas en los postes delante del Palacio de Congresos para que se me revolvieran las tripas.
Tan pronto como me vio, durante el desayuno, la señora Frýdová se levantó de la mesa sin decir ni pío, llenó un gran vaso con agua del grifo y echó en él una aspirina soluble. Llegó a la conclusión de que la noche anterior había estado en una taberna, y yo no tenía el menor deseo de explicarle que no era así. Sólo esperaba que en cualquier momento me soltara algo sobre lo bajo que estaba cayendo, algo que yo ya sabía sin necesidad de que me lo dijera. En los últimos días había empezado a ponerse pesada. Tenía que encontrar un trabajo fijo en vez de pasarme el día haraganeando por la ciudad, y sobre todo por la noche, no olvidó destacar. Era por eso por lo que había estado enfermo. Recé en silencio para que no me echara del piso.
Me retiré a mi cuarto para llamar a Olejář. Mientras marcaba el número, mi mirada se posó sobre el trozo de vid recogido en el barrio de Carlos. Los días en los que había revivido en mi casa hacía tiempo que habían pasado. Ahora estaba totalmente seca. Me dije que cuando saliera la tiraría a la papelera con el jarrón incluido. E inmediatamente me olvidé de ello.
Olejář estaba malhumorado, se libró de mí diciendo que no tenía tiempo. Cuando insistí en que tenía que hablar con él sobre el caso de la ingeniera Pendelmanová, aún lo irrité más. Antes de colgar el auricular, musitó que me pasara por su despacho a finales de la semana. A la pregunta de si le iba mejor por la mañana o por la tarde, me contestó con voz entrecortada. Me dio pena la poca curiosidad que manifestaba por mi iniciativa. Nada más colgar, el teléfono sonó. Era Záhir. Iba a trabajar fuera de la oficina y quería que lo acompañara, si estaba libre. Me alegré, pues la perspectiva de pasar un día solo empezaba a angustiarme. Me propuse que esta vez no dejaría que las monsergas de Záhir me afectasen, e incluso me apetecía ver al pequeño ingeniero. Le di mi dirección y prometió que pasaría a recogerme en coche.
Llegó con un cuarto de hora de antelación y tocó la bocina hasta que me asomé por la ventana. Permaneció en el coche, saludándome con la mano: ya podíamos irnos. La señora Frýdová, que se había asomado en la ventana del cuarto contiguo, manifestó que jamás se sentaría en el automóvil de un tipo que llamaba la atención de ese modo. Fue una buena observación.
Me sentí incómodo en el asiento del acompañante del coche deportivo de Záhir. Procuraba disimular el susto, pero me daba cuenta de lo tenso que iba durante el trayecto y de lo fuerte que me agarraba a la asidera. Quedé estupefacto ante la seguridad con que dominaba el embrague, el freno y el acelerador, tres palancas metálicas, en el lado izquierdo, incorporadas al volante. Le pregunté si no hacía falta pasar exámenes especiales. Respondió que sí, pero que le traía sin cuidado.
Cuando, dando una vuelta, bajamos la suave pendiente hacia el puente de Holešovice, callé, imaginándome los diferentes tipos de muerte que sin duda nos esperaban si a esa velocidad enloquecida chocábamos con otro vehículo o rozábamos una valla de seguridad. Pero ideas como ésas siempre me asaltaban cuando iba en coche, seguramente porque nunca había intentado sacarme el carné de conducir. Las visiones de cuerpos chamuscados atrapados entre un montón de chatarra, el fantasma de un niño sangrante que no veía y al que atropellaba, hacía tiempo que me habían robado el valor para asumir la responsabilidad por la seguridad al volante de cualquier arma de cuatro ruedas.
Tan pronto como entramos en el puente, nos encontramos en medio de un atasco. Respiré hondo y, finalmente, solté la asidera, a la que me sujetaba con tanta fuerza que se me habían puesto blancos los nudillos. Záhir encendió un cigarrillo y entreabrió la ventanilla. Parecía molesto, daba caladas hambrientas, y con sus dedos cortos y nudosos tamborileaba impaciente sobre el volante. Interiormente me alegré: le estaba bien empleado, por ponerme en peligro. Con el rabillo del ojo repasé su perfil; tenía rasgos europeos, pero la piel oscura y el pelo rizado y negro que clareaba en la frente testimoniaban un origen mestizo. Se me había ocurrido ya al oír por primera vez su nombre y, ahora, al ver de cerca su nariz prominente y sus pequeños ojos negros me convencí de ello. No sabía cómo preguntarle por su origen sin ser poco delicado, pero él mismo empezó.
Su padre era un mecánico de aviación. En los años cincuenta llegó a Praga procedente de Azerbaiyán y realizó un cursillo sobre aviones deportivos checoslovacos. Conoció a una checa y tuvo con ella un niño. El matrimonio fue precipitado, pero la recién casada no quiso ir a Asia. Siguió un divorcio y un acuerdo para la pensión. El padre era un musulmán que en casa ocultaba su fe, pero estaba finalmente decidido a volver. Procedía de una vieja familia acomodada que durante el régimen bolchevique se había enriquecido aún más. El abuelo ejercía un importante cargo en la administración estatal y conocía personalmente a Stalin. En su familia se decía que éste quería eliminarlo, aunque no le dio tiempo porque murió. Pero el padre de Záhir también perdió la vida cuando cayó en el desierto pilotando un avión de propulsión. El dinero para la educación siguió llegando; el abuelo se ocupó de ello, a pesar de conocer a su nieto sólo por fotografías.
Le pregunté a Záhir si era de la misma confesión que su padre. Se me pasó por la cabeza que las amenazas quizá tuvieran relación con esto, aunque los demás —Pendelmanová, Řehoř y Barnabáš— no encajaban en esta hipótesis. Tales reflexiones las barrió el comentario del ingeniero de que sólo creía en tres cosas: la belleza de las mujeres, la velocidad de los automóviles y la comodidad de las casas que proyectaba.
Íbamos a paso de tortuga, la gente se movía en las aceras más deprisa que nosotros. Los más rápidos eran los ciclistas y los recaderos en sus pequeñas motocicletas que revoloteaban a nuestro alrededor cada vez más a menudo. Alrededor de la arteria principal se espesó un nubarrón de smog, y como había presión baja se mantenía a ras de suelo y se enganchaba pérfidamente entre los peatones, que vivían convencidos de lo listos que eran por haber dejado el coche en casa. A las nueve y media llegamos al cruce de Sokolská y Žitná y Záhir aparcó en la calle Hálkova.
Fuimos a fotografiar una casa semiderruida de mediados del siglo XVIII, última finca del enorme terreno en obras de la calle V Tůních. No tenía dueño, y de no protegerlo el plan de conservación de monumentos históricos, ya hacía tiempo que lo hubiesen barrido. Según Záhir me confió confidencialmente, lo demolerían, porque tras años de que no se ocuparan de él, se encontraba en estado de ruina. De hecho ya contaban con ello; a decenas de edificios valiosos histórica y artísticamente les esperaba el mismo destino, y no sólo en Praga. Tras el cambio de régimen social se podía encontrar un inversor, desde luego, pero sólo le interesaría el solar. En silencio se esperaba el momento en que la lluvia y el viento minaran tanto la estructura de la casa que no quedara otra opción que derribarla. Ocurriría en algunos meses, y Záhir era el autor del proyecto de un nuevo edificio de oficinas, un centro de negocios de altos vuelos, según él. Al oír esta asquerosa frase el corazón se me contrajo de la congoja. ¿Y San Esteban, que estaba enfrente? El nuevo coloso le quitaría todo el sol y el aire. ¿Y el pobre campanario? ¿Y el pobrecillo Longino?
Sin embargo, aún no estaba todo perdido.
Mientras Záhir cojeaba alrededor de la máquina de fotos y arrastraba el trípode de un lugar a otro, paseé por la calle Na Rybníčku, saboreando su calma y dejándome impresionar por la presencia de la iglesia parroquial, que se alzaba silenciosa en la suave pendiente. El ruido de la Praga de los atascos llegaba irreconocible, el avance en pinza de Ječná y Žitná no me dolía, como si sus mandíbulas no llegaran a juntarse. Por unos instantes me pareció que me encontraba en terreno privado lleno de casas de vecindario. Agucé el oído, por si percibía el canto de un gallo.
Una nueva sensación de opresión, un nuevo sentimiento de angustia. De repente supe que no oiría nada aparte de música enlatada, batidoras de cocina, motores de coches y engranajes de máquinas de construcción. Tampoco vería nada. No vería los miles de agujas de torres sobre los abruptos tejados rojos de las casas de la ciudad, no vería los rincones negros, las estrechas entradas y las pequeñas ventanas, los contrafuertes de piedra y de madera de las paredes ni las cubiertas abovedadas de las blancas chimeneas de formas antojadizas. Mi ciudad ya no estaba; la única ciudad donde realmente me sentiría en casa y que defendería a riesgo de mi vida, olvidando por completo mi cobardía congénita. Esa ciudad de la que dependía y que dependería de mí, una ciudad donde podría trabajar en el gremio de los cerveceros, de los curtidores o de los leñadores en el río. Donde mi único deseo sería mantener el estado de las cosas para que la ciudad y mi morada en ella no fuesen arrastradas por la crecida, para que no quedaran reducidas a cenizas, para que no las saquearan los extranjeros, y para que mis connacionales no las arrasasen.
En la roca que domina Praga, ahí donde en los verdes parques de Vyšehrad los arqueólogos descubren pútridos cimientos de muros de mampostería y sótanos, hubo una ciudad así, y en la ciudad un castillo. Era grande, hace mil años la más grande del mundo, incluso podríamos llamarla ciudad santa, pues presumía de tener la mayor cantidad de santuarios por número de habitantes. Entre ellos estaban la basílica de San Lorenzo, la capilla de Santa María Magdalena, la rotonda de San Juan Evangelista, la capilla de San Hipólito, la capilla de San Pedro, la capilla de la Santa Cruz, la rotonda de Santa Margarita, la iglesia de la Decapitación de San Juan Bautista, la iglesia de los Santos Pedro y Pablo y la iglesia de San Clemente, donde fue bautizado san Venceslao. También la capilla del Cuerpo de Cristo. Contiguos a los edificios eclesiásticos estaban los palacios erizados de cien torres de príncipes y magnates y las decorativas casitas de los burgueses; los talleres de herreros y curtidores se encontraban en la vertiente protegida del viento, a causa del ruido y el olor que despedían, al lado de las murallas, no lejos de las carnicerías y de la puerta de Carlos con sus nueve torres puntiagudas, bonitos portales del tamaño de una fortaleza menor sólo comparable en el siglo XIV a la puerta Svinská de la Ciudad Nueva. Quince cervecerías se ocupaban de que a Vyšehrad no le abandonaran las fuerzas para orar y trabajar. Por el terreno accidentado, cubierto de riscos, hoyos y barrancos, con un sinfín de riachuelos y profundas cañadas, comunicaban con la ciudad unos ciento sesenta puentes de piedra y pasarelas de madera. En el lugar del cementerio actual se hallaban los jardines colgantes de Libuše, bosquecillos idílicos con templos paganos rodeados de menhires, símbolo de fertilidad. Algo más allá, donde ahora hay un campo de balonvolea, se extendía el mítico laberinto de Libuše, un huerto de manzanos injertados plantados en hileras que formaban en zigzag y creaban intrincadas callejuelas de un verde vivo cuyas flores embriagadoras y frutas maduras atraían a los peregrinos, pero adonde sólo llegaba el más ingenioso, el que contestara a la pregunta que con su boca atroz le formulaba la estatua de la princesa que acechaba en el centro del laberinto; los demás, lo quisieran o no, pasaban a formar parte de la servidumbre de la princesa. Custodiaban la fabulosa ciudad, aparte de las puertas, dos torres gigantescas. Una era negra, octogonal, de estilo románico temprano, de muros de más de cuatro metros de grosor, con aspilleras y pequeñas ventanas con parteluz. La otra tenía forma de prisma y era de un mármol blanco y resplandeciente. A pesar de que se alzaba en el acantilado sobre el meandro del río desde tiempos paganos, parecía como nueva. No tenía ni una sola ventana y era tan luminosa por fuera como oscura por dentro, y cuando la guarnición quería llegar a la galería superior, debía iluminarse con teas en su ascenso por andamios y largas escaleras. Antaño, en el mismo amanecer de los tiempos, en el suelo había un pozo que, según se decía, conducía a través de la roca hasta el nivel del río y aún más allá; justo a su lado la Edad Moderna abrió un túnel maldito. Así que ya hace un montón de años que atravesamos la sagrada roca en coche y tranvía, como si alguien nos hubiera dado derecho a ello. Gracias a Dios, el boquete no dañó el carácter sagrado del fabuloso pozo; los ingenieros y encargados de la excavación tuvieron más suerte que sentido común. Según la leyenda, en su suelo duerme Libuše en una cama de oro, esperando que llegue el momento de redimir a la nación. La roca cae en el lugar en que el lecho del río se hunde hasta las mayores profundidades, que son siete veces mayores que lo que se ve por encima del agua. La balsa negra que hay debajo de Vyšehrad aún no la ha medido nadie: ninguna goleta podría transportar un cable tan largo ni descargar una plomada tan pesada. En esa balsa se encuentra el altar dorado de San Pedro y San Pablo, después de que una banda de matones husitas lo arrojase allí. La leyenda explica que quien consiga recuperarlo se convertirá en señor de la tierra checa.
Los habitantes de Vyšehrad lo esperaban con ganas: cuando lograran echar el guante al tirano tuerto de Tábor, lo arrojarían al pozo, lo taparían con una tabla y en esta mesa de banquete improvisada celebrarían un espléndido festín. La guerra de los husitas contra Vyšehrad, sin embargo, acabó de otra manera. El cuartel real no resistió. La gente se quedaba ahí donde caía, porque los príncipes husitas no permitían enterrar los cadáveres del enemigo. La vorágine del fundamentalismo religioso pasó como un rayo sobre la ciudad y lo barrió todo menos las sombras: el antiguo prebostazgo, el templo de San Pedro y los restos de las murallas. Sólo salió indemne de la aniquilación —lo que era una gran suerte, porque en el resurgimiento del siglo XIX tendría que haberla devastado una carretera— la rotonda de San Martín, monumento de esa Atlántida medieval que había sido la ciudad palacial de Vyšehrad, una perla suspendida sobre Praga que aún busca su igual entre las ciudades del mundo. Ein anderes Paradies and der anderen Seite; da hab ich mein Herz verloren, ahí perdí mi corazón, Herr Prunslík. Una vertical por la que Praga subió a las estrellas. Praga era más hermosa que Babilonia. Praga era más hermosa que Roma.
Por la vertical se puede subir y bajar. Nuestra desconsideración para con la fuerza creadora de nuestros antepasados es terrible, y pagaremos por ella. Aprendemos a derruir el arte y empezar de nuevo desde cero, en un prado verde que basta regar con hormigón. Sobre todo que sea sencillo, sobre todo que resulte práctico. La pasión por matar el pasado es recalcitrante, no podemos desarraigar el instinto de quemar lo creado una vez. El ciego Jan Žižka, paredón sangriento y hacha de verdugo de la humildad checa, fue la peor encarnación de la cazurrería que recuerda la historia, un espantoso modelo de barbarie asiática y brutalidad, nuestra desgracia y vergüenza internacional: por su causa, sesenta decenas de años más tarde aún nos tiemblan las manos. Su malogro de Vyšehrad, el más soberbio camafeo de la Europa románica, no fue inferior en su efecto devastador al saneamiento praguense del cambio del siglo XIX al XX. Y aunque él mismo no hubiera estado presente, su sanguinario perro alemán Želivský, terrorista con sotana, lo realizó fácilmente con su jauría. De no ser por estos palurdos campesinos, que llegaron a Praga como unos almogávares (y seguimos llamando con sus nombres barrios y calles), en nuestra madre patria aún seguirían en pie los edificios perdidos hace tanto tiempo a causa de los estragos que les causaron; continuarían aquí la iglesia de San Juan en Na Bojište, la iglesia de San Lázaro en la plaza de Carlos, el castillete de Venceslao en Na Zderaze y el cercano convento de los agustinos descalzos, los molinos de Helm en el barrio de Pedro, la puerta Svinská y la Horská, la torre del Pintor, los baños de San Venceslao, el pintoresco rincón de Podskalí, el sombrío barrio de Pedro y quizás el barrio judío entero, el mágico laberinto de Praga de cuyas turbias callejuelas se salía distinto de como se había entrado. Todo eso aniquilaron el movimiento husita y sus secuelas, la gran revolución cultural checa.
Una nación ciega, un guía ciego. ¿Cómo no iban a caerlos checos?
Llegaron los ciegos y derribaron la ciudad que llevaba en pie cientos de años, sin valorar una belleza que ellos no veían. ¿Dónde quedó la sumisión ante Dios? Los hijos de Dios, sus antepasados, la habían construido. El quejica de Hus no habría tenido que arder si hubiera sido humilde y no le hubiera impulsado un complejo mesiánico, si no se hubiera embriagado con la promesa de martirio. Habrían bastado unos pocos años y con toda seguridad habría llegado a algún compactato con la Iglesia, sin mácula alguna de sangre checa. Si no se hubiera dejado llevar hasta excesos adamitas o beguinos, no se habría desatado la violencia entre los miembros de su nación, la gentuza no habría arrojado a los señores a la punta de las alabardas ni la revolución devorado, destruido ni asesinado, no habría tenido lugar la derrota de la Montaña Blanca, la elite checa no habría acabado en el cadalso. Pero esto pasó y la culpa fue de ese cobardica que veía fantasmas por todas partes y esperaba el Armageddon en cualquier momento, fanatizaba multitudes y la hoguera que encendió no sólo lo abrasó a él, sino también a su tierra.
Si yo hubiera sido consejero del rey checo —o mejor de la reina, porque a las mujeres no les gusta sacrificarlo todo, al contrario que a los hombres—, me habría encargado de la emisión de un edicto. En él, so pena de confiscación de todas las propiedades, se ordenaría que la demolición de cualquier edificio sólo se llevaría a cabo, como muy pronto, cien años después de tomada la decisión. La gente pensaría más en sus descendientes. Las nuevas construcciones aparecerían despacio, la ciudad no cambiaría, cada nueva piedra sería colocada por el raciocinio de varias generaciones. Creo que así hoy no tendríamos las enormes avenidas, que fluyen, con una insoportable ligereza, como ríos. Y así lo harán, hasta el momento en que llegue el agua centenaria e inunde el muelle. Creo que por la Ciudad Vieja y la Nueva pasearíamos tranquilamente; las callejuelas medievales, los miradores y portales, los soportales, las esquinas reforzadas de las torres amortiguarían la rapidez mortífera de las limusinas blindadas y las expulsarían de la ciudad: a la autopista gris, el único sitio al que pertenecen y donde por mí pueden saltar por los aires en una matanza de tráfico colectiva.
La ciudad pertenece a los peatones, a sus andares lentos y al traquetear de los carros, al chirrido de las ruedas de madera en los baches y en las puntas orejudas de los adoquines.
Hay que volver atrás. A cuando la casa era un edificio encorvado, húmedo y tiznado, con arcadas despatarradas, con refectorio abovedado y techo combado, con una buhardilla negra como la bodega y una bodega profunda como un pozo; una casa con el techo alto, el frontón roto, los canalones llenos de agujeros y una chimenea estrecha como el palo de una escoba, con unas ventanas pequeñas como cerrojos, con el marco resquebrajado y provistas de tablas de mica y cristal de colores; una casa con un umbral de antiquísima y alisada piedra molar; una casa con un patio que apesta a orines, donde corren las aves de corral y una semana tras otra se frota la ropa en tinas. A cuando la calle era tan tortuosa, serpenteante o al menos torcida, estrechita como un desfiladero en las rocas areniscas y oscura como el fondo de una balsa. (Sí, aquí está la belleza y la vemos nosotros, que somos amables con ella; nosotros, para quienes «vanguardia» es una noción vacía y «nuevo» un taco). Así parecía Praga antaño, y debía parecer así para la eternidad; nadie tenía derecho a cambiarla, así la querían sus fundadores y así la quiero yo, un desgraciado sumido en el rincón más asqueroso de la historia, donde el ser humano, desmerecedor de la belleza, se ha declarado Dios y ha impuesto el dictado de la utilidad y de la línea recta: la era de las grandes avenidas, cuchillos de carnicero que cortan el corazón de las ciudades.
† † †
El día prosiguió, la mañana se escabulló también con el pálido sol, que aquí y allá ocultaba la nube de smog. Podían ser las doce, la una, quizá más tarde. Estaba al pie de la torre de la iglesia de Santa Catalina, sin tener ni idea de cómo había llegado hasta allí. Desde San Esteban al fin y al cabo es un momento, pero por dónde había ido, si por debajo de Lípová, o por Ke Karlovu, o por el cerro de Catalina, aún no he conseguido recordarlo. Atónito, miré hacia arriba, en dirección al campanario blanco, de cuatro lados hasta la mitad y desde ahí octogonal, con una larga punta oscura muy parecida a las torres de las iglesias Carolinas de la Anunciación de la Virgen María de Na Slupi y San Apolinar. Con estas iglesias, la de Santa Catalina tiene en común también el destino de las instituciones de caridad, al menos en cierta época. Cuando en la segunda mitad del siglo XVIII el arrogante iluminado de José II clausuró el convento de Santa Catalina, fundado por el devoto Carlos IV, se estableció en el edificio un centro de educación militar. Los jóvenes hicieron añicos las instalaciones de manera que, al final, el edificio sólo podía servir, a lo sumo, para albergar un manicomio. Lo mismo que la iglesia de Na Slupi, también Santa Catalina fue destinada al cuidado de los enfermos mentales, y un día al año se abría al público. Es decir, a los mismos pacientes que en el monasterio servita de Na Slupi y no lejos de San Apolinar. Me parece que en esto existe una lógica: ahí donde acaba la devoción, empieza la locura.
Bestia triumphans. Ningún manicomio dañó edificios sagrados góticos tanto como las tropas husitas. Sus diabólicas pezuñas desparramaron hasta la última piedra de los templos de Vyšehrad, y de la Santa Catalina de la Ciudad Nueva sólo quedó la torre. Acerca de la sobrevalorada glorieta oriental que en el siglo XVIII Dienzenhofer adosó a ella como campanario, prefiero guardar silencio, al igual que sobre la poco lograda iglesia que quedó totalmente escondida tras un pórtico de arcadas. ¡Un templo que no puede verse! En eso el barroco era experto; en Praga se construyeron varios de estos pobres invisibles.
También a la encantadora torre gótica le faltó muy poco. En mayo de 1420, pegaron fuego a la iglesia, pero eso no bastó. Cuando las mujeres husitas se enteraron de que las monjas de la orden eremita de San Agustín eran vírgenes prometidas a Cristo, se lanzaron a la calle como perras salvajes, decididas a asesinarlas. Aunque suceda raramente, el castigo divino llegó de inmediato: la fachada del templo se desplomó sobre veintisiete furiosas husitas. Sus compañeros sin duda corrieron en su ayuda, pero cuando comprendieron que el dedo de la torre que se desmoronaba los aplastaría junto con sus divertidos yelmos y sus deslucidos escudos, abandonaron a las utraquistas a su suerte con la megalomanía propia de los guerreros de Dios. Violencia, sí. ¿Y compasión? ¿Misericordia? ¿Cortesía? Las hordas husitas no las conocían. Los ideales de la Edad Media no significaban nada para ellas. Europa no había visto tal villanía desde que los vándalos invadieron la Ciudad Eterna.
† † †
Era una noche de otoño, y junto al muro blanco de la iglesia había alguien. Una oscura criatura de dos cabezas se mecía detrás de una mata de espino al ritmo regular del placer oculto. Me acerqué de un salto al árbol más próximo y conté hasta diez. Justo entonces me arrodillé como si estuviera delante de un altar y con un ojo aceché desde detrás del árbol. Un hombre y una mujer se apretaban el uno contra el otro, de manera tal que semejaban una arpía agitándose. Él llevaba un sombrero negro de un modelo antiguo, ella era morena y tenía la cabeza descubierta. Entendí a quién había descubierto en medio de sus juegos amorosos en un parque abandonado. Quise marcharme de allí lo más silenciosamente posible. Pero no enseguida. Los movimientos de aquellos dos eran diferentes de cómo debían ser. Algo así como contra natura. Por algún motivo me fijé otra vez y me convertí en un mirón digno de lástima.
Lo que vi fue un amor extravagante. El hombre me mostraba su lado derecho, la chica el izquierdo. Ella tenía la falda recogida y estaba sentada a horcajadas sobre él, meciéndose. Su rostro reflejaba la concentración de una persona que intenta atrapar un encanto siempre huidizo. La cara de Gmünd no revelaba nada, quizá sólo impasibilidad. Se ejercitaba con aquel voluminoso cuerpo de mujer como un forzudo de feria con unas pesas de pega: el volumen de la chica no le estorbaba. Todo era falso. Bajo la falda brillaba la piel blanca. La chica hundió bruscamente la cabeza en el hombro de su pareja; eso les hizo reír, se quedaron en calma un momento y después siguieron representando su pieza lasciva. Después ella le echó los brazos al cuello y comenzó a restregar su vientre contra el de él. Yo ardía en deseo de mirar aquel número hasta el final, y a la vez la vergüenza me abrasaba por estar observando. Finalmente venció ésta. Me volví y, de puntillas, me dirigí hacia la salida del recinto. El siguiente susto casi me hizo soltar un alarido. Tras el último árbol, que estaba justo al lado de la verja, se agazapaba un pequeño Príapo, guardián del jardín. Con una mueca lasciva, me enseñó sus dientes de rata y me hizo un guiño conspirador. Lo rodeé rápidamente y salí corriendo. Juraría que el enano tenía los pantalones desabrochados.
Me detuve antes del cruce en San Esteban, esperé a que el semáforo pasara a verde y me apresuré hacia la calle Hálkova. Mientras corría a lo largo de la iglesia, advertí con el rabillo del ojo que cubrían el muro de la nave norte unos grafitos que no estaban durante nuestra última visita. Se trataba de unos signos azules y blancos que chillaban al mundo su ira ininteligible, mientras que San Esteban conservaba el orgulloso silencio de los humillados y ofendidos.
† † †
Záhir no estaba en la calle Hálkova, y tampoco lo encontré en la calle V Tůních. De modo que se había ido… Con él y la cámara de fotos había desaparecido también el coche. O quizá no se había marchado, sino que alguien se lo había llevado a algún sitio y le había matado.
Finalmente encontré una cabina telefónica en el pasadizo subterráneo de la plaza cercana. La mano me temblaba al teclear el número.
Mientras el teléfono sonaba en el otro extremo de la línea, me imaginé claramente a Záhir estirado con la cabeza destrozada en el sótano de alguna casa en ruinas. Con cada nuevo lento tono del auricular, la imagen se convirtió en certeza.