Si fuera capaz de revivir en mí
la música y la letra de esa canción,
me sentiría penetrado de tan profunda delicia,
que con música aguda y prolongada
sería capaz de construir en los aires mi palacio.
S. T. Coleridge
Fuimos a pie al hotel Bouvines, de la calle Na Zderaze; el trayecto duró veinte minutos. Mientras tanto, oscureció por completo y empezó a soplar un viento frío. El tráfico se intensificó, y a la altura de la plaza de Carlos se produjo un atasco. Los escaparates del pasaje Venceslao estaban adornados con árboles de plástico y confeti de colores.
Prunslík no hablaba mucho, y lo que decía no era muy cortés, ni siquiera cuando se refería a Matyáš Gmünd. Me tomó del brazo en un gesto de falsa confianza y con la voz apagada me dijo que no apreciaba tanto a Matyáš, pero mano que te da de comer, no hay que morder. Su patrón era un arquitecto sin éxito, añadió, un soñador que se había apasionado por el arte medieval y no reconocía ninguno posterior, le tenía sorbidos los sesos. Había recibido una herencia de cuento que le ayudaba a realizar algunos planes absurdos.
Objeté que aquello era imposible, porque conocía la historia del linaje de Gmünd y que lo que hacía sin duda era noble.
Se encogió de hombros y añadió que yo era muy joven y crédulo, y que no me daba cuenta cuando la gente me tomaba el pelo. En esto tenía razón; en aquel momento no sabía si era de Gmünd o de él de quien debía desconfiar. Pero volvió a bajar la voz y dijo que Matyáš era un lunático que había elegido el nombre Gmünd por algún célebre arquitecto medieval. Me preguntó si no me parecía curiosa la cabeza de Matyáš, y sin darme tiempo a contestar añadió que a él le parecía que la hubiesen colocado sobre el cuello del revés. Con eso no podía estar de acuerdo, aunque me hizo gracia. Yo mismo, en el primer encuentro, tuve la sensación de que en la forma de la cabeza del monstruo había algo que no funcionaba. Y eso no era todo, continuó Prunslík, el caballero es un distraído, así que cuando se levanta de la cama por la mañana, a veces se pone la cabeza del revés, y eso por partida doble: con la barbilla hacia arriba y la cara hacia atrás.
—Entonces mira hacia atrás como la mujer de Lot y no hay quien lo trate, es mejor esconderse y esperar hasta que se le pase. Un día se convertirá en estatua de sal. Después en un pedrusco inmóvil y, finalmente, encontrará la felicidad. —El enano rió y enseguida se puso triste—. No es muy divertido estar con él. A veces me parece que Matyáš Gmünd quiere corregir todos los errores de la historia… —Guardó silencio y, sensiblemente abatido, añadió algo rarísimo—: Todos sus propios errores. ¿Es culpa mía que eligiera para esto Bohemia? ¿Y justo a mí? Hay en él algo fatal.
Durante el resto del camino no volvió a pronunciar palabra.
El hotel Bouvines es un edificio de dos plantas, no muy alto, que se encuentra al final de la cuesta de la calle que en sus tiempos se llamó plazoleta de Carlos, más o menos en el lugar donde, no lejos de la iglesia de la orden de los Cruzados de San Pedro y San Pablo (una iglesia primero románica, luego gótica, después por desgracia barroca y finalmente de ningún tipo, porque fue arrasada) y la capillita adyacente de la Tumba Sagrada (que también ha desaparecido hace mucho), se encuentra la negra fragua, cargada de leyendas, antiquísima, del poblado precristiano de Zderaz. Es un sitio lóbrego. La calle adyacente se llama Na Zbořenci, «calle de las ruinas». Tras oír este nombre desafortunado siempre se apodera de mí la ansiedad y se me hiela la sangre en las venas. Me pregunté qué agudo sentido de la toponimia histórica tendría Matyáš Gmünd y si no habría podido buscar mejor alojamiento. Durante la época de la que hablo, es decir hace medio año, la casa era un pastel de nata propio del cambio de siglo, no demasiado decorado, y si uno pasaba deprisa por su lado ni se daba cuenta de que no hacía mucho que había sido convertida en hotel. Tenía el aspecto de una pensión discreta, poco vistosa, sin restaurante propio, como las hay por decenas en las ciudades de Europa occidental. Sólo que en realidad se trataba de una torre. La torre central, que superaba el tejado sólo en un piso, era lo que había quedado de la disposición gótica original de la construcción; únicamente ella revelaba su edad real y sólo se podía mirar desde los tragaluces de los edificios de alrededor. Yo mismo, en aquel momento, aún no sabía nada de ella.
Dejamos atrás la recepción, subimos por las escaleras al primer piso y llamamos a la puerta de la habitación número 6. Se oyó un «pase». Entramos. Más allá del espacioso recibidor, donde había varias puertas que llevaban quién sabe adónde, se extendía un cómodo salón en el que dominaban los colores claros; la alfombra, los tapetes y la mayor parte de los muebles eran blancos, el tono más oscuro era el crema. Lo que me fascinó nada más entrar fueron las flores. Estaban en jarrones de vidrio transparentes y de porcelana grisácea y allí donde miraras topabas con ellas: en el suelo, en la mesa, en la cómoda, en las ventanas. Dalias o ásteres en cantidades ingentes, claveles de las Indias de tonalidad nacarada… Entre las cabezas desgreñadas de los crisantemos aparecían las estrellas moteadas de las lilas. La sensación de mayor esplendidez la daban las cándidas rosas que se ofrecían ante mis famélicos ojos en todas las fases del florecimiento. Los jarrones eran pesados y ventrudos, de un cristal toscamente tallado que contrastaba provocativamente con las flores, más frágiles que la seda china.
Este espectacular banquete para la vista tenía un defecto. En un rincón alejado había una hornacina ovalada que contenía un alto jarrón chino negro de laca finamente trabajado con el motivo de un dragón contorsionado cubierto de escamas verdes. Embutidos en él había unos treinta lívidos lirios de agua, planchados como una camisa de boda, fríos como una mortaja. Daban miedo, estropeaban la resplandeciente prestancia de los cientos de flores acogedoras y con descaro me enseñaban sus garras largas y curvadas, como si me hiciesen burla. Se me pasó por la cabeza que estas flores eran, con toda seguridad, caníbales y vivían de trozos selectos de cuerpos humanos.
Aún había otra cosa curiosa: la habitación estaba como impregnada de un olor pesado que no procedía de las flores. Sobre todo me recordaba el incienso, pero había algo más…, agria y amargamente dulzón y picante, como de tabaco mezclado con hierbas silvestres o quizás otra planta seca que se quemaba lentamente.
—En su honor. —Gmünd me sacó del aturdimiento y me ofreció la mano derecha, mientras que con la izquierda abarcaba la habitación con un gesto alzado. Se levantó de la poltrona, donde hasta ese instante había estado leyendo un periódico inglés, y su cuerpo pareció ocupar al menos la mitad del salón, que no era en absoluto pequeño. El caballero de Lübeck llevaba una camisa verde oscuro, un chaleco de pana marrón abierto en el cuello, unos pantalones negros a finas rayas grises, e iba sin corbata. Calzaba unos cómodos mocasines y en la mano sostenía un puro por la mitad. Tenía cierto aire a Winston Churchill con barba espesa.
Me invitó a sentarme y le dijo a Prunslík que no lo necesitaría. El hombrecillo, que pareció no escucharlo, estaba apoyado, con los brazos cruzados, en el alféizar, entre unos floreros que contenían nardos exuberantes. Cuando entró el mozo del hotel trayendo algo de comer y una botella de vino tinto, pidió una copa de brandy.
En la bandeja había bollos calientes; una bola de mantequilla del tamaño de un puño; una selección de fiambres, entre los cuales destacaban lonchas de rosbif dispuestas en forma de capullos de rosa; queso amarillo seco y uno blanco blando, medio fundido, que por el olor y el aspecto debía de ser francés o suizo; aguacates, aceitunas, espárragos, pepinillos en vinagre, ciruelas pasas y las extrañas frutas que había comido Záhir la última vez y sobre las que ahora el caballero llamó mi atención, señalándolas y dándoles el exótico nombre de durian.
Me serví mientras Gmünd me miraba con insistencia. También sentí sobre mí la mirada de su compañero. Empecé con un trozo de queso seco y una aceituna y me senté con el plato en el sofá. Entonces Prunslík soltó una carcajada y le lanzó algo a Gmünd; era una pequeña moneda que el gigante atrapó con una destreza inesperada y se metió en el bolsillo. También él se regocijó. No sabía si debía unirme a su alegría, que ni compartía ni entendía, o hacer como si nada y concentrarme en mi cena.
—Perdone —dijo Gmünd—, seguramente habrá entendido que hemos apostado. Raymond aseguraba que vendría de la iglesia hambriento y se arrojaría sobre la carne. Yo era de otro parecer: aunque le apeteciese mucho la carne, tomaría otra cosa, algo más… sobrio.
—¿Le parezco tan modesto?
—Sí. Es tímido por naturaleza y su comportamiento ya ha ratificado este rasgo característico; siempre necesitará que le ofrezcan dos veces las cosas. Pero coma y beba lo que realmente le venga en gana. ¿O preferiría otra cosa? Le haré traer pescado del restaurante del muelle, preparan una trucha excelente, voy a menudo. Pida con tranquilidad, es lo que esperan de usted aquí, en el Bouvines.
—Con este banquete ya tengo bastante, sólo que no estoy acostumbrado. —Bebí un trago del vino para soltarme un poco, luego me serví en el plato trozos de pollo con crema de eneldo y unas lonchas de carne. Cuando tenía la boca llena me di cuenta de que me estaba atracando, como un familiar pobre de visita en casa de un primo que ha llegado lejos en la vida. Me forcé a masticar más despacio. En los ojos de mi huésped percibí un brillo esmeralda. El instinto me reveló que sabían muy bien lo que me estaba pasando.
—Le entiendo, Květoslav —dijo en voz baja—. Yo también era retraído. Me costó mucho hasta que cambié, al menos superficialmente, porque el carácter no se puede modificar. Pero le he invitado para charlar sobre usted; de mí ya sabe usted bastante.
—Si me lo pide así, no diré nada —repuse—. Las peticiones directas, igual que las preguntas directas, siempre me atan la lengua. No sabría ni por dónde empezar. —Me había dejado totalmente pasmado, así que me metí en la boca la mitad de un bollo; mientras masticaba tuve que taparme la boca con una mano. Se me saltaban las lágrimas del esfuerzo.
Gmünd, con tacto, desvió la mirada hacia el periódico abierto en la mesita y alargó la mano hacia las cerillas para volver a encender el puro apagado. Con los ojos bajos, dijo:
—Empiece por donde sea. Por ejemplo, por el anciano caballero con que estuvo ayer en la taberna.
El bollo se me atragantó.
—Raymond le vio cuando pasaba por ahí —añadió a modo de explicación, aparentemente sin darse cuenta de mi rabia.
Desde la ventana llegó un grito de mofa.
—¡Matyáš y el Franciscano, la pareja del siglo!
Gmünd se rió benévolo y dijo:
—No se lo tenga en cuenta. Es huérfano y tiene celos de todos mis amigos.
Prunslík tiró del alféizar un florero de nardos, que se hizo añicos contra el suelo. Como Gmünd no reaccionaba, rompió otro.
Se produjo un largo e insoportable silencio. Desconcertado, me puse a hablar. Empecé con Netřesk. No dije nada sobre los penosos momentos en su casa; en lugar de ello hablé de mi profesor preferido en el instituto de Boleslav, de nuestro gusto común por la historia y los elogios que recibí de él, de mis famosos «murales temáticos». Ni siquiera recuerdo cuándo pasé del relato de la escuela a mis padres y mi voz empezó a estrangularse, hasta que tuve que hacer un esfuerzo supremo para que no se me quebrara. Prunslík aprovechó una pausa fugaz para disparar esta frase desde la ventana, donde hacía equilibrios con un vaso de brandy en la rodilla:
—Aber wo batten Sie Ihr Herz verloren?
—¿Cómo? —inquirí—. ¿Pregunta por mi corazón? ¿Que dónde lo he dejado…? Supongo que se refiere a una región…
—Le pregunto que con qué tía —gruñó el de los ojos azules.
Gmünd se volvió hacia él. No dijo nada, pero su mirada, que quedaba oculta, para mí, debió de ser convincente, porque el hombrecillo renunció a hacer más comentarios y en lugar de eso se entregó a una estrafalaria pantomima: cerró los ojos, se colocó el vaso sobre la cabeza y se metió la mano en el bolsillo, de donde sacó tres pequeñas pelotas, una azul, una verde y una roja, y sin abrir los ojos empezó a hacer malabarismos con la mano izquierda, mientras se introducía el dedo índice de la derecha en la nariz. Comprendí que estaba ofendido.
Gmünd se encogió de hombros en señal de disculpa.
—Raymond es un poco indiscreto. Tenía ganas de que le hablara de las chicas que conoció en el instituto. Esta clase de cosas le interesan, no tiene mucha suerte con las mujeres. La última vez, cuando estuvimos de visita en el hospital, cambió impresiones con Záhir, y ése realmente no se corta con sus éxitos.
En su voz había algo tranquilizador. De repente la desconfianza pareció fuera de lugar. Yo mismo me sorprendí cuando dije sinceramente:
—No hay nada que esconder al respecto. Cuando me enamoraba, siempre era de la equivocada. Y de todos modos me daba tanta vergüenza mi nombre que eso impedía cualquier acercamiento.
—¿Tanto sufrió por su nombre? Es realmente curioso. Escuche… ¿no lo culparía de todo lo malo que le pasaba?
—Quizá fuera así. ¿Sabe?, me sabía fatal no poder hacer nada con él. Una vez me dieron ese nombre, ya estaba bien atado.
—Sí, es como cuando uno nace en una época a la que poco a poco empieza a odiar. También está atado y no se puede desatar, y no le queda más remedio que soñar con los tiempos que pasaron o con los que vendrán.
—Estoy de acuerdo. Es igualmente hermoso.
—Dígame, ¿nunca ha pensado en el matrimonio, en tener hijos?
—Quizá sólo para reafirmarme en la opinión de que no sirvo para eso. Quizás aún no he encontrado a la persona adecuada.
—Le daré un consejo: no tenga prisa. Al menos mientras trabaje para mí, intente no pensar demasiado en las mujeres.
—¿Por qué?
—Eso sólo le distraería. Todavía le quedan muchas cosas interesantes de las que enterarse, y algunas son de índole tan íntima que realmente no me gustaría que se las explicara a alguien, aunque fuera sin querer. Las mujeres son excelentes espías, pero malas oyentes. Le diré lo que me pasó ayer, es bastante extraordinario y desafía el sentido común, pero estoy convencido de que mi mujer, si la tuviera, me haría un ademán de desprecio con la mano.
—Pero hay excepciones. De todas maneras, ¿está usted tan seguro de que no tiene esposa, señor? La última vez me fijé en el modo en que lo mira Rozeta. Si alguna vez me miraran así me consideraría un afortunado.
—¿Cómo me miraba?
—Con admiración. Con devoción. No podía quitarle los ojos de encima.
—¿De verdad? Nunca se me hubiese ocurrido. ¿Qué guapa, no? Ahora debería empezar a cortejarla. —Soltó una carcajada amarga.
En ese momento sentí el deseo de hacer callar a ese gentleman hastiado al que nada sorprendía, y con palabras groseras darle a entender que algunos hombres, por una sola sonrisa de una chica como Rozeta, estarían dispuestos a dar diez años de su vida, y quizá más. Pero permanecí en silencio, sorprendido de la intensidad con la que empezó a latirme el corazón.
Gmünd me miró inquisitivo. Sin duda volvió a leerme el pensamiento. Me sirvió vino y dijo:
—Tranquilícese. Debería acostumbrarse al hecho de que la gente no siempre habla en serio. En su sinceridad es usted un verdadero caballero, no le llego ni a la suela de los zapatos. Debe aprender a leer entre líneas. Más de una vez ha dudado de mis palabras, ¿no es así?
Recordé lo que Prunslík me había explicado acerca de Gmünd de camino al hotel. Miré hacia la ventana. El monstruo acurrucado en el alféizar parecía haberse quedado dormido. Miré fijamente a Gmünd y negué con la cabeza.
—¿No ha dudado? Eso me honra. Pero si algo no le parece bien, expréselo. Me gusta discutir.
»Ahora, a lo de ayer. Mandé limpiar un par de trajes y también mi abrigo de viaje, sin el cual me siento desnudo. Cada noche voy a dar un paseo, y así lo hice ayer. Toda la tarde me sentí inquieto, no me gustan los domingos, y era uno especialmente inquietante. ¿Sabe usted?, intuía algo…, tenía la desagradable sensación de que algo lo amenazaba justamente a usted; algo que no afecta a su vida ni a su salud y que sin embargo es peligroso…, peligroso para su alma. Esa sensación empeoró al caer la noche, hasta que me sacó a la calle a pesar del tiempo inclemente.
»Como no tenía el impermeable, me decidí a rodear la plaza y volver de inmediato. Está a un paso de aquí, a unos pocos cientos de metros. No era mucho después de la cena, hacia las siete y media. Sigo a menudo esa ruta, los paseos por la plaza del Ganado no le hacen daño a nadie; además, uno puede reconocer los lugares bellos hasta con los ojos cerrados: cuando alguien se pone el guante del tiempo y se frota con él, se encuentra con los que vivieron antes. Bečvář Jakub Kuchta, Jakub Kacíř, la pescadera Dimuta, Jakub Pastuška, Michal Hrbek, Frenclín de Kamenice, el curtidor Řehák, el herrero Mikuláš, Petr Kolovrat; un montón de colonos del siglo XIV, venerables dueños de casas. ¿Quién no desearía conocerlos?
»Pero vuelvo a esta extraña noche. No había más que unos cuantos coches en las calles, las farolas despedían un resplandor amarillento y empezó a soplar un viento húmedo del norte que pronto resultó más desagradable que una helada de enero.
»Subí a la plaza por la calle Resslova, pasando por delante de la iglesia de Cirilo y Metodio. Fue extraño, pero por el camino oí varias veces el sonido de unos cascos, que fue creciendo en intensidad, arrastrado por el viento; un par de veces incluso miré asustado, esperando ver acercarse una carroza para turistas que estuviera dando una vuelta, a pesar de que ya era de noche, para echar un vistazo a los monumentos praguenses. Sin embargo, la calle estaba vacía, a excepción de unos pocos automóviles. Después todo quedó en silencio, lo que me resultó aún más raro, porque no era tan tarde. Llegué al parque por el pasadizo subterráneo y me desvié hacia la izquierda, con la intención de cruzar el césped hacia el Ayuntamiento. Pero entonces, por entre los árboles, en dirección a San Ignacio, vi una luz distinta de la de las farolas; eran unas lucecitas anaranjadas que temblaban a causa del viento. Velas. Me acerqué más, creyendo que en el parque se celebraba algún acto recordatorio, quizás una concentración en recuerdo del año 89. Las llamas temblaban, pero no se movían y estaban demasiado altas; era imposible que las sostuvieran manos humanas. Y además, el viento seguro que las hubiese apagado… a no ser que estuvieran resguardadas por algo, por alguna pantalla.
»Debía de ser eso. Dejé atrás los arbustos que crecen junto al monumento a Krásnohorská y salí de la arboleda a la acera. Allí me quedé con la boca abierta. Las luces que había divisado en la parte sur del parque revoloteaban a unas decenas de metros delante de San Ignacio…, en la carretera. Sí, justo sobre la calzada que pasa por la plaza, en el cruce de Resslova y Ječná. Estaban colgadas a una altura considerable, distribuidas en cuadros visiblemente regulares. A mi alrededor no había ningún peatón para cerciorarme de si realmente estaba viendo aquel extraño fenómeno o si era fruto de mi imaginación. A menudo pasaba algún coche por debajo, pero los conductores nunca ven nada, no saben por dónde van ni qué pasa a su alrededor.
»Después volví a oír aquél sonido de cascos y de repente supe a qué me recordaba aquella aparición luminosa: el interior de una iglesia; los puntos de luz y ruidos, formarían el interior del hermosísimo, elevado y santo edificio. En mitad de la plaza, ¡imagíneselo! Por lo que sé, el único edificio espectacular que alguna vez ocupó aquel lugar fue la capilla del Cuerpo de Cristo, durante los siglos XIV y XV iglesia entre las iglesias centro-europeas.
Yo no sabía demasiado sobre la capilla del Cuerpo de Cristo, y en aquel momento sólo conseguí recordar el sentimiento de pena que me embargaba cada vez que en los libros topaba con esta misteriosa iglesia praguense demolida a finales del siglo XVIII. Y la experiencia de Gmünd también me dio miedo por otra cosa: hacía años, mientras me preparaba para los exámenes, leí en un diario, o quizás en unas memorias, algo sobre una visión parecida en la plaza del Ganado en algún escrito histórico. El testigo de aquella fantasmal aparición había sido, casi con seguridad, un conocido noble. Jiří Vilém de Chudenice, sí, sin duda él. O no. Quizá Vilém Slavata de Košumberk…
Enseguida se lo dije a Gmünd, que se mostró impresionado. Exaltado, se acarició la barba y me invitó a que le explicara lo que recordase.
—No hay mucho —dije—. Si no recuerdo mal, el noble, de hecho, ni siquiera había venido al mundo cuando pasó esto. Creo que fue a principios de los años setenta del siglo XVI. Oyó hablar de ello primero a su niñera, y más adelante, a los habitantes de la Ciudad Nueva, que aseguraban haber sido testigos presenciales del acontecimiento. Alguno embellecería la experiencia, pero todos estaban de acuerdo al menos en que un día de verano se había levantado un fuerte viento y, de repente, en la plaza había entrado un ejército numeroso que nadie esperaba. Muchos recordaban el sonido de cascos en el pavimento, pero sin embargo había un silencio absoluto. Los jinetes no despertaron demasiada atención, pero a los espectadores empezó a ponérseles el pelo de punta cuando en la esquina de la calle de Emaús apareció un vehículo descomunal que no tenía ruedas y sin embargo avanzaba, o más bien parecía flotar. Se dirigía a la capilla del Cuerpo de Cristo, y lo más aterrador eran los escoltas del vehículo: montaban unos caballos enormes y eran tan altos que fácilmente podrían haber mirado por las ventanas de los primeros pisos de las casas de alrededor; eso suponiendo que hubiesen tenido cabeza. Algunos de los ciudadanos que aquél día los vieron en la plaza cayeron gravemente enfermos a causa del susto que se llevaron.
—No conocía esa leyenda —dijo Gmünd pensativo, acariciándose la barba—, y aunque no fuese verdadera, eso no le quita belleza. Está claro que el autor de estas memorias no se la inventó. ¿Y dice que esos caballeros iban a la capilla del Cuerpo de Cristo? Fabuloso. Pero eso significaría… —No acabó la frase. Levantó la mirada hacia mí y en un tono diferente, algo más alegre, manifestó—: Ya ve lo útil que nos resulta. No me equivoqué, es usted la persona que necesitamos.
Insistí en que no había acabado los estudios y que en general no sabía mucho acerca de nada. Pero sus palabras me habían gratificado, y las que siguieron también.
—¿Y a quién le importa un título? Lo importante es que sabe más que los que se sientan en las facultades de Historia. ¡Suerte que no ha acabado ahí! Tienen, sin duda, unos conocimientos generales respetables sobre lo que pasó alguna vez, pero dudo que nadie fuera capaz como usted de salir al paso de lo que le he explicado. Su historia está muerta. Si tenemos sobre ella una conversación iletrada, si recapitulamos sobre ella, no significa que esté viva. No depende de que no entendamos algo y no seamos capaces de esclarecerlo. Lo importante es la emoción que despierta en nosotros.
¿Lo decía por mí? ¿Pretendía algo con eso? ¿Quería llevarme a algún sitio? Empecé a hacerme esas preguntas en silencio, bajo su atenta mirada, que transmitía una indecisa expectación. ¿Qué quería de mí? Sus siguientes palabras sólo me confundieron aún más.
—No le hable de nuestra conversación a Olejář. Sólo debe saber lo indispensable. Si se enterara de todos mis planes con respecto a las Siete Iglesias, creo que no sería tan complaciente. Persigue sus propios fines y algunos de ellos sin duda no son de lo más honorables. He oído algo sobre algún asunto de corrupción; ¿sabe usted algo de eso?
Negué con la cabeza. Me entusiasmó la expresión «Siete Iglesias», aunque el caballero la había pronunciado como si hablara de una banalidad en la cual no merece la pena detenerse. Aunque no tuviera ni idea de a qué se refería con ese nombre, me comporté ante sus escudriñadores ojos como si lo supiera todo; a excepción, por supuesto, del asunto de corrupción.
Gmünd siguió hablando y yo me limité a mirarlo estupefacto.
—Raymond es capaz, con ayuda del ordenador, de conectarse a cualquier teléfono. La última vez aprovechó un momento en que Olejář había salido de la oficina y estuvo manipulando el aparato; no me pregunte cómo lo hace. Escuchó un par de conversaciones, y ¿sabe qué se ha encontrado con algo muy interesante? El coronel chantajea a alguien.
—Mejor dicho chantajeaba —se oyó desde la ventana. Prunslík seguía comportándose como si durmiera, pero permanecía alerta.
—Aunque no se dijeron nombres, no nos costó adivinar quién es.
—Quién era —lo corrigió Prunslík. Empecé a intuir algo.
—¿Aún no se le ocurre nada? Era arquitecto. Trabajaba desde hacía muchos años en la Oficina de Planificación Urbana.
—¡El que han matado esta noche! Espere… ¿No se llamaba Barnabáš?
—¡Qué va! Se llamaba Rehoí.
—Y usted cree… El coronel sería capaz, pero ¿por qué elegiría una manera tan complicada? No se corresponde con su carácter.
De repente, sin embargo, estaba seguro de que la pesadilla que perseguía a los arquitectos praguenses era el coronel de la policía, un chantajista que sabía algo de todos y que cuando alguien se negaba a pagarle, en lugar de hacer público un escándalo lo asesinaba y se ocupaba de que su cadáver fuera expuesto públicamente como advertencia para los demás.
Pero quizá fuese al revés. Řehoř y Pendelmanová sabían algo sobre Olejář, y él les había cerrado la boca para siempre. Y era posible también que tuviera un ayudante, por ejemplo Junek, un sádico de sangre fría que escondía su apetito asesino bajo un uniforme de policía.
Sin poder aguantarme, grité:
—¡Es Olejář! ¡Tiene sobre la conciencia a la ingeniera Pendelmanová! ¡La hizo salir cuando dormía, la estranguló y la colgó del puente de Nusle!
Fue la primera vez que vi una expresión de auténtica sorpresa en la cara de Gmünd. Miró a Prunslík, que me contemplaba incrédulo, después desvió la mirada por encima de mi cabeza y dijo en tono de escepticismo:
—¿No dijo la policía que había sido por motivos políticos? Una venganza por una injusticia que el difunto Pendelman había permitido.
—Ése es un falso rastro —repliqué dispuesto a no darme por vencido—. Pendelmanová trabajaba en la oficina como representante municipal. ¿Y si era de la Oficina de Planificación Urbana? Se trataba de una ingeniera de carrera. Quizá recibía sobornos por dar permisos para obras que no deberían haberse concedido y Olejář acabó enterándose… con la ayuda de métodos parecidos a los que también utiliza el señor Prunslík.
Volvieron a mirarse el uno al otro, pero yo no tenía intención de detenerme.
—Me encargó a mí la protección de la ingeniera Pendelmanová porque sabía que no era capaz de protegerla. Ya no me sorprende que barriera todo el caso bajo la alfombra. Pero aunque todo saliera a la luz, él estaba cubierto. Tenía a su servicio a Junek, agente modélico, que en todo caso iba a la suya. Olejář necesitaba el contraste de un inepto como yo. Tenía que demostrar que la policía también cuenta con defensores de la ley capaces. Y los tontos, eliminados. Quién sabe, puede que Junek también estuviera metido en esto.
—Lo que dice es notable y quizá esté tras la pista de algo —dijo Gmünd en voz baja—, pero yo en su lugar no haría acusaciones hasta estar absolutamente seguro. Perdóneme la sinceridad, pero por el momento suena a pura especulación. Le aconsejo que vaya con cuidado y se muerda la lengua. Si estuviera en lo cierto y Olejář se enterara de que tiene algo con él, seguiría contra usted un corto procedimiento. El más corto, de hecho.
Tuve ganas de protestar, pero permanecí en silencio. Tenía razón. Por un instante me observó pensativo, quizás algo distraído. Después añadió:
—Pero también podría aprovecharse de su hipótesis. Exprésele su opinión sobre la ingeniera Pendelmanová, lo de que el motivo de su asesinato pudo ser la ocupación que ejercía tan concienzudamente. Si realmente su trabajo guardaba algún tipo de relación con la planificación arquitectónica y urbanística, Olejář no tendrá ningún motivo para ocultarlo. Vístalo de manera que llegue por su cuenta a la relación con el nuevo asesinato, y fíjese bien en su reacción. Después volveremos a repasarlo juntos y quizá nos enteremos de algo más.
Me mostré de acuerdo. Sorprendido, advertí que la cena había desaparecido; mejor dicho, estaba en mi estómago. Me lo había comido todo, lo había tragado, sin saborearlo… como si, bajo los maléficos ojos de Gmünd, ni siquiera la hubiera visto. Apuré el contenido del vaso. De repente me sentí cansado y empezaron a pesarme los párpados. No quería pensar en el asesinato del arquitecto Řehoř ni en la alucinación que había tenido en la iglesia de la calle Na Slupi, sólo deseaba dormir profundamente sin soñar con nada. Me levanté, yendo hacia la salida, intenté que no se notara que las rodillas me temblaban.
Prunslík me acompañó hasta el vestíbulo del hotel. Después de haber echado una cabezada en la ventana, volvía a ir como sobre muelles. Cuando le di un apretón de manos, se puso de puntillas y con voz apagada dijo:
—¡Qué historias más raras, camarero! Y sólo el de los cuernos sabe cómo acabará.
Estaba demasiado agotado por la comida y la charla inquietante para entretenerme con sus aforismos, a los que, por otra parte, ya había empezado a acostumbrarme. Como a todo.