Capítulo 10

Todos los caminos suben

hacia el cementerio.

O. Mikulášek

La semana siguiente empezó mal.

El despertador, mi viejo enemigo, sonó justo a las siete. A la vez se oyó el teléfono. Sentí ese despertar violento como un mal presagio. Igual que en el piso de Pendelmanová, igual que en la iglesia de Větrov. Cuando descolgué semidormido el auricular en el recibidor, la señora Frýdová asomó la cabeza por la puerta del dormitorio. Oí una voz femenina. No me dijo su nombre, pero reconocí a Rozeta. Me comunicó que tenía que ir a Vyšehrad. Al Palacio de Congresos, de inmediato. Ahí me enteraría de todo. Y colgó.

A la señora Frýdová le supo mal no haberse decidido a responder al teléfono antes que yo. Quería saber qué ocurría, pero rehusé responder. Ofendida, se encerró en la cocina. Comprendí que no quería que me preparara el desayuno. Desde hacía un tiempo tenía la sensación de que mi presencia en el piso le molestaba cada vez más.

Fui en autobús a Holešovice, y de ahí en metro a Vyšehrad. Llegué en cuarenta minutos. Subí rápidamente por las escaleras a la explanada que hay frente al Palacio de Congresos y enseguida supe adónde tenía que ir. Debajo de dos antiguos mástiles de hierro, heraldos de los congresos comunistas, reinaba una agitación inusual. Los postes, grises y rústicas imitaciones de oro y madera, instalados años atrás por Plečnik en el patio del castillo de Praga, estaban rodeados por una multitud, entre la que reconocí a Junek y Rozeta, los dos de paisano. Rozeta agitó la mano hacia mí y después miró hacia arriba, con lo cual adoptó la misma postura ridícula que los demás. Un hombre con gorra pasó por ahí y también miró, después se detuvo. Observé que sonreía. Miré hacia el extremo y vi algo insólito: algún bromista había puesto allí unos calcetines. Los postes parecían las piernas de un gigante con calcetines, arriba estrechas, abajo gordas y unidas por los muslos a la explanada de hormigón. ¿Para eso me habían llamado? ¿Para qué presenciara esa escena grotesca?

Rozeta y yo nos saludamos. Junek no dejó que le interrumpiera, tenía un transmisor en el oído y estaba mirando a través de unos pequeños prismáticos. Los dos estaban pálidos y, a diferencia de los transeúntes, muy serios. Algo más allá había dos jóvenes guardias, y por la cara de incertidumbre evidentemente dudaban si debían ordenar a la gente que miraba los postes que circulase. Eché la cabeza hacia atrás y me quedé estupefacto: ¡los extraños calcetines estaban metidos en sendos zapatos! Cada punta apuntaba a un lado y con el viento matinal se balanceaban ligeramente, como si el gigante agitara las piernas. Me sorprendió que todo eso no hubiera caído hacía ya tiempo. Sobre la suela que señalaba, más allá del puente de Nusle, hacia la plaza de Carlos se había posado una herrumbrosa paloma; con el pico extrajo alguna porquería y nos hizo un guiño cómplice, como si ponderara si debía echarnos algo a la boca.

Miré a Rozeta con expresión interrogativa, y entonces el viento resopló y ella, sin dejar de mirar hacia arriba, chilló: «¡Cuidado!», y con los brazos extendidos dio un paso atrás. Instintivamente me acurruqué. Un calcetín cayó y golpeó contra la piedra; estaba lleno como los calcetines en Navidad. Se partió en dos trozos: uno azul y largo, el otro negro y corto. El segundo era la bota sobre la que apenas hacía un momento desayunaba el pájaro. Rodó entre los parterres de hormigón en que crecían cipreses. El otro trozo, una pierna humana con un pantalón tejano que hasta el momento yo había tomado por un enorme calcetín, quedó al pie de la columna.

El primero en darse cuenta fue el hombre de la gorra: se inclinó hacia delante y empezó a vomitar. Los guardas se miraron brevemente y empezaron a dispersar a la multitud. Muchos echaron a correr. Junek gritó alguna orden, un policía de uniforme salió de un vehículo y se acercó con un rollo de cinta blanquiazul que poco después delimitaba una zona de acceso prohibido. Rozeta se alejó unos pasos con el hombre que había vomitado. Se hizo cargo de él un gentleman con traje oscuro y un raglán desabrochado, que extrajo del bolsillo de la pechera una petaca plana y ofreció a aquél los primeros auxilios.

Tampoco yo hubiese desdeñado un trago. Estaba en cuclillas delante de la extremidad y no podía apartar la mirada del lugar donde, bajo la tela azul remangada, blanqueaba la piel. Me negué a mirar allí donde el pantalón vaquero aparecía cortado, hacia la mitad del muslo. Junek discutía con alguien por el transmisor —me pareció entender que el médico forense se negaba a ir al lugar de los hechos— y Rozeta reanimaba a una joven que se había desmayado hacía un momento. Hice acopio de valor y fui a mirar la bota. No fue difícil encontrarla al lado del parterre. Se la llevé a Junek, que seguía discutiendo con el forense. La cogió y se la acercó al oído libre como si se tratara de un auricular; sabía cómo hablar por dos teléfonos a la vez. De inmediato se dio cuenta del error y, sin dejar de hablar, dio un paso amenazador en mi dirección. Záhir tenía razón cuando me advirtió sobre él. Retrocedí y con un gesto indiqué que el zapato estaba sucio y que no debía metérselo en el bolsillo de la chaqueta. Pero ya lo había hecho. Volví junto a la pierna y esta vez no evité mirar la horrible herida. No detecté señales de sangre. Se me ocurrió que quizás hubiese chorreado por el porte, pero una mirada hacia arriba me convenció de que no era así. ¿Qué significaba eso? Que la víctima había debido de desangrarse mientras estaba en el suelo. Justo al lado del hueso del muslo roto —sí, roto más que cortado— se abría en la carne el agujero negro que había producido la punta de la columna. Los músculos rígidos conservaban su forma redondeada.

La segunda pierna continuaba ondeando en la columna delante del Palacio de Congresos y con la punta señalaba, más allá del Nusle, hacia la iglesia de Na Slupi. La quitaron con ayuda de una plataforma elevadora. Tardaron casi una hora. Las dos extremidades habían sido separadas del cuerpo de la misma manera: no las habían cortado sino que las habían arrancado. Por el tipo de calzado y su tamaño, y también por la cantidad de vello que cubría la piel, el forense dedujo que pertenecían a un hombre. Antes de llevárselas para un estudio detallado, nos preguntó dónde estaba el cadáver; no había duda de que la persona que había perdido las piernas de esa manera debía de estar muerta. Pero tras escudriñar a conciencia el entorno, no teníamos la menor idea de dónde podía estar.

Después de las diez, el coronel se presentó en la escena del crimen. Estaba demacrado, parecía desgraciado, no quedaba ni rastro de su determinación. Igual que antes en el despacho, parecía perplejo. Contra la oreja derecha sostenía un pañuelo de seda y agitaba la calva cabeza, en la que llevaba un sombrero elegante que me recordó el de un gánster de película.

Su primera pregunta fue sobre Záhir: si esas piernas encontradas no le pertenecían. Rozeta le anunció con expresión agria que acababa de llamarlo y que sin duda estaba entero, porque la había invitado a visitar su habitación de hospital con la intención de convencerla de que tenía todos los miembros en su sitio. Me sentí indignado por su desvergüenza, que también irritó a Junek, aunque por otra razón. Increpó a Rozeta que no debería haberle dicho nada a Záhir sobre las piernas arrancadas. Ella se encogió de hombros. Si no quería correr la misma suerte, más le valía avisarle.

Me atreví a interrumpir la pelea comentando que las piernas podían pertenecer a alguno de los que también habían recibido advertencias. Eso hizo que Junek me preguntase a gritos cómo lo sabía. Tuve que decir la verdad: por Záhir. Záhir era un estafador y un macarra, dijo Junek, alterado, ya le llegará, ya, de todas formas en su caso hay alguna mujer de por medio. Olejář se miró fugazmente el pañuelo y se lo metió en el bolsillo diciendo que averiguara todo lo que pudiera sobre los otros dos amenazados. Se llamaban Řehoř y Barnabáš. Llevaba desde la mañana intentando llamarlos, pero en casa de Barnabáš nadie contestaba el teléfono y Řehoř estaba en viaje de servicio.

Junek se fue a alguna parte, seguramente al vestíbulo del Palacio de Congresos, para reunir entre el personal nocturno a los testigos potenciales del incidente. Antes de irse a la oficina, Olejář encargó a Rozeta la tarea de contactar lo antes posible con Řehoř y Barnabáš, para que pudiéramos descartarlos como posibles víctimas. Rozeta se sentó en el coche y encendió el motor. A través de la ventanilla abierta le pregunté a qué se dedicaban Řehoř y Barnabáš. El motor tosió y calló. Con rostro inexpresivo, Rozeta me brindó esta respuesta sorprendente: «Creo que ya lo sabes».

Sin duda. Estaba seguro de que Řehoř y Barnabáš eran arquitectos, proyectistas o aparejadores.

Antes de poner el coche en marcha, y tras cerciorarse con una mirada cautelosa de que nadie nos escuchaba, Rozeta me transmitió la orden de Gmünd: a las dos me esperaría delante de la iglesia de la Anunciación de la Virgen María. Dije que ya nos veríamos allí los tres. Asintió con la cabeza y entonces, como si acabara de ocurrírsele, con una sonrisa metió la mano en un bolsillo y sacó un manojo de llaves. Me las dio. Me explicó que eran de la iglesia y que el día anterior se las había llevado del despacho. Después añadió algo extraño: Gmünd y yo iríamos solos; ella pasaría a recogernos más tarde. Me negué en redondo y me di cuenta de lo absurdo de la situación: un civil recordándole la ley a un policía. «¿Te niegas?», repitió ásperamente. Sobre todo no podía enterarse Olejář. Le pregunté qué tenía que hacer por la tarde tan urgente que le impedía ir con nosotros, eso si estaba de servicio. Me interrumpió diciendo que no era asunto mío. Volvió a encender el motor y partió.

† † †

Antes de las dos ya estaba en el lugar convenido, al lado de la iglesia de la Anunciación de la Virgen María de la calle Na Slupi, Santa María en el Verde. Había pasado por Albertov entornando los ojos bajo el sol dorado que, tras dos semanas de neviscas, se había encaramado encima de Vyšehrad como una amarilla manzana tardía pero madura. Me encontré a un grupo de estudiantes de la cercana Facultad de Medicina, de otro modo el lugar hubiera estado en silencio y casi desierto. De la calle Na Slupi me llegaba el sonido de las campanas del tranvía, y del viaducto de Výtoň el suave traqueteo del tren.

Levanté la vista hacia la torre de la iglesia a la que hacía años iba tan a menudo y una vez más pensé que debería ser el santuario de los escritores, porque su campanario octogonal con aspecto de alminar árabe y su aguja negra como el carbón recordaba un lápiz muy afilado. Cuando la construyeron en el siglo XIV, aún no se usaban lápices, pero la actitud de humildad del constructor ante el dios de los talentos en la forma de todo el edificio no se podía pasar por alto, aunque yo era incapaz de descubrir la causa de esta apariencia.

En mi bolsillo tintinearon las llaves que me había dado Rozeta. Las cogí y las sopesé, saboreando la sensación de poder. Como si por la puerta a la que pertenecía la cerradura no se entrara sólo a la pequeña iglesia gótica, sino simultáneamente al templo del Conocimiento. La mirada se me perdió por la cuesta que desciende desde la plaza de Carlos, donde tras los tejados del hospital de las Clarisas, los castaños del jardín botánico y las torres de San Juan en el Peñón intuía la oscura silueta de la Casa de Fausto. Desde la mañana me daba vueltas en la cabeza la irritación de Rozeta y su extraño comportamiento, su actitud impasible y serena frente a la cruel broma de un asesino sin duda loco. Yo mismo, como constataba, no había conseguido hasta ahora tomar plena conciencia del incidente de Vyšehrad. Si no era ni la sombra del profesional que alguna vez había deseado ser, ¿de dónde procedía esa insensibilidad? Quizá no estuviera dispuesto a tolerar ese horror por instinto de conservación. ¿Para qué complicarse la vida con algo tan horrible como es el hallazgo de unas piernas humanas descuajadas que ondean en un poste en lugar de la bandera nacional? ¿Hay que estremecerse? Quizás antes… ¿pero ahora? Cuando hay alrededor tanta violencia, ¿quién no está inmunizado? Una pierna clavada en un poste es algo incluso cómico a pesar de la tragedia que implica. Y nuestra época disfruta con el humor negro. ¿Qué otra cosa le queda? ¿Qué le queda? Si me río, no fallezco. Si te desesperas, mueres.

Pero ¿qué pasa después con el conocimiento? ¿Nublan más la vista unas lágrimas de risa u otras que son producto de la desgracia?

Miré el reloj. Eran las dos y cuarto. Tomé por la calle Na Slupi, luego rodeé el convento servita por las calles Albertov, Votočkova y Horská, pero no vi a Gmünd por ningún lado. Encontré una cabina de teléfonos y llamé al hotel donde se alojaba. El recepcionista me aseguró que el señor Gmünd no estaba en su habitación. Pensé en preguntarle si el caballero había pasado la noche en el hotel. ¿Debía hacerlo? Lo hice. No había terminado de formular la pregunta y el recepcionista ya colgaba el teléfono.

Volví a la iglesia, llegué a la puerta situada al pie de la torre y cogí el picaporte. Cerrado. Probé con las llaves. Eran ésas. Las cerraduras se abrieron una tras otra, sin chirriar, sin protestar. Volví a mirar alrededor y entré.

Dentro estaba iluminado y hacía calor. Lo primero que atrajo mi mirada fue una columna. Era circular, sin adornos, de unos diez metros de alto, con una base maciza, y nervios de bóveda como ramas que se alzaban aún otros buenos cinco metros y se quebraban abruptamente en las quillas invertidas de la doble nave del templo. No es raro que aquella iglesia fascinara tanto al escritor jesuita Bohuslav Balbín, que la consideraba la esencia de la arquitectura checa. Y como símbolo oportuno está la gran columna, pensé, que lo aguanta todo y se aguanta también a sí misma, y sin duda protege a los que vienen aquí. Está encalada, también los nervios son blancos, así como las paredes entre las ventanas: limpieza y pureza que hacen olvidar viejas profanaciones. A finales del siglo XIV la iglesia era abigarrada como todas las construcciones góticas. En las bóvedas dominaban el azul y el dorado, en las ventanas el amarillo, el verde y el rojo. Tampoco faltaban elementos orientales, ideas copiadas por los cruzados en Damasco, Jerusalén y Antioquía y que encontraron aquí una nueva expresión con numerosas variaciones. En los nervios de la bóveda de crucería se alternaban franjas plateadas y rojizas; en los canales esmeralda del arco triunfal, que separaban las dos naves del coro, titilaban hojas doradas. Los fantasmales motivos florales, símbolos de la vida eterna, se entrelazaban allí donde los que creían en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo dirigieron la mirada. Era un festín para la vista. O lo había sido antaño.

Me acerqué a la columna, que concentraba la luz que entraba por la ventana de manera que parecía que ella sola iluminase el lugar como un enorme neón. De alguna manera era diferente del resto de la iglesia, sobre todo por la sencillez de forma y la ausencia de todo elemento embellecedor. Se trataba de una columna corriente, que no pertenecía a ningún estilo histórico; quizá la hubiera levantado mucho antes de la Edad Media algún funcionalista desconocido. Hundí la punta de la llave en el revoque con la ingenua esperanza de que bajo la blancura descubriría una cicatriz roja y me convencería de la veracidad de la leyenda según la cual, antes de que se construyera el templo aquella columna correspondía a un altar de sacrificios pagano. Decían que era roja a causa de la sangre de animales y personas, ofrendas a deidades insaciables. Fue de sabios no derribarla cuando, después, llegaron con la cruz y el agua bendita, y fue de sagaces cargarla con un tejado y un techo. Según nos enseña la leyenda griega, mientras Atlas estuviera doblegado bajo la carga, era todo bondad.

Me agaché y busqué con los dedos el trazo de un cuchillo afilado. No lo hallé. Como si en el tejido vivo del antiquísimo pilar la herida hubiera cicatrizado. Apoyé la palma contra la piedra. Y entonces, la columna, durante siglos inmutable, se agitó perceptiblemente.

Llegaron hasta mí unos pasos lejanos, y me volví asustado. No vi a nadie por ninguna parte, sólo la misma sensación que en San Esteban y en San Apolinar. El púlpito estaba vacío, en el coro del órgano nada se movía, quizá tan sólo el polvo que levantaban mis pasos sacara al presbiterio de su majestuosa inmovilidad. Los sonidos debían de venir de fuera; de modo que estaba solo con la sobrehumana belleza del templo.

Hace ciento cincuenta años la iglesia y el monasterio adyacente se convirtieron en una extensión del manicomio provincial; sólo gracias a eso aquélla fue bendecida de nuevo, pues de lo contrario estaba destinada a la ruina. Los praguenses devotos tenían acceso al lugar una vez al año. Anteriormente, el monasterio había albergado una institución para la educación de suboficiales; traían chicas a la iglesia y cometían actos desenfrenados en los sitios donde antes se había celebrado la santa misa. La barbarie de los ejércitos nunca defrauda; en todas las épocas ocurre lo mismo. Las tropas se instalaron en el monasterio servita de Na Slupi ya a finales del siglo XVIII, después de que fuera cerrado por orden del emperador José. La guarnición de artilleros y los alumnos de la escuela de cadetes de Kinský y del regimiento Kallenberg se alinearon delante de la iglesia profanada igual que en territorio enemigo conquistado: saquearon lo que pudieron, se llevaron incluso los tubos del órgano para cortarlos y, mezclados con plomo, refundirlos y hacer munición para los largos mosquetes. ¡Pero qué fue eso en comparación con el otoño de 1420, cuando desde allí, justo desde la iglesia del Señor, los husitas dispararon hacia Vyšehrad!

Me arrodillé frente a la columna y me apoyé en ella con la cabeza gacha. Rezar, pedir perdón, a eso me impulsaba la gravedad del momento. Sopesaba las palabras, pero se me atascaron en la garganta. ¿Cómo pedirle perdón a una piedra por los delitos cometidos por seres de los que uno no sabe casi nada? Lágrimas de pena empañaron mis ojos, y no me resbalaban por las mejillas sino que caían directamente al pavimento de piedra. Lluvia de un alma nublada.

Entonces sucedió. Cayó una estrella. Una estrellita dorada y brillante con puntas cortas. A su lado una segunda, y una tercera, y después, de repente, una llovizna de estrellas. Cogí una y me la acerqué a los ojos. Era una frágil laminita de oro trabajada por los delicados dedos de un artesano. Y entonces cayó otra cosa. No era dorada, sino azul marino, azul cielo, grande como la palma de mi mano y ligera como una pluma. Levanté la cabeza. Del firmamento azul pintado en el techo se desprendía una estrella tras otra y en un torbellino dorado caían al suelo de la iglesia. En lo alto quedaban las pálidas paredes de las pechinas de la cúpula. La antiquísima columna volvió a agitarse, esta vez con más fuerza, el cosmos agujereado tronó y se estremeció como si fuera a precipitarse sobre mi cabeza de un momento a otro.

Se oyó un estruendo. La gente, ausente hasta hacía un momento, corría ahora de un rincón a otro como si se preparara para algo. Las paredes crujieron como bajo los golpes de un mazo, de las ventanas caía vidrio estrepitosamente, de las bóvedas el revoque, que se posaba sobre los cascos de los soldados igual que nieve azulada. En uno de los cascos vi una estrellita; era rojiza y su brillo parecía presagiar algo funesto. El hombre sobre el que había caído llevaba un cáliz cosido en el pecho. Pasó corriendo por mi lado, estuvo en un tris de derribarme, y delante del altar se volvió hacia la iglesia. Acto seguido hizo una señal con una especie de bastón resplandeciente… No, era una espada. Señalaba la ventana central del presbiterio. De algún lado apareció otro y, en un idioma que a causa del estruendo ensordecedor no conseguí entender, gritó algo, quizás una blasfemia, a juzgar por su tono de rabia. Al oírlo, el primer hombre bajó el brazo en que empuñaba la espada y miró alrededor como si sopesara algo. Entonces se oyó un claro «¡Aquí!», pero no reconocí de dónde procedía. El de la estrella y el cáliz corrió hacia la ventana del lado derecho del presbiterio y levantó la espada al tiempo que repetía el gesto de antes. El otro salió corriendo de la iglesia. ¿Se trataría de algún juego medieval? El juego de las cuatro esquinas… Mientras tanto, el estruendo iba en aumento, y ahora llegaba del exterior de la nave norte. De repente, a mi espalda, en la parte izquierda del templo, con un fragor ensordecedor, el muro se desintegró.

Un carro militar irrumpió en la iglesia. Cuando la nube de polvo se posó, vi que el coloso estaba revestido de hierro y en un costado tenía un enorme espolón que semejaba la proa de un barco de guerra. Se levantaba en él un mazo de hierro con la forma de un puño cerrado, mayor que una cabeza humana, ahora totalmente blanco a causa del revoque y de la piedra. Diez forzudos mocetones vestidos con casacas descoloridas y ceñidos pantalones de un tejido rústico empujaban el carro. Sujetaban en la mano lazos de cuero fijados al timón y hacían girar el carro lentamente. La carrocería tapó el martinete y en su lugar, sobre las cabezas de los hombres, apareció un largo y reluciente cañón negro. Era una vieja espingarda, del siglo XV, mucho más monstruosa de como la describen las fuentes históricas. Cuando el cañón quedó apuntando a la ventana de la iglesia, debajo de la cual estaba el hombre armado con la estrella, tiraron con fuerza. El arma atravesó triunfalmente los bloques de piedra, que se derramaron hacia afuera igual que dados. Estaba bastante claro adónde apuntaba el cañón: directamente a Vyšehrad.

El garfio estaba enganchado tras el alféizar, el hombre situado bajo la ventana gritó algo y un chaval, un niño de unos diez años, se encaramó ágilmente al coche, se agachó para recoger algo y, como un mono, corrió con este objeto por el cañón hasta su boca. Ahí el chico se sentó en la estrecha ventana, cogió la barra que le arrojaron, deshollinó con ella el cañón y comprimió la pólvora. Una opaca bola de plomo, grande como una naranja, brilló en su mano. A continuación la bola sonó estrepitosamente dentro del arma. Pero el chico ya había saltado de la ventana y un hombre con la cabeza descubierta y casaca verde, perneras ceñidas y botas altas se subió a la rueda de madera de la cureña y encendió la mecha con una antorcha. El disparo fue atronador, retumbó por toda la iglesia y desde la bóveda de la nave se desplomaron un par de ladrillos sobre el pavimento. Antes de que una nube de polvo gris lo envolviera todo, me di cuenta de que el retroceso del cañón había hecho añicos el muro de piedra situado tras la espingarda. El arma estaba inmóvil y esperaba que volviesen a cargarla, los hombres miraban inseguros el techo. El templo violado tembló aterradoramente hasta los cimientos y pareció apoyar todo su peso en la columna. Me tapé los oídos con las manos y cerré los ojos con fuerza.

Cuando volví a abrirlos, delante de mí estaba Prunslík, balanceando en las manos un pequeño bloc de notas encuadernado en cuero y con el lomo dorado, que colgaba de una cadena de oro. Era idéntico al que le había visto a Gmünd. Cuando advirtió mi expresión de aturdimiento, se guardó la libreta en el bolsillo del pantalón; en aquellos breves momentos me apercibí de que del bolsillo se asomaba la elaborada empuñadura de un fino puñal, que enseguida cubrió con la chaqueta. Se inclinó hacia la izquierda y luego hacia la derecha, y con una mueca en los labios, soltó:

—¡Vaya con nuestro joven doctor lithomorum! Se lo veía dormir realmente intranquilo, señor colega. Peor para usted… ¡A su salud!

Mi estornudo levantó algo de polvo de la mampostería caída, aunque ya no quedaba ni rastro de ella. La iglesia estaba en orden, el vidrio permanecía liso e íntegro en las ventanas, y los muros intactos eran un modelo de estabilidad.

—¿No lo ha oído? —pregunté, aún medio adormecido.

—Acaba de estornudar y antes ha estado murmurando algo. Soy un gran admirador de los sueños. Freud me atrapó en mi juventud y ya nunca me dejó; ya sabe, mi estatura…, así que no se moleste si he apuntado algo. Lo descompondré como a un despertador oxidado, se quedará atónito de lo mal que lo lleva, todo el mundo se queda a cuadros.

Me levanté y me sacudí el polvo de los pantalones, que no tenían ni una mota. Miré el reloj: las cuatro y cuarto. Al menos media hora más de lo que yo pensaba.

—¿Gmünd no está aquí? —quise saber. Prunslík mientras tanto se había alejado unos pasos hacia el presbiterio, así que repetí la pregunta en voz más alta.

—Tiene trabajo —respondió—. En lugar de él estoy yo, y también podría manifestar una pizca de alegría.

Empezó a medir con grandes pasos el arco triunfal. Mientras lo hacía, semejaba un pequeño y feo pájaro patizambo, un andarríos o un sisón, de no ser por el pelo peinado en punta, que le hacía parecer más bien una alondra.

No acabó de convencerme y le pregunté:

—¿Qué está haciendo?

—Queremos efectuar unos cambios aquí, ya verá. Por ejemplo, esto antes tenía una pinta bastante diferente. —Se detuvo bajo el púlpito neogótico ricamente tallado—. La iglesia fue ergotizada por Grueber; vaya pieza tan fantástica, ¿eh? —añadió, refiriéndose al púlpito, aunque se señalaba a sí mismo—. Sólo que no lo acabó. Vendrán nuevos bancos, copias de los de 1385, cuando acabaron la iglesia. Entonces le pusieron techo y era un regocijo para la vista, realmente una consagración del lujo. Una pena no haber estado presente, pero tampoco lo estuvo el emperador Carlos, así que ya ves. ¿Y Venceslao IV? Se lo contaron cuando estaba en el castillo de Točník. También usted me ha dicho algo, con los pedazos de un orinal se compone una historia y cada trocito es inconmensurablemente valioso. —Se acercó a mí saltando a la pata coja, me guiñó un ojo y agregó—: Pero menudo rosetón, ¿eh? ¿Qué me dice?

—¡No me líe! —protesté—. Perdone, pero si intenta insinuarme algo, déjelo.

—¿Insinuar? ¿Qué se piensa de mí? Yo siempre, todo, a la que mi boquita corta…, roac, roac, ¿le gusta mi corbata?

Aparté la mirada de su cara de desequilibrado y miré la corbata chillona. Era amarilla y desde ella me sonreía, repetido decenas de veces, el león de alguna película de dibujos animados. Enarqué las cejas con expresión interrogativa.

—¿Es duro de mollera? —Prunslík soltó una risilla y empezó a saltar alrededor de mí; con el traje azul y la cabeza roja parecía la llama de un mechero—. ¡Piense un poco! —Se puso serio con la misma rapidez con la que había empezado a dar brincos, y señaló el techo—. ¿Ve la clave?

Levanté la vista hacia la clave de la bóveda. En ella había un escudo, y en éste aparecía un león.

—Pobrecillo —dijo—. ¿Cómo debía de estar cuando había esa estúpida cebolla en la torre? Las fieras feroces también sufren con las ventosidades, no crea. Suerte que dejaron aquí a Grueber.

—¿Habla de la ergotización de la iglesia?

—¿De qué otra cosa? Tengo que llevarlo, se lo pido amablemente, no es ninguna orden, ¡por supuesto!

—¿He de ir a ver a alguien? ¿A Gmünd?

—Créame, no se arrepentirá. Hoy está un poco lento de reflejos, ¿eh? Tampoco es que yo le sirva de mucho. —Inclinó hacia mí la cabeza como una cerilla encendida—. ¿O sólo me lo parece? ¿No estará usted enamorado? Quiere hablarle, ya sabe cómo sufre por usted. Me refiero a Gmünd, no a Rozeta, aunque usted saldría pitando como en una carrera, ¿eh? Al caballero usted le gusta más que yo; no entiendo cómo se lo habrá ganado, pero al fin y al cabo eso no es lo importante. Le dará un repaso, mirará que funcione, toc, toc, o igual le regaña o le paga el anticipo, no se nos vaya a quedar frito.

—¿No vaya a qué? Sea tan amable de hablarme con claridad. He entendido que tengo que ir con usted al hotel.

—¡Bravo!

—Perdone, pero no puede ser. No sé si lo sabe, pero esta noche ha habido otro asesinato… De hecho, quiero decir que ha habido otra agresión, parecida a la última. Esta vez mortal. Y la policía está identificando a la víctima. Podrían necesitarme. Hablaré con el señor Gmünd otro día.

—Típico de los policías: buscan lo que cantan los gorriones en el tejado.

—¿Usted sabe algo? Cuéntemelo todo, por favor.

—Nada que valga la pena, no se emocione. Era uno de esos a los que la policía tenía que vigilar. Y no lo vigilaban, como siempre.

—¿Barnabáš?

—¿También los confunde? Barnabáš, Řehoř, Řehoř, Barnabáš. Éste creo que era Řehoř, pero no pondría la mano en el fuego. Su mujer vivía convencida de que se había ido de viaje oficial. Cuando los de la secreta le han enseñado las botas ha dejado de creérselo. Ha caído redonda al suelo.

—Espero que se lo hayan dicho con tacto. Ha debido de ser terrible para ella.

—Mejor que si hubiera tenido que reconocerlo por las patas peludas, ¿no?

—Tiene usted un peculiar sentido del humor, señor Prunslík.

—Gracias.

—Dígame, ¿no ha mencionado la policía algún adoquín? ¿No rompió alguien con él la ventana de Barnabáš?

—Vaya, vaya, usted es un Maigret de tomo y lomo, ¡pero si hablamos de Řehoř! A mí no me interesan esas sandeces, debería saberlo. Sin embargo, puedo decirle otra cosa. Han encontrado la grúa con la que esos ladronzuelos, esos granujas desvergonzados…, ¡que se vayan al cuerno y les parta un rayo!

—¿… lo hicieron? ¿Con la que lo hicieron?

—Un coche con plataforma elevadora, uno de esos grandes brazos articulados que a veces se ven por la ciudad. Es un Tatra naranja; lo usaban para arreglar las farolas y hoy es una pieza de museo. ¿Y sabe dónde estaba? En el parque de la plaza del Ganado, la plaza de Carlos, como la llaman hoy en día. Nadie se dio cuenta, la policía pensaba que iban a podar los castaños, hasta el momento en que uno observó que no tenía matrícula ni delante ni detrás.

—¿Y cómo lo relacionaron con el asesinato?

—Pero por favor, eso no está claro en absoluto, todavía. Pero el vehículo es tan sospechoso que uno no puede evitar atar cabos. Imagínese que las llaves de arranque estaban en el asiento de la cabina. Ninguna huella digital, ¿quién iba a ser tan bobo?

—Nadie.

—Nadie —confirmó Prunslík con ahínco, y se frotó las manos—. ¿Y no es eso condenadamente sospechoso? ¿Qué conductor de un camión limpia la palanca de cambio, el volante, la cabina entera? ¿O es un finolis que conduce con guantes y se cuelga en el coche un arbolito de olor?

Triunfal, me enseñó los dientes amarillentos y hube de reconocer que tenía razón.

—Ninguna matrícula —prosiguió— ni número de fabricación. Ni en el motor ni en el chasis ni en la carrocería, en ninguna parte. Alguien lo borró con ácido y lo recubrió bien de pintura naranja, como el resto del vehículo. El camión tiene incluso las ruedas anaranjadas, suerte que no lo ha visto, con lo sensible que es usted. He oído que en los setenta Praga estaba excavada por todas partes y que estos coches iban hasta por la acera.

—No soy de Praga. Pero ¿quién sino un loco borraría su rastro tan minuciosamente como para despertar sospechas?

—Yo también diría que está como una cabra. Olejář no es tan tonto como parece; yo siempre he dicho que en la cabeza tiene más que esa porquería que le sale por las orejas…, así que se dio cuenta de otra cosa más que de esas huellas borradas.

—¿De qué?

—De la dirección en la que estaba aparcado el automóvil en el parque. No era lógico ponerlo así atravesado en la hierba. Si alargara el eje del parabrisas, llegaría a los postes situados delante del Palacio de Congresos, donde por la mañana encontró las piernas. ¿Y sabe qué hay en el punto medio de la abscisa que empieza en la plaza de Carlos y acaba a los pies de Vyšehrad?

—Eso sí que no lo sé.

—Le doy tres oportunidades, pero no olvide que no vale cambiar.

—Por favor, déjelo. ¿Qué hay en el eje?

—Un santo.

—¿Un santo?

—San Apolinar.

—Ésa es una observación de lo más interesante. Pero ¿de qué nos sirve? Me interesaría otra cosa: ¿sabe adónde se llevó la policía la grúa? También a mí me gustaría registrarla, quizá descubra algo.

—Tontito mío, llega tarde. Cuando vieron que no conseguían poner en marcha la grúa, los de circulación decidieron que se la llevarían mañana. Pero nadie se quedó vigilando. Todos esos policías…, dejarse birlar un coloso como ése. Olejář no quiere ni oír hablar de eso y ha dado orden de no mencionarlo delante de los periodistas. Usted no le haría un feo así, ¿verdad? —Soltó una risilla, me guiñó un ojo azul, cristalinamente transparente, cristalinamente duro, y añadió—: ¿O sí?