Capítulo 9

¿Qué decir? ¿Qué dice la cruda conciencia?

este espectro en mi camino?

W. Chamberlayne

Las de la lila son las flores más hermosas. O las segundas más hermosas: nada supera las rosas. O las terceras más hermosas: entre las rosas y las lilas, están las peonías. Ver unas lilas enormes en un jarrón de vidrio me deja consternado, de forma parecida a lo que produce en mí una rosa pletórica una hora antes de deshojarse y las peonías bajo los rayos matutinos que se filtran por la ventana que da al este. Cuando digo lila, me refiero a las lilas de antes de 1945; en el olor de mis lilas no hay rastro de pólvora, de gasolina quemada, de política. Pero ¿cómo prescindir de todo esto? Este insulto afectó también a los claveles, adorno de los hombres importantes vestidos de gris; no pueden pasar sin ellos ni una bienvenida en un aeropuerto internacional ni los ikebanas de las salas de actos. Flores VIP. Cuando se acaban los jarrones, sirven las botellas. También la rosa roja está amenazada; ojalá sobreviva sin perder las hojas. Un arriate de rosas es, como los jardines medievales, un lugar para el recogimiento. Entro en él. Me abstraigo del siglo XX.

† † †

Las flores de los jarrones del altar principal en San Esteban también eran lilas blancas. Me di cuenta el día que fui al hospital a ver al ingeniero Záhir. No me sorprendió; de hecho, ni les hice caso. Puede que fueran artificiales, quizá las hubieran importado de Holanda o de Brasil. Pero ¿por qué? ¿Para quién?

Záhir era un hombre rechoncho y vivaz, de poco más de cuarenta años, al que no le faltaba elegancia ni un aspecto aseado, ni siquiera vestido con un pijama a rayas y una bata azul claro. En el hospital de la plaza de Carlos pagaba una habitación especial, con ducha, televisor y terraza, con vistas a los árboles deshojados del parque del complejo y a la torre de la iglesia de Santa Catalina. La habitación se ahogaba en colores, los omnipresentes ramos de flores hacían olvidar el hospital. Sobre todo había tulipanes amarillos y rojigualdos, perfectos hasta el mal gusto por su tamaño desmesurado y sus grandes e idénticas corolas. En esta meticulosidad, en esta grandiosidad, había algo tosco: ¿no es el tulipán la flor de los tontos? El paciente señaló los tulipanes e, indiferente, soltó que no sabía quién los había enviado. Su cutis moreno contrastaba ligeramente con los colores claros de las flores; estaba sentado en la cama, apoyado contra una pila de almohadas, pelando una naranja. Delante de él, sobre la colcha, tenía una bandeja en la que se amontonaban las mondaduras. Vi también uvas, manzanas y alguna fruta verdosa con espinas carnosas que me resultaba desconocida. Záhir, que me ofreció su mano pegajosa por encima de aquella cosecha, se dio cuenta de mi mirada de curiosidad y me ofreció una de las bolas espinosas. Rehusé dando las gracias. Me invitó a sentarme. Paseé la mirada por la habitación, pero sobre las dos sillas había jarrones, tarros de plástico e incluso probetas de laboratorio con flores. Observé que debajo de las sillas había una hilera de botellas llenas con líquidos de diversos colores, cada una con su etiqueta. Como no tenía dónde sentarme, me apoyé en el escritorio, que no formaba parte del mobiliario de la habitación; como me hizo saber el ingeniero, sus compañeros de trabajo se lo habían enviado desde la oficina.

—Parece que le aprecian —dije.

—Saben que sin él estaría como sin piernas. —Hizo una mueca y apartó un poco la manta en el lado derecho de la cama. Vi el pie vendado desde los dedos hasta la pantorrilla, bajo una venda abultada por la gasa.

—¿Va mejorando?

—A mí todo se me cura deprisa —respondió con una jovialidad exagerada, y se metió una uva en la boca. Tenía la fea costumbre de hablar con la boca llena—. Hombre, con todo este suministro de vitaminas… Me los traen las mujeres; quiero decir, la fruta y los licores. Las flores no. Dios sabrá de quién son. Quizá de una admiradora secreta.

—Pues le costarán un buen dineral —comenté echando un vistazo a su jardín paradisíaco.

—Sólo que aún no se ha presentado —se lamentó—. Para ser sincero, una visita así conseguiría animarme. Menos mal que vienen todas las demás. ¿Ve esa llave en la puerta? Puedo encerrarme aquí si quiero.

No me gustaba su modo de alardear: ¿qué más me daba a mí su vida privada? Disgustado, miré sus bigotes erizados, que recordaban los de un gato. De hecho, toda su cabeza parecía la de un gato no muy grande pero enormemente astuto. Mi desacuerdo debía de reflejarse en mi cara, porque me hizo un guiño y dijo:

—Ha puesto cara de limón exprimido. Pero tiene razón, a veces esto cansa, sobre todo cuando se debe a una lesión. El tendón distendido del talón duele brutalmente, aunque sólo mueva la pelvis. Y las costillas… Por lo visto esto no es nada comparado con lo que pasaré cuando me quiten las pastillas y pase a rehabilitación.

—Pero ya camina un poco, ¿no? —dije, y señalé la muleta apoyada contra la pared.

—Adonde tenga que ir, llego cojeando si hace falta, pero de otra manera esto es penoso. Me han quitado los nervios lesionados, me han cosido el tendón y el músculo del talón. Los daños eran tales que tuvieron que hacerlo en dos veces. Lo peor es que en estas dos semanas el tendón se ha atrofiado y tardará medio año en desentumecerse. En diciembre tenía que asistir a un simposio de arquitectos europeos, en Ljubljana. Pero iré igualmente, se lo aseguro.

—Espero que así sea. Al fin y al cabo, no está tan mal, podría ser peor. ¿Sabe lo que pudo pasar? La campana impulsada tiene una fuerza tremenda, lo que ya se ha confirmado en alguna ocasión.

Guardé silencio. No era el momento de explicar la leyenda de Lochmar de San Esteban.

—Sé lo que quiere decir. —Levantó la mano y empezó a parlotear tan deprisa que apenas le entendía—. Le estoy tremendamente agradecido, los médicos han dicho que unos segundos más y el tendón se habría roto y habría quedado cojo para toda la vida. Se lo agradezco mucho, señor Švach… Bueno, y por eso quería que me hiciera una visita. Estuvieron aquí los de la criminal y vino también el jefe de policía, el coronel Olejář en persona, a escuchar a la víctima. Le pregunté por usted, y me explicó su situación a grandes rasgos… Algún pecado político, ¿no? Pero ¿quién de nosotros no ha flirteado alguna vez con los que mandan? Alguna prohibición sin importancia por aquí, un negocio o dos por allá. Yo tampoco soy ningún santo. Espere, no diga nada, usted es una excepción, está claro. Pero a lo que vamos. Por lo visto le ha contratado el lunático ése de Gmünd, incluso en colaboración con la criminal, que, si calculo bien, habrá destinado a alguno de sus miembros para vigilarle. Gmünd sólo le necesita a veces. No sé cuánto gana con él, pero le ofrecería una paga más, y no diga que no le iría bien. Al menos se compraría un abrigo nuevo.

Miré el impermeable deformado que me había dado la ingeniera Pendelmanová, echado sobre el respaldo de la silla, y me acordé del infeliz destino de aquella mujer y de mi participación en él.

—Si lo entiendo bien —dije—, quiere contratarme como escolta personal…, algo en este sentido. Pero tengo que avisarle de que me encargaron una misión similar en la policía y los decepcioné. No estoy hecho para esa clase de trabajo.

Se encogió de hombros y dijo que sabía lo de Pendelmanová.

—Entre mi agresión y su desdichado caso se podría encontrar algún parecido… ¿No lo encuentra interesante? Quizás eso le ayude con Olejář. Si todos saben que no fue un suicidio.

No podía dar crédito a lo que estaba oyendo.

—¿Olejář le ha dicho algo?

—Tuvo que hacerlo, porque tengo derecho a protección policial. Pero yo la rechacé, porque preferiría contratarlo a usted. Ya me ha salvado el cuello una vez, y yo, que soy supersticioso como una gitana vieja, me lo dejaría salvar otra vez con mucho gusto.

—¿Cree que el ataque se repetirá?

—Seguro que sí. Olejář me reveló que la tía esa, la Pendelmanová, había recibido amenazas; por eso tuvo que protegerla. Y a mí me ha pasado lo mismo, sólo que no me lo tomé en serio hasta momentos antes de que me pillaran.

—¿Y cómo lo amenazaron? ¿También a usted le arrojaron un adoquín? —Ya lo había soltado; me hubiese dado de bofetadas. Jamás seré un detective; siempre revelo más de lo que pretendo.

—¿Un adoquín? ¿Así que fue eso? ¿Le rompieron la ventana? —Se portaba con astucia, evidentemente satisfecho de lo mucho que me había sonsacado.

—Sí. Quiero saber si lo amenazaron del mismo modo.

—No, de otro. Hace aproximadamente un mes recibí una carta, y una semana después, otra. Las dos están en la mesa de Olejář.

—¿Así que el coronel sabía que usted estaba en peligro?

—No lo sabía. Hasta ahora no he enviado a mi mujer a que se las entregara. Se está rompiendo la cabeza por si hay alguna relación entre Pendelmanová y yo.

—¿Qué había en las cartas?

—Se lo diré si acepta protegerme.

—¿Quiere negociar?

—Dios me libre, con lo obligado que estoy para con usted. Sólo deseo saber en qué estoy metido, ¿entiende? Quien ha tenido esta suerte y ha evitado el peligro de muerte, la próxima no tiene por qué tener mejor fortuna que los demás. Necesito asegurarme.

—De acuerdo. Cuando me necesite, llámeme. Pero Gmünd tiene prioridad.

—Lo respetaré. Y ahora, a lo de las cartas. Lo particular era que su autor no escribió, sino que dibujó. Líneas trazadas por una mano inexperta, a primera vista unos garabatos penosos. Pero en ellas hay algo malvado, tiene que haberlo. ¿Por qué no las tiré enseguida, sino?

—¿Cómo reconoció en ellas que alguien lo amenazaba?

—En uno de los dibujos aparecía yo. De un ovillo de rayas sin sentido asomaba mi cabeza, rizos y todo, enmarcada por una ventana, quizá la ventanilla de un coche. Me reconocí de inmediato.

—¿No podría haber sido una broma? ¿Sus hijos, tal vez?

—Es posible. Pero si hubiera visto esas hojas, le habría parecido que alguien intentaba dibujar a propósito como un crío. Lo distingo porque soy aparejador. Ese dibujo había sido hecho más o menos igual que si me hubiera puesto el lápiz en la mano izquierda, aunque sea diestro, y la sostuviera como una cuchara de madera cuando se mezcla la pasta. Hice la prueba.

—¿Qué había en el segundo dibujo?

—Casas. Unas casas curiosas, feas, sin tejado. Y al lado una fila de personas, unas cinco o seis personas, quizá más.

—¿Casas sin techo? ¿Por qué?

—No espero de usted que me responda a eso. Que se rompa la cabeza la criminal. De todos modos, el coronel no le enseñará los dibujos. Ha encargado la investigación a uno de sus hombres, a ese tío tan antipático con chupa de cuero, que por lo visto es un hacha. A mí ese chico me pareció un arrogante.

—¿No se llamaría Junek, por casualidad?

—No lo sé, pero es posible. Así que lo conoce. Si es él, yo iría con cuidado. Éste se trae algo más entre manos de lo que debería como poli.

—Se podría decir que no somos muy amigos —señalé, pero no soné convincente.

Me dirigió una mirada desconfiada y comentó que él en mi lugar no se cruzaría en el camino de Junek.

Por un instante reflexioné en sus palabras. Olejář debía de estar desesperado si, aparte del capacitado Junek, se había decidido a contratar para la investigación a un outsider como yo. Lo había disfrazado de colaboración con Gmünd, pero suponía que también podría ayudarlo a él. Finalmente me había afianzado poniéndome en tándem con Rozeta; quizá le hubiera encargado que siguiese un rastro del que yo no tenía ni idea. Incluso el que ahora Záhir me ofreciera trabajo podía haber sido iniciativa suya, aunque yo debía suponer que el ingeniero actuaba a sus espaldas. Seguro que el coronel no se tomaba a la ligera esos dibujos anónimos. ¿O acaso veía en todo ello más de lo que había?

—Entre las amenazas por correo y la agresión que usted sufrió la policía ve una relación. ¿Cómo pasó todo?

—No sé de esto más que usted. Aquel día me despertó muy temprano el teléfono. Era el director de la empresa, o al menos así se presentó. Tenía la voz algo cambiada, es verdad, como cascada, pero aparte de eso me pareció reconocerla. Achaqué la ronquera a un resfriado o a una buena borrachera. Me ordenó que fuera de inmediato. En el recién terminado proyecto de la nueva urbanización había un grave error. No, lo dijo de otra manera… Dijo «inadmisible». O «irreversible», no entendí muy bien. Me vestí y salí de casa. Para ir al garaje tengo que pasar por el jardín delantero. Y nada más abrir la puerta, alguien me echó un saco sobre la cabeza. Me habían pillado. Debí inspirar algo cuando abrí la boca y quise pedir ayuda. Apestaba a alcohol, de eso aún llegué a darme cuenta. Después perdí el conocimiento. Aquellos granujas debieron de impregnar el saco con algo.

—¿Aún estaba oscuro?

—Acababa de amanecer.

—¿No vio a nadie?

—No.

—¿Cuándo recuperó la conciencia?

—En la torre, aunque aún no sabía dónde estaba. Seguía teniendo la cabeza metida en aquella capucha. Me despertó un dolor terrible en el pie. Primero me lo perforaron, pero lo peor fue cuando me pasaron la cuerda entre el tendón y el hueso. Volví a desmayarme, el sufrimiento era inaguantable. Entonces ya sólo me acuerdo de que alguien me dio impulso. Y de los golpes que me di contra la pared. Me habían quitado la capucha y tenía las manos libres, pero no me servía de mucho. Me tapé la cara y la cabeza con las manos y me despedí de la vida; yo mismo tocaba a muertos. Perdí de nuevo la conciencia, luego la recuperé. De repente estaba solo en el campanario, volaba de un sitio a otro y el silencio era aterrador. Ya no notaba los golpes contra la campana, estaba completamente sordo. Después alguien me agarró; miré y vi al ángel de la salvación; ante mí estaba usted, agitando las manos y diciendo algo. Pero volví a desvanecerme.

—¿Querían matarlo? ¿Qué cree?

—¿Qué diría usted?

—Más bien parece una advertencia. Una última advertencia.

—Estoy de acuerdo. Me provocaron una conmoción cerebral y contusiones en las costillas, pero si hubieran querido acabar conmigo lo habrían hecho diez veces; tuvieron bastante tiempo.

—¿Qué motivo pudieron tener para hacerle una advertencia así? ¿Qué les molesta de usted?

—Eso fue lo primero que preguntaron Olejář y Junek. Para ser sincero, no tengo ni idea. ¿Envidia? ¿Venganza de los antiguos dueños de nuestro chalé? Durante las restituciones conseguimos la casa tras un juicio y acabamos a malas con ellos. Junek quiere sacarles algo, pero me parece traído por los pelos.

—Cayó en una trampa y no fue difícil llevarlo hasta allí. Los secuestradores sabían bien cuánto le importa su trabajo. Lo conocen.

—Sí, eso dijo también el coronel. Se le ocurrió que quizás estuviese implicada en esto una empresa de proyectos de la competencia.

—¿Y hay alguna empresa?

—Usted es bueno, ¿eh? Empresas como éstas hay al menos treinta, y eso sólo en Praga y por mencionar las medianamente grandes. Simple competencia. Si no hubiera leyes, nos mataríamos los unos a los otros. Pero ¿a quién le apetece pasarse en la cárcel el resto de su vida? Cualquiera se lo piensa.

—Sin embargo… ¿no le robaron a nadie un contrato?

—Tampoco es el primero en preguntarlo, y me temo que también lo decepcionaré. No. Al menos durante el último año. Trabajábamos en el proyecto de esa urbanización, y con nosotros participaban otros. Nadie se atrevería con una empresa tan importante.

—¿Y qué hay de sus empleados? ¿Qué tal se entiende con ellos?

—Bien con todos, yo sé tratar a la gente. Le doy mi receta: elogiar y adular. Nadie se le resistirá.

—Ha hablado de sus… novias. ¿Alguna de ellas está casada?

Era evidente que eso llamó su atención.

—Ya veo a dónde quiere llegar —dijo—. Casadas lo están casi todas. ¿Sabe?, eso a su colega de la criminal no se le ocurrió. Pero, por otra parte, vinieron con algo que no se le ha ocurrido a usted. No lo sabe todo. Aún hay dos personas que reciben cartas parecidas a las mías.

—¿Quiénes?

—¡Si lo supiera! Junek y Olejář hablaron de ellas cuando estuvieron aquí. Dijeron que si los secuestradores se habían cebado tanto conmigo, ellos tendrían que recibir protección policial.

—Pero ¿por qué me lo ha ocultado Olejář?

—Supongo que no confía en usted. Con relación a esto habló de Bělská, esa chica tan bien formada. Su culo es un objeto de decoración del cuerpo policial. Una vez vino a verme, pero yo aún no estaba en forma. —Una lástima. Sin duda ella sabe algo de esto, yo ya no le puedo decir nada más.

Záhir saltó de la cama con sorprendente agilidad, cogió la muleta y fue hasta la mesa. Señaló una de las botellas y me invitó a abrirla y beber con él por la colaboración. Llenó sendos vasos de plástico; era brandy. Me invadió ese falso optimismo después del cual siempre se produce un cambio brusco de humor. Le hablé a Záhir de mis estudios inacabados y escuché la historia de su exitosa carrera. Después desvió la conversación hacia Rozeta, de quien estaba claro que quería saber todo lo posible. Eso me irritó, seguramente porque yo pensaba en ella de un modo completamente diferente. No quería enterarme de ningún aspecto de su vida; no tenía derecho. De la segunda copa no bebí ni un sorbo. Záhir lo interpretó de manera incorrecta. Con una sonrisa dijo que si tenía con Rozeta alguna intención, bastaba insinuarlo y él no metería cuchara. Con esto me acaloré aún más. «Qué intenciones, por favor», le increpé. Cogí el impermeable y camino de la puerta dije que llamara cuando me necesitara. Záhir intentó retenerme, pero entonces se abrió la puerta y entró una mujer, muy bella pero con un semblante algo primitivo. Cabellera roja, labios gruesos, una figura que se desbordaba igual que una fuente barroca. A punto estuvo de llevarme por delante. Tan pronto vio a Záhir, se le echó al cuello. Los plátanos que le había traído cayeron al suelo. Intuí que no era su mujer y me apresuré hacia la puerta. Antes de cerrarla, oí su risa. Quise meter las manos en los bolsillos y descubrí que me salían por los costados. Llevaba el impermeable al revés.

† † †

En los siguientes días el teléfono permaneció callado, no llamaron ni Gmünd ni Záhir, tampoco Olejář. Llovió sin parar; a causa del cielo encapotado, las luces de las ventanas del bloque de enfrente estuvieron encendidas de la mañana a la noche. En la iglesia había pillado un resfriado, así que me eché en la cama en mi habitación de Prosek y no salí. Me quemaba el cuello, me goteaba la nariz y me zumbaban los oídos. Leía junto a la lámpara encendida. Intenté sumergirme en los estudios de Josef Pekař acerca del movimiento husita, repasé el capítulo sobre los disturbios de Želivský en la Ciudad Nueva. Un escalofrío me recorrió la espalda y no supe si era por la lectura o por la fiebre.

La lluvia de noviembre no paraba sin paraguas no se podía ir ni al supermercado, mucho menos hasta el bosque de Ďáblice. No tenía paraguas. Mi impermeable de detective de película me defraudó, estaba terriblemente empapado.

Intenté ocuparme de mis flores exóticas, pero vivían su vida y todo cuanto necesitaban de mí era que las regase de vez en cuando. Sólo la vid de la pendiente sobre el arroyo Botič no iba tan bien como antes. En los últimos días el brote se había puesto amarillento, su tallo se desprendió de los hilillos que lo habían envuelto durante tanto tiempo, y se quedó en la tierra como el cadáver de un recién nacido. Las hojas se rizaron y se cubrieron de unas manchas blancas. Hice la señal de la cruz sobre la planta, pero no quise tirarla hasta que no se marchitara por completo.

A la señora Frýdová empezó a preocuparle que llevara tantos días en la cama. Debió de darse cuenta de lo sobreexcitado que estaba, y con toda seguridad no se le escapó mi cara de persona que no puede conciliar el sueño hasta el alba y despierta hacia el mediodía después de no haber dormido bien. Al final de la semana, un viernes, cuando todo lo que podía hacer era permanecer acostado mirando el blanco techo con ojos somnolientos, entró en mi habitación con los brazos cargados de libros y declaró que había hecho una selección de entre sus preferidos y que quizás estuviese sacando un clavo con otro, pero que a veces ayudaba. Los libros cayeron de golpe sobre la silla y la señora Frýdová cerró la puerta tras de sí.

Me erguí a duras penas en la cama y conseguí tender la mano hacia el tomo de encima. Era El castillo de Otranto, de Horace Walpole. Sonreí y lo abrí por el medio. Enseguida volví al principio y empecé a leer. Era por la mañana. De repente la dueña llamó a la puerta, y entró con la cena: era de noche. Yo no había notado el paso del tiempo: la lámpara llevaba todo el día encendida. Tras la ventana ya estaba oscuro, el despertador señalaba las ocho menos cuarto. Me había acabado el libro. Comí y con curiosidad alargué la mano hacia el resto de tomos. Clara Reeve: El viejo barón inglés. Ann Radcliffe: Los misterios de Udolfo. Edgar Alian Poe: El ángel de lo extraño. E. T. A. Hoffman: El hombre de la arena. Joseph von Eichendorff: Sortilegio de otoño. Y más.

Esos libros me curaron. Exageraría si dijera que el domingo me levanté fresco como una lechuga, aunque más o menos era así como me sentía. Lo de sacar un clavo con otro resultó, y no pensaba parar. Me vestí y fui a la Ciudad Nueva, a la que había echado de menos durante mi enfermedad. En la plaza de Carlos fui a la Cervecería Negra, una taberna inhóspita donde a menudo me paraba para comer. Pedí grog. Elegí la mesa de madera artificial más limpia y me dirigí a ella, junto a la cual un viejo comía de pie un plato de sopa. Cuando le di un sorbo a mi ron caliente y sin querer levanté la vista, constaté que miraba la cara del profesor Netřesk.

Sonreía, con curiosidad por saber si le reconocería. Nos saludamos amistosamente, yo con mayor entusiasmo, porque deseaba compañía y en ese momento no podía esperar ninguna mejor. Pero me pareció raro que estuviera allí un domingo a mediodía, solo, y le pregunté por su mujer. Rió y respondió que seguía igual que en el instituto de Boleslav. Después, con una sonrisa medio de disculpa medio irónica, me explicó que tenía una hija de cinco meses, y que cuando ya no podía aguantar el jaleo huía de casa a la taberna. Era un anciano tembloroso. Su mujer era vegetariana, prosiguió, y no le importaba si él, un amante incorregible de la cocina checa, prefería comer fuera.

Observé su cara y busqué señales de decrepitud. No encontré ninguna, no parecía mucho mayor que cuando le había visto por última vez. Los ojillos tras las gruesas gafas eran vivaces, las mejillas estaban sanamente sonrojadas, los dientes, protuberantes, sinuosos, amarillentos por el tabaco, constituían una señal inequívoca de autenticidad. Como si me leyera el pensamiento, me aseguró que había acertado en su matrimonio y que también su mujer estaba contenta. Sabía con quién se casaba. Quien permanecía soltero hasta la vejez, difícilmente cambiaba sus costumbres. La gente tomaba a su esposa por su hija, y a su hija por su nieta. Cuando me lo dijo, volvió a reír. Me invitó a su casa, para que comprobase que hogares tan estrambóticos como el suyo también podían funcionar. No me hice de rogar.

Me llevó a un edificio poco vistoso de la calle Venceslao. Subimos en ascensor al tercer piso. El apartamento de un dormitorio daba a un patio cerrado, pero estaba orientado al sureste, algo que Netřesk apreciaba.

El encuentro con la señora Netřesková fue penoso. Del recibidor entramos en la cocina con visillos floreados en las ventanas. No estaba allí, como tampoco en el salón contiguo. Netřesk la llamó. La voz de ella nos llegó desde el dormitorio. Netřesk me hizo un gesto de que lo siguiera. Se llevó el dedo a los labios para darme a entender que la pequeña dormía.

En el dormitorio las cortinas estaban echadas y los débiles ojos del viejo profesor le traicionaron. La señora Netřesková estaba sentada en una antiquísima butaca junto a la cama abierta, tenía a la criatura en los brazos y le daba el pecho. Por su expresión advertí que había dudado si pedir a su marido que esperara o volver a acostar a la niña. Ésta mamaba muy satisfecha. Era una escena hermosísima y yo no tendría que haberla presenciado. La mujer me ofreció una sonrisa insegura y dijo que me daría la mano en un momento. Yo hice como si nada.

Netřesk estaba mucho más desconcertado que nosotros. Me invitó a que me sentara y le hiciese compañía a su mujer, mientras tanto iría a la cocina a preparar café. Me dejó allí para que me las apañara como pudiera. Me moría de ganas de ir tras él y dejar en la intimidad a la madre y a su bebé, pero habría parecido una huida. Me senté en el borde de la cama.

Se hizo el silencio, sólo se oía succionar al bebé. Me alegré de que la habitación estuviera en penumbra. Me ardían las mejillas y me sabía mal por la señora Netřesková que su marido la hubiera puesto en una situación así. La miré con el rabillo del ojo, pero ella sonreía, alentadora, a la niña, como si yo no estuviera en el cuarto. Eso me dio valor para conversar. Dije que aún la recordaba de mis tiempos de estudiante. Contestó que era posible, pero que no se acordaba de mí; por entonces no le interesaban los niños, sino sólo los chicos mayores. Enseguida advirtió lo ridícula que sonaba esa respuesta si se tenía en cuenta la edad de su marido, y permaneció algo turbada. Para disimular, le pregunté por los profesores que había tenido, y enumeré los míos. Propuso que, ya que éramos compañeros de clase, nos tuteáramos: ella era Lucie. Le dije mi nombre entero y me asombré de la claridad con que lo pronuncié. En silencio le di las gracias a Rozeta.

Varias veces desvié la mirada hacia los pechos de Lucie, que en la habitación con sombras brillaban como dos lámparas redondas y atraían la atención casi con violencia. Me sorprendió que no fueran especialmente grandes, pero su peso y las venas azules que los surcaban revelaban en qué etapa se encontraba. Apartó la cabeza de la niña del pecho derecho y la acercó al izquierdo.

Ahí donde la criatura había estado mamando hacía un instante se formó una gotita blanca, aumentó y adquirió una forma esférica, pero no resbaló. En la cocina la cafetera silbó, se oyó un tintineo de tazas. El bebé dejó de succionar por un momento como si prestara atención. Antes de volver a chupar, levantó una manita regordeta y cogió el pezón libre. La gotita de leche rodó entre sus dedos.

Apareció una nueva gota. Aparté de ella la mirada, alcé los ojos y me sobresaltaron los de Lucie Netřesková. Me miraba con compasión, como si supiera exactamente lo secos que estaban mi boca y mi garganta. E hizo algo inesperado. Con cuidado se pasó el bebé al lado derecho sin dejar de mirarme. Me hizo sitio al lado de ella. ¿Cómo pude permitirlo? Pero entonces, como en trance, me levanté de la cama y por la alfombra velluda me arrastré de rodillas hacia la madre. Apoyé las palmas en sus muslos y sentí su mano en la cabeza. Lo increíble se hizo realidad: me acariciaba una mujer hermosa. Su imagen temblaba ante mis ojos, sólo veía con claridad el abalorio color crema en medio de un círculo oscuro. La mano caliente me apretaba sosegadora el cuello y suavemente atrajo mi cabeza hacia el blando cuerpo. No importa nada, sólo este momento, dijo la voz de la habitación silenciosa. Haz lo que debes, no te arrepentirás. Sin embargo, vacilé. Con un movimiento lento volví la cabeza hacia el bebé, sentí en la boca su débil aliento, levanté hacia él los ojos y tuve que huir de su mirada aterradora. Mientras tanto, apoyé la mejilla en el pezón del pecho de Lucie; quemaba como un arañazo.

Tras la puerta, las cucharillas tintinearon sobre la porcelana. Me puse en pie de inmediato y caminé de pie hacia la ventana, donde fingí que observaba el sucio patio tras las cortinas. Pero no veía nada, sólo un día gris y borroso. Entorné los ojos, los perfiles de las casas se hicieron más nítidos.

Oí entrar a Netřesk, que llevaba una bandeja con café. Anunció a su mujer que le había preparado una manzanilla. Ella le dio las gracias y le recordó que había olvidado ofrecerme azúcar. Mentí y dije que no quería, y me llevé la mano a la cara, donde la leche de Lucie me picaba. Seguro que es dulce, pensé, pero no me atreví a lamerme los dedos. Aturdido, bebí un sorbo de café y me quemé los labios. Me disculpé con la excusa de que tenía que trabajar. El profesor me pidió mi número de teléfono; teníamos que ir a tomar una cerveza. Se lo di. Cuando estaba en el pasillo y él cerraba en silencio la puerta tras de mí, me lamí ávidamente la mano, pero la lengua ya no encontró en ella leche materna.