Capítulo 8

Aquí hay una iglesia

y aquí la torre,

aquí está la puerta,

a abrirla corre.

Coplilla

Quedamos en el paso subterráneo del metro. Gmünd se presentó solo. Cuando le pregunté por su ayudante, respondió que no temía por él, que sin duda estaría durmiendo en la habitación del hotel tras pasar la noche en vela. Miré a un lado y a otro para ver si llegaba Rozeta. La cita era a las seis. Gmünd sacó del bolsillo del traje un reloj de plata con cadenita, abrió la tapa y la cerró de inmediato.

—Podemos irnos —dijo—. Rozeta irá directamente a San Esteban.

Salimos por las escaleras que dan a la plaza Venceslao y nos encontramos en un extraño mundo teatral. Las luces rancias de las farolas de la calle eran boyas cuyo resplandor difuminaba los témpanos de agua, la noche de antracita combatía con el alba y en la reyerta fatal había recibido una cicatriz sangrienta. De las estatuas de bronce goteaba agua que se escurría en sucias acequias, los limpiaparabrisas de los taxis descontaban implacablemente los últimos minutos de la noche. Un mal sitio en un mal momento.

Gmünd estaba de mal humor. En la plaza agachó la cabeza y no miró ni a un lado ni al otro, como si quisiera estar en un lugar completamente diferente. Anduvimos durante un buen rato en silencio, y por ello su pregunta resultó más inesperada:

—¿Sabe usted cuándo murió el peatón praguense?

—¿Cómo dice?

—Aquella famosa figura, el everyman de Praga. Hoy ya es sólo una figura literaria.

—No la conozco. No sé a qué se refiere.

—Eso da igual. Pues el peatón praguense murió cuando la ciudad fue partida por una gran avenida. Desde entonces sólo van a pie los locos anticuados: usted y yo, Rozeta, Raymond y pocos más. Nos jugamos la vida, y sin embargo no nos rendimos. Los demás se atrincheran en sus coches, y ¿debe sorprendernos? Los empujó a ello el instinto de conservación, están muertos de miedo de que otra persona pueda atropellados.

»¿Sabe qué lugar de Praga es el que menos me gusta? —continuó después de que yo rehusara protegerme bajo el paraguas, en su mano un mero paragüitas para niños—. Esto, la plaza Venceslao, Václavák, como la llama la gente. Antes, el Mercado de Caballos.

—A mí tampoco me gusta caminar por aquí. ¿Qué debe de ser?

—Está desprovisto de dimensión vertical.

—¿Y qué me dice del museo?

—Una caja de té a la que le pusieron una gorra para desviar la atención de su fealdad. Una choza neorrenacentista de Šulc, una mala imitación de un templo clásico. Aquí tendrían que haber dejado la puerta del Mercado de Caballos; al menos era más llana, como las otras viejas construcciones. Pero demolieron todo lo que había de valor. Aquí estaba la Casa Lhotek; tenía una torre hermosísima, pero se fue al suelo, igual que la Casa de los Emperadores y la Casa Žlutický, en la esquina de Jindřišská con Vodičková: tenían torres renacentistas con vistas. Con ellas la caja del museo no se puede comparar ni en dimensiones; fue tan mal proyectada que no domina el lugar. Las torres demolidas dominaban de forma natural la parte central del Mercado de Caballos, la plaza que antaño el poeta Liliencron había descrito como la más bella del mundo, sin duda también gracias a estas torres. Deberían haberse quedado aquí, pero a principios del siglo XX construyeron unos pretendidos palacios, bloques de medio kilómetro perforados con pasajes como un queso emmenthal. Con ello eclipsaron por completo esos edificios, hicieron de ellos casetas de un puesto de guardia perdido. ¿Qué ha de parecer una torre pegada a una casa gigantesca? Un mendigo delante de un pomposo banco.

—He oído que en alguna parte de Můstek quieren construir una torre de vidrio.

—Pues que Dios nos asista. Los arquitectos del siglo XX no conocen la humildad, y por ello están condenados a la impotencia. Pero cuando hablaba de la verticalidad, me refería a otra cosa. Como ve usted, Václavák es un fideo de tres cuartos de kilómetro de largo, y he de reconocer que, al menos, cumple el papel de ágora griega. Pero ¿cómo es posible que no tenga ni una sola iglesia? La Virgen María de las Nieves está a un tiro de piedra, pero desde la plaza no se ve, y aún menos la Santa Cruz, del paseo Na Příkopě, la iglesia más desatendida de Praga. Si te he visto, no me acuerdo. No me sorprende en absoluto que Praga haya decaído tanto en el último siglo. Una ciudad fea produce gente fea.

Lo miré asombrado: ¡pero si ese hombre, a quien apenas conocía, estaba expresando en voz alta mis propias ideas! O había topado con un alma afín, o sabía de mí más de lo que yo creía y estaba tomándome el pelo. No le veía la cara, ocultada por el ala del sombrero y el cuello subido del abrigo.

Miré la multitud que cubría la acera. Los lívidos peatones realmente despertaban desagrado, avanzaban hacia nosotros como vampiros y se apartaban lánguidamente del camino. Incluso a aquella hora temprana se enredaban en nuestros pies los comerciantes de carne blanca; otros farsantes ofrecían a Gmünd cambio de divisas. Pasamos los cruces de las calles Krakovská y Ve Smečkách. La niebla asfixiaba la luz de las farolas, la llovizna iba cediendo poco a poco, las caras de los peatones surgían en la oscuridad como el forro de un fieltro gastado. Los coches no tenían color, sólo eran claros y oscuros, sin matices. La hora de los colores llegaría en cualquier momento.

—Disculpe —dijo Gmünd, ahora con una voz más templada—, discúlpeme este genio. No estoy acostumbrado a levantarme tan pronto, me gusta dormir hasta tarde. Pero hoy necesito estar en la iglesia al amanecer, quiero ver algo que más tarde no vería: constatar cómo caen los primeros rayos de luz en cada una de las naves de la iglesia, estudiar cómo se reflejan en las tallas y en los cuadros, en las columnas y en el pavimento. No espere ningún espectáculo, los cristales de las vidrieras son corrientes; si me lo permiten, me cuidaré de que cambien éstas por una copia de las originales. Eran estrechas, y por eso nunca entraba demasiada luz. ¡Oh, ésa es la luz más excepcional! Tenemos que escoger colores claros, no demasiado vivos.

—¿Y no le molesta que el juego de luces no tenga quien lo aprecie? A esa hora de la mañana nunca se celebra misa.

—Eso me da igual. Una iglesia no tiene por qué estar desierta sólo porque no estemos usted o yo. Estoy convencido de que las iglesias nunca están vacías. Y como sabemos, quizá las circunstancias cambien. Las vidrieras aguantarán en las ventanas los próximos cincuenta años, tal vez más. Nosotros no estaremos aquí, pero las ventanas sí.

—Parece muy seguro de ello.

—Para ser sincero…, no lo estoy. He de ser perseverante…, debo convencerme de que mi trabajo tiene sentido. La iglesia es la morada del Señor y según fue construida una vez, así debería seguir para siempre. Si originalmente las vidrieras eran de colores, nuestra obligación es recuperar este estado y no preguntar nada.

—¿Y si a la iglesia no viniera ni un alma?

—Da lo mismo.

Tomamos por Štěpánská. Intenté encontrar la manera de cambiar de tema, porque la conversación empezaba a inquietarme. Como si el caballero volviera a adivinar mis pensamientos, empezó a hablar de otra cosa.

—Mis antepasados de la familia de los Hazmburk eran católicos desde tiempos inmemoriales. Procedían de Úštek, una pequeña ciudad en un rincón olvidado de Bohemia. En los años sesenta del siglo XIV, Václav Hazmburk tuvo desavenencias con los Berka de Dubá por unas tierras, libró con ellos tres batallas y perdió las tres. Dos castillos quedaron reducidos a cenizas. Empobrecido y herido, se trasladó con sus hijos a Praga y compró varias casas en la Ciudad Nueva. Ofreció sus servicios al rey, le acompañó en sus viajes al extranjero y durante muchos años fue su consejero más preciado. Después, un año antes de morir, Carlos lo hizo ejecutar. Todo el país quedó atónito. La razón de este horrible golpe, que tan inesperadamente cayó sobre nuestra familia, sigue siendo un misterio para los historiadores. Se lo debemos al propio emperador: los castigó, pero no los difamó y jamás se vengó en sus descendientes. No tocó las propiedades de los hijos de Václav. Las perdimos más tarde, durante las atrocidades de los utraquistas. Las casas fueron quemadas, quien sobrevivió se fue con el resto de su fortuna a Lübeck, en Alemania. Los Hazmburk se establecieron allí durante mucho tiempo. En el siglo XVII se nos concedió el título hereditario de hidalguía gracias a Jindrich Hazmburk, del consejo municipal, que descubrió un complot y evitó que incendiaran la ciudad. Desde entonces, no usamos el antiguo blasón y sólo conservamos el título de caballeros de Lübeck.

Apunté que yo también era del norte y, de hecho, un poco su paisano, y Gmünd afirmó que lo sabía. Estaba claro que había buscado información detallada sobre mí. Pero ¿dónde? ¿Por qué? No quería preguntar demasiado, al menos por el momento. Aquel trabajo era para mí demasiado valioso como para arriesgarme de esa manera. Caminábamos a buen paso por la calle Štěpánská y, tras el recodo del camino, empezó a verse gradualmente, trozo a trozo, la iglesia.

—Nos iba bien hasta los años sesenta del siglo pasado. Durante aquella época ya teníamos amistad con la familia danesa de los Gmünd, porque también ahí tengo antepasados. Una parte de la familia se quedó en Lübeck, mientras que la otra volvió a Bohemia. Fue el primer regreso de los Hazmburk a la patria. Como habrá supuesto, yo también procedo de ahí. Wilhelm Friedrich Gmünd, que llegó en 1865 a Praga con su esposa, sus hijos, su hermano y sus hermanas, era mi tatarabuelo. No poseía aquí demasiadas cosas, pero tenía bastante dinero. Según la tradición, compró una casa en la Ciudad Nueva, se llamaba Casa Pekelský.

—Conozco ese nombre. ¿No estaba por la calle Žitná?

—Sí. Nos privó de ella el saneamiento. La ciudad es una mujer a la que hay que proteger, y a Praga en esa época nadie la protegió. El mal vino de dentro, como el cáncer, de los concejales municipales. Ni el saqueo sueco ni el ataque de los mercenarios del obispo de Passau dañaron Praga tanto como ellos; ni el bombardeo prusiano, ni los incendios de la Ciudad Vieja y la judería fueron tan nefastos. Mi bisabuelo, Petr Gmünd, defendió la casa, pero no pudo evitarlo, como tantas otras veces sus antepasados. Tuvo que irse. Nuestro hogar demolido y en su lugar creció un orondo edificio de apartamentos que contradecía totalmente el espíritu de la ciudad medieval. Petr Gmünd era arquitecto. Colaboró con el arquitecto neogótico Josef Mocker, que como él era purista: opinaba que cada edificio tenía derecho a conservar el aspecto con que había sido construido; las reformas de siglos posteriores debían eliminarse. Se estableció en Karlín, en una casa de la calle Cracovia, hoy avenida Sokolovská, que él mismo proyectó. El nuevo urbanismo de la zona no le molestaba, los edificios de apartamentos estaban en los antiguos Campos del Hospital, donde nunca había habido más que un par de pajares de madera y, detrás del bosque, Invalidovna. Mi bisabuelo incluso afirmaba que la arquitectura de Karlín era moral, pues no sustituía edificios originales. Desde las ventanas tenía vistas a la nueva iglesia de los santos Cirilo y Metodio, construida según un estilo retorrománico. Esta vista le daba consuelo.

»En 1948 mi familia escapó a Inglaterra. Éramos los últimos brotes de la rama familiar. Aprendí inglés rápidamente, aunque mi padre y mi madre me obligaron a conservar también mi lengua materna. Empecé a estudiar arquitectura, pero no fue una elección libre, no podía ni mirar los esqueletos de hierro recubiertos de hormigón. Entonces mi padre entabló correspondencia con unos parientes lejanos de Lübeck, descendientes de los que hacía cien años se habían quedado en Alemania. Nos invitaron a hacerles una visita. Su linaje había conseguido sobrevivir a la antigua mala suerte de los Hazmburk, eran comerciantes y no vivían mal. Durante la Segunda Guerra Mundial no perdieron a uno solo de sus miembros: abastecían a la Wehrmacht con conservas de pescado y no tuvieron que ir al frente. Tras la guerra, lo perdieron todo por las indemnizaciones, pero diez años después ya lo habían recuperado. Mantenían la tradición familiar y sentían curiosidad por el árbol genealógico de la rama checa. Los fascinaba lo parecidos que éramos a ellos. Mientras que en mi padre veían a un típico Gmünd, de mí decían que era un verdadero Hazmburk. Incluso me enseñaron un retrato de Jindrich, el que había sido armado caballero, y tuve que reconocer cierto parecido. Nos ofrecieron que nos quedáramos con ellos. Mis padres rehusaron, pero yo acepté. Entré en la empresa de la familia y años después me convertí en su director. Ahora me he jubilado voluntariamente. Tengo otras preocupaciones aparte de vender pescado.

—Es un hombre de éxito. ¿Tiene familia?

No contestó. Dejamos atrás la calle Žitná y nos detuvimos delante de la iglesia. La luz del día se hacía esperar; también Rozeta.

—Vamos, al menos demos una vuelta —me propuso Gmünd, y ágilmente se encaminó hacia la calle Na Rybníčku. No las tenía todas conmigo y le pregunté por qué me había explicado la historia de su familia.

—La última vez se comportó de manera tan suspicaz…, y necesito que me crea.

—¿A Olejář lo convenció de forma parecida? ¿Le explicó lo mismo que a mí?

—Sólo resumidamente, no sabe más de lo que él mismo le dijo.

—¿Qué piensa de él?

—Es un desgraciado. La enfermedad ha hecho de él un policía duro, pero no demasiado bueno.

—Y vulnerable. Sin duda no quiere que se sepa que está enfermo.

—Tiene razón. Está mal. Esta dolencia se puede malinterpretar. Igual que otras cosas.

—¿Cree que lo tiene mal? Me refiero a su salud.

—Lo tiene fatal en todos los aspectos —respondió. De repente se volvió y dijo—: ¿Ve lo mismo que yo?

Miré hacia donde me indicaba. El rugido de los motores en Žitná y Ječná casi no llegaba hasta nosotros. Al final de la calle, emergía de la penumbra una masa de piedra labrada que se elevaba hacia lo alto, donde se angostaba formando una cuña espinosa que se recortaba, negra, contra el difuminado cielo de noviembre. A nuestra izquierda se alzaba otra punta, el campanario, agazapado pero con la cabeza levantada.

—Hace muchos años que vengo aquí —dije—, sobre todo los sábados al atardecer, cuando puedo estar completamente solo. Si se prescinde de las casas de alrededor, uno se encuentra en uno de los lugares más antiguos de Praga.

Me dejé llevar más de lo conveniente, y también algo se movió en Gmünd: me lo hizo saber abriendo desmesuradamente los ojos y sonriendo con expresión de euforia.

—¿Y la piedra? —gruñó—. En momentos como éste ¿no le parece que crece? ¿Qué efecto tiene sobre usted?

—No sé a qué se refiere —repuse. Su expresión me acongojó; temí que aquellos ojos tan extraños me tragaran vivo.

—¿No le parece así? —continuó ya más tranquilo—. Este campanario gótico tardío que contempla con tanta admiración, por ejemplo. Lo construyeron en 1600 como sobrio campanario auxiliar. En 1601, entre los praguenses corrió el rumor de que había crecido un par de codos, y así continuó durante varios años. Después de que se hubo construido San Esteban, en 1367, se dijo lo mismo, y cuando en el siglo XV se levantó la gran torre, tampoco quería darse por terminada, como si estuviera insatisfecha con las dimensiones que le habían dado los constructores. Cuando en torno a este lugar crecieron estos estúpidos edificios de apartamentos, volvió a empequeñecerse, pero hoy (de verdad, fíjese) es de nuevo algo más alta. Y mire hacia allí, donde estaba la capilla de Todos los Santos. Originalmente, el tejado rebasaba con creces la altura de la mampostería de soporte. Y arriba, en la parte superior, tenía, además, linterna. Intente imaginárselo. La capilla era octogonal, en eso se parecía a la iglesia de Carlos, sólo que de proporciones más sutiles. Igual que ésta, tenía un alto techo piramidal y crecía a ojos vistas: cada año aumentaba dos codos. Después, cuando tras un par de siglos la moda cambió desastrosamente, le pusieron un techo redondo, de nuevo igual que a la de Carlos. Ridículo: una quesera para un queso apestoso. A la vez, la mampostería empezó a desconcharse, el edificio parecía derretirse como si fuera a desmayarse. Sostengo que la culpa fue de los que colocaron en él un tejado inapropiado. En el siglo XVIII, un decreto imperial clausuró la capilla, e hicieron de ella una bodega. A mediados del siglo pasado el tejado se hundió e hirió gravemente a dos personas; una de ellas no sobrevivió, la otra perdió la salud. Así que demolieron la capilla de Todos los Santos. ¿Por qué? Más bien como un castigo que se merecía otro. La iglesia de Carlos sigue en pie, es un monumento fabuloso. Llevan años restaurándola. Lástima que a nadie se le haya ocurrido devolverle el tejado original. A nadie…, sólo a mí. Ya verá, alguna vez reemplazaré el ridículo engendro por un digno tejado piramidal.

—Veo que es usted un purista, como el arquitecto de su familia. Sus gustos son parecidos a los míos. Pero en lo que se refiere a la iglesia de Carlos, no sé si se cumplirá su plan. Praga se ha acostumbrado a sus tres cúpulas, y aparte de eso no estoy nada seguro de que todos los templos tengan que acabar en una pirámide o en un cono.

—No digo nada de eso. Usted afirma que Praga se ha acostumbrado a Carlos. ¡Pero la verdad es que no sabe ni que existe! No se ve. Pregunte a los praguenses por el camino hacia la iglesia de la Virgen María y de Carlomagno, no sabrán qué decirle.

»No soy nada partidario de las torres en punta. Pero a cada edificio le va bien una cosa diferente. Mire la pequeña iglesia de San Longino. No se merece la atención de los turistas, está vergonzosamente descuidada, pero su orden románico no afea nada, incluso la linterna superior le queda bien. Una rotonda con una torre espigada parecería hostil, como una tienda sarracena. Mire esos cuervos que dan vueltas sobre el tejado. ¿Por qué hay seis? ¿Por qué vuelan en círculos regulares? ¿Qué cree? ¿Y qué es lo que chillan? ¿No suena como nevermore?

Miré hacia donde señalaba. Sobre la rotonda de San Longino volaban, en efecto, varios pájaros, aunque yo no los habría distinguido. La llegada del día ya era irrevocable, y su plumaje, de un negro intenso, destacaba en el amanecer. No se me ocurrió contarlos, pero puesto que Gmünd había dicho el número, lo intenté. ¿Cinco? ¿Ocho? Qué va, eran seis. Me sorprendí de la buena vista que tenía Gmünd. Los pájaros volaban alrededor de las redondas torres sin hacer ruido. De vez en cuando alguno se posaba en el oblicuo tejado y enseguida retomaba el vuelo. Y de repente ya no eran seis, ¡sino siete! Rápidamente los conté: sí, eran siete cuervos. El séptimo, oculto en el campanario, debió de unirse al resto cuando empezamos a contarlos. Después se marcharon. Gmünd parecía muy satisfecho de sí mismo, como un mago que ha conseguido un truco difícil.

—Sobre Longino se cuenta que en el siglo XIII había servido de parroquia de la extinguida aldea de Rybník. Diría que estamos en algún sitio en medio de la plaza del pueblo. Pero el edificio es mucho más antiguo, fue consagrado a San Longino más adelante. Por lo visto, antes del cristianismo se celebraban aquí rituales paganos.

—La puerta parecía realmente pagana —dije entre risas.

—Del paganismo al cristianismo sólo hay un paso. Por desgracia, también funciona a la inversa. ¿Conoce la leyenda de la campana de San Esteban? Es muy conocida. La llamaban Lochmar, por el campanero Lochmayer, que la había fundido. Era un buen católico, pero vivió en un mal siglo. Los husitas, que, como suele ocurrir, al igual que los católicos no toleraban más confesión que la suya, oyeron sus opiniones y lo hicieron ejecutar en la plaza del Ganado. Cuando Lochmayer, con la cabeza bajo el hacha, oyó el toque de difuntos, reconoció que se despedía de él su propia campana. Y en lugar de perdonar a sus verdugos, maldijo su obra. Hasta los intrépidos husitas se asustaron de eso, y asignaron a Lochmar una tarea particular: debía repicar durante los incendios y antes de las tormentas. La campana realizó su misión durante años, pero a mediados del siglo XVI un chico subió a la torre y empezó a tañerla a pesar de que no amenazaba ningún peligro. Se la podía escuchar hasta en la plaza del Ganado. Antes de que los praguenses acudieran, el tañido cesó. Encontraron al muchacho al pie de la torre, con la cabeza destrozada. Desde entonces se dice que lo tiró la campana Lochmar.

—¿Por haberla hecho sonar en vano?

—Quizás. O quizá lo matara sólo por capricho; una campana así es inescrutable. ¿A usted no le recuerda nada? Una iglesia, una campana, una persona…

—¿Alude al caso Záhir?

—Una deliciosa coincidencia, ¿no?

—¿Quién le habló de él?

—Intente adivinarlo. El ingenierillo también podría haberse partido el pescuezo al caer de la torre, Apolinar es lo suficientemente alta. Si se hubiera roto la cuerda, si no le hubieran salvado en el último momento… Olejář aprecia su acción, no deje que le confunda su reserva. Quizás aún le perdone. Depende de cómo se comporte a mi servicio. —En su sonrisa había ironía—. Por cierto, fui a visitar al tal Záhir al hospital. Ya se está recuperando y tiene la intención de volver a trabajar cuanto antes. Es un tipo diligente, todo un cabezota. Me confió que había hecho que le arreglaran el coche para controlar manualmente los pedales. El tendón del talón tardará aún seis semanas en cicatrizar y él no puede perder tiempo. Que no se me olvide, le quiere dar las gracias personalmente. Le gustaría conocerle, tiene algo para usted.

—¿Un reloj de oro?

—Creo que alguna propuesta. Según parece confía más en usted que en la policía. Y hablando de la policía… —Miró alrededor. Vio que se acercaba a toda prisa una mujer con uniforme de policía—. Salgamos al encuentro de Rozeta —dijo, y corrí tras de él. En aquel momento amaneció por completo. En la capilla Branberger, desde el muro de la iglesia que dejamos rápidamente atrás, un angelito nos hizo una mueca.

† † †

Gmünd no hizo ninguna alusión a la tardanza de Rozeta. Era como si lo hubieran acordado con antelación. La chica extrajo un manojo de llaves del bolsillo y se lo entregó a Gmünd, pero éste meneó la cabeza, así que ella tendió la mano hacia mí. Después no me acompañó hasta la entrada principal de la iglesia ni hasta la puerta lateral de la nave norte, sino que señaló una puertecita discreta situada casi al lado del presbiterio. Las tres cerraduras, una antiquísima y dos de seguridad, cedieron sin problema. Cogí el picaporte y me apoyé en la puerta. Se abrió silenciosamente, como si lo hiciera sola. Esperaba un golpe de aire frío, como si hubiese abierto un calabozo, pero dentro la temperatura no era más baja que fuera. Sólo percibí una atmósfera algo cargada y un débil olor a incienso. El interior estaba oscuro. Miré hacia atrás. Gmünd y Rozeta permanecían inmóviles, el uno al lado del otro, como si esperaran algo. No les veía los ojos, pero de algún modo sabía que estaban pendientes de mi proceder, al que le faltaba la decisión de los audaces. Superé el miedo y me interné varios pasos en la oscuridad, luego otro más, y entonces di con una segunda puerta. Era mayor que la anterior. No encontré el interruptor, pero palpé el cerrojo y a ciegas probé la cuarta llave. La cerradura cedió y la puerta se entreabrió. Una luz tenue se coló hacia mí. Eché un vistazo al primer cuarto; estaba en la sacristía. Rozeta y Gmünd entraron entonces detrás de mí. Franqueé la puerta y me encontré en la nave lateral de la iglesia.

Allí dominaba la noche, lo más iluminado eran el presbiterio y la nave principal. Un resplandor ceniciento se abría paso a duras penas por el filtro de los vidrios hexagonales. El gran altar estaba decorado con flores, pero aparte de sus haces fluorescentes no vi ningún cautivador juego de luces. Gmünd debía de sentirse decepcionado.

Pero ¿dónde se había metido? No lo veía por ninguna parte. Debía de haberse quedado con Rozeta en la sacristía. A mí no se me había perdido nada en la iglesia, así que me dispuse a volver sobre mis pasos. De repente, algo me detuvo: se oyó una voz femenina que no era la de Rozeta. El eco la difundió por todo el templo.

Repetía un nombre. Llamaba a alguien. Sí, sin duda oía correctamente. Me escondí detrás del banco más cercano. El nombre volvió a sonar algo más claro, pero aún no lo suficiente. Me arrastré a lo largo del banco hasta el confesionario y, desde ahí, miré alrededor. La voz se intensificó; tenía un tono opaco y lastimero, como si surgiera de las profundidades de la tierra. Y entonces también vi algo: tras una columna, al lado de la sacristía, muy cerca del sitio por el que yo había pasado hacía un momento, había alguien que, con su presencia, me cortaba la salida. Era una silueta femenina, cuyo perfil luminoso entraba desde las sombras de la nave norte. Repitió el nombre. Era una voz llena de infelicidad, repleta de añoranza, que no llamaba hacia afuera sino hacia adentro, a unos oídos concretos que no oían. Le faltaba esperanza; era lo más espantoso de ella.

Escuché sin moverme, preparado para salir disparado si en la iglesia aparecía alguien más. Pero estábamos solos, yo y esa señora, ella tras la columna, de espaldas, yo oculto tras el confesionario. El silencio era absoluto, a excepción de la llamada de la mujer. Se me ocurrió un truco que había visto de niño en una película de aventuras. Metí la mano en el bolsillo, saqué el monedero y encontré en él una moneda de cinco coronas: tendría que oírse. La lancé lejos de mí, en dirección a la capilla de Kornel, en la nave sur, adonde quería atraer la atención de la mujer. El golpe de un martillo contra un yunque no hace tanto jaleo; la moneda resonó contra el pavimento, contra una columna, contra las nervaduras de la bóveda, contra la balaustrada del coro. Hacía rato que se había ido girando hacia algún rincón, pero seguía sonando como una campana.

La mujer no reaccionó.

—Simón —se oyó desde la columna, con un eco metálico.

Esta vez la entendí.

Hice acopio de valor y salí de mi escondite. Di un paso, dos, tres. Vi que llevaba puesto un abrigo de un marrón amarillento, con una capucha blanca que le caía hasta el suelo. Nueve, diez, once. Vi que era esbelta, que tenía la cabeza inclinada y las manos juntas delante del cuerpo. Doce, trece.

—Señora —dije en voz baja. ¿Qué me temblaba más, las manos o las rodillas? No podía dejar de acordarme de aquella mañana en que había llamado así a otra mujer al lado de la iglesia de San Apolinar—. Señora, ¿me oye?

No reaccionaba. Di un paso a un lado con la intención de rodearla y mirarla a la cara. Pero se giró de tal manera que volví a tenerla de espaldas. Lo intenté de nuevo, y sucedió lo mismo. Incomprensible, ¡no quería que la viese! Giraba a la derecha, luego a la izquierda, como una veleta. Se me ocurrió que debía de ser Rozeta tomándome el pelo. Pero sabía que no era ella. Ni esa voz ni la figura menuda correspondían a la agente.

Sentí un escalofrío en la espalda. Involuntariamente me pasé la mano por la frente: la tenía cubierta de sudor frío. La mujer ahora estaba inmóvil, sus hombros caídos ni siquiera temblaban. Supe qué hacer: la salida estaba libre, me bastaba con ir hasta la puerta abierta de la sacristía y marcharme por ahí. Sí, haría eso. Pero en lugar de hacerlo, en contra de mi voluntad alargué bruscamente la mano hacia el hombro cubierto por el abrigo y la mano golpeó la columna.

La columna no. Un árbol. ¿Cómo había podido tomarlo por una columna? Y ¿dónde estaba? El pavimento había desaparecido, a mi alrededor se extendía un verde prado. ¿Hierba en la iglesia?… Me quedé atónito, no creía lo que veía. Alcé la cabeza; no había ventanas ni techo. Altas nubes blancas y entre ellas un cielo de un azul que hería los ojos, que esperaban la penumbra de la bóveda. Miré alrededor y vi que estaba en un extraño prado, cubierto de flores de hierro y de piedra. La iglesia donde debería haber estado se veía algo más lejos, el presbiterio daba un bocado al cementerio, yo temblaba entre las cruces y el edificio se inclinaba sobre mí. Tras la valla se extendía el jardín, vi un trozo de parterre y un alto invernadero ornamentado; tenía el aire de una tienda de campaña militar transparente. Tras las ramas de los árboles frutales se oscurecían las ventanas del presbiterio.

Justo a mis pies había una tumba, y sobre ella una cruz de hierro. Por encima del suelo se erizaban unas letras rotas sobre una tabla herrumbrosa. Eran ilegibles. Sin embargo, estaba seguro del contenido de la inscripción, me la sabía de memoria: «Escuchad este triste prodigio, Lochmar ha tirado por la ventana a mi hijo Simón…».

Sentí que me daba vueltas la cabeza, caí sobre el antiguo sepulcro sin poder evitarlo.

—Habla usted en sueños, amigo, y yo que creía que eran desmayos. —Alguien estaba de pie delante de mí, y otra persona me daba palmadas en la cara. El monstruo de la voz agradable, la chica con una pregunta en los ojos.

Estaba dentro de la iglesia, sentado contra una columna en la nave norte, no muy lejos de la entrada a la sacristía. Sentía un zumbido en los oídos y un nudo en el estómago.

—Es este aire enrarecido —dijo Rozeta, y me puso bajo la nariz una bolsa de caramelos—. Sólo has dado un par de pasos, te has tambaleado y has empezado a caer. Podrías haberte hecho daño, de no ser por la columna; te has deslizado por ella con más elegancia que una actriz de cine. ¿No tendrás la presión baja?

—¿Dónde estabais? ¡Os he estado buscando!

—Íbamos detrás de ti. Vimos que empezabas a caer, pero no llegamos a tiempo.

—No, no, llevo mucho rato solo aquí.

—Habrás soñado algo.

—Quiero saber por qué os habéis quedado fuera. Me habéis tendido una trampa, ¿no?

Se miraron entre sí, con una sonrisa vacilante en el rostro.

—De verdad, le pisábamos los talones. Me sabe mal que no hayamos podido sostenerlo mientras caía, realmente ha sido algo inesperado.

Gmünd simulaba estar compungido, pero era evidente que lo que me había ocurrido le hacía gracia.

—¿No han visto a esa mujer? —les grité.

Volvieron a mirarse.

—Habrá soñado —dijo Gmünd. Parecía un familiar en un entierro. Llevaba el sombrero en una mano y en la otra el paraguas y el bastón. También Rozeta se quitó la gorra, algo que no me esperaba de una policía—. Su sueño ha sido muy interesante —continuó él—. «Escuchad este triste prodigio, Lochmar ha tirado por la ventana a mi hijo Simón». Aquí lo ha dejado. Y sigue así: «A mí, triste madre, me lanzó al corazón una gran aflicción». Así suena todo el epitafio, escrito hace tres siglos en la tumba del muchacho que falleció aquí, al pie del campanario. Se trata de ese del que acabo de hablarle. Debió de leerlo en algún sitio, porque no recuerdo haberle citado la inscripción. Aquí, detrás de la iglesia, estaba el cementerio. El cementerio y un jardín que con el tiempo cayó en desuso, en el que después pastó el ganado. Debía de ser un lugar bucólico: San Esteban, el campanario, Longino y Todos los Santos, entre ellos ovejas, y todo rodeado de campo. Realmente un rincón agradable. Más tarde también cerraron el cementerio. Del jardín quedaron un par de árboles.

Lo miré con expresión de incredulidad, pero no se dio cuenta. Se volvió y se dirigió al gran altar. Rozeta se llevó un caramelo a la boca y fue hasta el otro lado. Me puse de pie. Estaba furioso conmigo mismo, y sobre todo me enfurecía que Rozeta se tomara mi debilidad con tanta naturalidad. Gmünd también. De esta manera no me conservaría mucho tiempo a su servicio.

—¡Mocker! —su grito retumbó en la iglesia—. ¿Qué haríamos sin él? —Estaba delante del altar y señalaba las ventanas—. ¿Ven esas nervaduras? Y las ojivas de las ventanas de la nave principal… ¿Saben lo que dejó ahí el barroco hasta que Mocker lo corrigió? ¡Ventanitas redondas!

—Reconozco que tampoco aprecio mucho el barroco —dije en un intento de unirme a la crítica.

—El barroco es el rumbo más estúpido. ¿Qué otros horrores nos han caído encima? La funcionalidad y la multiplicidad de estilos del siglo XX. No tengo nada particular contra los edificios barrocos pero ¿cómo pudieron los arquitectos de entonces permitirse reformar el soberbio gótico? Fue una insolencia descomunal. Cúpulas barrocas en los pueblos checos…, por favor, el campo lo tolera e incluso es la primera gran unidad de construcción que se aclimató, pero aparte de esto hay que tener cuidado con el barroco, pues sabe extenderse y filtrarse por todas partes. Sus complicados planos, adornos hipertróficos y cúpulas significaron una catástrofe en las ciudades. ¡Los tejados piramidales góticos, el elemento más característico de la arquitectura de la Europa medieval, perdieron su belleza a causa de las cebollas plebeyas! Creo en la belleza de la simplicidad, porque la complejidad no puede superarla. El Renacimiento conectó orgánicamente con ellas, admito que la gran torre de San Vito, que durante años fue para mí una brizna en el ojo, consigue un efecto osado y sin embargo equilibrado. Pero llevemos al campo visual la catedral entera, incluida la torre, que tendría que haberse caído y no se cayó, y no podremos dejar de ver en ella algo blasfemo: no invoca a Dios sino a sí misma.

—Entre las iglesias barrocas, la catedral queda bonita.

—No tiene que convencerme de ello. Lo sé, tengo la manía de intentar poner a la gente de mi parte aunque ya lo esté. ¿Qué cree, Rozeta, lo estoy consiguiendo?

—¿Y qué hay del curioso Prunslík? —dijo—. Creía que era su criado, pero por lo que parece no se ocupa mucho de su trabajo.

—No es un criado, sino un hombre libre y puede hacer lo que quiera. Un poco loco, como habrán notado. —Gmünd hizo visera con una mano para protegerse de la luz matinal. Intenté seguir su mirada. Sobre todo examinaba las nervaduras de las ventanas. Finalmente sacó un bloc de notas y empezó a dibujar algo.

—Y su nombre —continuó Rozeta—, Raymond, ¿no es inglés?

—El suyo tampoco es precisamente checo.

—Mi padre estaba obsesionado con llamarme Rosario, y mi madre quería un nombre exótico.

—Conocí a Raymond hace ya mucho tiempo. Iba al mismo colegio que yo. Fue el primer compatriota al que conocí en Inglaterra, a pesar de que entonces él no sabía mucho de este país. Yo estaba en último curso; él, en primero. No soportaba ver el modo en que sus compañeros de clase lo maltrataban. Les molestaba que Dios lo hubiera hecho de otra manera. Le tomé bajo mi protección y nos hicimos amigos.

»Es el hijo de un emigrante checo que huyó de los nazis, medio inglés. Nació después de la guerra, su madre era inglesa, de una familia noble empobrecida de alguna parte de Lancashire. Por lo visto los padres tenían sangre azul, o al menos eso asegura él. No sé si hay que creerle, pero me da igual.

—¿Es su secretario?

—Se puede decir así.

—¿Qué hace para usted?

—Un poco de todo. Hace recados ante los organismos oficiales. Yo solo no daría abasto.

Era evidente que la conversación le estaba cansando. Miró el reloj y levantó el puño. En ese momento el reloj de la iglesia empezó a dar las ocho.

—Otra vez nuestro Mocker. También el tejado de la torre es suyo, igual que la gran ventana gótica abierta en el frontispicio. Hace ciento cincuenta años los praguenses eran más inteligentes que hoy en día, sabían elegir a sus arquitectos. Desgraciadamente, no se puede decir lo mismo de los regidores: eran igual de tarugos que los actuales. Por entonces empezaron a ponderar el saneamiento de la Ciudad Judía. En la actualidad se frunce el ceño ante el purismo, pero el culto a lo nuevo producirá una crisis más tarde o más temprano. Lo demuestra la moda de hacer popurrís de todos los estilos posibles. A Josef Mocker cabe, por supuesto, reprocharle un recargamiento más propio de las catedrales francesas que de las iglesias checas, pero esto es sólo un desliz mínimo, que tenía derecho a cometer por todo lo que hizo por resucitar el gótico.

Gmünd caminaba por la nave sur del templo, dando golpecitos con el bastón en el pavimento; se detuvo en los tres altares y los examinó disgustado.

—Asqueroso. Tendrá que desaparecer. Miren ahí a san Gregorio. Su aspecto debería ser compasivo, pero parece un completo burro. ¡Y esta monstruosa Piedad! ¿Han visto alguna vez algo de tan mal gusto? Y aquello también es digno de atención: el altar de la Virgen María de San Esteban. Un altar rococó.

—A mí me gusta —dijo Rozeta.

—A mí no. Una úlcera hinchada en la piel limpia de un templo gótico. ¡Cuánta falsedad y afectación! Me alegro profundamente de que ya no esté la Rosalía de Škréta, ese pintor barroco de brocha gorda sobrevalorado. Por mí se lo pueden llevar los ladrones, y ya de paso que se lleven todos estos angelitos culones. La iglesia tienen que dejarla, no se la pueden llevar.

—La capilla y el altar tampoco pueden llevárselos —señaló Rozeta.

—Yo me las veré con éstos —replicó Gmünd, ya más tranquilo. Jadeaba de rabia, tuvo que secarse la cara—. Todo irá fuera —añadió.

—Nunca se lo permitirán —dijo Rozeta con brusquedad—. Yo tampoco estoy de acuerdo con lo que dice. Estas cosas se tienen que solucionar de otra manera.

Se oyó una especie de crujido. Gmünd puso mala cara, quizá por el disgusto que le producía el haberse dejado llevar por su enfado. Volvió a mirar el reloj y en un tono frío anunció que tendríamos que irnos. Se metió el bloc y el lápiz en el bolsillo y fue por su sombrero al banco donde lo había dejado. Le sacudió el polvo descuidadamente. En silencio le comuniqué a Rozeta mi admiración porque hubiese conseguido contradecir al caballero sin comportarse como una policía antipática. Su uniforme adquirió un aspecto falso: me recordaba un disfraz, una máscara cuyo propósito era ocultar algo.

De soslayo observé su figura, presa en la negra tela que crujía en las costuras. Aquella ropa no le quedaba bien, saltaba a la vista, pero de pronto caí en la cuenta de otra cosa: tampoco el cuerpo parecía pertenecerle. Y la carita rechoncha de querubín de altar barroco mucho menos. Los hoyuelos que se le formaban en las mejillas cuando sonreía eran indudablemente auténticos, pero no la cara, que, sin lugar a dudas, no era suya.

Advirtió que la miraba. Los ojos se le oscurecieron y eludieron los míos. ¿Es posible que se sintiese cohibida? ¿A finales del siglo XX, cuando los atributos físicos se acentúan por norma? Realmente parecía querer tapar cuanto tenía de mujer.

Seguí a Gmünd hacia la salida. Cuando desapareció en la sacristía, me volví hacia Rozeta. Acababa de detenerse al lado de la segunda columna de la nave sur, se agachó y recogió algo del suelo.

—Adivina lo que me he encontrado —dijo—. Alguien ha perdido aquí cinco coronas.

Al lado de la salida, echó la moneda en una alcancía de hojalata para contribuciones a la Iglesia.

Nevermore, graznó un cuervo sobre el torreón de San Longino. Ahora ya sabía lo que significaba: «No escaparás de ti mismo». La aterradora experiencia en la iglesia de San Esteban confirmaba que aquello de lo que había estado huyendo me acompañaría el resto de mis días.