Capítulo 7

Un nombre, tu nombre verdadero, tú,

precipitado por el sol a su adversario

llamado sombra.

R. Weiner

Unos días después de los hechos ocurridos en el campanario de San Apolinar, la policía comenzó la investigación. El hombre a quien el desconocido criminal había golpeado brutalmente y colgado del talón de Aquiles el 3 de noviembre en el corazón de la campana de la iglesia, se llamaba Petr Záhir. Me invitaron a la vista oral como testigo. Fue dos meses después de que me expulsaran discretamente por mi tosco abandono del servicio, y menos de dos meses antes de que el caso Záhir se cerrara de forma definitiva.

Bajé del tranvía cerca de la calle Na Bojišti, donde está el enorme edificio del Departamento Central de Policía. Llovía. Caminé contra el viento de noviembre y esperé a que el semáforo me permitiera cruzar la avenida principal. Estaba observando la acera de enfrente y reparé en una figura extraña que caminaba bajo los soportales de un edificio moderno, en la esquina. En la misma dirección en que pensaba ir yo marchaba un hombre elegante con una capa negra de viaje, de corte antiguo, con un bastón en la mano y sombrero. Si lo hubiese visto en otro lugar, no habría captado mi atención, pero con un telón de fondo del revoque gris y las líneas geométricas de una casa de los años treinta, no podía pasarlo por alto: era un personaje enigmático trasplantado allí desde tiempos remotos, o más bien el actor de una película de época durante una pausa en la filmación para comer. Debía de medir más de un metro noventa de estatura, pero no lo parecía, quizá porque era casi tan ancho como alto. Por su talla infrecuente, la prenda que lo envolvía y, sobre todo, la inexpresividad de su rostro carnoso, semejaba el sarcófago de una momia egipcia. Por supuesto, también por aquel sombrero y el bastón, más propios del siglo XIX. Por alguna razón me sentí tentado de echar a correr tras él, posiblemente para mirar más de cerca su inaudita apariencia, pero me retuvo el tráfico de la avenida. Antes de que el semáforo cambiara a verde, conseguí ver que una barba espesa le cubría la cara y que en la mano libre sostenía una flor. El bastón que llevaba en la otra mano era fino y terminaba en un puño redondo. No se apoyaba en él —no le habría aguantado su peso—, sino que lo empleaba para seguir el ritmo de sus largos y enérgicos pasos. Advertí también que el movimiento despreocupado y sin embargo extravagante y reiterado de la mano con que cogía el bastón no estaba exento de ironía, incluso de cierta mofa. Este peculiar dandi sabía perfectamente el efecto que quería causar a su alrededor: despertar sorpresa y curiosidad.

De pronto observé que a su lado, oculto hasta el momento por aquel cuerpo titánico, caminaba, o más bien corría a trompicones, una persona. Se trataba de un hombrecillo minúsculo, antítesis del gigante. Debía de medir apenas un metro y medio y era sólo un poco más grueso que el bastón del otro. Pero ni mucho menos tan derecho: iba torcido hacia un lado, como si los pies estuvieran mal unidos al cuerpo, el pie derecho en lugar del izquierdo, y éste completamente separado de la pierna y el tronco. Su disimetría tenía algo de desasosegante, no despertaba compasión sino la clase de risa de la que el observador se avergüenza de inmediato; una risa que por lo general va seguida de una sensación de culpa. A pesar de este grave defecto físico, el hombrecillo se movía con agilidad. Vi que, inquieto, le explicaba algo al gigante y que mantenía el paso sin problemas. Llevaba un traje gris y en la cabeza, según me pareció en aquel momento, una gorra de color rojo claro. Estaba tan absorto en su acompañante, que no lo observé detenidamente. Cuando al fin conseguí cruzar la calle entre una multitud de peatones, la pareja ya había desaparecido de mi vista. Pero no fueron muy lejos, como supe más tarde.

Pasé unas buenas dos horas en el Departamento de Policía. El caso fue asignado a Pavel Junek. Según me enteré por antiguos compañeros, ese año había conseguido al fin hacer carrera. Era de los que habían dado por cerrado el caso Pendelmanová calificándolo de suicidio. Lo ascendieron a capitán, y aunque se había oído alguna protesta por la falta de escrúpulos de sus métodos, se había introducido en el círculo de los más cercanos colaboradores del jefe de policía.

Cuando Junek me vio entrar en la sala de interrogatorios vestido con el impermeable que me había dado la señora Pendelmanová, soltó una carcajada y me recibió como a un viejo amigo. Yo sabía que la sonrisa alentadora era completamente falsa, pero aun así se la agradecí. A diferencia de él, yo no tenía de qué reírme. Llevaba ocho semanas buscando trabajo y ya estaba sin un céntimo. Incluso le debía dinero a la casera, lo cual era una vergüenza, porque me alquilaba el cuarto muy barato. Podría haberme puesto a enseñar historia en algún instituto, pero no me atrevía a aparecer ante una clase de adolescentes salvajes, e igualmente tendría que haber esperado para que me asignaran el puesto. Una promesa segura de trabajo la brindaba el archivo municipal, pero sólo a partir de Año Nuevo, y no estaba claro que me aceptaran sin el título ni los exámenes estatales. Historiador que no había acabado los estudios y policía expulsado del cuerpo, ¿podía presentarme con un aval peor? ¿Qué otra cosa sabía hacer? Perderme por los terrenos en obras de Praga.

Junek, con expresión ausente, me compadeció por mi mala suerte y me aseguró que por lo que respectaba a la muerte de la ingeniera Pendelmanová, no creía que yo tuviese nada que ver —sí, se había barajado también esta sospecha—, y poco a poco había acabado por convencerme de que la decisión policial de considerarlo un suicidio era la correcta. Después preguntó por las circunstancias del caso Záhir y yo le describí a grandes trazos el ensordecedor tañido salvaje en la iglesia vacía y el descubrimiento del hombre cosido al corazón de la campana. Junek me escuchó sin prestar mucha atención, mientras tomaba algunas notas en su cuaderno y encendía un cigarrillo tras otro. Después sonó el teléfono que había sobre su mesa. Tan pronto como se hubo llevado el auricular al oído, alzó hacia mí una mirada penetrante, que apartó enseguida. Di por supuesto que alguien debía de estar hablando sobre mí. Colgó el auricular y dijo que volvería en un momento. Estuvo fuera media hora, durante la cual contemplé a su joven colega, que luchaba en la pantalla del ordenador con un demonio dentudo. El monstruo lo había derrotado con maña diabólica y lo había esclavizado.

Cuando el capitán Junek volvió, parecía de peor humor. Con expresión de hastío, se dejó caer en la silla, sacó un cigarrillo del paquete y lo encendió. Al cabo de unos momentos, empezó a leer en tono de disgusto lo que yo le había relatado. Sin siquiera levantar la mirada ni cambiar de tono, me anunció a continuación que el jefe de policía me esperaba. Quise cerciorarme de que se refería al coronel Olejář, pero no me hizo caso, así que me puse en pie y salí al pasillo.

Tardé un rato en orientarme y encontrar la escalera principal. Subí hasta el quinto piso y me encontré ante la puerta del despacho al cual, en principio, no debía de volver jamás. Y sin embargo, tras unos pocos meses estaba de nuevo allí. Respiré hondo y llamé a la puerta. El «pase» que sonó apenas hube apartado la mano, fue pronunciado por una voz desagradable que no era la del coronel. Ya tenía la otra mano en el picaporte cuando la puerta se abrió por completo, como por arte de magia. Tras ella surgió una cabeza con el cabello color zanahoria que me graznó que entrara.

En medio de la sala estaba Olejář, con las manos extendidas en un ademán impreciso. Ni siquiera fue capaz de cerrar la boca, y no cabía duda de que su expresión de aturdimiento reflejaba la mía de sorpresa. En la mano estrujaba un pañuelo de seda. Cuando me reconoció, compuso una sonrisa afectada, cerró de golpe la boca y me saludó con un gesto de la cabeza. Parecía como si fuera él el invitado. El verdadero rey de aquel despacho estaba a su espalda, era el monstruo que me había llamado tanto la atención en la calle. Se apoyaba con finura en el escritorio de madera de roble y sus fuertes dedos, que debían de tener el grosor de mi muñeca, jugaban con una solitaria rosa roja sin dañarla. Sin la capa ni el sombrero, que colgaban en el perchero que había junto a la puerta, seguía siendo igual de enorme, sólo que en una proporción más humana. Estaba completamente inmóvil, exceptuando los dedos y los extraños ojos, con los cuales me seguía con una mirada escrutadora, aunque en absoluto huraña. De pronto, sin saber cómo, me encontré justo delante de él, como si me hubiese arrastrado hasta allí con el poder de su mirada. Oí que la puerta se cerraba detrás de mí.

No conseguía apartar la mirada del monstruo. Debía de tener unos cincuenta años, quizás incluso sesenta, o tal vez sólo poco más de cuarenta. Me maravilló que la parte superior del cráneo, que parecía esculpido por el cincel de Rodin, fuera totalmente calva, mientras que, más abajo, la cabeza estaba cubierta por una espesa mata que por detrás caía hasta el cuello y que a la altura de las orejas se convertía en una barba poblada. Sobre el delgado labio superior lucía un bigote bien recortado que dejaba al descubierto un labio inferior fuerte y anguloso y una boca ancha. Cuando los labios estaban cerrados, recordaban una arruga grande y profunda, que creaba la imagen especular de la doble arruga que le recorría la frente. También los ojos daban impresión de angulosidad: los iris, del color del jade, miraban a través de dos visores rectangulares recortados en la máscara perfectamente inmóvil que aquel hombre hacía pasar por su rostro. La nariz, ancha, corta y curva como el pico de un ave de rapiña, estaba justo en el centro de la cara. La cabeza era perfectamente simétrica, como fundida en bronce, o más bien de un vidrio raro, estriado y brillante.

El desconocido llevaba un traje gris oscuro hecho a la medida para que pareciese más esbelto, camisa blanca y corbata color burdeos. En el nudo llevaba prendida una aguja de plata con una piedra preciosa que, por su color azul, catalogué de zafiro. Este ornamento pequeño, aunque evidente y sin duda muy caro, revelaba el gusto excéntrico por parte del dueño, al igual que los zapatos de verano marrones, que le daban un aspecto casi deportivo en contraste con el traje de corte clásico.

De todas estas minucias me di cuenta, por supuesto, más tarde. En aquel momento el coronel al fin se recobró y, con voz ronca, dijo que precisamente estaban hablando de mí y que me conocían; bastaba, pues, presentarme a su visitante. Y pronunció su nombre: Matyáš Gmünd.

El monstruo vino hasta mí y con una sonrisa me tendió la mano derecha. Era dura como una piedra, pero su apretón fue sorprendentemente blando, y de la palma emanaba un calor que tenía algo de calmante. Aquella mano me habló instantáneamente y oí que me decía: «Conmigo estás seguro».

—Y éste es mi ayudante —Gmünd señaló con la cabeza hacia la puerta—, el señor Raymond Prunslík.

Me volví y alargué la mano hacia el extravagante hombrecillo, que era quien me había abierto. Vino hasta mí y me dio una palmada en la mano; que aparté. Esto le hizo reír y, entre convulsiones farfulló:

—En la mili me llamaban Garabato, pero para usted siempre seré el señor Prunslík.

—Švach —tartamudeé mi pobre apellido y fingí que, ni en sueños, se me hubiese ocurrido que aquel hombre, además de su afección, pudiera estar mal de la cabeza. Evidentemente tenía un defecto en la cadera, supuse, porque, mientras las piernas estaban derechas, la parte superior del cuerpo se inclinaba abruptamente hacia la izquierda y la pequeña barriga redonda sobresalía hacia delante como la de una embarazada. El peso de su cuerpo descansaba en la pierna izquierda, y cuando se me presentó lo desplazó hacia el lado opuesto, para lo cual se echó hacia atrás y alzó el costado derecho, adoptando con ello la postura contraria. Mientras tanto, tenía las manos cerradas delante del cuerpo, en un gesto de timidez o de modestia burlona. La impresión de fragilidad de su constitución física se veía en parte compensada por las hombreras de la chaqueta y la estridente corbata roja desde la que me miraban, con cara de pocos amigos, las cabecitas amarillas de varias fieras.

Lo más curioso de Prunslík era su pelo, que al verlo en la calle yo había tomado por una gorra. Lo llevaba muy corto por abajo y en la coronilla más largo y peinado en una punta que se movía constantemente. Tenía los ojos de un azul diáfano, la nariz recta y sembrada de pecas claras como las de un niño, los labios intranquilos, torcidos en muecas que cambiaban a cada instante. Su edad, como en el caso de Gmünd, resultaba difícil de calcular, aunque seguramente era varios años más joven que éste.

—Siéntese… colega —me convidó titubeante Olejář, ofreciéndome una silla—. Y ustedes también, señores, por favor. —No estaba del todo tranquilo y no lo disimulaba demasiado bien. Tenía la frente cubierta de sudor.

Cuando me senté, miré por entre los listones de las persianas de la ventana, que prácticamente ocupaban toda la pared. Nuestro piso despuntaba sobre los tejados de las casas de alrededor y la oficina estaba orientada al noroeste. Allí no hacían falta persianas. Me acordé de las orejas de Olejář y pensé que la penumbra debía de ser bien recibida. Vi la puntiaguda torre de San Esteban, joya del neogótico checo, con sus cuatro torrecitas pequeñas y las cuatro mayores que adornan la poderosa torre principal. Ésta asciende justo desde la fachada; por el portal, a su pie, se entra en la iglesia. Está coronada por la diadema real, en señal de que fue un monarca quien hizo levantar el templo parroquial. Había llovido, y la corona refulgía deslumbrante sobre la ciudad. En uno de los ángulos de la torre cuadrangular, un reloj señalaba las tres y cuarto; el otro, las doce menos cinco.

—Estimado colega, no se lo va a creer, pero el señor Gmünd es aristócrata… —empezó el coronel, cuyo tono vacilante se agravó—. Tiene el título de caballero. ¿De dónde?

—De Lübeck —respondió Gmünd.

—De Lübeck. Y también es descendiente de una familia de la nobleza checa…

—Soy descendiente de los señores de Hazmburk. —Gmünd se volvió hacia mí—. Antaño una familia eminente que en el siglo XVII prácticamente se extinguió. Pero no del todo. Hace ciento cincuenta años floreció su última rama, llamada de Úštěk.

—Ahora hablo como policía —lo interrumpió Olejář—. He de añadir que cuanto afirma el señor caballero está legalmente probado. Con la conciencia tranquila podemos creer en su origen: su árbol genealógico y el título adquirido están históricamente documentados, lo cual es realmente poco frecuente. Se trata de una familia antiquísima.

Miré a Gmünd. Ponía cara de aburrimiento, como si hablaran de otra persona. No le agradaban mucho esos preliminares, y el tono de Olejář aún menos.

—El señor Gmünd no es ciudadano de la República Checa —continuó Olejář. Tenía los codos apoyados en la mesa y entrelazó los dedos, como si rezara—. Es una pena que no estuviera usted por aquí la última vez… colega. Nos explicó su infancia durante el protectorado alemán y la peligrosa huida a Inglaterra, a la que se aventuraron sus padres en 1948. ¿Lo digo bien?

Gmünd asintió imperceptiblemente con la cabeza.

—Hace algunos años, poco después del cambio… —Olejář se estremeció—, el señor Gmünd volvió al país. No reclama las propiedades de sus padres, lo que me parece digno de alabanza. Al fin y al cabo, todos esos juicios interminables no harían más que disgustarlo y le obligarían a una segunda partida, quizá definitiva, del país. —Puso cara como si realmente fuera esto lo que deseaba—. Me atrevo a decir que sería una lástima que cayéramos en desgracia respecto de él.

El pequeño Prunslík, que, sentado, desde hacía ya varios minutos movía impaciente los pies y había dado varias patadas a la mesa del director, se metió el dedo en la oreja, hurgó por un instante y después miró significativamente el reloj. El coronel lo vio y guardó silencio. Después, inseguro, miró de reojo a Gmünd y siguió hablando.

—Paciencia, señores. Nuestro alcalde ha recibido al caballero y, por lo que sé, la charla que mantuvieron le agradó mucho. Para que lo entienda, el señor Gmünd es algo así como un mecenas. Por encima de todo ama Praga y especialmente nuestro barrio. Quiere ayudar. Le interesan las viejas iglesias de la Ciudad Nueva y los restos de las murallas Carolinas, le gustaría contribuir a su restauración. Coopera con el Instituto Arquitectónico Municipal y con los conservadores. En todas partes (o más bien en casi todas partes) se le considera un regalo enviado del cielo. El Ayuntamiento nos ha pedido que le hagamos de escolta en sus visitas de trabajo a los edificios seleccionados, tal como lo exige la ley correspondiente. La dirección de las obras sin duda le permitiría la entrada, pero sólo de forma restringida, en una medida que no le satisface, y le han negado el acceso a los lugares donde se guardan objetos de valor histórico. Nos han pedido ayuda.

Dirigió una mirada interrogativa a Gmünd, quien, como si hubiera intuido lo que tenía en mente, le sugirió con un movimiento de la cabeza que lo expresara.

—Pero en todas partes no es tan sencillo como aquí en la comisaría o en el Ayuntamiento —prosiguió el coronel—. A la administración eclesiástica no le gusta ver al señor Gmünd. Incluso hubo un altercado por una iglesia…, espere, fue aquélla…, la de la calle Na Slupi. ¿La de la Virgen María? Si usted lo dice, debe de ser así, porque lo que es yo no tengo ni idea. El caballero estaba dispuesto a pagar unas reparaciones costosas, pero puso una condición: que volvieran a consagrarla como iglesia católica. Ya no quisieron seguir hablando con él.

—Hace años la asaltaron y dieron una paliza a un cura católico —intervino Gmünd con una voz apagada—, y se consideró que el templo había sido profanado. Lo tomó prestado la Iglesia ortodoxa. Nada que objetar, pero no creo que sea correcto huir así. Hay que luchar contra el mal. —Mientras pronunciaba las últimas palabras rió, seguramente para no sonar tan patético.

—El padre Florian —susurré, aturdido al volver a topar con su nombre en un contexto tan extraño.

—Me acuerdo —dijo el coronel—. El señor caballero no está de acuerdo con el préstamo. Si la iglesia fue construida para los católicos, tiene que seguir siendo para ellos mientras siga en pie. Lo digo bien, ¿no? Creo que ambas partes se pondrán de acuerdo; de momento el asunto queda abierto. Sin embargo, no tendría que ocultarles que, a diferencia del Ayuntamiento, el clero involucrado no desea en absoluto que el señor Gmünd se interese de ninguna manera en la restauración de las iglesias de la Ciudad Nueva. Confieso que también a mí algunos de sus planes me resultan radicales…, quiero decir radicalmente reaccionarios…, aunque soy laico y no tengo por qué meterme. Pero él mismo le hablará a usted de ello. Por cierto, durante cierto tiempo estudió usted en el seminario, ¿verdad? ¿O me equivoco?

Gmünd y Prunslík se volvieron hacia mí con expresión de interés, el primero con una ceja ligeramente enarcada, el segundo con una sonrisita maliciosa. Sentí que las mejillas me ardían. Estaba claro que alguno de mis motes había llegado hasta el coronel.

—Está mal informado —farfullé—. Jamás se me ha ocurrido nada por el estilo.

Gmünd apartó la mirada, mientras que Prunslík se divertía con mis temblores.

—Disculpe, he debido de confundirme —dijo Olejář en un tono sobrio que durante el encuentro veraniego no le había advertido. ¿Sería la influencia de Gmünd? Miré al monstruo por el rabillo del ojo. Rezumaba autoridad, y además cierta amenaza imprecisa, indefinible. Sí, desde el momento en que me había dado la mano tan amistosamente algo en él había cambiado. Realmente no me extrañaba lo de la gente de la administración eclesiástica, pensé. La única persona a quien no le afectaba aquel tipo tan raro, o al menos eso parecía, era Prunslík. El otro sería yo, decidí. Entonces, procedentes de algún lugar, empecé a oír risas, aunque nadie las oía excepto yo.

—Pero volvamos al motivo por el que lo he llamado —continuó el coronel—. Estos señores necesitan una comitiva policial, algo imprescindible para entrar en un edificio cerrado. El alcalde me ha asegurado que son unos verdaderos benefactores para el municipio…, sí, exactamente así lo dijo…, y me pidió que accediera a todos sus deseos. Sólo que no puedo prescindir de mi mejor gente. Le ofrecí lo que pude, incluso estaba dispuesto a llamar a algunos detectives ocupados en casos pendientes, pero el señor Gmünd rechazó dicha oferta. ¿Y sabe a quién quería? A usted.

Estas palabras me dejaron atónito, cómo no. No pude evitarlo, y lancé una mirada suspicaz a Gmünd y Prunslík. Al parecer se lo esperaban, porque se echaron a reír y se dedicaron un guiño.

—Lo que no he podido sonsacarle —prosiguió el coronel— es cómo oyó hablar de usted. Para ser sincero, para mí es un enigma. Desde luego, no podía estar de acuerdo. Avisé al señor caballero de que usted ya no forma parte del cuerpo; aunque fuera indirectamente, provocó la muerte de una persona. En el servicio no es que le sobrara iniciativa, y tampoco demostró un rendimiento excepcional. Les ofrecí a los señores el capitán Junek, pero no quisieron ni oírlo. No ha habido manera de disuadirles y el trato amenazaba con irse al garete. De nuevo intervino el alcalde e insistió en el interés público, ¿qué podía hacer yo? No podía obviar mi cargo, aunque lo deseara de todo corazón. Después vino el señor Gmünd con la idea de que, aparte de a usted, le asignáramos a otro de nuestros hombres. Tuve que volver a explicarle que usted ya no trabaja con nosotros y…, no se enfade, tenía que decirlo, que ni cuando lo hacía era uno de nuestros hombres de confianza. Ha de reconocerlo. Después, el señor caballero me dio a entender que sabía algo sobre el caso Pendelmanová. Me ofreció un par de informaciones interesantes… Pero hoy no es ése el asunto que nos ocupa. Quería hablar de una idea que me… —De repente pareció como si Olejář se hubiera quedado sin aire. Se pasó los dedos por las sienes y por las orejas, se estremeció y dio un mordisco al pañuelo que sujetaba en la mano cerrada.

—Veo que le duele, así que con permiso acabaré de explicarlo por usted —intervino Gmünd. Dedicó al coronel una sonrisa breve y extraña, mezcla de compasión y desdén, y después fijó en mí una mirada franca—. Por lo que a mí respecta, durante el ataque criminal a la iglesia de San Apolinar usted no se encontraba allí por casualidad, igual que no fue casualidad que no vigilara a esa vieja señora. Existía la sospecha de que la muerte quizá tuviera algo que ver con la carrera política de su esposo. ¿Esta posibilidad ya ha sido desechada? ¿Y qué hay de Záhir? ¿No valdría la pena investigar también su pasado político?

—Por supuesto que eso se me pasó por la cabeza —dijo el coronel—. Un crimen podría aclarar el otro, es el mejor método, y realmente eso es lo que intentamos, llegar al quid de varios casos, si es posible al mismo tiempo. Mi gente ya está investigando el pasado de Záhir. —Hablaba en un tono más débil, con la cabeza inclinada hacia un lado, como un nadador que ha salido de la piscina e intenta sacudirse el agua de los oídos. La voz le chirriaba a causa del dolor contenido—. Accedí a las exigencias del caballero y le prometí que intentaría convencerlo de que colaborara.

—¿Cómo?

—De manera extraoficial. Si los señores aquí presentes lo requieren, los guiará en sus visitas por Praga.

—¿Y nada más?

—Nada. ¿Le parece poco?

—Si a usted le basta, por supuesto que acepto, ¡con mucho gusto! Sin embargo, impongo una condición: que después pueda volver a la policía.

—¿No pide un poco demasiado? Bueno, ya veremos, no puedo prometer nada. De momento alégrese de que le ofrezcamos esto. Si lo he entendido bien, será un trabajo para más o menos medio año. Por supuesto, no podemos pagarle, eso lo hará encantado el señor Gmünd, pero le extenderemos un permiso especial para que pueda desempeñar su trabajo aun siendo civil. Se moverá principalmente por la parte alta de la Ciudad Nueva, alrededor de los lugares donde se cometieron aquellos dos crímenes. El señor Gmünd concede mucha importancia a algunos edificios y los visitará con frecuencia. De todos los movimientos que usted dé se nos presentarán dos informes: uno lo redactará usted mismo, el otro uno de los nuestros. Si cumple, veré qué puedo hacer por usted.

—Me esforzaré.

—Claro, claro… Pero nada de tonterías, ¿de acuerdo? Ahora le presentaré a nuestro agente.

Descolgó el teléfono y musitó algo. Unos momentos más tarde se abrió la puerta. La voz con la que se anunció la persona recién llegada era de mujer.

—Haré las presentaciones —dijo Olejář—; el señor Švach, antiguo compañero de armas, y la señorita Bělská, de la sección de misiones especiales.

Me volví. Junto a la puerta había una policía de uniforme, que evidentemente le quedaba pequeño. La mujer debía de ser más o menos de mi edad y era relativamente guapa, a primera vista nada fuera de lo común. Tenía un bonito pelo castaño, reglamentariamente recogido en la nuca, y unos ojos grandes y muy oscuros que no le sentaban bien, parecían como prestados de otra persona. Se acercó a mí y me tendió la mano. Sonrió y en las mejillas rellenas se le dibujaron unos hoyuelos. En aquel momento se convirtió en una chica que se había disfrazado de uniforme sólo para jugar. A mí me ocurría algo similar, sentía que el uniforme no me quedaba bien. Pero los hoyuelos desaparecieron enseguida y volvió a ser una policía. Apenas si hizo presión con la mano, que apartó antes de que yo llegara a cerrar la mía. Más dura de lo que había esperado. Guapa, aunque con algo de sobrepeso. Observé que la camisa se le tensaba en los pechos y en el vientre, y que los pantalones le ceñían los muslos. Rápidamente volví la mirada: Olejář acechaba para acusarme de falta de profesionalidad.

—Es uno de nuestros mejores agentes. En la academia de policía la distinguieron con matrícula de honor. Le auguro un futuro prometedor.

Olejář se inclinó hacia Gmünd y el hombrecillo para presentarles a la policía. El primero dio un paso hacia ella, Prunslík se coló entre ambos, tomó la mano de la chica y le plantó un ruidoso beso. Al mismo tiempo, levantó la pierna izquierda y se pasó el empeine por la pantorrilla derecha. Fue tan cómico que solté una improcedente carcajada. Pero la chica se limitó a dirigir una mirada interrogativa a Olejář, quien, oculto detrás de Gmünd, se encogió de hombros. En el momento en que sonó su nombre, Prunslík saltó a un lado, dio un respingo y con un gesto le hizo saber a Gmünd que tenía el campo libre. El monstruo se acercó a la chica, se inclinó levemente y le entregó la rosa. Pareció como si la hubiera traído precisamente para la ocasión, lo cual desmentía la veracidad de la escena de la presentación que se desarrollaba ante mis ojos, razoné con cierta suspicacia. La chica volvió a mirar al coronel y éste asintió con la cabeza. Prunslík lo imitó de inmediato, con verdadero ahínco. Después inclinó la cabeza a un lado, se metió el dedo en el oído e hizo una mueca.

Ella apretó con frialdad la mano de Gmünd, y cogió la rosa, aunque sin mover ni una pestaña. Observé la exquisitez con que se dominaba, pero no pude evitar preguntarme si en realidad era la primera vez que veía a aquella grotesca pareja.

Nos sentamos de nuevo, el coronel ofreció una silla a Bělská y le explicó su tarea. Con una voz un poco ahogada, ella le aseguró que lo había entendido y que no tenía ninguna pregunta que hacer. Contemplé su perfil. Tenía el cuello fuerte, la piel lisa, pero una barbilla algo dura, los labios más bien llenos, con rasgos suaves alrededor de la boca y las mejillas. Una nariz levemente respingona, la frente recta, largas cejas negras. Ésta es de las que engañan, pensé. Lástima.

Gmünd se puso a explicar los pasos que quería dar en los próximos días. Hablaba con Olejář y, aparentemente, ya no nos tenía en cuenta.

La policía, pensativa, hacía girar la rosa entre los dedos y de vez en cuando alzaba hacia mí unos ojos ensimismados. Prunslík la repasaba claramente complacido, yo fingía mirar por la ventana. No se me iban de la cabeza sus labios. Cuando me sonrió por primera vez, distinguí sus pequeños dientes y detrás una negra oscuridad. Vi una boca que callaba.

De repente ella me miró a los ojos y dijo:

—Creo que lo conozco. He oído hablar de usted. No decían cosas muy agradables, pero no me las creí. Y cuando lo echaron de la policía, fue un acto de traición. Me alegro de que haya vuelto.

No pude disimular mi sorpresa. Gmünd seguía hablando en voz baja con Olejář y Prunslík nos observaba entretenido. Ella se dio cuenta de que me había puesto nervioso, pero hizo caso omiso.

—Me alegro de que trabajemos juntos —añadió—. Es la primera vez que conozco a un hombre que va a la iglesia con prismáticos. ¿No sería mejor que nos tuteáramos?

Meneé la cabeza, totalmente confuso por el hecho de que me conociera, y después asentí de nuevo con un gesto.

—Sí —farfullé—, dígame…, ¿sabe?, me gustaría que me dijera simplemente…

—En realidad, en esto nos parecemos —me interrumpió—. Yo soy Rozeta. Un nombre imposible, ¿eh? Y tú, si no me equivoco —sonrió y levantó una mano—, debes de ser Květoslav. —A continuación, me dio un ligero golpe en la frente con la flor que había recibido de Gmünd. Una antiquísima manifestación de afecto.

Conocía mi nombre, y sin embargo no le parecí ridículo. Yo estaba radiante de alegría.

Me resultó difícil librarme de aquel hechizo. Gmünd se reía de algo, echado hacia atrás en la silla, mirando distraídamente el techo. Prunslík, por alguna extraña razón, se había agazapado detrás del coronel, que estaba al lado de la ventana y miraba hacia afuera. Con una mano se sujetaba el cuello, con la otra la coronilla. De repente, del oído derecho brotó aquel líquido espeso y negro como el asfalto. Prunslík hizo una mueca de desagrado y entornó los ojos, mientras se hurgaba el oído con un dedo. Rozeta se puso en pie y quiso decir algo, pero él se llevó rápidamente el índice a la boca. Los gélidos ojos azules de Prunslík descartaban cualquier rechazo y congelaron literalmente a Rozeta, que ante aquella amenaza inesperada se detuvo. Alzó la mirada hacia el coronel. La cabeza de éste temblaba, como si estuviera sufriendo un ataque. El repugnante flujo que manaba de la oreja resbaló hasta el hombro de la chaqueta. Después, el espasmo cesó. Olejář se dio cuenta de lo que había pasado y nos miró asustado. Acto seguido salió del despacho.

Gmünd seguía mirando al techo, como si no se hubiera dado cuenta de nada. Prunslík se partía de la risa, pero intentaba que sonase como si tosiera, mientras Olejář abría la puerta. Rozeta hizo ademán de hacerle callar, pero luego se lo pensó mejor y sin decir nada salió también. Yo seguí sentado y me concentré en mi corazón, que por razones que no atinaba a entender, a la vez deseaba y no deseaba correr tras Rozeta.