Abro la Casa de la Sirena,
abro la Casa de los Dos Soles,
y alguien está en el pasillo oscuro
y pasa lista nombre tras nombre.
K. Šiktanc
La repentina libertad me pilló desprevenido. Ir a estudiar al extranjero, investigar de fuentes hasta entonces prohibidas, elegir la manera de planificar los estudios: todo esto produjo en mis compañeros de clase un entusiasmo que yo era incapaz de compartir. Sentían el viento favorable y desplegaban velas de osadía y actividad; mientras que yo dejaba que ese mismo viento me rompiera el mástil. La pequeña habitación que alquilaba en Prosek sin duda me permitía concentrarme, pero eso sucedía raras veces. En general perdía el tiempo con actividades extraacadémicas por excelencia: soñaba despierto con los tiempos anteriores a la llegada de la Edad Moderna, cuando cada individuo ocupaba una posición fija en la sociedad, estaba atado a su lugar de nacimiento y cargaba al señor feudal, al monarca y a Dios la responsabilidad de la dirección de su vida, y procuraba evitar el pecado. No acababa de ver por qué debía hacer malabarismos con los demás; sin duda no tenía nada en contra de los que celebraban el título de ciencias marxistas, pero en adelante no quería tener ningún trato con ellos, ni hubiese sabido cómo tenerlo. Una vez se hubieron apartado las nubes, la súbita intensidad del sol me cegó y me empujó a las umbrías cavernas del consuelo del ayer.
Un día antes de la llegada de la primavera, estaba en el aula magna de la facultad asistiendo a una clase sobre el significado del Antiguo Testamento para la sociedad en el cambio de milenio. Impartía la clase un tal padre Florian, cura de la iglesia de Santa María de Na Slupi, un sacerdote ordenado clandestinamente en el extranjero y especialista en teología medieval. En Praga no había nadie más culto que él. Su discurso, sobre todo la idea de la necesidad de revalorizar conceptos fundamentales como el crimen y el castigo, me entusiasmó tanto que me inscribí en su seminario sobre ética cristiana y me convertí en un participante activo. No tardé en visitar al padre Florian en su piso, y tomar prestados sus libros y discutir sobre ellos con pasión. Estaba convencido de que empezaba a creer en Dios, de que Él era quien benévolamente me había enviado a mi perdido viejo profesor de historia, Netřesk.
El verano siguiente lo pasé en Praga, para estar cerca de Florian. Lo escuchaba y trataba de rebatirlo, porque, en tanto que pedagogo perspicaz, era eso lo que esperaba de sus discípulos. Me elogiaba. Decía que ningún alumno sabía preguntar como yo; que ninguno estaba tan en desacuerdo con el estado del mundo; que ninguno tenía mi voluntad de renunciar a éste. Iba puliendo mi ingenio, a menudo defendía deslices profanos frente a mis condenas puritanas. Comencé a desear secretamente que Florian me invitara al estudio de la teología. No me forcé a expresar esa idea en voz alta, ya que ni siquiera en casa podía abrir el pico, pues mi madre me habría tomado por loco. Pero Florian se mostró receptivo conmigo. Dos semanas más tarde soltó, como de pasada, que yo podría llegar a ser un buen cura, y este impulso bastó. Empecé a prepararme para los nuevos estudios y el profesor me instruyó para la entrevista de ingreso. Pronto comprobó lo que hasta entonces no me había atrevido a decirle: que no estaba bautizado. Era necesario solucionarlo cuanto antes. Acordamos que él mismo me bautizaría, el 24 de septiembre, día de San Jaromir, santo de mi padre. Quería que me reconciliara con él y que le pidiese que estuviera presente. Sabía que sería la prueba más dura y convincente de mi preparación para convertirme en cura.
Tardé un mes en escribir a mi padre. Me decidí cuando sólo faltaba una semana para la fecha de mi bautizo. Llevé la carta a Correos y fui a jactarme ante el sacerdote. No estaba en casa. Por la tarde me llamó uno de sus estudiantes desde el hospital en la plaza de Carlos. Habló de un asalto a la iglesia de la Virgen María, de un intento de robar la imagen que presidía el altar, la talla de una madona gótica, de que el ladrón topó inesperadamente con el cura, que estaba rezando en la iglesia a oscuras. El intruso golpeó a Netřesk con la barra de hierro que servía de palanca de la puerta y le rompió el cráneo. El dictamen de los médicos era peor que el anuncio de la muerte: el padre Florian sobreviviría, pero hasta el fin de sus días no daría misa ni pronunciaría una sola palabra inteligible.
Corrí hasta la oficina de Correos y pedí que me devolvieran la carta. Debía de tener un aspecto terrible, porque lo hicieron sin rechistar. La arranqué de las manos de la funcionaria y ante sus ojos atónitos la hice trizas. Así acabó el intento de aproximarme a mi padre.
Sólo volví una vez a la facultad. No acabé el trabajo de graduación, ni me presenté a los exámenes finales. Insistieron en hacer constar en mi expediente que había cursado completos ocho semestres. Accedí, encogiéndome de hombros. Salí de la facultad y me dirigí al puente de Manes. Allí inspiré aire fresco y alcé la mirada hacia la catedral. Después me saqué del bolsillo el expediente académico y lo arrojé por encima de la barandilla. Consistía en un par de papelillos grapados, emborronados por sellos, poca cosa. Cuatro años de estudios. Por unos instantes flotaron en el aire antes de posarse sobre la superficie del agua. Lectura para los peces.
† † †
Con el interés por los estudios perdí los últimos restos de interés por la vida mundana. Todo me repugnaba. Para huir de mis propios pensamientos, vagaba por la ciudad de Těšnov a Výtoň y desde la calle Na Bojišti hasta Žofín, y con un velo negro de melancolía ante los ojos medía la metrópoli, miraba lo que define y configura su cuerpo: sus casas. En la Ciudad Nueva todas las construcciones de carácter eclesiástico son antiguas y todas las construcciones de carácter laico son nuevas; el Ayuntamiento es la excepción que confirma la regla. Por entonces ya no iba a la iglesia, pero era consciente de que ninguna casa podía compararse con los templos; mientras que los viejos edificios, piezas de coleccionista frágiles y vulnerables, tienen un gran valor y hacen de Praga lo que es, los edificios que apenas rebasan los cien años son objetos de consumo diario, fabricados industrialmente, y pueden estar igualmente en Chrudim o en Ústí nad Labem, siempre igual de amplios, igual de cómodos, igual de estériles. Durante seis siglos los arquitectos pisotearon los planos de los fundadores de la Ciudad Nueva, sentía directamente la ira que manaba de su falta de humildad, su vana rebeldía contra los antepasados, su venganza por el hecho de que sólo unos pocos, los que poseían más talento, podían alcanzar el nivel de maestría arquitectónica del siglo XIV. Yo detestaba a esos arquitectos modernos porque habían tenido entre sus profesores a los mejores entre los mejores. Los constructores del periodo gótico fueron los únicos que se opusieron al dictado de la Antigüedad, crearon un estilo que representó lo imposible: la victoria del espíritu sobre la materia en las viviendas humanas. En todas las épocas anteriores y posteriores, fue al contrario. Se me ocurrió que si el mundo hubiera conservado su estilo arquitectónico medieval no habría llegado al fracaso de la modernidad en el Apocalipsis del siglo XX. El crimen no se habría convertido en un elemento cotidiano, como no lo era en los tiempos de Carlos IV; no nos lo comeríamos igual que una hostia negra recibida de los presentadores de las noticias de la tele. No habría televisión. No habría arquitectura moderna. La gente como el padre Florian no tendría que morir a manos de incrédulos.
Sin embargo, la historia fue por otros derroteros, contra eso no había nada que hacer. No quería vivir en el mundo que veía a mi alrededor, pero no podía hacer nada al respecto. Y no obstante sentía la necesidad de hacer algo. Protestar de alguna manera contra un orden que consideraba malo, perverso, nocivo. Y se me ocurrió entrar en la policía. Yo mismo me reí imaginándome de uniforme, protegiendo, con un arma en el cinturón, a todos esos lelos obcecados que viven en esta pobre ciudad. Me daban tales ataques de risa, que encontré en ésta una salida de la perenne tristeza que embargaba mi alma. Mis fantasías no me dejaban dormir: si todos se aferran tan solícitamente a las ocasiones inauditas que les ofrecen nuevas posibilidades, ¿por qué no iba a hacerlo yo también? Aunque a mi manera.
Una ventaja era que, siendo policía, evitaría la obligación del servicio militar, para el que podían llamarme cualquier día; pero lo más importante para mí era la gran amenaza de la vida, que, según creía, me esperaba. Y me hice el propósito de convertirme en un modelo demencial de nuestro cuerpo del orden, un soldado švejk a la inversa, un zelote con uniforme de policía. No quería vivir, pero carecía del valor o la fuerza de voluntad para acabar con todo. Jugarse la vida por otra persona, eso era algo muy distinto. Quería arriesgarme, divertirme por mi propia cuenta, convencerme de lo que había en mí, aunque fuese lo último que aprendiera sobre mí mismo. Arriesgar la piel y perderla como lo más normal del mundo ¿no constituía una coartada genial para alguien que vivía con la sensación de que había nacido en una época equivocada?
Esta ingenuidad, a la que no podía negarse cierta inventiva, me llevó a un estado de regocijo. La dueña del piso ya hacía mucho que no me veía y finalmente se convenció de que había perdido el juicio. Con estos ánimos me presenté en el centro de reclutamiento de la policía para el segundo distrito de Praga. Me admitieron sin reservas y fijaron la fecha de ingreso en la academia. Cuando le confesé al médico de la revisión que en los últimos tiempos había tenido problemas con el alcohol, me aseguró con una carcajada que en eso me echarían una mano.
La instrucción me sentó bien, aunque recibí más manotazos que otra cosa. Y no sobresalí en nada. En las pruebas de tiro con pistola mis manos temblorosas amenazaban a los demás tiradores; la autoescuela tuve que abandonarla después de dejar el coche, atacado de los nervios, tirado en medio de un cruce y en pleno embotellamiento. Me fue mejor con el ejercicio de comunicación, y peor con la preparación física y la defensa personal. Al igual que los demás, aprobé todas las asignaturas, aunque evité las prácticas siempre que pude: me sentía fatal cerca de los cuerpos sudorosos de mis compañeros, percibía su olor a brutalidad y sed de muerte. A mis rivales les bastaba con este hedor para echarme del cuadrilátero; a veces recurría a la excusa de un ataque de alergia o a una repentina hemorragia nasal. Mis futuros colegas me infundían miedo, me torturaba imaginándome lo que sería capaz de provocar su furia, la facilidad con que se desharían del sometimiento a la compasión, la conciencia y el sentido común. Los luchadores se dividían en cuatro categorías: gallo, toro, carnero y perro. Las esteras apestaban, y yo los seguía desde lejos con un pañuelo en la nariz. Convertirme en uno de ellos por propia voluntad había dejado de hacerme gracia.
Como tantas otras veces, mi nombre me cerró el camino hacia los demás. Como suponía, pronto se convirtió en blanco de chistes. Desde luego, algunos cadetes se avinieron a llamarme K, pero ni siquiera éstos me tomaban en serio. La confianza en mí mismo volvió a esfumarse, a escurrirse como agua entre los dedos.
Como si esto no fuera suficiente, me gané el mismo mote que tiempo atrás en la residencia de estudiantes. Sucedió por pura casualidad, pero cuando ahora pienso en ello, se me ocurre que yo mismo lo provoqué. Desde los años del instituto odiaba las duchas comunes; la visión de mis compañeros de clase desnudos me hacía evocar un matadero o esos documentales sobre el campo de concentración de Osvětim. Si no había más remedio que ducharse, lo hacía con los ojos fuertemente cerrados.
También en la academia de policía evitaba las duchas abarrotadas y me aseaba en casa. No resultaba agradable, pero lo era decididamente menos ver la piel blanca del cuerpo humano repugnantemente enrojecida bajo un chorro de agua. Una cópula de cerdos como en los cuadros de un pintor naif. Y mientras tanto escuchar aquellas groserías tan trilladas que no pueden faltar en ningún baño compartido por machotes.
Una vez esperé a que todos se marcharan y convencido de que podría asearme solo y tranquilo, entré en las duchas subterráneas envuelto únicamente en una larga toalla. Cuando caí en la cuenta de que ahí había quedado alguien ya era demasiado tarde: bajo una sola columna de agua, en medio del vapor, refulgían tres figuras masculinas. Me vieron y su repentina rigidez me reveló su espanto. Desde aquella distancia, en la tenue luz naranja no logré distinguir qué estaban haciendo, y me alegré de ello, porque ese policía que solía perseguirme a mí por los deslices de los demás no torturaría mi conciencia. Ante la aparición vestida de blanco, el trío quedó aterrorizado. Después, cuando la tensión hubo remitido, uno de ellos soltó una carcajada y dijo:
—Nos has pillado, Franciscano.
Era un mote impertinente, y seguramente por eso había arraigado tan deprisa.
Vendí los prismáticos. Dejé de peregrinar por las iglesias praguenses, ya no me quedaba tiempo para eso. Me sabía mal y a la vez sabía lo extravagante que consideran semejante comportamiento los policías: una burla excesiva podría evitar la realización de mi plan secreto de autodestrucción. Era mejor esconderse en el uniforme, después del servicio ir a tomar una cerveza y fingir interés por el fútbol, y mientras tanto esperar todo el tiempo la oportunidad de sobresalir de una manera trágica.
A petición mía, me asignaron a la parte alta de Ciudad Nueva, esa magnífica zona delimitada por las calles Žitná, Sokolská, Horská y Vyšehradská. Además, me pusieron a cuidar la plaza de Carlos y el sector que se prolonga desde el monasterio de Emaús hasta la plaza Fügner, y desde Hrobec hasta la calle Ke Karlovu. Mi rincón predilecto siguió siendo el entorno de la colina Větrov, seguramente porque esos parajes despertaban en mí un miedo misterioso e inexpresable.
Por entonces los criminales evitaban esas zonas; el cambio se produjo luego del caso del hombre colgado en el campanario, quizás incluso tras la muerte de la ingeniera Pendelmanová. Pero hasta que oí hablar por primera vez de aquella mujer, en las callejuelas soñolientas que rodean el hospital, así como a la sombra de las tres iglesias góticas —la de Carlos, San Apolinar y Santa Catalina—, pasó un tiempo agradablemente largo. Si hacía buen tiempo, pasaba el día vigilando las casas de la Ciudad Nueva. Y de nuevo surgió ante mis ojos, con absoluta claridad, toda la miseria de la modernidad, su mudez, su incapacidad de comunicar, que tan fuertemente contrastaba con el puñado de iglesias más antiguas, obras de arte discretas y sin embargo inaccesibles. Entonces volví a sentirme triste. Huía de la tristeza por la pendiente de Albertov, nunca yerma, que conserva su forma original e inmaculada. Buscaba brotes de vid salvajes al lado de las murallas medievales, bajaba por las escaleras desiertas que conducían a la pequeña iglesia de Na Slupi y admiraba el panorama de Větrov y el barrio entero de Carlos abajo, en el valle.
En aquel lugar con un pasado oscuro, donde antaño estaba la cruz votiva y se cometían terribles asesinatos, corté un solitario brote de cepa adherido a la mampostería gótica; lo arranqué de su medio y me lo llevé a mi piso subalquilado, lo coloqué en un jarro y lo sostuve con una especie de redecilla hecha con palillos atados. Así pues, entre mis juncias, ricinos y azaleas apareció una planta que era lo más raro y exótico de un lugar especial: la descarada cepa que había crecido sin permiso y que yo no tenía ni idea de cómo alimentar para que se mantuviera con vida. Aprendí a observarla durante largas horas, hasta tener la impresión de que la veía crecer. Me fascinaba lo parecida que era a mí. Me preocupaba mucho que sobreviviera, y cuando empezó a parecer que no se marchitaría, me contagió su deseo de vivir.
La vida, de repente, se convirtió en una rareza, y las ganas de perderla en balde se desvanecieron por completo. Cuanto más la apreciaba, más sufría a la vista de las vidas destrozadas. No sólo lamentaba las vidas humanas —no leía los periódicos y durante el servicio, hasta el otoño de ese año, no tuve que vérmelas con ningún asesinato—, sino que deploraba la existencia de las casas, ojos, oídos y lenguas de la ciudad a la que el odio de los checos al recuerdo acuchillaba y desentrañaba. Iba por las calles a las que les habían robado la memoria, y en aquel horror silencioso pasaba por delante de los nuevos edificios que tan infaliblemente garantizan el olvido. Empecé a indagar sobre cuanto había quedado de los habitantes de piedra de la ciudad, empleados como material de construcción. De ellos sólo quedaban los nombres. Casa de los Rychleb, Casa de los Vokáč, La Corona Checa. Ciudad de Žatec, La Mesa de Piedra…, todas han desaparecido. Ni Fišpanka está, y con Mediolan ocurre lo mismo. Y no encontré la Casa de la Perra Negra, ni la Casita de la Cresta. La dirección de la Casa de los Estudiantes, desconocida. Y el número de las ausentes aumentó. El Ferretero, Los Polacos, Los Tallos, Casa de los Tab, Casa de los Švik y Casa de los Podušek, en todas partes había habido matanzas horribles que nadie vengaba, ¡nadie las castigaba! La Casa Negra ya no oye, el León de Oro ya no ve, las Tres Tumbas callan. No brillan la Casa Slivenský, la Casa Dvořecký, la Casa Šerych, Las Cabras ni Las Tiendas, no arden El Panecillo de Oro, no da de sí la Casa del Manzanito.
En ellas había habitado gente, se habían vivido vidas que no debemos olvidar. Y sin embargo osaron derruirlas y aniquilarla de la memoria, reemplazarlas por edificios en los que a finales del siglo XX ni siquiera se vive. Un funcionario de banco no soporta que te pasees por encima de su cabeza, prefiere llevarse su ordenador a la planta superior. En las ricas casas nuevas viven billetes y monedas; en las más pobres, estanterías, ordenadores y calderas.
Armado y de uniforme marchaba el soldadito de plomo a lo largo y ancho de la Ciudad Nueva en un acto de homenaje a las casas desaparecidas.
La Crucecilla de Plata, La Cuña de Plata, La Rueda de Plata.
Casa Huspek, Casa Krejcárek, Los Catorce Mozos.
Casa Kavek, La Vasija y Casa Točen.
Casa Švantl, Casa Studniček, El Campo Rojo.
El Cerrajero, Casa Voplateníček, Casa Krabinský.
El Buey Blanco, El Cervatillo Blanco, La Rosa Blanca. El Moro Negro.
Los Cangrejos Azules, Las Tres Golondrinas.
Casa de la Verdad, El Tilo Eslavo.
Casa Kolačník, Casa Kominíček y Casa Zahrádecký.
Y la Casa de los Buenos.
Y la Casa de los Infernales.