¡Brazos, igualaos en fuerza al día!
Apresuraos a sostenerlo, se precipita,
sin que yo haya vivido del todo.
R. Weiner
De los primeros años de mi edad adulta, transcurridos en la universidad, me acuerdo con tan poco placer como de la niñez. La facultad me aceptó entre los alumnos de la cátedra de Historia sin que para ello tuviera que hacer más que cumplimentar los exámenes de ingreso, que eran escandalosamente fáciles. A mi perfecta entrada en la universidad contribuyó sin duda mi pasado de muralista, pero no me pesó la conciencia por ello; la borrachera del éxito lo superó todo. Sólo lo estropeaba el hecho de que no tenía a nadie con quien compartirlo.
Mis padres se habían separado hacía mucho. Mi padre encontró trabajo en otra ciudad, se trasladó allí y llamaba de vez en cuando. Pagaba rigurosamente una ínfima pensión alimenticia. Para mis dieciocho, me envió mil coronas, y en la carta añadió que ya era adulto y que si quería verlo que lo llamase. Como no sabía de qué hablar con él, jamás lo intenté siquiera. ¿Hace cuánto exactamente que lo vi por última vez?
De mi vida en la residencia de estudiantes no obtuve ningún provecho. Mis compañeros de habitación eran jóvenes hedonistas con un mínimo interés por el estudio. No estaba acostumbrado a convivir con cuatro extraños, y por las noches no lograba conciliar el sueño. Su jubilosa inocencia me irritaba. Intenté cambiarme de cuarto, pero no encontré en ningún lado la tranquilidad que necesitaba. No conocía a nadie que, como yo, se preparara sistemáticamente para todos los exámenes, no dejara abandonada ni una sola asignatura y tres veces a la semana se pasara la noche en vela estudiando. Nadie se deslomaba así, y no sé si la universidad había conocido antes a alguna persona más estricta que yo. Fiestas universitarias, rituales de iniciación, juergas salvajes por las tabernas de la Ciudad Vieja, incursiones de castigo al Josefov judío, duelos con los soldados del cuartel de Praga y aventuras amorosas con señoritas, de todo eso hay gran cantidad en la literatura histórica. Pero nada sobre individuos totalmente consagrados al estudio, preparados para entregarse al conocimiento del mundo. ¿Hubo antes alguien así, o fui yo el primero?
Nunca probé las mieles del trabajo bien hecho, ni saqué partido de ello. Cuanto más quería destacar, incurría en errores más estúpidos; durante mis ponencias, me atragantaba a causa del temblor que me producían las chicas presentes —¡con qué gusto las hubiera echado de la sala!—, y de repente era incapaz de recordar ni una sola línea de los datos más sencillos. En los trabajos anuales llegaba a conclusiones atrevidas que los profesores liquidaban con una sola frase. No consiguieron quitarme el amor por la Edad Media; ya hacía mucho que se había convertido en obsesión.
Con el tiempo, aprendí a distinguir entre los estudiantes. Los dividí en cuatro grupos principales: los aventajados, que no tenían problemas con las asignaturas; los holgazanes, que tendían voluntariamente a ser expulsados, aunque mientras podían llevaban una vida ociosa; los vagos, que no movían un dedo a menos que fuese imprescindible, pero que cuando se acercaban los exámenes siempre defendían de alguna manera su presencia en el centro, y, finalmente, los privilegiados, que tenían el estatus de estudiantes, pero que sólo fingían estudiar y sin embargo iban tirando. Realmente, las especialidades de estos tipos raros, que ocupaban en la residencia las mejores habitaciones y viajaban regularmente al extranjero para estancias de intercambio, revelaban una estrecha vinculación con la ideología estatal oficial, e incluso si algunos combinaban disciplinas como la Historia o la Filosofía, no se puede decir que compartieran nada con estas ciencias.
Tuve mala suerte con estos estudiantes. Me echaron de la residencia sin darse ni cuenta. Sólo un auténtico quijote es capaz de estudiar, o al menos intentarlo, mientras en el pasillo se está jugando al hockey o en la mesa de al lado se celebra un torneo de ping-pong. Yo lo intenté, incluso pedí en un consejo de la residencia que echaran a esos burros ruidosos. No pasó nada. Solo en el comedor, alguien me tachaba de «jesuita» en la mesa contigua.
Finalmente alquilé un piso del suburbio de Prosek, en casa de una pariente lejana. La señora Frýdová, que estaba jubilada y vivía sola, me había reservado la habitación más pequeña de su gran casa, orientada hacia el norte. Era muy devota, al menos eso aseguraba. Ya la primera noche se jactó de que cada día, de la mañana a la noche, rezaba el padre nuestro y el avemaría, y que los domingos siempre asistía a misa en la iglesia de Liben. Después se lo oí decir muchas veces, imaginando, quizá, que la acompañaría al oficio divino. Le dije que había que saber ir a la iglesia, y que yo no sabía.
Al principio su cháchara me molestaba, pero después me acostumbré. También me acostumbré a la incomodidad del piso, y en poco tiempo, lo cual me sorprendió. Esperaba un infierno similar al de Boleslav, pero no fue peor que un desierto. Como san Simón sobre su columna, me sentaba en silencio y sin moverme junto a la ventana y miraba hacia afuera. Durante la mayor parte del día, no se veía gente por los alrededores; miles de viviendas en todas partes y ni una señal de vida. El silencio de las paredes de hormigón era desacostumbrado, sólo allí logré concentrarme de verdad. Lo único que se oye en los bloques prefabricados son los gemidos del armazón de hierro enfriándose tras el caluroso verano. Ya nunca volverá a nacer nadie, pensé entonces con un escalofrío. En este mundo, en esta sociedad, en esta ciudad… Los pocos que aún viven acabarán muriendo y no aparecerá nadie nuevo.
Me pasaba el día y la noche mirando hacia mi Sáhara gris y anguloso, y evitaba pensar que en toda la historia de la humanidad era justamente el hombre del siglo XX el que más soñaba y el que peores equivocaciones cometía. Esta reflexión acabó luego por convertirse en convicción.
Iba muy poco a Mladá Boleslav, la noción de hogar perdió todo sentido para mí, ya no era importante. Me inventé una diversión con la que acortar mis interminables sábados y domingos, cuando, agotado por el estudio, no sabía qué hacer con mi tiempo libre. Callejeaba por el perímetro norte de la ciudad y con gran placer, por lo inesperado, encontraba oasis vivificantes: un bosquecillo, un antiguo campo de tiro, un observatorio astronómico llevado por aficionados, una torre de aguas construida justo a tiempo para que el funcionalismo no la afectara, un cementerio al que hasta hoy conduce sólo un camino. No hay muchos sitios de éstos, pero en un par de ocasiones me salvaron de lo peor.
Un día claro y ventoso, con el cielo cubierto de nubes granulosas, me atreví a ir más lejos, hasta Hradčany, con la intención de mirar desde la gran torre de San Vito en dirección a los barrios de la ciudad construidos en los tiempos en que los arquitectos de viviendas para humanos aún no desdeñaban la noción de belleza. Me procuré unos prismáticos e hice el trayecto a pie. No subí a la torre. Era un veranillo de San Martín tan caluroso como el mes de julio, y tras una caminata de dos horas necesitaba descansar a la sombra fresca de una iglesia. Me senté en un banco, en la parte posterior de la nave principal, y me fijé en los extranjeros que, con su característica torpeza, se paseaban por el templo sin quitarse la gorra. Con el cuello torcido y la cabeza echada hacia atrás semejaban pájaros. Me dije que, al igual que ellos, también yo era allí un extraño y, volviendo la vista a su prosaico pasatiempo, miré hacia lo alto de la bóveda del templo.
Veía el pasado: tracerías de piedra cortaban el cristal en antojadizas figuras geométricas, las pilastras montadas sobre las columnas se convertían muy por encima de mí en nervios de la bóveda, que se doblaba en una reverencia dócil y sin embargo ufana, soportando concienzudamente el techo del templo. Llevaban tallada la sumisión del hombre medieval, desde el cura y el soldado hasta el trabajador, también él creador de catedrales. Levanté los prismáticos y los dirigí oblicuamente hacia arriba. De golpe se convirtieron en un calidoscopio infantil, tuve que entornar los ojos ante la centelleante profusión de colores irisados que proyectaban las altas vidrieras, grandes falsificadoras de la luz del día, que al otro lado de los muros de la iglesia sólo es blanca. Primero me cautivó la vidriera de la capilla del Santo Sepulcro, la escena de la colocación de la piedra angular del templo. Me dieron ganas de arrodillarme: la repentina gratitud por aquella belleza me impedía sentarme. Para controlar la emoción miré hacia otra parte, a la vidriera de la capilla de los Thun, y vi allí a una persona luchando por su vida. Es cualquiera de nosotros, su rostro posee rasgos universales, tanto masculinos como femeninos, incluidos los míos. Me reconocí perfectamente en él, hasta el punto de que me encogí en el banco por la angustia que me produjo. Y cuando me decidí a mirar por tercera vez con los prismáticos, distinguí una escena espeluznantemente majestuosa. El Juicio Final en una enorme vidriera de la nave transversal. También ésta me habló con una voz clara: «Sálvate mientras estés a tiempo». Preso de un súbito pánico, aparté la mirada de ella y, con las piernas apoyadas en el reclinatorio, me eché hacia atrás en el banco y recorrí con la vista los nervios de la bóveda, cruzados como los huesos de un muerto; bastaba alargar la mano para tocar aquella frágil mortalidad. Con la espalda destrozada, detuve la mirada en las profundidades del rosetón situado sobre la puerta occidental y me llevé un susto enorme. Contemplaba el principio mismo, la creación del universo. Y era una creación patas arriba. Aquella imagen invertida, como entendí entonces, dice del hombre más que todos los libros del mundo.
† † †
Semana tras semana deambulaba por las iglesias de Praga con los prismáticos en la cartera y escogía las que tenían vidrieras multicolores. Prefería evitar los lugares señalados en las guías; dejaba Mala Strana y la Ciudad Vieja para los turistas y me centraba sobre todo en la Ciudad Nueva de Carlos. Me fascinaba su parte superior, los alrededores de la iglesia de Santa Catalina, San Apolinar y Carlomagno, y la muralla medieval nunca construida de la ladera amurallada debajo de la plaza de Carlos, donde hasta no hace mucho pastaban las ovejas y maduraba la uva. Frecuentaba también los alrededores del hospital, las tranquilas callejuelas por donde ronda la Muerte y de donde raramente se va con las manos vacías.
Salvo las iglesias, el Ayuntamiento y algunas bodegas particulares inaccesibles, no quedaba allí piedra sobre piedra; lo que no barrió el progresismo del emperador José hace más de dos siglos, lo derruyó hasta los cimientos el saneamiento de finales del siglo XIX, conocido entre los artistas como «el atroz holocausto de Praga». Tenía que volver ahí una y otra vez, me impulsaba a ello la compasión por las casas desaparecidas y una nostalgia particular, un enamoramiento de tiempos remotos, de una época que el destino me había arrebatado.
† † †
Mi creciente interés por la Edad Media no se ponía de manifiesto en mis resultados académicos. Me interesaba la vida cotidiana de los ciudadanos, cosas corrientes como la administración de los sacramentos ante el altar, la educación de los niños, la posibilidad de viajar, la compra de ropa y alimentos, las relaciones entre vecinos y la convivencia con animales domésticos. En las crónicas, indagaba en busca de alusiones al modo en que la gente de entonces percibía la belleza y la fealdad, entendía su paso por el mundo y se sentía en su ciudad, en su plaza, en su mercado y en su calle, en las casas de madera o piedra de un solo piso, con pináculos abruptos, chimeneas endebles y jardines angostos.
No tuve éxito con mi forma de estudiar. En los exámenes me defendía mal, era de aquellos que se empeñan en no acabar de exponer el tema, pero porque les interesa otra cosa, todo se les deshace entre las manos y no encuentran justificación para sus errores. Por esa razón no podía memorizar fechas y acontecimientos canónicos con los que la historiografía establece relaciones, no encontraba en ello ningún sentido. En lo que nos presentaban como historia no veía otra cosa que enumeraciones de decisiones políticas y sus efectos, tablas de dinastías y estadísticas de las guerras que habían librado contra otras dinastías. Yo buscaba otra historia, una historia viva; una historia como un espacio-tiempo en el que me movería con la misma seguridad que en mi morada. ¿Qué tenían en común con ésta reyes y batallas? ¿Qué tenían en común conmigo? Sí, a eso me conducía mi interés. Buscaba la historiografía cuyo objeto de investigación serían aquéllos que, como yo, carecían de nombre. Buscaba la historia por sí misma, un agente anónimo e involuntario del género humano.
La universidad ya no tenía nada que ofrecerme y, sorprendentemente, saberlo me reconcilió con ella. Sabía que en ciertas condiciones acabaría los estudios y conseguiría un certificado con un sello. Me imaginaba ejerciendo un trabajo sin el menor interés —todos hemos de trabajar—, y no veía la hora de ocuparme de mi propia concepción de la historia, de llevar una vida tranquila y silenciosa, sin grandes ambiciones ni las subsiguientes decepciones.
Y entonces cambiaron los tiempos, mi pobre tierra se convirtió en otra tierra, a su alrededor habría otra Europa y alrededor de ésta otro mundo.
No era totalmente anónimo. Hoy ya no importa, pero entonces los apellidos eran una parte inherente de la identidad, y podía sonar, por ejemplo, Švach. Como el mío.