Capítulo 4

Un día como otro. Este sueño sólo significa

que el futuro de nuevo está más cerca.

O. Mikulášek

Hablo del tiempo actual. Dios sabe cómo fue antes. Él conoce mi papel en todo este asunto, todas mis debilidades, mi insignificancia no le resulta extraña. Consigue distinguir el blanco del negro, el bien del mal, la verdad de la quimera. Yo soy incapaz de hacerlo y nunca he dicho que no lo fuera. No quise tener que ver nada con esto, fueron ellos. Me escogieron, y me sorprendería mucho que Dios no estuviera informado al respecto. Fue Él quien me dio lo que a ellos les interesaba. ¿Y qué se desprende de esto? Lo más increíble: el plan de ellos estaba consagrado por Él.

Así que, ¿quién soy yo para oponerme?

† † †

El invierno se había instalado en el barro y la nieve, noviembre y diciembre se extendieron hasta marzo y aún ahora en mayo hay mañanas en que uno siente latigazos helados en los dedos. Las flores de hielo hace mucho que se desprendieron de los cristales, pero el viento que se las llevó llegó repentinamente del lado de la medianoche. Las flores caídas dan paso a las hojas caídas, es primavera, es otoño, son todas las estaciones a la vez. La uña de caballo floreció en noviembre; en pleno invierno, bajo la muralla nueva, apareció una amapola. Aún pasará tiempo antes de que el antiguo orden vuelva a la naturaleza. Con la ayuda de Dios contribuiremos a ello. Dentro de una semana florecerán las lilas, será una buena señal.

† † †

Me echaron de la policía el verano pasado, unos meses antes de la cruel escena en la iglesia de San Apolinar y sólo unos días después del trágico suceso en el puente de Nusle, que ahora referiré. En aquella ocasión perdió la vida una persona de cuya seguridad yo era responsable, aunque hasta hoy no imagino cómo habría podido evitar esa desgracia. La investigación duró semanas, la policía criminal dudaba de si se trataba de un asesinato o de un suicidio, y sopesó si debía asumir el caso por entero y resolverlo a su manera, sacrificando a uno de los suyos. Éste fui yo. El interés del público por el suceso del verano no fue importante y había decaído por completo cuando aquella soleada mañana la campana de Apolinar anunció el fin de los viejos tiempos. ¿O el fin de los tiempos modernos? Quizá terminaran el día en que el péndulo del Tiempo, oscilando sobre Praga, titubeó por primera vez; el día en que murió la ingeniera Pendelmanová.

A mitad de julio me citó el jefe de la policía criminal. Yo era agente de policía y no entraba en su jurisdicción. Fue nuestro primer encuentro, y no de los más agradables. Cuando entré en su despacho, en el edificio central de la policía de la Ciudad Nueva, ya había otra persona allí. Ante un gran escritorio de madera de roble me daba la espalda un hombre alto. Me anuncié y me coloqué junto a él. Ni me miró y siguió hablando en voz baja con el jefe. Le conocía de vista, era un colega que había pasado a la criminal cuando yo casi salía de la academia. Entró en la policía muy pronto y sirvió en el cuerpo cinco años. Quizá por eso se atrevía a estar ante su superior en una postura tan informal. Si hubiera tenido idea de cuántas veces en los próximos días iba a tener que soportar su insolencia, quizá me hubiera disculpado de inmediato y me hubiese marchado.

Tenía la desagradable sensación de que los había interrumpido en una conversación privada. No se mostraron entusiasmados de verme. El jefe, en cuya presencia estaba por primera vez, debía de rondar la cincuentena, era de estatura mediana, casi calvo, con la cara carnosa y repugnantemente picada de viruela. Cuando se fijó en mí, enarcó las cejas, se encogió de hombros, y dijo que lo mejor sería que fuéramos al grano. El otro hombre esbozó una sonrisa.

—Por supuesto, ya sabe usted mi nombre —añadió el jefe, y sacó del bolsillo de la chaqueta un pañuelo blanco, brillante como el nácar, probablemente de seda—. Pero para que no haya malentendidos: soy el coronel Olejář y llevo todo esto, lo cual no es que me alegre demasiado, como imaginará. Espero que pase a estar a mi cargo cuanto antes.

Guardó silencio y extendió lentamente el pañuelo en la palma de la mano. Después se envolvió con él el dedo índice, mientras el silencio se condensaba desagradablemente y el hombre que estaba de pie no dejaba de hacer muecas.

—Supongo que habrá llegado a sus oídos que han tenido que dejarnos cuatro personas —prosiguió—, y a pesar de que el fraude, que según la comisión de investigación es tolerable, aún no ha sido completamente probado, no pueden volver al trabajo de detectives hasta que no los exculpe un juez. —Olejář se miró el dedo envuelto en el pañuelo de seda como si esperara alguna señal, y prosiguió—: Hemos recibido un encargo del que se suelen ocupar criminalistas con experiencia, pero como somos tan pocos, pedí informes en la sección de personal sobre un policía de patrulla capacitado. El ordenador le eligió, a pesar de que algunos jefes no tienen una opinión muy favorable de usted.

Cogió con la mano izquierda un papel que estaba sobre la mesa y, con la derecha, cuyo índice seguía envuelto en el pañuelo, hizo un gesto que pretendía ser de benevolencia.

—Aun así he pensado que haré la prueba con usted. A petición mía, le tendrán disponible en cualquier momento. Trabajará aquí con Junek —señaló al hombre que estaba a mi lado—. El teniente Junek está a punto de ser ascendido; ha recibido el reconocimiento de la más alta autoridad policial por sus excelentes servicios y por salvarle la vida a un niño. Expedientes así son los que necesitamos, puede aprender de él.

Antes de que acabara de pronunciar la última palabra, de la oreja derecha empezó a chorrearle un líquido negro, espeso como la mermelada. Di un respingo del susto, pero me mordí la lengua. Con rostro inexpresivo, Olejář atrapó el flujo en el pañuelo que tenía preparado y se cubrió la oreja. Esperó un momento, y luego se metió el dedo en ésta, todavía envuelto. Yo no tenía ni idea de lo que estaba pasando y eché una mirada de perplejidad a Junek. Tenía la vista fija en algún punto situado detrás de la cabeza del jefe, se comportaba como si nada y se balanceaba sobre sus botas. Olejář, con la cabeza inclinada hacia la derecha y el dedo en el oído, hizo un gesto en mi dirección.

—Aquí el brigada es nuestro nuevo refuerzo —dijo—. Se trataba de uno de los pocos miembros del cuerpo que ha acabado la universidad civil. Aunque, que yo sepa… —Alzó los ojos hacia mí; eran unos ojos cargados de escepticismo y sorprendentemente comprensivos.

Me sentí fatal. Se sacó el dedo de la oreja, lo examinó, hizo una bola con el pañuelo sucio y la dejó caer a la papelera. Entonces vociferó, casi enfadado:

—¡Aunque no acabara la carrera! Por lo visto se hace usted… ¿Cómo era que se hacía llamar éste, teniente? ¿K? ¡Qué ridiculez! ¿Se avergüenza de su nombre, brigada? Es verdad, no queda muy bien para un policía. ¿No ha considerado la posibilidad de cambiárselo? Bueno, yo no le fuerzo a nada. En su relación con los civiles se presenta con un número de placa, de modo que da igual. Posee una formación humanística y ha estudiado psicología. La clienta de la que se ocupará usted está un poco de los nervios. Exige una actitud sensible. Supongo que no me creerá… A mí mismo me sabe mal…, pero no tengo a nadie más apropiado. Le necesito, brigada, y espero que no me decepcione.

—Pero está mal informado —dije, conteniendo la vergüenza y la ira—. Estudié Historia, y como ya habrá comprobado, no me fue demasiado bien. No me siento cualificado para nada. Preferiría volver al servicio ordinario, me gusta hacer rondas. Necesito adquirir experiencia en la calle.

A pesar de esta intervención decidida, que me sorprendió a mí mismo y también al teniente Junek, quien me dedicó una mirada de soslayo cargada de incredulidad, no logré convencer al jefe.

—No soporto la falsa modestia —dijo—. ¿Sabe lo que darían otros por una oportunidad así? No conozco a ningún guardia que no estuviese dispuesto a cambiar con gusto el uniforme de policía por un impermeable de civil. ¿O no aprecia la misión que le encargo? Representa una distinción para ustedes dos.

Asentí con la cabeza, incapaz de seguir oponiéndome.

El jefe nos miró con satisfacción y empezó a dictar instrucciones. A mitad de una frase, sin embargo, contrajo la cara como si le hubieran dado una punzada en lo más profundo de las entrañas, sacó del bolsillo otro pañuelo de seda y se lo apretó contra el oído, esta vez el izquierdo. Ya sabía lo que vendría a continuación y conseguí no inmutarme.

Ahora, a veces pienso que si me hubiera mareado Olejář quizá me hubiera eximido de la misión. ¿Me habría librado, sin embargo, de lo que ya estaba en marcha? No lo creo.

† † †

A la ingeniera Pendelmanová la unía al antiguo régimen comunista un lazo indirecto, pero firme. Era viuda de un funcionario del Comité Central del Partido, adjunto del antiguo ministro de Trabajo y Asuntos Sociales. Me enteré de que, poco después de Año Nuevo de 1990, su esposo, por entonces ya miembro suspendido y desacreditado de la organización del Partido Comunista, se había suicidado de una manera poco corriente: recorrió con su pesada limusina la superficie helada del pantano de Orlík directamente hacia el conducto de desagüe, donde no se había formado hielo. El coche se hundió y desapareció sin dejar rastro. Las noches siguientes trajeron una nueva y dura helada y el pantano se congeló por completo. El automóvil con el cadáver se quedó bajo el hielo, y no lo sacaron hasta una semana más tarde. La gente que estaba presente contó que la unidad militar extrajo de las profundidades del pantano un cubo de hielo parecido a un inmenso pisapapeles de vidrio. Una vez fuera del agua, la multitud de curiosos vio en su interior un coche negro y tras el parabrisas una cara horrible de cuya boca, deformada en una rígida sonrisa, salía un torbellino de burbujas inmóviles, enormes, vacías.

La ingeniera Pendelmanová no se sintió abatida por la muerte de su marido. Continuó frecuentando determinada oficina en la legación de la ciudad donde había trabajado toda la vida y durante tres años se defendió de la presión de sus compañeros de trabajo, quienes intentaban que la echaran. Antes le tenían miedo y sospechaban que los delataba a Pendelman. Cuando, tras el cambio de las circunstancias, este peligro pasó, dejaron de ocultar su odio y decidieron deshacerse de la Arpía, como la llamaban. No fue nada fácil, pues se conocía las leyes al dedillo. Finalmente se marchó, pero sólo después de obtener una pensión superior a lo normal. No tenía intención de descansar. En su juventud Pendelman había sido considerado un poeta de izquierdas con talento, después de la guerra formó parte de los radicales que fundaron la editorial obrera, y antes de que llegara el eclipse cultural del 48 consiguió publicar tres poemarios con sus versos. Fue encarcelado en los años cincuenta, rehabilitado tras la muerte de Gottwald, y después de la normalización se encaramó a la alta política. En aquella época también dejó la escritura; antes, sin embargo, los periódicos literarios se dedicaron a publicar un poema suyo tras otro. La viuda Pendelmanová decidió preparar una antología póstuma de su obra y encontró editor para el libro.

El verano del año pasado denunció a la policía que alguien la seguía. Se la quitaron de encima, pero volvió a la carga cuando alguien le rompió una ventana de una pedrada. Era un adoquín no demasiado grande, que dejó en la comisaría con la petición de que lo examinaran en el laboratorio. No le hicieron mucho caso, pero tuvieron que reconocer que en aquel asunto había algo inusual, si es que la viuda no se lo había inventado todo. Vivía en un cuarto piso en Pankrác, y en esa zona no se podía encontrar un adoquín de esas características. Acertar en la ventana a tal altura requería una mano fuerte y ejercitada, o mucha suerte. La víctima estaba convencida de que era objeto de una persecución política por el pasado de su marido y un ajuste de antiguas cuentas. La condujeron ante el jefe de la policía criminal y éste decidió que tenía derecho a que protegieran su vida y su integridad física. Prometió que le asignaría a dos de sus hombres durante un mes. Después ya se vería. Si durante ese tiempo las amenazas continuaban, la policía empezaría a ocuparse intensamente del caso.

En el laboratorio intentaron sacar huellas dactilares del adoquín. Fue un examen de rutina, pues de antemano estaba claro que en una piedra cuya superficie era rugosa no encontrarían nada. Examiné la fotografía adjunta. No había en ella nada de particular. Un adoquín corriente, con capa de cuarzo. Sólo las tenues vetas verdes eran dignas de mención.

† † †

Junek y yo nos alternábamos durante la semana. Él empezó el servicio el sábado 20 de julio, yo debía acabarlo cuatro semanas más tarde, después de dos relevos. Fuimos a tomar una cerveza, para conocernos mejor y acordar el plan de colaboración para el caso de que las amenazas se repitieran o atacasen a la clienta. Pero él habló básicamente de sí mismo, tan abiertamente que llegué a sentirme turbado. Brindamos y decidimos que nos tutearíamos: a partir de ese momento lo llamaría Pavel. No me atreví a pedirle que me llamara sólo con la inicial, de modo que le dije mi nombre entero. Sorprendentemente, siguió mostrándose amigable, pero cuando me dio la mano para despedirnos advertí que contenía la risa.

La casa estaba llena de siemprevivas, amarillas, rojas y sobre todo violetas; por todas partes había jarrones, vasos y botes de plástico llenos de estas flores inodoras; también las había enganchadas a los marcos de los cuadros y entre las páginas de los volúmenes de la biblioteca. Su presencia, extrañamente, me calmaba, mientras que a Junek lo ponía furioso.

Pendelmanová nos había reservado un trastero con un ventanuco que daba a un patio sucio, un cuartucho oscuro y estrecho con armarios negros llenos de ropa anticuada de caballero y estrafalarios vestidos de noche de señora que durante los últimos cuarenta años habían sido reformados según cambiaba la moda. De los bolsillos, de los ojales y de debajo de los cuellos de aquellas prendas asomaban siemprevivas. Me recordaron al ajo contra los vampiros. Cuando le pregunté a la viuda acerca de todas esas flores secas, respondió que ya eran viejas: cuando hacía años había muerto Pendelman, alguien las había enviado a su dirección en grandes cestas de mimbre. Al principio le supo mal, porque las cestas habían llegado tarde, y su marido ya estaba enterrado, pero se las quedó, y en recuerdo de éste adornó con ellas la casa. Al parecer también eran buenas contra las polillas. Cuando escuché esa historia sobre el origen de las siemprevivas, me estremecí de asco. Se me ocurrió que esas flores le pertenecían a ella, no a Pendelman, pero entonces aún no sabía distinguir la casualidad de la causalidad.

La dueña del guardarropa me instó a que me llevase lo que se me antojara de su difunto marido, quien seguramente se alegraría de que alguien usase lo que había dejado. Fingí no oírla, pero cuando el 10 de agosto llamé a la puerta y me anuncié con la contraseña convenida para mi segunda —y por suerte última— semana como escolta personal, me abrió con un paquete colgado del brazo. En el recibidor, Pavel Junek se reía sobre algo y estaba abrochándose la chaqueta de piel. La llevaba sobre una camiseta blanca, lo que le daba más aspecto de joven de éxito que de policía. ¿Cómo podía compararme con él? La ingeniera parecía contrariada, y en lugar de saludarme me entregó el paquete, con la explicación de que si Pavel —se tuteaban— no lo quería, al menos tenía que aceptarlo yo. Resultó ser un impermeable blanco. El más preparado y experimentado de los dos guardaespaldas sin duda le había explicado cómo se debía vestir un detective de verdad, y estaba claro que ella no lo había tomado por una broma.

Se llevaban bien. Él podía conversar de cualquier tema, todas las tardes jugaban al parchís y veían juntos la televisión. Se entendían, tenían las mismas convicciones políticas. Los padres de Junek pertenecían al mismo grupo privilegiado que Pendelman. Cuando la sociedad se dio la vuelta, la respetabilidad y la estima familiar de los Junek se esfumaron. A él eso le provocó un trauma desastroso, y era por rabia por lo que se había hecho policía. Estaba dispuesto a vengarse, aunque todavía no sabía cómo.

Todos los días acompañaba a la ingeniera Pendelmanová a la compra, igual que un perro amaestrado. Por las tardes siempre insistía en cocinar para mí. No lo hacía nada mal, pero con ello compraba mi intimidad. Después de cenar intentaba entablar una conversación sociable, algo que a mí nunca se me ha dado bien. Prefería permanecer en silencio. Desde el principio, ella presintió en mí a un enemigo ideológico. Cuando podía, me refugiaba en mi habitación y leía libros de historia que llevaba conmigo. Eso la ofendía, y se lamentaba por el estado de la sociedad, cuyos defensores estudiaban la Edad Media en lugar de estudiar cómo perfeccionar el tiro. Varias veces dijo que nunca había visto a un detective tan extravagante, y expresaba su satisfacción porque su marido no hubiera tenido que verlo. En sus tiempos, al parecer, en la policía había hombres verdaderamente apuestos. Eso me hizo reír, y le di la razón. Después dejó de hablarme durante días. Y yo tan contento.

Hacia el fin de mi estancia en el piso, empezó a mostrarse más amable. La última noche, un viernes, vimos juntos la televisión. Ella bebía vino húngaro y me convenció de que tomara al menos una copa. Me gustó el vino, dejé que me sirviera varias veces. No estoy acostumbrado al alcohol, nunca lo he estado. Poco antes de las once me sorprendí hablándole de mis rincones preferidos de Bohemia Septentrional y explicándole en qué consistía la castillología. Todo lo que decía despertaba su entusiasmo. Su interés era fingido, la alegría de borracha era una farsa. Yo me daba cuenta, pero decidí no darle importancia. No recuerdo cuándo me dormí.

Me despertó el timbre de la puerta, agudo como un trozo de cristal raspando una botella de vino. Advertí mi fatal error en el instante mismo en que, con la cabeza pesada, me levanté del sofá de la pequeña habitación. Intuí que estaba solo en el piso, y un vistazo al dormitorio contiguo lo confirmó. Busqué la funda de la pistola y sin encender la luz me aproximé con precaución a la puerta. Accioné bruscamente el picaporte, pero estaba cerrada. Eso me sorprendió. El timbre dejó de sonar y me sentí algo aliviado. A continuación, se oyó un ruido metálico tras la puerta, alguien gritó la palabra «policía». Me anuncié y expliqué la situación.

Tras un cuarto de hora, durante el que alternativamente bebí agua del grifo y vomité en el baño, alguien desde fuera rompió la cerradura. Era el teniente Junek. Me dijo que lo acompañara. En aquel momento me sentí como un preso; en broma, extendí las manos para que me pusiera las esposas. Ni siquiera sonrió. El trayecto, por suerte, no fue largo.

† † †

El cuerpo giraba en el aire, algo más allá del primer pilar. La habían ahorcado; pendía de una cuerda de colgar la ropa, como una ristra de pimientos secos que alguien ha olvidado en la despensa. Amanecía despacio, y al mirar las farolas encendidas de Nusle, muy por debajo de nosotros, daba la sensación de que aún era noche cerrada. El puente temblaba regularmente con cada tren que atronaba bajo nuestros pies, y a nuestras espaldas silbaban coches a intervalos cada vez más breves a medida que aumentaba la luz. Algunos aminoraban la marcha por curiosidad y un policía de tráfico se los sacudía con una pala, como si fueran moscas importunas. Los coches de servicio estaban aparcados antes del puente para no bloquear el tráfico. En la acera del lugar del siniestro sólo había una ambulancia. Sus luces de emergencia parpadeaban tímidamente y la sirena permanecía muda, como si, consciente de su inutilidad, se sintiese avergonzada.

† † †

Tenía que estar contento de que no se investigara, así me lo indicaron, y me aconsejaron que presentara de inmediato la dimisión, que sería infaliblemente aceptada. Además, debía alegrarme de mi suerte, pues en el expediente no aparecía ni una palabra del alcohol; la policía no podía permitirse semejante ignominia. Mi renuncia la firmó el mismo Olejář, quien mandó que me dijeran que, por mi propio interés, me mantuviera alejado de él. Por intermedio de mi superior le pedí una entrevista, pero no respondió. Todo el asunto, desde el principio, me resultó sospechoso, y sabía muy bien que podían procesarlo por firmar un expediente incompleto pero no se me daba bien hacerme el héroe. La versión oficial, en síntesis, era la siguiente: suicidio que los guardaespaldas habían sido incapaces de evitar. La persona protegida había encerrado a su escolta, mientras éste dormía, en su piso. Lo demostraban las llaves en el bolso que había quedado en la acera en el lugar de la tragedia.

Cómo atravesó la vieja mujer la alambrada de dos metros y por qué se había ahorcado con una cuerda de tender la ropa, cuando bastaba lanzarse al vacío, nadie lo aclaró, porque a nadie importaba. Aquel día, se había producido otro accidente bajo el puente de Nusle. Una mujer joven permaneció en la barandilla durante varias horas, mientras los reporteros de la televisión preparaban tranquilamente sus equipos. Cuando los tuvieron listos, saltó. Por la noche lo emitieron en las noticias; la muerte en directo se convirtió en el éxito de una temporada baja. Al suicidio de la ingeniera Pendelmanová le faltó atractivo mediático. Un asesinato, por supuesto, habría sido diferente, pero la policía desestimó esa explicación.