Viajo por una tierra de áridas piedras
cuando las toco, sangran.
T. S. ELIOT
Los problemas con mi nombre comenzaron cuando empecé a ir al colegio. Al principio los niños reaccionaban al oírlo como ante cualquier otro nombre; las risas burlonas llovieron más adelante, cuando sus padres lo pronunciaron por primera vez. Pero aún era soportable. El verdadero infierno vino en los cursos superiores, cuando los niños comienzan a descubrir la capacidad de hacer daño y el placer que proporciona. Cualquier relación de confianza entre los niños era inadmisible, lo que se estilaba eran el odio y el desdén; no hablar jamás con los otros o calumniar a alguien era lo corriente. La escuela hacía que la amistad resultara imposible. Aquel que se desviaba de las leyes no escritas se granjeaba la burla y era arrojado al borde mismo de la sociedad.
Nací mucho después de que murieran Hitler y Stalin, pero por entonces Mao todavía vivía. Mis padres no me bautizaron, y el nombre que me pusieron, propio de torpes y enclenques, todo en uno, me iba de perlas. Cien veces deseé cambiarlo, pero no había forma. Tampoco se encuentran hermanos por las buenas. Amigos sí, pero ¿dónde buscarlos?
A Olga, la vil señora del castillo, no pude olvidarla en muchos años, la veía en sueños, que después me perseguían como visiones durante todo el día. El tiempo no borró el recuerdo de su rostro, y me propuse buscarla y decirle lo que significaba para mí; tan poco juicio tenía yo. Finalmente, la imagen de Olga fue sustituida por la de las chicas que entraban en el limitado campo visual de la escuela, pero mi gusto ya estaba formado y poco a poco enraizó y fue el motivo principal de mi timidez: el ideal de belleza era inaccesible. Y cuanto más inasequible era el objeto de mi interés, más intensamente ocupaba mi imaginación.
El atrevimiento y la franqueza con que mis compañeros de clase actuaban en estos asuntos me paralizaban, aunque los envidiaba por ello. Por el solo hecho de llamarme como me llamaba me sentía en desventaja, no habría podido ni presentarme, y además el nombre es lo primero que hay que compartir con el prójimo. Me mantenía apartado de la gente, pero lo soportaba, ¡tenía tanta vida interior! Con el tiempo aprendí a arreglármelas con eso, o al menos era lo que creía. También leía mucho.
En el instituto comencé a llamarme K. Al principio se burlaban de mí, pero después se acostumbraron. De todos modos, para ellos yo no valía más que una sola letra. Era un mal estudiante, con mis resultados desacreditaba la clase de orientación técnica, y eso era rigurosamente censurado. Yo estaba entre los menos eficaces; de hecho, más de una vez me insinuaron que dejara la escuela. Me atraían las lenguas extranjeras, pero nunca conseguí llegar a los niveles superiores. Temas como logaritmos, integrales o cálculos de geometría descriptiva eran para mí como un autobús lleno de orientales parlanchines: lo veía venir y me preparaba para subir por la puerta abierta, pero el vehículo sólo aminoraba la marcha y yo no me atrevía a saltar. Después miraba cómo desaparecía irremisiblemente al doblar una curva.
Año tras año me amenazaba el fracaso en las ciencias exactas, mis conocimientos eran tan escasos que conmigo los profesores tiraban la toalla y me aconsejaban que no intentara estudiar más después del bachillerato, eso si aprobaba. La angustia y el sentimiento de persecución que se derivaban de estas señales catastróficas, así como las lamentaciones de mi padre por no inscribirme en la escuela militar, «que ésa la acaban todos», me arrojaron a los brazos de la región que se encuentra entre el Paraíso Checo y el macizo central de Bohemia. Aceptaba su asombrosa indiferencia hacia el mundo, hacia la crueldad del siglo XX que se había inscrito en ella de manera tan sangrienta, con agradecimiento, y lo asumía como un signo de gracia.
No me atraía el campo, el bosque me parecía vacío a pesar de sus árboles y arbustos, y siempre me producía una sensación de agobio. Para mí era importante que hubiese piedras, piedras trabajadas por la mano humana, que aprovechaba la arquitectura divina y la utilizaba según sus necesidades. Huía a las moradas de piedra de los señores desaparecidos: hacía mucho tiempo huía en invierno, tiempo de silencio; en verano, cuando las cubrían por las cuerdas vocales de los visitantes; pero también en primavera, cuando la piedra se derrite, o muestra sus secretos. Pero era en otoño, sobre todo, cuando me gustaba entrar en las ruinas con nombres poéticos como Bezděz, Kvítkov, Milštejn, Děvín, Sloup, Ronov, Berštejn o Dubá, porque en esa época las piedras están más comunicativas, basta posar la mano sobre ellas y escuchar. No me sorprendía. Toda la vida había sido algo natural para mí.
No aspiraba a desempeñar ninguna función en los consejos escolares u organizaciones juveniles, y tampoco era tan buen candidato como para que me propusieran para alguno de éstos. Me ganaba el respeto de los profesores gracias a los tablones de anuncios, que más de una vez me salvaron de un suspenso. Elaboraba concienzudamente las abigarradas consignas que recordaban las efemérides del Estado Socialista, que luego prendía con alfileres nuestro profesor y, más adelante, un encargado designado entre los mejores alumnos. Recuerdo que a aquel chico tan sistemático esto no le gustó demasiado, pero cuando alguien fruncía el ceño por su laboriosidad, él se defendía argumentando que luego contaría para entrar en la universidad.
Aunque nadie lo esperaba de mí, yo también lo intenté. Organicé una exposición con los dibujos a pluma de los castillos checos de Mácha, fruto del trabajo de toda una serie de noches al principio de la primavera. Debajo de cada dibujo, coloqué un papel con el título y un resumen del cuento más conocido relacionado con el lugar. Si no conocía ninguno, me lo inventaba o lo tomaba de otra parte. Siempre me he dejado llevar por la historia local: las leyendas eran crueles sin excepción. Ante los ojos de mis boquiabiertos compañeros de clase descubrí la exposición, justo al lado del mural sobre el aniversario del Febrero Triunfal en recuerdo de la llegada del socialismo a Checoslovaquia. Sonó el timbre y alguien me aconsejó que la quitara de ahí, que aquello podía interpretarse como una provocación. No me lo creí.
Vino el tutor. Inmediatamente se fijó en mi obra y se acercó a ella, se ajustó las gafas y observó de cerca ilustración tras ilustración, leyendo todos los textos añadidos. Después se quitó las gafas, se volvió hacia nosotros y con voz suave preguntó quién lo había hecho y por qué. Me puse de pie y dije lo primero que se me pasó por la cabeza: con ese mural pretendía celebrar el aniversario de la visita del poeta romántico Mácha a Mladá Boleslav. El profesor hizo una mueca ambigua, pero como eso no provocó ninguna carcajada general, preguntó qué era lo que me entusiasmaba tanto del asunto. Respondí que a Karel Hynek Mácha le fascinaba el nombre de las rocas que entonces estaban justo tras la ciudad: Hroby, «las tumbas». Pasó ahí una noche y después escribió un cuento sobre ello. No hacía mucho el Consistorio las había volado para construir en su lugar un barrio de edificios prefabricados; quise recordárselo a mis compañeros de clase para que no lo olvidaran. El profesor me observó largamente con ojos escrutadores y después decidió creerme. Al final de la hora me elogió, lo que hizo que me entregase a una estúpida alegría. Era lógico: se trataba del primer elogio que recibía en mi vida.
El profesor dio a conocer mi iniciativa en la reunión del personal docente y pidió al director que la registrara como una actividad especial de la clase, en el marco de alguna competición regional de escuelas. Me encargaron que preparara regularmente exposiciones temáticas y me dieron a entender que mis perspectivas de estudiar en la universidad no eran tan descabelladas como parecían. Quizá me recomendaran, incluso.
Aquellos murales temáticos o «cómics», como los llamaban en broma, me hicieron rápidamente célebre. Mis compañeros de clase me consideraban un lameculos, los profesores veían en mí al pelotillero del director. Sólo una persona se inclinaba ante mi trabajo: el profesor de Historia, Netřesk. Una vez me dijo que, a pesar de que mirase —o más bien directamente huyera— hacia el pasado con una admiración inconvenientemente falta de crítica y peligrosamente idealizadora, advertía que mi interés era sincero. Sus palabras me conmovieron y a la vez me avergoncé en silencio por el verdadero objetivo que perseguía con mi actividad. Pero oía sus explicaciones sobre el pasado con el mayor interés, el medioevo europeo me abrasó como a una antorcha. Estudiaba tres veces más de lo necesario para un sobresaliente, pronto supe casi tanto como los estudiantes universitarios. Ante la clase, Netřesk me pedía mi opinión sobre el papel de los ingenieros checos en el siglo XIII, sobre el sentimiento de responsabilidad del hombre actual con respecto al pecado bíblico original, sobre el sentido de los excesos formales del Gótico flamígero, sobre la violencia y la galantería como signos definidores de la mentalidad medieval. Yo lo agradecía. Preparaba mis clases magistrales por la noche, a veces las impartía conjuntamente con el profesor, y procuraba concebirlas como un seminario. Idolatraba al profesor Netřesk. Gracias a él abrigaba la esperanza de que mi existencia en este mundo no era innecesaria.
Sin embargo, cuanto más estudiaba en los libros menos me interesaban los testimonios de la Antigüedad y más los que tomaba directamente de las piedras. Debió de ser por eso por lo que llegó la traición. Hoy tengo una explicación para ello: en los años de mi juventud me alejé del camino que el destino me había marcado, y éste intervino para devolverme a él. No de inmediato, sino con el tiempo, para que no adivinara tan fácilmente su propósito.
† † †
Netřesk me traicionó de la siguiente manera: se casó con una antigua estudiante, una chica tres años mayor que yo y cuarenta años más joven que él. Era una unión imposible, pero la llevaron a cabo a pesar de mi desesperación. Para huir de los burlones provincianos y de mis mudos reproches, se fue a vivir a Praga con la joven y yo volví a quedarme solo en la ciudad. Llegó otro profesor de Historia, un cura que en los años cincuenta había renegado de su pasado para poder estudiar. Su especialidad era el movimiento obrero, y en la práctica se trataba del único tema que le interesaba.
El invierno del último curso me apunté a los exámenes de acceso a la universidad. En aquella época organicé en la sala de descanso de la escuela una crónica en imágenes sobre la educación en la región de Mladá Boleslav y la acompañé con una nutrida documentación recopilada durante largas búsquedas en los archivos. El inspector aconsejó aquella exposición a todos los centros de enseñanza media de la circunscripción y nuestro instituto se convirtió en un lugar de peregrinación hasta que llegaron las vacaciones de verano. Había vencido: me gradué con unas notas tan excepcionales que dejé de darle importancia al examen de ingreso, y un mes más tarde me aceptaron para estudiar Historia en la Facultad de Letras de Praga. Me avergonzaba terriblemente, pero me proponía obtener el mayor provecho posible de mi éxito.