¿Quién vive?
A tus puertas estoy yo, el tiempo pasado,
tu amigo, tu centinela
y tu premonitor.
R. Weiner
La historia de mis calamidades comenzó a escribirse el mismo día en que me pusieron nombre…, o desde el momento de mi nacimiento. ¿O incluso nueve meses antes? Quizás estuviera ya predestinado desde el nacimiento de mi padre, un hombre con un feo apodo que heredé.
Mis padres no me quisieron. Yo fui la confirmación de su relación matrimonial, conmigo pasaron directamente del pantano a la roca firme. La brutalidad que tan capciosamente me atrajo en mi edad adulta no es más que la consecuencia lógica de este malentendido. No conozco nada más miserable que un matrimonio concertado en el siglo XX, y me considero afortunado por haber conseguido permanecer soltero hasta el final de ese horrible siglo. Sin duda sólo fue porque retrocedí a tiempo: al pasado, a sus historias secretas. No todas pueden explicarse; perduran las que valen la pena. Mi historia particular, hoy también ya pasado remoto, es de las más asombrosas.
Comenzaré con un recuerdo que se ha quedado grabado en mi memoria hasta el día de hoy, y que constituye la esencia de mi infancia: el recuerdo de una excursión que me regaló mi padre por mi octavo cumpleaños. Vivíamos en Mladá Boleslav, ciudad rodeada de cientos de casuchas viejas. Vivíamos en un barrio periférico. Todos los años mis padres iban de vacaciones al cercano lago de Mácha y me llevaban con ellos, pero siempre posponíamos para el año siguiente la visita al pintoresco castillo, alrededor del cual circulaba la carretera.
Hasta que llegó mi octavo cumpleaños y con él la sorpresa que me dio mi padre: una excursión a Bezděz. Hasta permitió que me sentara en el asiento del acompañante, que disponía de cinturón de seguridad y confería más importancia que la banda de un general. Estaba contento y el buen humor no me abandonó durante todo el viaje, ni cuando escuché todas las quejas sobre mi madre, que en aquella época eran cada vez más frecuentes. No me preocupé en absoluto de las palabras de mi padre, pues estaba decidido a no dejar que nada me echara a perder el día. Mi padre olvidó que yo estaba ahí y comenzó a echar pestes. Mamá es una gandula, ésa es la verdadera razón de que siempre esté echada en el sofá; prepara pasteles y eso a mí igual me convence, pero a él no se las dan con queso. En realidad le importo un pepino, ya llevo cuatro años tocándole las narices con este estúpido castillo y al final es él el que tiene que ir, por supuesto, pero ¿qué no haría por el niño? Apretó el volante hasta que se le quedaron blancos los nudillos, mientras continuaba peleándose con mamá, que se había quedado en casa. Tendió la mano hacia los cigarrillos y entonces descubrió que yo me encontraba sentado a su lado. Le sorprendió la manera en que estaba encogido en el asiento, le extrañó lo suelto que me quedaba el cinturón de seguridad. Por entonces aún no eran automáticos. Me revolvió el pelo y se rió. El contacto de sus dedos me quemaba la cabeza, como si me arañara con ellos.
Su humor empeoró cuando el motor comenzó a hacer un ruido raro. Aminoró la marcha y ladeó la cabeza para escuchar mejor, luego me soltó el cinturón y me hizo una señal de que pasara al asiento trasero y aplicara el oído en el respaldo, tras el cual estaba el motor. Yo no oí nada sospechoso, pero lo cierto es que no me concentré debidamente porque estábamos cruzando Bělá pod Bezdězem y entre las últimas casas, sobre un trigal, centelleó la alejada panorámica de dos colinas gris verdosas y un blanco castillo en la cima de una de ellas, y no tenía intención de perderme aquella vista.
Como consecuencia de mi falta de interés por el funcionamiento del motor, cuando llegamos al aparcamiento que había al pie del castillo mi padre me castigó. Se negó a salir del coche hasta que no diera con la razón del misterioso golpeteo. Mientras se inclinaba bajo el capó, yo correteaba entre él y el primer portal de piedra de la colina. Atraviesa ésta un antiquísimo camino rústico que gira abruptamente hacia arriba. Sus piedras agrietadas ardían a causa del calor y me invitaban a que me calmara y me metiese en sus hendiduras como debajo de una colcha. Aunque mi padre me buscara, no daría conmigo.
La revisión del coche duró más de una hora. No encontró ninguna avería, y tampoco consiguió suprimir el golpeteo. Sin embargo, mi padre me sonrió mientras se encogía de hombros. Yo no podía creerlo, y deseé echarme a su cuello, pero sabía que eso no le gustaba. En el momento en que recogía sus herramientas tocaron las once en la torre de la iglesia del pueblo. El sol ardía y los mosquitos nos acosaban. Mi padre me tomó de la mano y anunció que ya podíamos subir. Tenía la mano manchada de aceite; y se me ocurrió que lo que quería en realidad era limpiársela conmigo. Se dio cuenta de lo que estaba pensando y soltó una carcajada. Me solté de él y huí como una liebre hacia la pendiente. Me impulsaban la rabia y la impaciencia.
Hacía calor y la ascensión extenuó a mi padre. Antes de que él llegara, entre resoplidos, a la tercera puerta, que constituye la entrada a la fortaleza del castillo y donde el bosque se convierte en rosaleda silvestre (sobre ella no hay más que roca desnuda y por encima un muro almenado y, un poco más allá, la torre Čertov), yo ya había estado cinco veces en la taquilla y cinco veces había vuelto hasta él, cada vez más frustrado por su lentitud. Por el camino me encontré con mucha gente, se acercaba el mediodía y todo el mundo se marchaba; sólo nosotros subíamos. Me alegré al pensar que tendría el castillo en exclusiva. Desde siempre lo había considerado mío.
Un hombre que curioseaba arriba, con un cigarrillo entre los labios y cara de poco amigos, vino a arruinar mi felicidad. Desde la caseta que hacía las veces de taquilla, una valla de tablas, de casi diez metros de largo y más alta que un adulto, se extendía hasta las primeras hayas que crecían en la cima de la pendiente norte. Cerraba la explanada ante la última puerta con un pesado portal de roble. Si uno quería contemplar el paisaje tenía que volver atrás unos metros e intentar mirar entre las copas de los árboles el cercano estanque de Břehyně y tras él, al noroeste, el lago Mácha, o bien, aunque entonces yo no lo sabía, ir hasta el otro patio del castillo, desde donde, en la pendiente sur, se podía ver Houska y más allá, en sentido oblicuo, Říp. Una vez al año también era visible la punta de la catedral en Hradčany, pero sólo con tiempo ventoso y el cielo cubierto de nubes.
Comencé a rumiar la posibilidad de rodear la valla y mirar hacia el norte. En el mismo límite de la pendiente decidí colarme al otro lado y apoyarme en los tablones toscamente desbastados, pero tan pronto como salí de la zona designada a las visitas, se acercó el hombre del cigarrillo, me agarró por el brazo y me dijo: «No puedes». Lo pronunció de una manera breve y dura, con acento extranjero.
Lo observé con perplejidad: tenía el pelo engominado, con una raya cuya rectitud infundía un miedo similar al de su bigote anguloso, y una chaqueta negra ceñida de piel de imitación. No me entraba en la cabeza qué era lo que molestaba a ese tío tan raro.
Entonces mi padre surgió tras él. Yo esperaba que increpara al tipo, pero se limitó a abrir los ojos como platos, hacer un gesto y, en silencio, arrastrarme a la taquilla. Ahí me susurró al oído que no hablara con nadie. Miré al hombre del cigarrillo; nos observaba con los ojos entornados, de un modo particular, como si desconfiara, quizás incluso con odio. Ahora sé a qué compararlo: era la mirada del siglo XX.
Con las entradas cruzamos el portal y nos encontramos en el primer patio. Mi padre posó la mano en mi hombro y en un tono más amable me explicó que apenas a unos kilómetros al nordeste había un aeropuerto, extranjero, soviético, y la valla y aquel tipo estaban en Bezdçz para que nadie mirara en esa dirección y no se hiciesen fotografías. Repuse que me daba igual el aeropuerto, que lo que me interesaba era Ralsko, la colina aún más puntiaguda que Bezdçz, en lo alto de la cual había una ruina sinuosa que daba miedo porque recordaba un trono derruido. Sobre él, como siempre había sabido, permanece sentado un gigante invisible que, con las manos apoyadas en el muro derribado y los pies hundidos en la brusca pendiente, mira la antiquísima tierra del linaje de los Berka de Dubá, mi tierra, porque yo también me siento en casa, en Boleslav. Así pues, ¿qué aeropuerto?, ¿qué soviéticos? ¡Este guardián suyo es ridículo, comparado con el mío!
Pero mi padre ya no me escuchaba. De uno de los palacios bajaba las escaleras hacia nosotros una hermosa mujer, hoy diría una joven, pero entonces me pareció vieja, inasequiblemente adulta. Ella y mi padre se saludaron, y cuando se hubo cerciorado de que éramos los únicos visitantes, sonrió y dijo que al menos acabaríamos pronto.
Podríamos fijar la mirada en sus largas pestañas, sus labios rojos y su cabello claro, en su figura esbelta con minifalda amarilla, camiseta verde y chaqueta atada a la cintura. La seguimos como borregos por los salones y la cocina de los palacios destartalados, dedicando nuestra atención especialmente a sus pies casi desnudos, calzados con unas sandalias, que llevaba desatadas; sus pasos resonaban en las salas de banquete vacías. Llamó nuestra atención sobre las ventanas góticas, con sus puntales de piedra, y los motivos florales en los capiteles de las columnas y pilastras, pero yo caminaba desvalido, con la cabeza baja, los ojos pegados a sus talones, y fue mi padre quien tuvo que mostrarse interesado en aquellas reliquias, aunque se sentía fascinado por la guía aún más que yo. La chica era joven y absolutamente moderna, no encajaba con las grises ruinas, aunque se desplazaba por el recinto con la misma naturalidad que si habitase el castillo, y con sus colores lo adornaba a la perfección. Las paredes agrietadas y los adustos restos competían con nosotros por su sombra; ahí donde ella se detenía, todo guardaba silencio y fingía prestar atención a lo que decía.
Aun cuando no tuviéramos ni pudiéramos tener interés alguno por su exposición, aparentábamos ser especialistas en historia y rivalizábamos en hacer preguntas y comentarios seudointeresantes y pocas veces graciosos. Mi padre, por supuesto, llevaba las de ganar; las miradas que recibía eran de aprobación, en tanto que a mí me quedaba la benevolencia. Enfadado a causa de eso, me forzaba por parecer mayor de lo que era, hasta que mi padre me reprendió. Se disculpó por mí, mientras la chica sólo mordisqueaba un tallo de fleo; tenía los dientes blancos y sonreía, divertida y cariñosamente. Entonces imaginé que yo era aquel feliz tallo que ella lamía y enrollaba caprichosamente en su lengua, y el encantador sol del mediodía se oscureció ante mis ojos.
Ofendido, me aparté de su vista. Consideraba la reprimenda injusta, una ventaja unilateral de un adulto sobre un niño. No tenía intención de ser impertinente, sólo gracioso. En el muro cercano había una vieja tina de albañil llena de agua de lluvia que comencé a alabar como si fuera una bañera para caballeros y, pestañeando, pregunté a la guía si iba ahí a ducharse. El chiste me pareció pícaro e ingenioso. Mi padre me amenazó con que, si no dejaba de agobiar, me llevaría a la taquilla y acabaría la visita él solo. No me cabía duda de que lo haría con verdadero placer.
Ya no escuchaba a la chica. La examiné desde cierta distancia e intenté imaginármela como si se tratara de mi madre. Me concentré en esta idea. Qué bonito sería tener una mamá tan encantadora, amable y joven… Pero enseguida me avergoncé de tener pensamientos tan reprochables. Traicionaban a mi verdadera madre, y no hacía ninguna falta. Aquella chica podía ser mi hermana, o mi tía. Mi fantasía no daba para más.
Era evidente que mi padre y ella se gustaban, a ratos ella incluso cambiaba de tema y explicaba que estudiaba Historia en Praga y que aquél era un trabajo voluntario que denominaba «actividad de verano». A mi padre eso le pareció gracioso, y preguntó si era lo bastante «activa» y si creía que podía conseguir serlo aún más. Sus chistes hacían que me sintiese incómodo, no tenían ni punto de comparación con los míos. Pero, sorprendentemente, ella se echó a reír. Eso me apenó. Cada vez me quedaba más rezagado para que ellos no me vieran. De pronto la guía señaló con el dedo en dirección al castillo de Houska, hacia donde yo estaba mirando, cuya blanca silueta resaltaba en la neblina justo bajo la línea del horizonte azulado.
Volví en mí en el momento en que la visita debía acabar y la chica nos invitó a que almorzáramos con ella: improvisaríamos un picnic. A mi padre le entusiasmó la idea, y me alegré de que pudiéramos pasar más tiempo del que nos daba derecho la entrada con esa belleza. Él se sentó al pie de la Gran Torre y yo bajo las ruinas del palacio más antiguo. Esperábamos a ver al lado de quién se sentaría la guía cuando trajera de la taquilla la merienda y los refrescos. Mi padre me miró de arriba abajo con un rostro inexpresivo, y cuando cortaba el queso amarillento colocó la hoja del cuchillo de tal manera que los rayos del sol me hirieron los ojos un par de veces. ¿O sólo me lo pareció? Yo también iba armado con una navaja de bolsillo, pero no tenía nada que cortar, así que arrojé a la hierba mi navaja con la bandera británica en el mango. Tuve suerte, quedó fantásticamente clavada. A mi padre no se le escapó el detalle y evidentemente se asustó, incluso perdió la seguridad en sí mismo hasta el punto de que el queso se le escurrió de los dedos y cayó al suelo. Pero la guía estaba de vuelta. Primero se acercó un par de pasos a mí, después vaciló y se encaminó hacia mi padre, que enarcó las cejas y me dirigió una mirada triunfal. Recogí un puñado de arena y me la eché encima; una lluvia de polvo cayó sobre mi cabeza.
Se pusieron a conversar; mi padre se mostraba cada vez más locuaz. Estaban sentados a la sombra, bajo la torre, mientras que yo acampaba al sol unos metros más allá, mordiendo una loncha de queso que estallaba desagradablemente en mi boca. Con los ojos cerrados escuchaba el débil zumbido de las abejas, entremezclado con las voces que llegaban hasta mí. No distinguí ninguna palabra aislada y eso me gustó. Con los ojos entornados, miré la hierba abrasada por el sol, salpicada de margaritas blancas y menudas flores azules de cinco pétalos, que a mi pesar no supe identificar.
El muro del palacio que daba al sur irradiaba un calor que penetraba insidiosamente en mi espalda. Pensé que mi padre no se daba cuenta de nada y que para cuando se enterase, el viejo muro de piedra me habría atravesado el pecho y de mí saldrían llamaradas. Entonces sería tarde para salvarme. Me froté las manos satisfecho.
Debí de quedarme dormido un rato. No era posible que poco después del mediodía empezase a relampaguear. Pero aquel rayo lo vi claramente, y acto seguido me estremeció el estrépito de un trueno. Alcé la mirada y vi que algo corría en lo alto de la torre, una forma geométrica erizada de brazos que despedazaría a quienes estaban sentados abajo.
Antes de que el monstruo cayera, me desperté. La guía y mi padre seguían charlando en voz baja y en las grietas de la piedra, a mi espalda, cantó un grillo. Estaba bañado en sudor y me dolía la cabeza, pero no le di importancia; miré sorprendido dos barras negras que asomaban de un matorral, junto a la Gran Torre. Me levanté y me dirigí hacia allí, pero mi padre me llamó para que fuera a beber algo. Cuando vio cómo sudaba después de haber dormido, se levantó, me puso la mano en la frente y, enfadado, dijo que debería haber llevado una gorra. La guía fingió sentirse preocupada. Aparté la vista. Señalé hacia el arbusto y dije que lo que allí había era una triangulación, que no sabía muy bien qué significaba eso, pero que creía que debía de tratarse de una pirámide que alguna vez había habido en la torre, y que tenían suerte, porque había caído justo en el sitio donde ellos estaban comiendo. Aún hoy no tengo ni idea de cómo se me ocurrió aquella absurda idea, pero a juzgar por el modo en que reaccionó la chica, yo no era el único sorprendido.
Me preguntó si ya había estado alguna vez en el castillo o había leído algo sobre él. ¿Sabía leer? ¿Había oído algo en la escuela? ¿Adónde iba al cole? ¿A Boleslav? Negué con la cabeza y me alegré en silencio por mi éxito. ¡Había despertado su interés! ¡La había impresionado! ¡Había vencido! Preferí no mirar a mi padre mientras devoraba las palabras de la chica. Se presentó como Olga —ella y mi padre ya se tuteaban—, me tomó de la mano y me llevó hasta el curioso objeto que yo había sabido nombrar e incluso situar correctamente en la Gran Torre. Mi padre nos siguió sin decir ni pío.
La pirámide era de hierro, estaba ennegrecida en algunas partes y completamente oxidada. La punta estaba clavada en el suelo, sólo le quedaban dos hileras de peldaños y las dos patas que había visto desde el otro lado del patio. Tenían forma de L y medían unos dos metros y medio de largo.
Olga volvió a convertirse en guía y explicó que el levantamiento de la pirámide se había inscrito de una manera asombrosa en la historia contemporánea del castillo. Comenzó en el año 1824, pero el trabajo se interrumpió debido a un accidente: la bóveda se desplomó mientras los albañiles montaban la pirámide y sólo la suerte hizo que nadie resultara gravemente herido. Quedaron aislados en lo alto de la torre, sobre la estrecha plataforma, hasta el día siguiente, en que acudió a salvarlos gente de la aldea con escaleras improvisadas. Un año más tarde se produjo un nuevo accidente: en un precioso día con una visibilidad excelente cierto ingeniero dirigía la colocación de piedras de Provodín en la torre cuando sobre la pirámide le cayó un rayo que lo tiró de la torre y dejó inconsciente unas horas al hombre que trabajaba con él. Cuando el desafortunado ingeniero le explicaba lo ocurrido al señor del castillo, tuvo que pedirle que le recordase su propio nombre porque lo había olvidado. El señor refirió el hecho en los anuales del castillo y señaló también la fecha: 4 de abril de 1825. La pirámide se quebró y fue transportada hasta el muro, donde se enmohece en la actualidad. Finalmente señaló que «esa historia, que de alguna manera protegió a Bezdçz de un dudoso progreso», no se contaba a los visitantes desde antes de la guerra, y le maravillaba que yo me hubiese enterado de ello.
Me henchí de orgullo, mientras mi padre intentaba disimular un poderoso bostezo.
Olga miró el reloj y dijo que la esperaban otros visitantes. Al darme la mano en la puerta, me preguntó mi nombre. No pude contestarle, lo habría echado todo a perder, especialmente el modo en que me había exhibido ante sus preciosos ojos. Así que me quedé en silencio. Mi padre hizo un gesto con la mano y con una mueca le explicó que me avergonzaba de mi nombre. Tan pronto como nos hubo abierto, salí corriendo para que no pudiera volver a interrogarme. En la taquilla había unas quince personas y todas, por algún motivo, me miraban, a excepción de un hombre apoyado contra la valla. No era el mismo que había visto antes del almuerzo, éste llevaba en la cabeza una gorra con visera. Pero también lanzaba miradas de curiosidad bajo las pobladas cejas a los recién llegados mientras daba profundas caladas a un cigarrillo que asomaba de un enorme mostacho que le ocultaba los labios. La despedida de Olga y mi padre fue sospechosamente muy larga.
Por la noche, mi padre cenó y se fue al trabajo, aunque era mi cumpleaños. Mi madre se sorprendió tanto como yo, sobre todo de que se llevara el coche. Normalmente iba en autobús. Se me ocurrió adónde quería ir, pero me lo callé. En la lucha por el afecto de Olga me había derrotado por completo, y me había propuesto soportar el revés como un hombre. Mi padre me había decepcionado; más aún: me había traicionado. Pero yo me negué a traicionarle a él y esperé con ganas la llegada del día en que se diera cuenta y reconociera mi grandeza. Aunque no duró. Al contrario, se apoderó de mí la certeza de que con mi silencio estaba traicionando a mi madre, que además había preparado mi pastel de cumpleaños. Estaba bueno, de hecho era el mejor que había comido jamás. Y sin embargo me supo amargo y no probé más que un pedazo.
Por supuesto, mi madre se dio cuenta de la infidelidad de mi padre que, por lo demás no era la primera. Durante un tiempo las cosas en casa no fueron demasiado bien; aprendí a prever esos periodos de silencioso odio y me acostumbré a él, igual que me había acostumbrado a mis padres, cuyas debilidades y pocas ganas de entenderme aprendí a pasar por alto. Aprendí también a vengarme de ellos excluyéndolos de mi mundo. Aunque mi octavo cumpleaños fue aún peor: nunca hasta entonces había participado en las calamidades caseras. Un pequeño alcahuete… así me consideré durante años, y me avergonzaba ante mi madre, y ante mi padre, pero sobre todo ante mí mismo. Ya no quiero pensar en ello, aunque mientras tanto, sin quererlo, he pensado en ello cada día, hasta el otoño pasado, cuando el Tiempo lo volvió todo en la dirección contraria. No me quejo de eso, al contrario. Otra cosa tampoco tendría sentido.