Capítulo 1

Hablo del tiempo actual.

Ha llegado la primavera en invierno,

y la nieve florecerá en las ramas.

T. S. ELIOT

Era una preciosa mañana de principios de noviembre. Un prolongado veranillo de San Martín había aplazado durante todo octubre la llegada del otoño, cuando de repente cayó la primera helada punzante, un toque de varita mágica que hechizó por completo la ciudad. No hace ni medio año que se puso punto y final a la Era Moderna. La metrópoli se esforzaba en hacer frente al inminente invierno. Las luces mermaban con rapidez y los dedos se helaban de frío, pero las chimeneas de las fábricas seguían respirando y una claridad blanca se esparcía sobre las ventanas de las casas. Eran efluvios de la descomposición, un sudor mortal. Ni el maquillaje de las nuevas fachadas ni las joyas de los rápidos vehículos ocultaban la verdad desnuda tanto como los árboles de la plaza de Carlos: fin de año, fin de siglo, fin de milenio. Todo el mundo lo tenía ante sus ojos, muchos con un nudo en la garganta apartaban la mirada y se sometían a los dientes del último otoño; un perro de tres cabezas cayó sobre Praga y no se apartó de su recto trazado, tres hocicos hambrientos se arrojaron sobre todos los que, en las últimas horas de la Humanidad, se atrevían a moverse.

Esto fue el año pasado, después todo cambió. Sobrevino un tiempo de misericordia.

† † †

Un sol blanco y bajo escaló el muro del hospital y se quedó atrapado en una telaraña de copas de arce. Despacio, y como por capricho, quemaba un aire frío y seco que olía a hojas, unas hojas que impedían ver la acera bajo los pies. En la calle Kateřinská no era peor que en otros años, pero Viničná estaba cubierta en toda su longitud por una duna crujiente bajo la que se perdían asfalto y adoquines. La seguridad del suelo firme había desaparecido, cada paso significaba una aventura sin límites precisos, una huella confusa e indefiniblemente funesta de la suela sobre el montón rojo. Abrirse paso por la calle cubierta puede, sin embargo, ser seguro; tan seguro como un paseo sobre un río congelado.

Iba por la cima de Větrov, abriendo con los pies el mar amarillo, y me desvié ante la llovizna de un turbulento ocre, bermellón, siena y terroso. La calle se transformó en un cauce con orillas que se alzaban verticalmente: el muro de la clínica a la izquierda y los edificios de la Facultad de Ciencias Naturales a la derecha. Si uno continúa imaginariamente el camino, cruza la colina y pasa por encima del valle, llega infaliblemente a una iglesia. El piadoso peregrino no se extraviará.

Pasó una ambulancia, justo después una segunda y al cabo de un buen rato una tercera. No era mucho. Antes siempre contaba más. Llevaba uniforme y no estaba allí por placer. En la tranquila calle que nunca vio drogas ni dinero falso, podía pasar bastante tiempo antes de que apareciera alguien. ¿Por qué fui aquel día por ahí? Seguramente por costumbre, por el gusto de pasear al amanecer, que promete arrancar del día algo más que el chasquido del interruptor al caer el sol. ¿Quién querría ir a toda velocidad en una ambulancia gimiente por la Ciudad Nueva e interrumpir esta madrugada silenciosa y soberbia?

La calle Viničná mide trescientos metros y es recta como una saeta, por lo que resulta fácil abarcar con la mirada toda su longitud. Había llegado más o menos a la mitad cuando vi a una mujer que iba algo más adelante. ¿Cómo era posible que no la hubiera visto antes? Me sorprendió, pues pensaba que la calle estaba vacía. Era una mujer pequeña y avanzaba con dificultad, algo encorvada, aunque en absoluto achacosa, con el pelo corto y gris, un abrigo marrón y un bolso también marrón, propios de las mujeres mayores. Procurando no asustarla, aminoré el paso. No hacía falta. Las hojas le llegaban a las rodillas, pero caminaba con una energía asombrosa.

Se abría camino por el diluvio rojo y dorado y por un instante miró a su izquierda, como si en el revoque amarillento del muro buscara la placa roja con el nombre de la calle u otro elemento distintivo. No era de aquí. Observé que llevaba unas gafas que le cubrían la mitad superior de la cara. Volvió el rostro a la derecha y se detuvo un momento a mirar el patio interior de uno de los edificios por el portal abierto. Sobre el montante del portal, justo sobre su cabeza, apareció de pronto la robusta torre de la iglesia de San Apolinar, con su tejado acabado en punta. Parecía la capucha de un monje desalmado que acechara a los forasteros que llegan en peregrinación a la iglesia. Quise gritar para avisarle, pero me di cuenta de que el aire tembloroso estaba jugando con mis ojos.

La mujer titubeó y volvió a ponerse en marcha; entonces mi primera alucinación fue reemplazada por otra. Por un momento me pareció que oía de cerca sus botas crujiendo sobre las hojas, justo a mis espaldas, y no delante y a una buena distancia. Sabía que no venía nadie detrás y aun así no estaba del todo seguro, por lo que me volví. La calle desierta. En la calzada destacaban, negras, las marcas de las ruedas, en el aire planeaba el silencio, aún más pesado desde que habían dejado de sonar las sirenas de las ambulancias. Sopló el viento y las marcas prácticamente desaparecieron bajo las hojas.

Mi intranquilidad me hizo sonreír y seguí adelante. Ya no se veía a la pequeña mujer por ninguna parte. Habría tomado por la calle Apolinařská: a la derecha, hacia la iglesia; o a la izquierda, hacia la avenida principal. ¿O habría seguido adelante y bajado por las viejas escaleras a Albertov? ¿Se atrevería?

Větrov es una montaña inhóspita, de una belleza maliciosa para los insensatos que le han tomado afecto. Una corriente de aire que corría por Viničná y Apolinařská creaba en el cruce un torbellino parecido a un pequeño tornado. Más de una vez me había arrebatado la gorra de servicio y la había empujado tras una valla o debajo de un coche, y la lluvia siempre me pillaba desprevenido en el momento en que no había dónde resguardarse. Aquella mañana ambas molestias vagaban por otra parte, seguramente al otro lado del valle, así que la montaña dispuso otra cosa para mí: poco antes del cruce, tropecé en la acera cubierta, me rasgué la bota y me golpeé dolorosamente el dedo gordo. Removí con el pie la hojarasca; debajo apareció el pavimento y vi que estaba resquebrajado. Las losas labradas y colocadas en cuadrícula tenían un tono verdoso y en algunos lugares faltaban por completo. Del humus grisáceo brotaba hierba blanca, como un recuerdo pálido del verano.

En la encrucijada, en la que estaba La Cabaña Venenosa, taberna de mala fama y mítica isla de sirenas para estudiantes y maleantes praguenses, giré a la derecha y de nuevo me dejé sorprender por los colores claros de las flores del jardín de la rectoría de San Apolinar. Seguramente florecen en recuerdo de la posada: a través de la empalizada fueron regadas fielmente por una generación de parroquianos en noches de borracheras. Entiendo algo de flores, pero nunca he conseguido distinguir con precisión una dalia de un áster. Admiro tanto las unas como los otros. «Los altos ásteres, última constelación del verano decadente, resplandecían con su luz abigarrada». Esa mañana recordé la frase y me la tomé como un auspicio. No sé quién escribió estas palabras ni cuándo las leí, pero me pareció significativo el hecho de recordarlas. «Cuando paséis por San Apolinar, recordad que las flores deslumbradoras que hay tras la valla son ásteres. Aquí los nombres son importantes».

De las flores rojas y violeta solía alzar la mirada hacia el poderoso muro y las oscuras ventanas del coro de la iglesia. Si vienes por este lado, la solidez de San Apolinar abruma y fuerza a apretar el paso porque parece estar demasiado cerca, como una fortaleza inexpugnable que se cierne sobre uno y le amenaza con sus incontables —y sin embargo exactamente contados— sillares de piedra. La panorámica desde el sur es mejor que desde el oeste, sólo desde aquí se ve el templo en su conjunto, más sereno y acogedor, y contemplada desde el suroeste para apreciar con claridad la torre, la nave y el presbiterio, la iglesia es tan espléndida que apenas tiene parangón, y eso a pesar de que hasta hace poco el edificio estaba en franca decadencia.

Trepé con la mirada por los contrafuertes y salté de una ventana a otra, de las vidrieras emplomadas a las ojivas, y viceversa. Bajo el presbiterio la mampostería estaba roída por el tiempo, el revoque amarillento se había vuelto verde y cerca del suelo se veía enmohecido; en algunas partes aparecía resquebrajado por la humedad y se creaban frágiles bolsas habitadas por insectos. En los contrafuertes, donde la piedra estaba desnuda, la humedad refulgía y por ellos serpenteaban cicatrices. En las grietas que se abrían entre los prismas se habían instalado líquenes desde tiempos inmemoriales, podredumbre y hollín. Vi arañas que, seducidas por el calor del sol, salían de sus escondrijos. En la jamba de una ventana alta había un escarabajo marrón. Debía acabar de despertarse y algo lo había sorprendido desagradablemente.

Antes el lugar tenía otros habitantes. Las columnas de mampostería servían de soporte a las bóvedas de madera, bajo cuya sombra los necesitados y los mendigos alargaban el brazo tiñoso a los artesanos, funcionarios y comerciantes que se apresuraban para asistir a misa. También ellos estaban agremiados y defendían sus ruinosas moradas contra los advenedizos del campo, que no tenían nada. De las alcobas de los indigentes no quedaba ni rastro, pero el lugar aún conservaba su espíritu samaritano. Algo más abajo de la iglesia solía estar el centro para los drogodependientes, los leprosos del siglo XX.

Aquella mañana nadie deambulaba por allí, todos se escondían de la luz que hería los ojos. La calle Apolinařská estaba desierta y silenciosa. Tampoco se veía a nadie de la parroquia: la iglesia se hallaba cerrada por reformas. Ningún cambio salvo en la explanada de hormigón, ante el parvulario, al otro lado de la calle: junto a la estatua de una chica arrodillada había aparecido otra.

Era aquella mujer de antes. En la mano seguía sujetando el bolso marrón y dirigía la mirada a la imagen estilizada de una infancia inocente. Sin duda le recordaba algo. Vi que movía los labios y me acerqué; la inusual escena de una persona hablando con una estatua me turbó, y, por supuesto, olvidé que ya no llevaba uniforme. Me aproximé despacio a la mujer y le pregunté en voz baja si podía ayudarla.

Señaló hacia la estatua y dijo:

—No puede ser…

¿El qué? ¿Aquel pésimo edificio, que allí no cuadraba, o la institución que albergaba? Antes La Cabaña Venenosa y los censurablemente célebres asesinatos en sus alrededores, y después de la demolición, mira qué iluminados, un parvulario. El espíritu del lugar no se puede aniquilar tan fácilmente. Pero la expresión de asombro en los ojos saltones de la mujer con gafas no revelaba indignación, sino más bien pánico. Se me ocurrió que no debía de estar muy bien de la cabeza. Quizás iba al médico, quizás al psiquiátrico, que se encontraba cerca de allí, y había olvidado adónde iba. Vagaba por calles desconocidas, extraviada en recuerdos conocidos. Volví a dirigirle la palabra, con la mayor amabilidad:

—Esto es sólo una estatua. Si va al médico y se ha perdido, la acompañaré.

—¿Acaso no lo ve? —Se volvió hacia mí y con amargura en la voz añadió—: ¿No reconoce estas flores?

Realmente se había vuelto loca, ahora estaba convencido de ello. Sin embargo, eché un vistazo a la estatua: hormigón gris descascarillado; en lugar de la mano izquierda caída, alambre oxidado. La cabeza de la muchacha mutilada, sobre la que se condensaba el rocío, era más oscura que el cuerpo. En su cabeza había una corona de flores frescas amarillas que debía de haberse olvidado alguna otra chiquilla, viva, de carne y hueso.

—Son frescas —dijo la pequeña mujer de gafas—. Alguien las ha cortado esta mañana y las ha trenzado formando una corona. Una pequeña corona para una muchacha de piedra. ¿Cómo es posible? Desde que el mundo es mundo, estas flores sólo crecen en primavera.

—No es nada del otro mundo —la tranquilicé—. Al pie de la colina hay no sé qué instituto, Brožek, o como se llame. Pertenece a la Facultad de Ciencias Naturales, que está aquí al lado, y hacen experimentos genéticos. Quizás hayan conseguido cultivar una variedad que florece en invierno.

Me miró como si el loco fuese yo y no ella.

—¿Ah, sí? Ya me gustaría verlo; a quien haya logrado algo así le rezaría de rodillas. Estas flores son una medicina, señor, y muy poco frecuente, si es capaz de apreciarlo. Nunca florecen antes de primavera.

Un recuerdo de infancia cruzó por mi mente. Iba con mi abuela a recoger flores amarillas… Miel, jarabe contra la tos. Sí, recetas de la abuela.

Me acerqué para mirar mejor. La mujer se apartó unos pasos para dejarme sitio. Alcé la mano y, con cuidado, saqué la corona de la cabeza de piedra. Le di varias vueltas entre las manos y finalmente acerqué la nariz a las flores. De pronto recordé su nombre: uña de caballo.

Seguía sujetando la corona cuando, procedente de alguna parte, se oyó un disparo, acompañado por un sordo y desagradable sonido metálico. Llegó del aire, de las alturas, del viento. Cuando el silencio volvió a reinar, levanté la mirada, con las flores aún entre los dedos. La pequeña señora ya no estaba, me encontraba solo ante la estatua. Y de nuevo ese ruido: ahora continuado, retumbando en tonos extraños y dispares. Pim pam, pim pam, pero de una manera diferente de la normal. En la torre de la iglesia tañía la campana. Mi reloj marcaba las nueve menos cuarto. Me quedé estupefacto del susto. La iglesia estaba cerrada y tocaban a misa.

No soy ningún héroe. Desde la portería de la clínica cercana llamé a la policía. Automáticamente marqué el número de mi antiguo superior y en silencio respiré con alivio cuando no contestó él sino su suplente. La patrulla llegó al cabo de cuatro minutos; eran dos hombres a los que conocía. El salvaje repique desgarraba los oídos y no se detenía.

La puerta lateral se hallaba entreabierta. Entramos en una nave dominada por la penumbra; un lodo gris se colaba por las sucias ventanas del presbiterio; también la luz del día necesitaba que la reparasen. No había nadie en la nave; en el altar, polvo; tras el órgano, sombras y telarañas. Avanzamos hacia la oscuridad de debajo del coro y, a tientas y aún más de oídas, porque el ruido de las campanas era aquí casi ensordecedor, dimos con la pequeña puerta que conducía a las escaleras del campanario. Estaba abierta. Tras la puerta nos esperaban las tinieblas, pero al pisar el primer peldaño nos iluminó el mechero de uno de los policías. Subimos los escalones de tres en tres y pronto la llama fue innecesaria, pues los blancos rayos del sol la amortiguaron por completo.

Finalmente nos detuvimos bajo los andamios de la campana mayor. El ruido era insoportable, un rato más y los tres nos habríamos lanzado al abismo desde lo alto de la torre sólo para huir de él. No se veía nada a causa del nubarrón de polvo que habíamos levantado; además, nos cegaba el sol, que allí se fragmentaba en miles de reflejos sobre las paredes. Sólo se dibujaba con claridad la sombra negra de una gran araña que se balanceaba en el extremo de un largo hilo. ¿Una visión? ¿Un títere para asustar a los niños? Sólo una persona, una pobre víctima de los monstruos de la noche, a los que ella misma pertenecía. No daba miedo, lo espantoso era lo que le habían hecho. Se retorcía como un títere: ahora estaba apoyado sobre las manos y hacía cabriolas al son de la campana, luego se daba contra la pared y después flotaba en el vacío y se agitaba igual que un pez en el anzuelo. El corazón de hierro llevaba el compás y lo zarandeaba. Entre la campana y la pierna de la víctima se tensaba una cuerda.

Nos abalanzamos hacia el cuerpo, pero la fuerza de la inercia volvió a arrojarle al lado contrario y de nuevo golpeó la pared de la torre. Cuando la cuerda dio otro latigazo hacia nosotros, cogimos al desgraciado del brazo y lo sujetamos hasta que el corazón desbocado de la campana se apaciguara. Por última vez tiró de él, a la derecha, a la izquierda, y despacio nos columpiamos como pescadores en las olas. Finalmente, la campana se detuvo. Nos dolían los oídos, la cabeza, el cuerpo entero.

Los policías lo sostuvieron y yo corté la cuerda. La cabeza ensangrentada se mecía a la altura de nuestro pecho; tenía los ojos cerrados, la tez lívida. Sólo los labios daban testimonio de vida, y entre ellos soltaba un débil gemido. Lo pusimos con cuidado en el suelo. Estaba inconsciente. Cuando me aseguré de que respiraba, palpé cuidadosamente el cuerpo y examiné de pasada el estómago, por si encontraba alguna nefasta magulladura. Descubrí una costilla contusa, quizás incluso rota, y era muy probable que tuviese conmoción cerebral, a juzgar por cómo la campana lo había golpeado implacablemente contra el muro de piedra. Sin embargo, no estaba desahuciado. Uno de los policías llamó por su radio a la central para que enviaran una ambulancia.

No se podía hacer nada más. Le sequé la cara con un pañuelo y lo incorporé. Entonces me di cuenta de la crueldad con la que habían hecho de aquel hombre un campanero involuntario. Hasta entonces no nos habíamos fijado en el tobillo que estaba metido en el nudo de la cuerda. Observamos que ésta atravesaba el pie. Miramos, con los ojos abiertos como platos, que en el lado externo de la pantorrilla derecha presentaba una herida espantosa, un hueco entre el tobillo y el talón de Aquiles que, de manera aterradora, hinchaba la piel y el tejido. Por el otro lado la cuerda salía como un hilo enhebrado en una aguja. Un doble nudo lo afianzaba. La herida casi no sangraba, pero a su alrededor y hasta la espinilla se tornaba rápidamente purpúrea y aquí y allá aparecían manchas azules. Fuera aulló una sirena, en los escalones resonaron unas pisadas y surgieron unos enfermeros en mono rojo. Al ver al herido no pudieron disimular su sorpresa, pero lo colocaron de inmediato en una camilla sin decir palabra, lo sujetaron con correas y lo bajaron por la empinada escalera. Compartí con los policías mi sospecha: alguien había mecido a la víctima justo antes de nuestra llegada y después, rápidamente, había desaparecido; estaba convencido de que el autor seguía cerca. Examinamos los alrededores de la campana en la extensión octogonal de la torre y trepamos por una escalera hasta una buhardilla cónica. Después abrimos las contraventanas, para asegurarnos de que nadie se escondía en la cornisa que rodeaba la torre. Sin embargo, era inclinada: ahí sólo podría sostenerse un mono. Mi convicción no pasó la prueba, pero la sensación de que no estábamos solos en la torre no me abandonaba. Los policías tomaron notas y se marcharon, no tenían prisa con el expediente, me conocían como antiguo compañero. Volví a examinarlo todo, pero no encontré ninguna otra salida del campanario que las escaleras por las que habíamos llegado.

Era todo un enigma, al igual que las flores frescas de uña de caballo encontradas en noviembre.