Art. 51. Cuáles son las primeras causas de las pasiones.
De lo dicho hasta aquí, se deduce que la última y más próxima causa de las pasiones del alma no es otra que la agitación con que los espíritus mueven la pequeña glándula que hay en medio del cerebro. Pero no basta esto para poder distinguirlas unas de otras; hay que buscar sus fuentes, y examinar sus primeras causas; ahora bien, aunque puedan a veces ser producidas por la acción del alma, que se determina a concebir tales o cuales objetos, y también solamente por el temperamento de los cuerpos o por las impresiones que se encuentran fortuitamente en el cerebro, como ocurre cuando nos sentimos tristes o alegres sin saber por qué, no obstante, por lo que queda dicho, parece que todas pueden también ser suscitadas por los objetos que mueven los sentidos, y que estos objetos son sus causas más corrientes y principales; de donde resulta que, para encontrarlas todas, basta considerar todos los efectos de los objetos.
Art. 52. Cómo se comportan y cómo pueden ser enumeradas.
Observo, además, que los objetos que mueven los sentidos no excitan en nosotros diversas pasiones en razón de todas las diversidades que hay en ellos, sino sólo en razón de las diversas maneras como pueden dañarnos o beneficiarnos, o bien en general ser importantes; y que el comportamiento de todas las pasiones consiste únicamente en que disponen el alma a querer las cosas que la naturaleza nos prescribe como útiles, y a persistir en esta voluntad, y esta misma agitación de los espíritus que las causa dispone el cuerpo a los movimientos que sirven para la ejecución de estas cosas; por eso, para enumerarlas, basta con examinar por orden de cuántas diferentes maneras que nos importan pueden nuestros sentidos ser movidos por sus objetos; y haré aquí la enumeración de todas las principales pasiones según el orden en que pueden así ser descubiertas.
ORDEN Y ENUMERACIÓN DE LAS PASIONES
Art. 53. La admiración.
Cuando nos sorprende el primer encuentro de un objeto, y lo juzgamos nuevo o muy diferente de lo que conocíamos antes o bien de lo que suponemos que deba ser, lo admiramos y nos impresiona fuertemente; y como esto puede ocurrir antes que sepamos de ninguna manera si este objeto nos es conveniente o no, paréceme que la admiración es la primera de todas las pasiones; y no tiene pasión contraria porque, si el objeto que se presenta no tiene nada en sí que nos sorprenda, no nos conmueve en modo alguno y le consideramos sin pasión.
Art. 54. La estimación o el desprecio, la generosidad o el orgullo, y la humildad o la bajeza.
A la admiración va unida la estimación o el desprecio, según que lo que admiramos sea la grandeza de un objeto o su pequeñez. Y podemos así estimarnos o menospreciarnos a nosotros mismos; de donde resultan las pasiones, y luego los hábitos de magnanimidad o de orgullo y de humildad o de bajeza.
Art. 55. La veneración y el desdén.
Pero cuando estimamos o despreciamos otros objetos que consideramos como causas libres capaces de hacer bien o mal, de la estimación nace la admiración, y del simple desprecio el desdén.
Art. 56. El amor y el odio.
Ahora bien: todas las precedentes pasiones pueden producirse en nosotros sin que advirtamos en modo alguno si el objeto que las causa es bueno o malo. Pero cuando se nos presenta una cosa como buena para nosotros, es decir, como conveniente, esto nos hace sentir amor por ella; y cuando se nos presenta como mala y nociva, esto nos mueve al odio.
Art. 57. El deseo.
De la misma consideración del bien y del mal nacen todas las demás pasiones; mas, para ponerlas por orden, distingo los tiempos, y conceptuando que nos llevan a considerar el futuro mucho más que el presente o el pasado, comienzo por el deseo. Pues no sólo cuando se desea adquirir un bien que no se tiene aún, o bien evitar un mal que se cree puede ocurrir, sino también cuando se desea simplemente la conservación de un bien o la ausencia de un mal, que es a lo único que puede alcanzar esta pasión, es evidente que ésta se refiere siempre al futuro.
Art. 58. La esperanza, el temor, los celos, la seguridad y la desesperanza.
Basta pensar que es posible la adquisición de un bien o la evitación de un mal para sentirse movido a desearlo. Pero cuando se considera, además, si hay pocas o muchas apariencias de conseguir lo que se desea, lo que nos hace ver que hay muchas provoca en nosotros la esperanza, y lo que nos hace ver que hay pocas suscita temor, una especie del cual son los celos. Cuando la esperanza es suma, cambia de naturaleza y se llama seguridad o certidumbre, y al contrario, el temor extremado se torna en desesperación.
Art. 59. La irresolución, el valor, la intrepidez, la emulación, la cobardía y el terror.
Y podemos, pues, esperar y temer, aunque el acontecimiento de lo que va a ocurrir no depende en modo alguno de nosotros; pero cuando se nos presenta como dependiente de nosotros, puede haber dificultad en la elección de los medios o en la ejecución. De la primera resulta la irresolución, que nos dispone a deliberar y tomar consejo. A la segunda se opone el valor, o la intrepidez, una especie del cual es la emulación. Y la cobardía es opuesta al valor, como el miedo o el terror a la intrepidez.
Art. 60. El remordimiento.
Y si nos determinamos a una acción antes de disiparse la irresolución, esto produce el remordimiento de conciencia, que no se refiere a tiempo futuro, como las pasiones precedentes, sino al pasado.
Art. 61. La alegría y la tristeza.
Y la consideración del bien presente suscita en nosotros la alegría; la del mal, la tristeza, cuando se trata de un bien o un mal que se nos aparece como propio.
Art. 62. La burla, la envidia, la piedad.
Mas cuando se nos presenta como perteneciente a otros hombres, podemos juzgarlos dignos o indignos de él; y cuando los juzgamos dignos, ello no produce en nosotros otra pasión que la alegría, porque significa para nosotros algún bien el ver que las cosas ocurren como deben. Hay sólo la diferencia de que la alegría que procede del bien es seria, mientras que la que procede del mal va acompañada de risas y de burla. Pero si los juzgamos indignos, el bien mueve a la envidia, y el mal a la piedad, que son dos especies de tristeza. Y es de observar que las mismas pasiones que se refieren a los bienes o a los males presentes pueden con frecuencia referirse también a los futuros, pues el pensar que van a ocurrir los representa como presentes.
Art. 63. La satisfacción de sí mismo y el arrepentimiento.
Podemos también considerar la causa del bien o del mal, tanto presente como pasado. Y el bien que nosotros mismos hemos hecho nos produce una satisfacción interior, que es la más dulce de todas las pasiones, mientras que el mal produce el arrepentimiento, que es la más amarga.
Art. 64. La simpatía y el agradecimiento.
Mas el bien que han hecho otros da lugar a que sintamos simpatía hacia ellos, aunque no nos lo hayan hecho a nosotros; y si es a nosotros, a la simpatía se une el agradecimiento.
Art. 65. La indignación y la ira.
De la misma manera, el mal hecho por otros, no siendo contra nosotros mismos, nos produce sólo indignación; y cuando es contra nosotros, nos mueve también a la ira.
Art. 66. La gloria y la vergüenza.
Por otra parte, el bien que está o que ha estado en nosotros, en cuanto afecta a la opinión que los demás pueden tener de nosotros, nos produce vanagloria, y el mal, vergüenza.
Art. 67. El hastío, la añoranza y la alegría.
Y a veces la duración del bien causa el hastío o la saciedad, mientras que la del mal disminuye la tristeza. Por último, del bien pasado proviene la añoranza, que es una especie de tristeza, y del mal pasado proviene la alegría, que es una especie de gozo.
Art. 68. Por qué esta enumeración de las pasiones es diferente de la comúnmente aceptada.
He aquí el orden que me parece el mejor para enumerar las pasiones. Sé que en ella me alejo de la opinión de cuantos han escrito sobre esto, pero mi discrepancia está muy justificada. Pues ellos deducen su enumeración de que distinguen en la parte sensitiva del alma dos apetitos, que llaman respectivamente concupiscible e irascible. Y como yo no encuentro en el alma ninguna distinción de partes, como ya he dicho, esa diferencia me parece que sólo significa que hay en ella dos facultades, una de desear y otra de rechazar; y puesto que el alma tiene de la misma manera las facultades de admirar, de amar, de esperar, de temer y de recibir en sí cada una de las demás pasiones, o de realizar las acciones a que la impulsan esas pasiones, no veo por qué han querido adscribirlas todas a la concupiscencia o a la ira. Aparte de su enumeración no comprende todas las principales pasiones, como creo que las comprende ésta. Hablo sólo de las principales, pues se podría distinguir otras varias más particulares, y su número es indefinido.
Art. 69. Hay sólo seis pasiones primarias.
Mas el número de las simples y primarias no es muy grande. Pues, examinando todas las que he enumerado, es fácil observar que sólo hay seis que lo sean, a saber: la admiración, el amor, el odio, el deseo, la alegría y la tristeza; y que todas las demás son compuestas de algunas de estas seis, o son especies de las mismas. Por eso, para evitar que el gran número embarace a los lectores, trataré aquí separadamente de las seis primarias, y después indicaré de qué manera se originan en éstas todas las demás.
Art. 70. De la admiración; su definición y su causa.
La admiración es una súbita sorpresa del alma que hace a ésta considerar con atención los objetos que le parecen raros y extraordinarios. Es producida, pues, primeramente por la impresión que se tiene en el cerebro, que representa el objeto como raro y, por consiguiente, digno de ser atentamente considerado; luego, por el movimiento de los espíritus, dispuestos por esta impresión a dirigirse con gran fuerza al lugar del cerebro donde se encuentra para reforzarla y conservarla en él; como también esa impresión los dispone a pasar del cerebro a los músculos que sirven para mantener los órganos de los sentidos en la misma situación en que están, a fin de que estos la sostengan, si por ellos se ha producido.
Art. 71. En esta pasión no se produce ningún cambio en el corazón ni en la sangre.
Y esta pasión tiene la particularidad de que no se observa que vaya acompañada de ningún cambio en el corazón ni en la sangre, como ocurre en las demás pasiones. La razón es que, no teniendo por objeto el bien ni el mal, sino solamente el conocimiento de la cosa que se admire, no tiene relación con el corazón y la sangre, de los que depende todo el bien del cuerpo, sino solamente con el cerebro, donde están los órganos de los sentidos que sirven para este conocimiento.
Art. 72. En qué consiste la fuerza de la admiración.
Lo cual no impide que la admiración tenga mucha fuerza por causa de la sorpresa, es decir, de la producción súbita e inopinada que cambia el movimiento de los espíritus, sorpresa que es propia y particular de esta pasión; de suerte que cuando se encuentra en otras, como suele encontrarse en casi todas y aumentarlas, es que la admiración va unida a ellas. Y la fuerza depende de dos cosas: de la novedad y de que el movimiento que produce tiene desde el comienzo toda su fuerza. Pues es indudable que tal movimiento produce más efecto que los que, débiles al principio y aumentando sólo poco a poco, pueden ser desviados fácilmente. También es cierto que los objetos de los sentidos que son nuevos impresionan al cerebro en ciertas partes en las cuales no suele ser impresionado; y que como estas partes son más tiernas y menos firmes que las endurecidas por la agitación frecuente, esto aumenta el efecto de los movimientos que los objetos provocan en ellas. Lo cual no resultará increíble si se considera que una razón análoga hace que estando las plantas de nuestros pies acostumbradas a un roce bastante rudo, por el peso del cuerpo que soportan, sentimos muy poco este roce cuando andamos; mientras que otro mucho menor y más suave haciéndoles cosquillas nos resulta casi insoportable, debido a que no nos es habitual.
Art. 73. Qué es el pasmo.
Y esta sorpresa tiene tanto poder para hacer que los espíritus que se encuentran en las cavidades del cerebro se dirijan hacia el lugar donde está la impresión del objeto admirado, que a veces los impulsa todos hacia ese lugar, y tan ocupados están en conservar esta impresión que ninguna parte de ellos pasan de aquí a los músculos ni se desvían en manera alguna de las primeras huellas que han seguido en el cerebro: lo cual hace que todo el cuerpo permanezca inmóvil como una estatua y que no se pueda apreciar del objeto más que la primera fase que de él se presentó, ni por consiguiente adquirir un conocimiento de él más particular. Esto es lo que se llama generalmente estar pasmado; y el pasmo es un exceso de admiración siempre malo.
Art. 74. En qué son útiles todas las pasiones, y en qué nocivas.
Ahora bien, fácil es deducir, de todo lo dicho hasta aquí que la utilidad de todas las pasiones no consiste sino en que fortalecen y conservan en el alma pensamientos que conviene que conserve y que, sin ellas, podrían borrarse fácilmente. Y todo el mal que pueden causar consiste en que fortalezcan y conserven estos pensamientos más de lo necesario, o bien fortalezcan y conserven otros en los que no conviene detenerse.
Art. 75. En qué consiste particularmente la admiración.
Y puede decirse en particular que la admiración que es útil en que hace que aprendamos y retengamos en la memoria las cosas que antes ignorábamos; pues admiramos lo que nos parece raro y extraordinario; y nada puede parecernos tal si no es porque lo hemos ignorado, o también porque es diferente de las cosas que hemos sabido; pues precisamente por esta diferencia se llama extraordinario. Ahora bien, aunque una cosa que nos era desconocida se presente de nuevo a nuestro entendimiento o a nuestros sentidos, no por eso la retenemos en nuestra memoria, a no ser que la idea que de ella tenemos sea reforzada en nuestro cerebro por alguna pasión, o también por el esfuerzo de nuestro entendimiento, que nuestra voluntad determina a una atención y reflexión especiales. Y las demás pasiones pueden servir para hacer que se adviertan las cosas que parecen buenas o malas, mas por las que parecen solamente raras no sentimos sino admiración. Por eso vemos que los que no tienen ninguna inclinación natural a esta pasión son generalmente muy ignorantes.
Art. 76. En qué puede ser nociva y cómo se puede remediar su defecto y corregir su exceso.
Pero mucho más a menudo acontece admirar demasiado y pasmarse al ver cosas que no merecen sino muy poco o nada que se repare en ellas, cuanto más admirarlas poco ni mucho. Por eso, aunque es bueno haber nacido con alguna tendencia a esta pasión, porque ello nos dispone al conocimiento de las ciencias, debemos sin embargo procurar luego liberamos de ella lo más posible. Pues es fácil remediar su falta mediante una reflexión y atención particulares, a la que nuestra voluntad puede siempre obligar a nuestro entendimiento cuando juzgamos que la cosa que se presenta lo merece; mas para evitar la excesiva admiración, no hay otro remedio que adquirir el conocimiento de varias cosas y ejercitarse en el examen de todas las que pueden parecer más raras y más extrañas.
Art. 77. No son los más estúpidos ni los más inteligentes los más inclinados a la admiración.
Por lo demás, aunque los únicos naturalmente incapaces de admiración son los necios y estúpidos, no quiere decir esto que los más inteligentes sean siempre los más inclinados a admirar; los más inteligentes son los que, aunque posean un sentido común bastante bueno, no tienen, sin embargo, gran opinión de su propia suficiencia.
Art. 78. El exceso de esta pasión puede tornarse en hábito si no se acude a corregirlo.
Y aunque esta pasión parece disminuir con el uso, porque cuantas más cosas raras nos causan admiración, más nos acostumbramos a dejar de admirarlas y a pensar que todas las que pueden presentarse después son vulgares, no obstante, cuando esta pasión es excesiva y hace que se detenga la atención sólo en la primera imagen de los objetos que se han presentado, sin adquirir otro conocimiento de los mismos, deja tras si un hábito que dispone al alma a detenerse de la misma manera en todos los demás objetos que se presenta, a poco nuevos que le parezcan. Y esto es lo que prolonga la enfermedad de los que son ciegamente curiosos, es decir, de los que buscan la rareza sólo por admirarla y no por conocerla: pues, poco a poco, se van tornando tan admirativos, que lo mismo se paran en cosas de ninguna importancia que en aquellas cuya imagen es más útil.
Art. 79. Definiciones del amor y del odio.
El amor es una emoción del alma causada por el movimiento de los espíritus que la incita a unirse de voluntad a los objetos que parecen serle convenientes. Y el odio es una emoción causada por los espíritus que incita al alma a querer separarse de los objetos que se le presentan como nocivos. Digo que estas emociones son causadas por los espíritus para distinguir el amor y el odio, que son pasiones y dependen del cuerpo, tanto de los juicios que mueven también al alma a unirse de voluntad con las cosas que estima buenas y a separarse de las que estima malas, como de las emociones que éstos provocan por sí solos en el alma.
Art. 80. Qué es unirse o separarse de voluntad.
Por lo demás, no empleo aquí la palabra voluntad en el sentido de deseo, que es una pasión aparte y se refiere al futuro; sino que me refiero al consentimiento por el que una persona se considera desde un momento dado unida al ser amado, de tal suerte que imagina un todo del cual piensa que ella es sólo una parte, y otra la cosa amada. Y al contrario, el que siente odio se considera como un todo enteramente separado de la cosa por la cual siente aversión.
Art. 81. De la distinción que acostumbramos hacer entre el amor de concupiscencia y el de benevolencia.
Ahora bien, se distinguen generalmente dos clases de amor, una de las cuales se llama amor de benevolencia, o sea que incita a querer el bien para el ser amado; la otra se llama amor de concupiscencia, o sea que incita a desear el objeto que amamos. Pero yo creo que esta distinción se refiere sólo a los efectos del amor, y no a su esencia; pues desde el momento en que nos sentimos unidos de voluntad a algún objeto, cualquiera que sea su naturaleza, sentimos hacia él inclinación generosa, es decir, que unimos también a él de voluntad las cosas que creemos le son convenientes, lo cual es uno de los principales efectos del amor. Y si juzgamos que es un bien poseerlo o unirse a él de otro modo que de voluntad, lo deseamos: lo cual es asimismo uno de los más ordinarios efectos del amor.
Art. 82. Cómo pasiones muy diferentes coinciden en que participan del amor.
No es necesario distinguir tantas especies de amor como objetos diversos se puede amar; pues, por ejemplo, aunque sean muy diferentes entre sí las pasiones de un ambicioso por su gloria, de un borracho por el vino, de un bruto por una mujer a la que quiere violar, de un hombre de honor por su amigo o por su amante y de un buen padre por sus hijos, no obstante, en cuanto participan del amor son parecidas. Pero en los cuatro primeros no hay amor sino por la posesión de los objetos a los que se refiere su pasión, y no por los objetos mismos, por los cuales sienten solamente deseo mezclado con otras pasiones particulares, mientras que el amor que un buen padre siente por sus hijos es tan puro que no desea obtener nada de ellos y no quiere poseerlos de otro modo que como lo hace, ni unirse a ellos más estrechamente de lo que lo está ya; sino que, considerándoles como otros él mismo, procura el bien de ellos como el suyo propio, o incluso con más celo, porque, pareciéndole que el y ellos constituyen un todo del cual no es él la mejor parte, prefiere a menudo los intereses de ellos antes que los suyos y no teme perderse por salvarlos. El afecto que las personas de honor sienten por sus amigos es de esta naturaleza, aunque rara vez sea tan perfecto; y el que sienten por su amada participa mucho de aquélla, pero un poco también de la otra.
Art. 83. De la diferencia que existe entre el simple afecto, la amistad y la devoción.
Paréceme que con mejor razón se puede distinguir el amor por el grado de estimación de lo que amamos en comparación con nosotros mismos, pues cuando estimamos el objeto de nuestro amor menos que a nosotros mismos sólo sentimos por él un simple afecto; cuando lo estimamos igual, se llama amistad, y cuando lo estimamos más, la pasión que sentimos puede ser llamada devoción. Así, se puede sentir afecto por una flor, por un pájaro, por un caballo; pero, a menos de tener trastornado el entendimiento, solo por los hombres se puede sentir amistad. Y de tal modo son ellos el objeto de esta pasión, que no hay hombre tan imperfecto que no se pueda sentir por él una amistad muy perfecta cuando se es amado por él y se tiene el alma verdaderamente noble y generosa, según explicaremos luego en él articulo 144 y en el 146. En cuanto a la devoción, su principal objeto es sin duda la soberana Divinidad, a la cual no se puede por menos de ser devoto cuando se la conoce como es debido; pero se puede también tener devoción por su príncipe, por su país, por su ciudad, y hasta por un hombre determinado, cuando se le estima mucho más que a uno mismo. Ahora bien, la diferencia que hay entre estas tres clases de amor se manifiesta principalmente por sus efectos; pues, considerándonos en todas unidos a la cosa amada, estamos siempre dispuestos a abandonar la parte menor del todo que formamos con ella para conservar la otra; lo cual hace que, en el simple afecto, nos preferimos siempre a lo que amamos, y en cambio, en la devoción, preferimos de tal modo la cosa amada a nosotros mismos que no tememos la muerte por conservarla. De lo cual se han dado a menudo ejemplos en personas que se han expuesto a una muerte segura por la defensa de su príncipe o de su ciudad, y también a veces por personas particulares a las que se habían consagrado.
Art. 84. No hay tantas especies de odio como de amor.
Por otra parte, aunque el odio sea directamente opuesto al amor, no se distinguen en aquél tantas especies, porque la diferencia que hay entre los males de los que la voluntad nos separa no se nota tanto como advertimos la que existe entre los bienes a los que estamos unidos.
Art. 85. De la complacencia y del horror.
Y sólo encuentro una distinción considerable que sea análoga en uno y otro. Consiste en que los objetos tanto del amor como del odio puede conocerlos el alma por los sentidos exteriores, o bien por los interiores y por su propia razón; pues llamamos generalmente bien o mal a lo que nuestros sentidos anteriores o nuestra razón nos hacen juzgar conveniente o contrario a nuestra naturaleza; pero llamamos bello o feo a lo que así nos presentan nuestros sentidos exteriores principalmente el de la vista, que es considerado él solo más importante que todos los demás; de donde nacen dos especies de amor: la que sentimos por las cosas buenas y la que sentimos por las bellas, a la cual se puede dar el nombre de complacencia, para no confundirla con la otra, ni tampoco con el deseo, al cual se le suele dar el nombre de amor; y de aquí nacen de la misma manera dos especies de odio, una de las cuales se refiere a las cosas malas, la otra a las feas; y a ésta última podemos llamarla horror o aversión, para distinguirla. Pero lo más interesante aquí es que estas pasiones de complacencia y de horror suelen ser más violentas que las otras especies de amor o de odio, porque lo que llega al alma por los sentidos la impresiona más fuertemente que lo que presenta la razón, y que todas ellas son generalmente menos verdaderas; de suerte que, de todas las pasiones, son éstas las que más engañan y de las que con más cuidado debemos guardamos.
Art. 86. Definición del deseo.
La pasión del deseo es una agitación del alma causada por los espíritus que la disponen a querer para el futuro la cosa que le parece conveniente. Así, no se desea sólo la presencia del bien ausente, sino también la conservación del presente, y además la ausencia del mal, tanto del que se padece ya como del que creemos que podemos recibir en el futuro.
Art. 87. Es una pasión que no tiene contraria.
Ya sé que, generalmente, en la escuela se opone la pasión que tiende a buscar el bien, a la cual únicamente se llama deseo, a la que tiende a evitar el mal, que se llama aversión. Pero, como no hay ningún bien cuya privación no sea un mal, ni ningún mal considerado como una cosa positiva cuya privación no sea un bien, y como buscando por ejemplo, las riquezas, se huye necesariamente de la pobreza, huyendo de las enfermedades se busca la salud, y así sucesivamente, paréceme que es siempre un mismo movimiento que lleva a buscar el bien y al mismo tiempo a huir del mal que le es contrario. Observo solamente en él la diferencia de que el deseo que se tiene cuando se tiende hacia algún bien va acompañado de odio, de temor y de tristeza, y esto hace que se le juzgue contrario a sí mismo. Mas si lo consideramos cuando se refiere al mismo tiempo a algún bien para buscarlo y al mal opuesto para evitarlo, podemos ver muy evidentemente que es una sola y misma pasión la que hace uno y otro.
Art. 88. Cuáles son sus diversas especies.
Más razonable será distinguir el deseo en tantas especies diversas como objetos diversos deseados existen; pues, por ejemplo, la curiosidad, que no es otra cosa que un deseo de conocer, difiere mucho del deseo de gloria, y éste del deseo de venganza, y así sucesivamente. Pero basta aquí saber que hay tantos como especies de amor o de odio, y que los más considerables y los más fuertes son los que nacen de la complacencia y del horror.
Art. 89. Cuál es el deseo que nace del horror.
Ahora bien, aunque no sea sino uno mismo el deseo que tiende a buscar el bien y a huir del mal que le es contrario, el deseo que nace de la complacencia no deja de ser muy diferente del que nace del horror; pues esta complacencia y este horror, que verdaderamente son opuestos, no son el bien y el mal los que sirven de objetos a estos deseos, sino solamente dos emociones del alma que la disponen a buscar dos cosas muy diferentes, a saber: el horror lo ha instituido la naturaleza para representar al alma una muerte súbita e inopinada, de suerte que, aunque sólo sea a veces el contacto de un gusano, o el nido de una hoja que tiembla, o su sombra, lo que produce horror, se siente por lo pronto tanta emoción como si ofreciera a los sentidos un peligro de muerte muy evidente, lo cual provoca de súbito la agitación que lleva al alma a emplear todas sus fuerzas para evitar un mal tan presente; y esta especie de deseo es lo que se llama comúnmente la huida y la aversión.
Art. 90. Cuál es el que nace de la complacencia.
Por el contrario, la complacencia ya ha instituido particularmente la naturaleza para representar el goce de lo que agrada como el más grande de todos los bienes que pertenecen al hombre, lo que hace que se desee muy ardientemente este goce. Verdad es que hay diversas especies de complacencias y que los deseos que de ellas nacen no son todos igualmente poderosos; pues, por ejemplo, la belleza de las flores nos incita solamente a mirarlas, y la de las frutas a comerlas. Pero la principal es la que proviene de las perfecciones que imaginamos en una persona que pensamos puede llegar a ser nosotros mismos; pues, con la diferencia del sexo, que la naturaleza ha puesto en los hombres así como en los animales irracionales, ha puesto también ciertas impresiones en el cerebro que hacen que, a cierta edad y en cierto tiempo, cada persona se considere como defectuosa y como si no fuera más que la mitad de un todo cuya otra mitad debe ser una persona del otro sexo, de suerte que la naturaleza presenta confusamente la adquisición de esta mitad como el más grande de todos los bienes imaginables. Y aunque se vean varias personas de este otro sexo no por eso se desean varias al mismo tiempo, porque la naturaleza no hace imaginar que se tiene necesidad de más de una mitad. Mas cuando se observa algo en una que complace más que lo que se observa al mismo tiempo en las otras, ello determina al alma a sentir por esa sola toda la inclinación que la naturaleza le da a buscar el bien que le presente como el más grande que pueda poseerse; y a esta inclinación o a este deseo que nace así de la complacencia se le da el nombre de amor más generalmente que a la pasión de amor que hemos descrito antes. También tiene efectos más extraños, y es el que sirve de principal materia a los autores de novelas y a los poetas.
Art. 91. Definición de la alegría.
La alegría es una emoción agradable del alma, en la que consiste el goce que ésta siente del bien que las impresiones del cerebro le representan como suyo. Digo que en esta emoción consiste el goce del bien; pues, en efecto, el alma no recibe ningún otro fruto de todos los bienes que posee; y mientras no siente ninguna alegría de poseerlos, puede decirse que no goza de ellos más que si no los poseyera. Añado que de este bien que las impresiones del cerebro le representan como suyo, a fin de no confundir este gozo, que es una pasión, con el gozo puramente intelectual, que se produce en el alma por la única emoción agradable producida en ella misma, en la cual consiste el goce que el alma siente del bien que su entendimiento le presenta como suyo. Verdad es que, mientras el alma está unida al cuerpo, este gozo intelectual no puede casi nunca dejar de ir acompañado del que es una pasión; pues tan pronto como nuestro entendimiento advierte que poseemos algún bien, aunque este bien pueda ser tan diferente de todo lo que pertenece al cuerpo que no sea en absoluto imaginable, no deja la imaginación de producir inmediatamente alguna impresión en el cerebro, de la cual resulta el movimiento de los espíritus que suscita la pasión de la alegría.
Art. 92. Definición de la tristeza.
La tristeza es una languidez desagradable, en la cual consiste la incomodidad que el alma recibe del mal o de la falta de algo que las impresiones del cerebro le presentan como cosa que le pertenece. Y hay también una tristeza intelectual que no es la pasión, pero que casi siempre va acompañada por ella.
Art. 93. Cuáles son las causas de ambas pasiones.
Ahora bien, cuando la alegría o la tristeza intelectual suscita así la que es una pasión, su causa es bastante evidente; y se ve por sus definiciones que la alegría proviene de pensar que se posee algún bien, y la tristeza, de pensar que se tiene algún mal o se carece de algo. Mas ocurre a menudo que nos sentimos tristes o alegres sin que podamos señalar claramente el bien o el mal que son la causa, y esto acontece cuando este bien o este mal producen sus impresiones en el cerebro sin intervención del alma, a veces porque pertenecen sólo al cuerpo, y a veces también, aunque pertenezcan al alma, porque esta no las considera como bien o mal, sino bajo alguna otra forma cuya impresión va unida con la del bien o del mal en el cerebro.
Art. 94. Cómo estas pasiones son producidas por bienes o males que sólo atañen al cuerpo, y en qué consisten el sentimiento agradable y el dolor.
Así cuando se goza de plena salud y el tiempo está más sereno que de costumbre, sentimos en nosotros una alegría que no proviene de ninguna función del entendimiento, sino sólo de las impresiones que produce en el cerebro el movimiento de los espíritus; y de la misma manera nos sentimos tristes cuando el cuerpo está indispuesto, aunque no sepamos que lo está. Así, la satisfacción de los sentidos va seguida tan de cerca por la alegría, y el dolor por la tristeza, que la mayor parte de los hombres no los distinguen. Sin embargo, difieren tanto que se puede a veces sufrir dolores con alegría y recibir halagos de los sentidos que desagradan. Mas lo que hace que, por lo general, del halago de los sentidos resulte la alegría es que todo lo que se llama halago de los sentidos o sentimiento agradable consiste en que los objetos de los sentidos producen algún movimiento en los nervios que podría dañarles si no tuvieran bastante fuerza para resistirlo o si el cuerpo no estuviera bien dispuesto; esto produce una impresión en el cerebro que, instituida por la naturaleza para testimoniar esa buena disposición y esa fuerza, la presenta al alma como un bien que le pertenece en tanto está unida al cuerpo, y por eso suscita en ella la alegría. Casi la misma razón es la que hace que nos agrade sentirnos emocionados o por toda clase de pasiones, incluso la tristeza y el odio, cuando estas pasiones son producidas por las aventuras extrañas que vemos representar en un teatro, o por otras cosas parecidas que, no pudiendo dañarnos de ninguna manera, parecen acariciarnos el alma conmoviéndola. Y la causa de que el dolor produzca generalmente la tristeza consiste en que el sentimiento que se llama dolor proviene siempre de alguna acción tan violenta que hiere los nervios; de suerte que, instituida por la naturaleza para mostrar al alma el daño que recibe el cuerpo por esta acción, y su debilidad al no poder resistirlo, le muestra lo uno y lo otro como males que le son siempre agradables, excepto cuando causan algunos bienes que el alma estima más.
Art. 95. Cómo pueden también ser producidas por bienes y por males que el alma no advierte aunque le pertenezcan, como el placer de arriesgarse o de recordar el mal pasado.
Así, el placer que suelen sentir los jóvenes en emprender cosas difíciles y en exponerse a grandes peligros, aún cuando no esperen de ello ningún provecho ni ninguna gloria, proviene en ellos de que el pensar que lo que emprenden es difícil les produce en el cerebro una impresión que, unida a la que podrán tener si pensaran que es un bien sentirse bastante valiente, bastante afortunado, bastante diestro o bastante fuerte para osar arriesgarse hasta tal punto, determina el que se complazcan en ello, y la satisfacción que sienten los viejos cuando se acuerdan de los males que han sufrido proviene de que imaginan que es un bien haber podido subsistir a pesar de ellos.
Art. 96. Cuáles son los movimientos de la sangre y de los espíritus que producen las cinco pasiones precedentes.
Las cinco pasiones que he comenzado a explicar están de tal modo unidas u opuestas unas a otras, que es más fácil considerarlas todas juntas que tratar separadamente de cada una, como lo hemos hecho de la admiración; y su causa no está, como la de ésta, solamente en el cerebro, sino también en el corazón, en el bazo, en el hígado y en todas las demás partes del cuerpo, en tanto sirven para la producción de la sangre y luego de los espíritus: pues, aunque todas las venas conducen al corazón la sangre que contienen, ocurre a veces, sin embargo, que la de algunas es impulsada con más fuerza que la de otras; ocurre también que los orificios por donde entra en el corazón, o por donde sale, se dilatan o contraen más unas veces que otras.
Art. 97. Principales experiencias que sirven para conocer estos movimientos en el amor.
Ahora bien, considerando las diversas alteraciones de nuestro cuerpo que la experiencia muestra cuando el alma está agitada por diversas pasiones, observo en el amor, cuando el alma está sola, es decir, cuando no la acompaña ninguna intensa alegría, o deseo, o tristeza, que el latido del pulso es igual y mucho más grande y más fuerte que de costumbre; que se siente un dulce calor en el pecho y que, en el estómago, se hace la digestión más rápidamente, de modo que esta pasión es útil para la salud.
Art. 98. En el odio.
En el odio observo, por el contrario, que el pulso es desigual y más débil, y a veces más rápido; que se sienten fríos entreverados de no sé qué calor áspero y agudo en el pecho; que el estómago deja de cumplir su función y tiende a vomitar y rechazar los alimentos ingeridos, o al menos a corromperlos y transformarlos en malos humores.
Art. 99. En la alegría.
En la alegría, el pulso es igual y más rápido que de ordinario, pero no tan fuerte o tan grande como en el amor; y se siente un calor agradable que no está sólo en el pecho, sino que se extiende también a todas las partes exteriores del cuerpo con la sangre que se ve acudir a ellas en abundancia; y sin embargo se pierde a veces el apetito, porque la digestión se hace peor que de costumbre.
Art. 100. En la tristeza.
En la tristeza, el pulso es débil y lento, y se sienten en torno del corazón como ataduras que le aprietan y témpanos que le hielan y comunican su frialdad al resto del cuerpo; y, sin embargo, no se deja de tener algunas veces buen apetito y de sentir que el estómago cumple su deber, con tal de que a la tristeza no se mezcle el odio.
Art. 101. En el deseo.
Observo, en fin, en el deseo la particularidad de que agita el corazón más que ninguna otra pasión, y da al cerebro más espíritus, los cuales, pasando del cerebro a los músculos, avivan más todos los sentidos y hacen más móviles todas las partes del cuerpo.
Art. 102. El movimiento de la sangre y de los espíritus en el amor.
Estas observaciones, y otras varias que serían demasiado largas de escribir, me han dado motivo para juzgar que, cuando el entendimiento se figura algún objeto de amor, la impresión que este pensamiento causa en el cerebro conduce los espíritus animales, a través de los nervios del sexto par, hacia los músculos que hay en torno de los intestinos y del estomago, de la manera necesaria para que el jugo de los alimentos, que se convierte en sangre nueva, pase rápidamente al corazón sin detenerse en el hígado, y que, impulsada con mas fuerza que la que está en las demás partes del cuerpo, entre más abundante en el corazón y produzca en él un calor más intenso, debido a que esta sangre es más fuerte que la que se ha rarificado varias veces al pasar y tornar a pasar por el corazón; lo cual hace que éste envíe también espíritus al cerebro, cuyas partes son mas gruesas y más movidas que de costumbre; y estos espíritus, fortaleciendo la impresión producida por el primer pensamiento del objeto amable, obligan al alma a detenerse en este pensamiento; y en esto consiste la pasión del amor.
Art. 103. En el odio.
Por el contrario, en el odio, el primer pensamiento del objeto que causa aversión conduce de tal modo los espíritus que están en el cerebro a los músculos del estómago y de los intestinos, que impide que el jugo de los alimentos se mezcle con la sangre contrayendo todos los orificios por donde acostumbra pasar a ella; y los conduce también de tal modo hacia los pequeños nervios del bazo y de la parte inferior del hígado, donde se encuentra el receptáculo de la bilis, que las partes de la sangre que normalmente van a parar a estos lugares salen de ellos y circulan hacia el corazón con la que está en las ramificaciones de la vena cava; lo cual da lugar a muchas desigualdades en su calor, pues la sangre que proviene del bazo apenas se calienta y rarifica, mientras que la que procede de la parte inferior del hígado, donde está siempre la hiel, se calienta y se dilata muy rápidamente; después de lo cual los espíritus que van al cerebro tienen también partes muy desiguales y movimientos muy extraordinarios; de donde resulta que fortalecen las ideas de odio que se encuentran ya impresas en él y disponen el alma a pensamientos llenos de acritud y amargura.
Art. 104. En la alegría.
En la alegría, más que los nervios del bazo, del hígado, del estómago o de los intestinos, los que actúan son los que se encuentran en todo el resto del cuerpo, y particularmente el que está en torno de los orificios del corazón, el cual, abriendo y dilatando estos orificios, permite que la sangre que los otros nervios expulsan de las venas hacia el corazón entre en él y salga en mayor cantidad que de costumbre; y como la sangre que entra entonces en el corazón ha pasado ya y vuelto a pasar varias veces por él, habiendo ido de las arterias a las venas, se dilata muy fácilmente y produce espíritus cuyas partes, muy iguales y sutiles, son propias para formar e intensificar las impresiones del cerebro que dan al alma pensamientos alegres y tranquilos.
Art. 105. En la tristeza.
Contrariamente, en la tristeza los orificios del corazón están muy contraídos por el pequeño nervio que los rodea, y la sangre de las venas no está nada agitada, por lo cual acude muy poca al corazón; y no obstante, los pasos por donde el jugo de los alimentos va del estómago y de los intestinos al hígado permanecen abiertos, y ello hace que el apetito no disminuya, excepto cuando los cierra el odio, que suele ir unido a la tristeza.
Art. 106. En el deseo.
Finalmente, la pasión del deseo tiene la particularidad de que la voluntad que se tiene de lograr algún bien o de evitar algún mal envía rápidamente los espíritus del cerebro hacia todas las partes del cuerpo que pueden servir para los actos necesarios al efecto, y particularmente hacia el corazón y hacia las partes que proporcionan más sangre, a fin de que, recibiéndola en mayor abundancia que de costumbre, envíe al cerebro mayor cantidad de espíritus, tanto para mantener y afianzar en él la idea de esta voluntad como para pasar de él a todos los órganos de los sentidos y a todos los músculos que pueden coadyuvar a conseguir lo que se desea.
Art. 107. Cuál es la causa de estos movimientos en el amor.
Y las razones de todo esto las deduzco de lo que ha quedado dicho antes: que hay tal relación entre nuestra alma y nuestro cuerpo, que cuando una vez hemos unido alguna acción corporal con algún pensamiento, ya nunca más se nos presentan separados: como se ve en los que han tomado con gran aversión algún brebaje estando enfermos, que luego no pueden beber o comer nada de parecido gusto sin sentir de nuevo la misma aversión; y de la misma manera, no pueden pensar en la aversión que sienten por las medicinas sin que les venga al pensamiento el mismo gusto. Pues creo que las primeras pasiones que nuestra alma ha tenido cuando comenzó a estar unida a nuestro cuerpo han debido ser que a veces la sangre, u otro jugo que entrara en el corazón, era un alimento más conveniente para mantener en él el calor, que es el principio de la vida; y esto era causa de que el alma uniera a sí de voluntad este alimento, es decir, que lo amara, y al mismo tiempo los espíritus iban del cerebro a los músculos, que podían presionar o agitar las partes de donde la sangre había venido al corazón, para que le enviasen más; y estas partes eran el estómago y los intestinos, cuyo movimiento aumenta el apetito, o bien asimismo el hígado y el pulmón, que los músculos del diafragma pueden mover: por eso este mismo movimiento de los espíritus ha acompañando siempre desde entonces la pasión de amor.
Art. 108. En el odio.
A veces, por el contrario, llegaba al corazón algún jugo extraño incapaz de mantener el calor y que podía incluso extinguirlo, y por esto, los espíritus que subían del corazón al cerebro despertaban en el alma la pasión del odio; y al mismo tiempo estos espíritus iban del cerebro a los nervios que podían impulsar sangre del bazo y de las pequeñas venas del hígado al corazón, para impedir que entrara en él ese jugo nocivo, y también a los que podían rechazar este mismo jugo hacia los intestinos y el estómago, o también a veces obligar al estómago a vomitarlo: a esto se debe que estos mismos movimientos acompañen habitualmente a la pasión del odio. Y puede observarse a simple vista que hay en el hígado muchas venas o conductos bastante anchos por donde el jugo de los alimentos puede pasar de la vena porta a la vena cava, y de aquí al corazón, sin detenerse nada en el hígado; pero hay también una infinidad de otros conductos más pequeños en los que puede detenerse, y que contienen siempre sangre de reserva, y lo mismo ocurre en el bazo; y esta sangre, más gruesa que la de otras partes del cuerpo, puede servir mejor de alimento al fuego que hay en el corazón cuando el estómago y los intestinos dejan de suministrárselo.
Art. 109. En la alegría.
También ha ocurrido a veces al comienzo de nuestra vida que la sangre contenida en las venas era un alimento bastante conveniente para mantener el calor del corazón, y que la contengan en cantidad tal que no necesitaban sacar alimento alguno de otro sitio; lo cual ha despertado en el alma la pasión de la alegría y ha hecho al mismo tiempo que los orificios del corazón se abrieran más que de costumbre, y que los espíritus, acudiendo abundantemente del cerebro, no sólo a los nervios que sirven para abrir estos orificios, sino también a todos los demás que impulsan hacia el corazón la sangre de las venas, impidan que venga nuevamente a éste sangre del hígado, del bazo, de los intestinos y del estómago: por eso estos mismos movimientos van unidos a la alegría.
Art. 110. En la tristeza.
A veces, por el contrario, ha ocurrido que el cuerpo ha carecido de alimento, y esto es lo que debe hacer sentir al alma su primera tristeza, a menos que haya ido unida al odio. Esto ha hecho también que los orificios del corazón se contrajeran, al no recibir sino poca sangre, y que haya acudido del bazo una parte bastante considerable de la misma, porque el bazo es como el último depósito que sirve para proveer al corazón cuando no recibe bastante de otro sitio: por eso acompañan siempre a la tristeza los movimientos de los espíritus y de los nervios que sirven para contraer los orificios del corazón y para conducir sangre del bazo.
Art. 111. En el deseo.
En fin, todos los primeros deseos que el alma puede haber tenido cuando estaba recién unida al cuerpo han sido recibir las cosas que le eran convenientes y rechazar las que le eran nocivas; y para estos efectos han comenzado los espíritus, desde entonces, a mover los músculos y todos los órganos de los sentidos de todas las maneras que pueden moverlos; lo cual es causa de que ahora, cuando el alma desea algo, todo el cuerpo deviene más ágil y más dispuesto a moverse que de costumbre. Y cuando esta buena disposición del cuerpo tiene otro origen, los deseos del alma son, a su vez, más fuertes y más ardientes.
Art. 112. Cuáles son los signos exteriores de estas pasiones.
Lo que he dicho explica bastante bien la causa de las diferencias del pulso y de todas las demás propiedades que he atribuido a estas pasiones, y no es necesario que me detenga a explicarlas más. Pero, como sólo he señalado en cada una lo que en ella puede observarse cuando está sola, y que sirve para conocer los movimientos de la sangre y de los espíritus que los producen, me queda por tratar aún de las varias señales exteriores que habitualmente las acompañan, y que se observan mucho mejor cuando se encuentran varias juntas, como es corriente, que cuando están separadas. Las principales de estas señales son los gestos de los ojos y del rostro, los cambios de color, los temblores, la languidez, el desmayo, las risas, las lágrimas, los gemidos y los suspiros.
Art. 113. De los gestos de los ojos y del rostro.
No hay pasión alguna que no sea revelada por algún gesto de los ojos, y en algunas se manifiesta esto de tal modo que hasta los criados más estúpidos pueden ver en los ojos de su amo si está enfadado con ellos o no lo está. Pero, aunque estos gestos de los ojos se adviertan fácilmente y se sepa lo que significan, no por eso es fácil describirlos, porque cada uno se compone de varios cambios que se producen en el movimiento y en la forma de los ojos, y son tan particulares y tan pequeños que no puede percibirse cada uno de ellos separadamente, aunque sea fácil de notar lo que resulta de su conjunto. Casi lo mismo puede decirse de los gestos del rostro que acompañan también a las pasiones; pues, aunque son más grandes que los de los ojos, es asimismo difícil distinguirlos, y son tan poco diferentes que hay hombres que ponen casi la misma cara cuando lloran que cuando ríen. Cierto es que algunos signos del rostro son bastante evidentes, como las arrugas de la frente en la cólera y ciertos movimientos de la nariz y de los labios en la indignación y en la burla; pero parecen ser más voluntarios que naturales. Y generalmente el alma puede cambiar todos los gestos, sean del rostro o de los ojos, cuando, queriendo ocultar su pasión, imagina intensamente una contraria; de suerte que lo mismo podemos servirnos de los gestos para disimular nuestras pasiones que para expresarlas.
Art. 114. De los cambios de color.
No es fácil dejar de enrojecer o de palidecer cuando alguna pasión nos dispone a ello, porque estos cambios no dependen de los nervios y de los músculos, como los precedentes, y provienen más inmediatamente del corazón, al que podemos llamar la fuente de las pasiones, ya que prepara la sangre y los espíritus para producirlas. Ahora bien, el color del rostro no tiene otra causa que la sangre, la cual, yendo continuamente del corazón por las arterias a todas las venas, y de todas las venas al corazón, colorea más o menos el rostro, según llene más o menos las venillas que van a su superficie.
Art. 115. Cómo hace enrojecer la alegría.
Así la alegría hace el color más vivo y más bermejo, porque, abriendo las esclusas del corazón, hace que la sangre acuda más aprisa a todas las venas, y porque ésta, tornándose más caliente y más sutil, infla ligeramente todas las partes del rostro, lo cual le da un aspecto más alegre y animado.
Art. 116. Cómo hace palidecer la tristeza.
La tristeza, en cambio, contrayendo los orificios del corazón, hace que la sangre vaya más lentamente a las venas y que, tornándose más fría y más espesa, ocupe menos sitio; de suerte que, retirándose a las más anchas, que son las más próximas al corazón, abandona las más lejanas, las más visibles de las cuales son las del rostro, y esto le muestra más pálido y descarnado, principalmente cuando la tristeza es grande o sobreviene súbitamente, como se ve en el susto, cuya sorpresa aumenta el movimiento que encoge el corazón.
Art. 117. Cómo a veces se enrojece estando triste.
Pero a veces ocurre que no se palidece estando triste y que, por el contrario, se enrojece; esto debe atribuirse a las otras pasiones que se unen a la tristeza, como el deseo y algunas veces también el odio. Estas pasiones, calentando o agitando la sangre procedente del hígado, de los intestinos y de las otras partes interiores, la empujan hacia el corazón, y de aquí, por la arteria grande, hacia las venas del rostro, sin que la tristeza que contrae por una y otra parte los orificios del corazón pueda impedirlo, salvo cuando es muy grande. Pero, aun siendo mediana, impide fácilmente que la sangre así llegada a las venas del rostro descienda al corazón, mientras el amor, el deseo o el odio impulsan hacia él la procedente de otras partes interiores, y por eso esta sangre, detenida en torno de la cara, la enrojece, e incluso más que en la alegría, porque el color de la sangre resalta más debido a que circula menos deprisa, y también porque así puede acumularse en las venas del rostro más que cuando los orificios del corazón están más abiertos. Esto se ve principalmente en la vergüenza, que se compone del amor a sí mismo y de un urgente deseo de evitar la infamia presente, lo cual hace acudir la sangre de las partes interiores al corazón, luego, de aquí, por las arterias, a la cara, y además de una ligera tristeza que impide a esta sangre tornar al corazón. Lo mismo ocurre generalmente cuando se llora; pues, como diré luego, lo que produce la mayor parte de las lágrimas es el amor unido a la tristeza; y lo mismo acontece en la ira, en la que, con frecuencia, va unido al amor, al odio y a la tristeza un súbito deseo de venganza.
Art. 118. De los temblores.
Los temblores tienen dos diferentes causas: una es que, a veces, acuden demasiado pocos espíritus del cerebro a los nervios, y otra que a veces acuden demasiados para poder cerrar perfectamente los pequeños conductos de los músculos que, como he dicho en el artículo 11, deben cerrarse para determinar los movimientos de los miembros. La primera causa se muestra en la tristeza y en el miedo, y también cuando se tiembla de frío, pues estas pasiones, lo mismo que la frialdad del aire, pueden atenuar de tal modo la actividad de la sangre que no suministre al cerebro bastantes espíritus para enviarlos a los nervios. La otra causa suele manifestarse en los que desean ardientemente una cosa y en los que sufren un fuerte acceso de ira, como también en los que están borrachos; porque aquellas dos pasiones, lo mismo que el vino, hacen a veces acudir al cerebro tantos espíritus que no pueden pasar normalmente del cerebro a los músculos.
Art. 119. De la languidez.
La languidez es una disposición que sienten todos los miembros a la laxitud y la inactividad; se debe, lo mismo que el temblor, a que no acuden a los nervios bastantes espíritus, pero de modo diferente: pues la causa del temblor es que no hay bastantes en el cerebro para obedecer a las determinaciones de la glándula cuando ésta los impulsa hacia algún músculo, mientras que la languidez proviene de que la glándula no los determina a ir a unos músculos con preferencia a otros.
Art. 120. Cómo se produce por el amor y por el deseo.
Y la pasión que causa más frecuentemente este efecto es el amor, unido al deseo de una cosa cuya adquisición no se cree posible por el momento; pues el amor ocupa de tal modo el alma en considerar el objeto amado, que emplea todos los espíritus que hay en el cerebro en presentarle la imagen de ese objeto, y paraliza todos los movimientos de la glándula que no sirven para este efecto. Y en cuanto al deseo, hay que advertir que la propiedad que le he atribuido de dar movilidad al cuerpo sólo es efectiva cuando se imagina que puede hacerse inmediatamente algo que sirva para adquirir el objeto deseado; pues si, por el contrario, se cree que es imposible hacer nada que sea útil a tal fin, toda la agitación del deseo permanece en el cerebro, sin pasar en modo alguno por los nervios, y, enteramente dedicada a afianzar en él la idea del objeto deseado, deja languideciente el resto del cuerpo.
Art. 121. Cómo puede ser producida también por otras pasiones.
Verdad es que el odio, la tristeza y hasta la alegría pueden producir languidez cuando son muy violentos, porque ocupan enteramente el alma en considerar su objeto, principalmente cuando va unido a ello el deseo de una cosa a cuya adquisición no se puede contribuir en el presente. Pero, como nos detenemos en considerar los objetos a los que nos une la voluntad más que aquellos de los que nos separa y que otros cualesquiera, y como la languidez no depende de una sorpresa, sino que requiere algún tiempo para producirse, se da mucho más en el amor que en todas las demás pasiones.
Art. 122. Del desmayo.
El desmayo no anda lejos de la muerte, pues se muere cuando el fuego del corazón se apaga por completo, y se cae solamente en desmayo cuando ese fuego decae de tal suerte que todavía quedan algunos restos de calor que pueden volver a reanimarlo. Hay varias disposiciones del cuerpo que pueden determinar tal desfallecimiento; pero, entre las pasiones, sólo la extremada alegría se observa que tiene ese poder; y la manera como yo creo que produce este efecto es que, abriendo extraordinariamente los orificios del corazón, la sangre de las venas entra en él tan de repente y en tan gran cantidad, que no puede ser rarificada por el calor del mismo lo bastante rápidamente para levantar las pequeñas membranas que cierran las entradas de estas venas, por lo cual apaga el fuego que normalmente mantiene cuando entra en el corazón al ritmo debido.
Art. 123. Por qué la tristeza no produce desmayo.
Parece que una gran tristeza que sobreviene inopinadamente debiera contraer los orificios del corazón de tal modo que pudiera también apagar su fuego; pero no se observa que ocurra así, o, si ocurre, es muy raramente; yo creo que esto se debe a que difícilmente puede haber en el corazón tan poca sangre que no baste para mantener el calor en él cuando sus orificios están casi cerrados.
Art. 124. De la risa.
La risa consiste en que la sangre que sale de la cavidad derecha del corazón por la vena arterial, inflando los pulmones súbita y reiteradamente, obliga al aire que contiene a salir con ímpetu por la garganta, donde produce una voz inarticulada y sonora; y los pulmones, lo mismo al inflarse que al expulsar el aire, presionan todos los músculos del diafragma, del pecho y de la garganta, y estos músculos hacen moverse los del rostro que tienen alguna conexión con ellos; y este movimiento del rostro, con esa voz inarticulada y sonora, es lo que se llama risa.
Art. 125. Por qué la risa no acompaña a las más grandes alegrías.
Ahora bien, aunque la risa se manifieste como una de las principales señales de la alegría, ésta sólo puede, sin embargo, producirla cuando es nada más que mediana y se mezcla a ella alguna admiración o algún odio; pues la experiencia demuestra que cuando estamos extraordinariamente contentos, nunca el motivo de esta alegría nos hace romper a reír, e incluso no es fácil que nos induzca a ello ninguna otra causa si no es estando tristes; la razón de esto es que, en las grandes alegrías, el pulmón está siempre tan lleno de sangre que no puede llenarse más a sacudidas.
Art. 126. Cuáles son sus principales causas.
Y sólo puedo señalar dos causas por las cuales se infla el pulmón así, súbitamente. La primera es la sorpresa de la admiración, la cual, unida a la alegría, puede abrir tan rápidamente los orificios del corazón que, entrando de pronto en su lado derecho por la vena cava una gran abundancia de sangre, se rarifica allí, y saliendo por la vena arterial, infla el pulmón. La otra es la mezcla de algún licor que aumenta la rarificación de la sangre; y para esto creo que sólo sirve la parte más activa de la que procede del bazo: esta parte de la sangre, impulsada hacia el corazón por alguna ligera emoción de odio, ayudada por la sorpresa de la admiración, y mezclándose en aquél con la sangre procedente de otros lugares del cuerpo, que acude en abundancia cuando interviene la alegría, puede hacer que esta sangre se dilate en el corazón más que de costumbre; de la misma manera que se inflan de pronto otros muchos licores puestos sobre el fuego cuando se echa en el recipiente donde están un poco de vinagre. La experiencia nos muestra también que en todas las coincidencias que pueden producir esa risa sonora que viene del pulmón, hay siempre algún pequeño motivo de odio, o al menos de admiración. Y los individuos que no tienen sano el bazo son propensos a estar no sólo más tristes, sino también, a intervalos, más alegres y más dispuestos a reír que los otros, porque el bazo envía al corazón dos clases de sangre, una muy espesa y basta, que produce la tristeza, y otra muy fluida y sutil, que produce la alegría. Y es frecuente sentirse inclinado a la tristeza después de haber reído mucho, porque, agotándose la parte más fluida de la sangre del bazo, la otra, más espesa, la sigue hacia el corazón.
Art. 127. Cuál es la causa de la indignación.
En cuanto a la risa que acompaña a veces a la indignación, es generalmente artificial y fingida; mas cuando es natural, parece provenir de la alegría que sentimos de ver que el mal que nos indigna no puede alcanzarnos, y, además, de que nos sorprende la novedad o el encuentro inopinado de ese mal; de modo que a la risa contribuyen en este caso la alegría, el odio y la admiración. No obstante, quiero creer que puede también ser producida, sin ninguna alegría, sólo por el sentimiento de aversión, que envía la sangre del bazo al corazón, donde queda rarificada y desde donde es impulsada hacia el pulmón, que infla fácilmente cuando lo encuentra casi vacío, y generalmente todo lo que puede inflar súbitamente el pulmón de esta manera produce la manifestación exterior de la risa, excepto cuando la tristeza la sustituye por la de los gemidos y los gritos que acompañan a las lágrimas. A propósito de esto, escribe Vives[1] de sí mismo que, cuando había estado mucho tiempo sin comer, los primeros bocados que tomaba le obligaban a reír; lo cual podía provenir de que su pulmón, vacío de sangre por falta de alimento, se inflaba rápidamente con la primera sangre que pasaba del estomago al corazón, y sólo de pensar en comer podía producir tal efecto, incluso antes de que lo produjeran los alimentos que ingería.
Art. 128. Del origen de las lágrimas.
Así como la risa no es nunca producida por las más grandes alegrías, tampoco las lágrimas provienen de una extremada tristeza, sino sólo de la que, siendo mediana, va acompañada o seguida de algún sentimiento de amor, o también de alegría. Y, para entender bien su origen, conviene observar que, aunque continuamente salen de todas las partes de nuestro cuerpo muchos vapores, de ninguna salen tantos como de los ojos, debido a lo grandes que son los nervios ópticos y a la gran cantidad de arterias por las que esos vapores acuden a los ojos; y así como el sudor se compone únicamente de los vapores que, saliendo de otras partes, se convierten en agua en la superficie, de la misma manera las lágrimas las forman los vapores que salen de los ojos.
Art. 129. Cómo los vapores se transforman en agua.
Ahora bien, como he escrito en los Meteoros al explicar cómo los vapores del aire se convierten en lluvia, debido a que están menos agitados o son menos abundantes que de costumbre, creo asimismo que, cuando los que salen del cuerpo están mucho menos agitados que de ordinario, aunque no sean tan abundantes, no dejan de transformarse en agua y esto da lugar a los sudores fríos que causa a veces la debilidad cuando se está enfermo; y creo que, cuando son mucho más abundantes, con tal de que no estén además muy agitados, se convierten también en agua, y esto es causa del sudor que se produce cuando se hace algún ejercicio. Pero entonces los ojos no sudan, porque, durante los ejercicios del cuerpo, como la mayor parte de los espíritus van a los músculos que sirven para moverlo, van menos a los ojos por él nervio óptico. Y no es sino una misma materia la que compone la sangre mientras está en las venas o en las arterias, y los espíritus cuando está en el cerebro, en los nervios o en los músculos, y los vapores cuando sale en forma de aire, y por último el sudor o las lágrimas cuando se condensa en agua sobre la superficie del cuerpo o de los ojos.
Art. 130. Cómo lo que produce dolor al ojo incita a llorar.
Y sólo puedo advertir dos causas que hagan transformarse en lágrimas los vapores que salen de los ojos. La primera es cuando cualquier accidente modifica la forma de los poros por donde salen; pues esto, retardando el movimiento de esos vapores y variando su orden, puede hacer que se conviertan en agua. Basta, pues, una mota que caiga en el ojo para que éste vierta algunas lágrimas, pues, produciendo en él dolor, cambia la disposición de sus poros; de suerte que, contrayéndose algunos de ellos, las pequeñas partes de los vapores pasan más despacio, y en lugar de salir como antes igualmente distantes unos de otros, permaneciendo así separados, ahora se tropiezan, porque el orden de esos poros se ha roto, y así se juntan y se convierten en lágrimas.
Art. 131. Cómo se llora de tristeza.
La otra causa es la tristeza seguida de amor, o de alegría, o generalmente de alguna causa que hace que el corazón envíe mucha sangre por las arterias. La tristeza es para ello necesaria porque, enfriando toda la sangre, contrae los poros de los ojos; pero, como a medida que los contrae, disminuye también la cantidad de vapores a que esos poros deben dar paso, esto no basta para producir lágrimas si no aumenta al mismo tiempo por alguna otra causa la cantidad de estos vapores; y no hay nada que la aumente más que la sangre que es enviada al corazón en la pasión del amor. Así vemos que los que están tristes no vierten lágrimas continuamente, sino sólo a intervalos, cuando reflexionan de nuevo sobre lo que les contrista.
Art. 132. De los gemidos que acompañan a las lágrimas.
Y entonces los pulmones se inflan a veces de pronto por la abundancia de sangre que entra en ellos y expulsa el aire que contenían, el cual, saliendo por la garganta, produce los sollozos y los gritos que suelen acompañar a las lágrimas; y estos gritos son generalmente más agudos que los que acompañan a la risa, aunque se produzcan casi de la misma manera; esto se debe a que los órganos que sirven para dilatar o contraer los órganos de la voz, para hacerla más gruesa o más aguda, están unidos a los que abren los orificios del corazón durante la alegría y los contraen durante la tristeza, y por tanto estos se dilatan o contraen al mismo tiempo que aquellos.
Art. 133. Por qué los niños y los viejos lloran fácilmente.
Los niños y los viejos son más propensos a llorar que los de mediana edad, pero por diversas razones. Los viejos lloran a menudo de afecto y de alegría, pues estas dos pasiones unidas hacen que les afluya mucha sangre al corazón, y de aquí muchos vapores a los ojos; y la agitación de estos vapores es tan retardada por la natural frialdad de su naturaleza, que se convierten fácilmente en lágrimas, aunque no haya existido tristeza alguna. Y si tantos ancianos lloran también muy fácilmente por enojo, lo que les dispone a ello es, más que el temperamento de su cuerpo, el de su espíritu; y esto ocurre únicamente a los que son tan débiles que se dejan dominar enteramente por pequeños motivos de dolor, de temor o de piedad. Lo mismo ocurre en los niños, los cuales no lloran apenas de alegría, sino más bien de tristeza, incluso cuando va acompañada de amor; pues tienen siempre bastante sangre para producir muchos vapores, que se convierten en lágrimas cuando la tristeza retarda su movimiento.
Art. 134. Por qué algunos niños palidecen en vez de llorar.
Pero hay algunos que palidecen en vez de llorar cuando están contrariados, lo cual puede revelar en ellos un juicio y una valentía extraordinarios, por ejemplo, cuando ello proviene de que consideran la magnitud del mal y se disponen a una fuerte resistencia, de la misma manera que los de más edad; pero, con más frecuencia, es señal de mala índole; por ejemplo, cuando palidecen en vez de llorar porque son propensos al odio o al miedo; pues éstas son pasiones que disminuyen la materia de las lágrimas, y se ve, en cambio, que los que lloran más fácilmente son propensos al amor y a la piedad.
Art. 135. De los suspiros.
La causa de los suspiros es muy diferente de la de las lágrimas, aunque presuponen, como ellas, la tristeza; pues, mientras nos sentimos inclinados a llorar cuando los pulmones están llenos de sangre, nos sentimos dispuestos a suspirar cuando están casi vacíos y alguna imaginación de esperanza o de alegría abre el orificio de la arteria venosa que la tristeza había contraído; porque entonces, cayendo de pronto en el lado izquierdo del corazón por la arteria venosa la poca sangre que queda en los pulmones, e impulsada por el deseo de llegar a esa alegría, deseo que agita al mismo tiempo todos los músculos del diafragma y del pecho, el aire es rápidamente impulsado por la boca a los pulmones, para ocupar el sitio que en ellos deja la sangre; y esto es lo que se llama suspirar.
Art. 136. De dónde provienen los efectos de las pasiones que son particulares de ciertos hombres.
Por otra parte, para suplir aquí en pocas palabras todo lo que pudiera añadirse sobre los diversos efectos o las diversas causas de las pasiones, me limitaré a repetir el principio en el que se apoya todo lo que he escrito sobre ellas; es decir, que hay tal relación entre nuestra alma y nuestro cuerpo que cuando hemos unido una vez algún acto corporal con algún pensamiento, ya nunca se nos presenta uno sin el otro, y no siempre se unen los mismos actos a los mismos pensamientos pues esto basta para explicar todo lo que cada cual puede observar de particular en sí mismo o en otros, respecto a esta materia, que no ha sido explicada aquí. Y, por ejemplo, es fácil pensar que esas extrañas aversiones de algunos, que les impiden soportar el olor de las rosas o la presencia de un gato, o cosas por el estilo, se deben únicamente a que, al comienzo de su vida, sufrieron algún grave daño de esos objetos, o bien a que han compartido el sentimiento de su madre que lo sufrió estando encinta; pues es indudable que existe relación entre todos los movimientos de la madre y los del niño que está en su vientre, de modo que lo que es contrario al uno perjudica a la otra. Y el olor de las rosas puede haber causado un gran dolor de cabeza a un niño cuando está aún en la cuna, o puede haberle asustado mucho un gato, sin que nadie lo haya notado ni él lo recuerde luego en absoluto, aunque la aversión que sintiera entonces por aquellas rosas o por aquel gato permanezca impresa en su cerebro hasta el fin de su vida.
Art. 137. De la función de las cinco pasiones aquí explicadas en tanto se refieren al cuerpo.
Después de haber dado las definiciones del amor, del odio, del deseo, de la alegría, de la tristeza, y tratado de todos los movimientos corporales que las causan o acompañan, sólo nos queda considerar aquí su función. Respecto a esto, es de observar que, según la naturaleza, todas se refieren al cuerpo, y sólo afectan al alma cuando ésta se une a aquél; de suerte que su función natural es incitar al alma a consentir y contribuir a los actos que pueden servir para conservar el cuerpo o hacerle de alguna manera más perfecto; y en este sentido, la tristeza y la alegría son las dos que primero se emplean. Pues sólo el sentimiento del dolor que experimenta el alma advierte a ésta inmediatamente de las cosas que dañan al cuerpo, dolor que produce en ella primero la pasión de la tristeza, luego el odio a lo que causa este dolor, y en tercer lugar el deseo de liberarse de él; de la misma manera, el alma sólo advierte las cosas útiles al cuerpo por alguna clase de satisfacción que provoca en ella la alegría, luego el amor o lo que cree que la produce y por último el deseo de adquirir lo que puede prolongar esa alegría o gozar después de una semejante. Esto demuestra que las cinco son muy útiles para el cuerpo, e incluso que la tristeza es en cierto modo primordial y más necesaria que la alegría, y el odio que el amor, porque importa más rechazar las cosas que perjudican y pueden destruir que adquirir las que añaden alguna perfección sin la cual se puede subsistir.
Art. 138. De sus defectos y de los medios de corregirlos.
Pero, aunque esta función de las pasiones sea la más natural que puedan tener, y aunque la vida de todos los animales sin razón se rija por movimientos corporales análogos a los que en nosotros siguen a esas pasiones, y en los cuales incitan a nuestra alma a consentir, no siempre es buena, sin embargo, porque hay varias cosas nocivas al cuerpo que no producen al principio ninguna tristeza e incluso que producen alegría, y otras que le son útiles aunque comiencen por ser incómodas. Y además, tanto los bienes como los males que representan, los representan como mucho más grandes y más importantes de lo que son, de modo que nos incitan a buscar los unos y a evitar los otros con más ardor y más celo de lo conveniente, como vemos también que los animales son engañados por cebos y que, por evitar pequeños males, se precipitan en otros mayores; por eso debemos servirnos de la experiencia y de la razón para distinguir el bien del mal y conocer su justo valor, a fin de no tomar uno por otro y no dejamos llevar a nada con exceso.
Art. 139. De la función de las mismas pasiones en cuanto corresponden al alma, y en primer lugar al amor.
Esto bastaría si sólo tuviéramos cuerpo o si el cuerpo fuese nuestra mejor parte; pero, como no es sino la menor, debemos principalmente considerar las pasiones en cuanto corresponden al alma, con relación a la cual el amor y el odio provienen del conocimiento y preceden a la alegría y a la tristeza, excepto cuando estas dos últimas suplen al conocimiento, del cual son especies. Y cuando este conocimiento es verdadero, es decir, que las cosas que nos hace amar son verdaderamente buenas y las que nos hace odiar son verdaderamente malas, el amor es incomparablemente mejor que el odio; nunca podrá ser demasiado grande y no deja nunca de producir alegría. Digo que este amor es sumamente bueno porque, uniendo a nosotros verdaderos bienes, nos perfecciona en la misma medida. Digo también que no podría ser demasiado grande, pues todo lo que el más excesivo puede hacer es unirnos tan perfectamente a esos bienes que el amor que sentimos particularmente por nosotros mismos no haga en ellos ninguna distinción, lo que no creo que pueda ser nunca malo; y le sigue inmediatamente la alegría porque nos presenta lo que amamos como un bien que nos pertenece.
Art. 140. Del odio.
El odio, en cambio, por pequeño que sea, daña siempre, y nunca deja de acompañarle la tristeza. Digo que el odio no será nunca demasiado pequeño porque el odio al mal no puede incitarnos a ninguna acción a la que no nos incite mejor aún el amor al bien, al que el mal es opuesto, al menos cuando este bien y este mal son bastante conocidos; pues reconozco que el odio al mal que se manifiesta únicamente por el dolor es necesario en cuanto al cuerpo; pero aquí sólo hablo del odio que viene de un conocimiento más claro, y sólo lo refiero al alma. Digo también que le acompaña siempre la tristeza porque, no siendo el mal sino una privación, no puede concebirse sin alguna cosa real en la cual está; y no hay nada real que no tenga en sí alguna bondad, de modo que el odio que nos aleja de algún mal nos aleja al mismo tiempo del bien a que ese mal va unido, y la privación de este bien, viéndola nuestra alma como una falta de lo que le pertenece, le causa tristeza; por ejemplo, el odio que nos aleja de las malas costumbres de alguien nos aleja al mismo tiempo de su conversación, en la que podríamos encontrar algún bien cuya privación nos enoja. Y en todos los demás odios se puede señalar así algún motivo de tristeza.
Art. 141. Del deseo, de la alegría y de la tristeza.
En cuanto al deseo, es evidente que cuando procede de un verdadero conocimiento no puede ser malo, con tal de que no sea excesivo y de que el conocimiento lo regule. Es evidente también que la alegría no puede dejar de ser buena, ni la tristeza de ser mala, para el alma, porque es en la última en la que consiste toda la incomodidad que el alma recibe del mal, y en la primera en lo que consiste todo el goce del bien que le pertenece; de modo que, si no tuviéramos cuerpo, me atrevería a decir que nunca nos entregaríamos demasiado al amor y a la alegría, ni evitaríamos nunca en exceso el odio y la tristeza; pero todos los movimientos corporales que los acompañan pueden ser nocivos a la salud cuando son muy violentos, y, por el contrario, útiles cuando son moderados.
Art. 142. De la alegría y del amor comparados con la tristeza y el odio.
Por otra parte, si el odio y la tristeza deben ser rechazados por el alma aunque procedan de un verdadero conocimiento, con más motivo deben serlo cuando provienen de alguna falsa opinión. Mas se puede dudar si el amor y la alegría son buenos o no cuando a su vez están mal fundados; y parece que si no los consideramos sino precisamente como lo que son en sí mismos, con respecto al alma, puede decirse que, aunque la alegría sea menos sólida y el amor menos conveniente que cuando tienen mejor fundamento, no dejan de ser preferibles a la tristeza y al odio igualmente mal fundados: de suerte que, en las circunstancias de la vida en que no podemos evitar el riesgo de engañarnos, hacemos siempre mucho mejor en inclinarnos hacia las pasiones que tienden al bien que hacia las que se inclinan al mal, aunque sólo sea para evitarlo; y aun, a menudo, vale más una falsa alegría que una tristeza cuya causa es verdadera. Mas no me atrevo a decir lo mismo del amor con relación al odio, pues, cuando el odio es justo, no hace sino alejarnos de la cosa que contiene el mal del que conviene separarse, mientras que el amor injusto nos une a cosas que pueden dañar, o al menos que no merecen ser tan consideradas por nosotros como lo son, lo que nos envilece y nos rebaja.
Art. 143. De las mismas pasiones, cuando se relacionan con el deseo.
Y hay que observar exactamente que lo que acabo de decir de estas cuatro pasiones no es válido más que cuando son consideradas precisamente en sí mismas, y no nos llevan a ninguna acción; pues, cuando excitan en nosotros el deseo, por medio del cual regulan nuestras costumbres, todas aquellas cuya causa es falsa pueden dañar, y, por el contrario, todas aquellas cuya causa es justa pueden beneficiar, y también, cuando son igualmente mal fundadas, la alegría es generalmente más nociva que la tristeza, porque ésta, dando moderación y miedo, dispone de algún modo a la prudencia, mientras que la otra hace inconsiderados y temerarios a los que se entregan a ella.
Art. 144. De los deseos cuya manifestación depende únicamente de nosotros.
Pero, como estas pasiones no nos pueden llevar a ninguna acción sino por medio del deseo que suscitan, es particularmente este deseo lo que debemos cuidarnos de regular; y en esto consiste la principal utilidad de la moral; ahora bien, así como acabo de decir que el deseo es siempre bueno cuando le precede un verdadero conocimiento, no puede menos de ser malo cuando se funda en algún error. Y me parece que, en lo que se refiere a los deseos, el error que más generalmente se comete es que no distinguimos bastante las cosas que dependen enteramente de nosotros de las que no dependen en absoluto; pues, en cuanto a las que no dependen más que de nosotros, es decir, de nuestro libre arbitrio, basta saber que son buenas para que nunca fuera excesivo nuestro deseo de ellas, porque hacer las cosas buenas que dependen de nosotros es seguir la virtud, y es indudable que nunca puede ser excesivo el deseo de la virtud, además de que lo que deseamos de este modo no podemos menos de lograrlo, puesto que sólo de nosotros depende, y recibiremos de ello toda la satisfacción que hemos esperado. Pero la falta que en esto solemos cometer no es nunca desear demasiado, sino desear demasiado poco; y el remedio soberano contra esto es liberarse el espíritu cuanto nos sea posible de todos los demás deseos menos útiles, y luego procurar conocer bien claramente y considerar con atención la bondad de lo que es de desear.
Art. 145. De los que dependen únicamente de otras cosas, y de qué es la fortuna.
En cuanto a las cosas que no dependen en modo alguno de nosotros, por buenas que puedan ser, no debemos jamás desearlas con pasión, no sólo porque podemos no lograrlas, y afligirnos así tanto, mas cuanto más las hayamos deseado, sino principalmente porque, ocupando nuestro pensamiento, nos apartan de poner nuestro afecto en otras cosas cuya adquisición depende de nosotros. Y hay dos remedios generales contra estos vanos deseos: el primero es la generosidad, de la cual hablaré luego: el segundo es que debemos reflexionar a menudo en la Providencia divina y considerar que es imposible que ocurra nada de otro modo que el determinado por ella desde toda la eternidad; de suerte que la Providencia es como una fatalidad o una necesidad inmutable que hay que oponer a la fortuna, para destruirla como una quimera que proviene únicamente del error de nuestro entendimiento. Pues sólo podemos desear lo que estimamos posible en algún modo, y no podemos estimar posibles las cosas que no dependen de nosotros sino en cuanto pensamos que dependen de la fortuna, es decir, que creemos que pueden producirse, y que otras veces se han producido algunas semejantes. Pero esta opinión se funda únicamente en que no conocemos todas las cosas que contribuyen a cada efecto; pues, cuando una cosa que hemos creído que dependía de la fortuna no se produce, esto prueba que ha faltado alguna de las cosas necesarias para producirla, y por consiguiente que era absolutamente imposible, y que no se ha producido jamás otra parecida, es decir, otra para cuya producción haya faltado también una causa semejante; de suerte que, si no hubiéramos ignorado esto antes, nunca la hubiéramos estimado posible, ni, por consiguiente, la hubiéramos deseado.
Art. 146. De los que dependen de nosotros y de otro.
Es necesario, pues, rechazar enteramente la opinión vulgar de que existe fuera de nosotros una fortuna que hace que las cosas ocurran o no ocurran, según su capricho, y saber que todo lo rige la divina Providencia, cuyo decreto eterno es tan infalible e inmutable que, salvo las cosas que este mismo decreto ha querido dejar a nuestro libre arbitrio, debemos pensar que nada nos ocurre que no sea necesario y como fatal, de suerte que no podemos sin error desear que ocurra de otra manera. Pero como la mayor parte de nuestros deseos se extienden a cosas que no dependen todas de nosotros ni todas de otro, debemos distinguir exactamente en ellas lo que depende sólo de nosotros, a fin de limitar nuestro deseo a esto únicamente, y en cuanto a lo demás, aunque debemos estimar el logro enteramente fatal e inmutable, para que nuestro deseo no se oponga a él, no debemos dejar de considerar las razones que hacen esperarlo más o menos, a fin de que ellas sirvan para regir nuestros actos; pues, por ejemplo, si tenemos que hacer algo en algún sitio al que podríamos ir por diferentes caminos, uno de los cuales es, ordinariamente, mucho más seguro que el otro, aunque es posible que la Providencia haya dispuesto que, si vamos por el camino que se cree el más seguro, nos saldrán ladrones, y que en cambio podremos pasar por el otro sin ningún peligro, no por eso debemos ser indiferentes a la elección de uno u otro ni entregarnos a la fatalidad inmutable de ese decreto de la Providencia, sino que la razón quiere que elijamos el camino habitualmente más seguro; y nuestro deseo debe ser cumplido referente a esto cuando lo hemos seguido, aunque por ello nos ocurra cualquier mal, pues como este mal no hemos podido nosotros evitarlo, no hemos tenido ocasión para desear vemos libres de él, sino para proceder todo lo mejor que nuestro entendimiento nos ha dictado, como supongo que lo hemos hecho. Y es indudable que, cuando nos ejercitamos en distinguir así la fatalidad de la fortuna, nos acostumbramos fácilmente a regir nuestros deseos de tal modo que, dependiendo sólo de nosotros su cumplimiento, pueden siempre darnos una entera satisfacción.
Art. 147. De las emociones interiores del alma.
Sólo he de añadir aquí otra consideración que me parece muy útil para evitarnos toda incomodidad de las pasiones, y es que nuestro bien y nuestro mal dependen principalmente de las emociones interiores que sólo se suscitan en el alma por el alma misma, en lo cual difieren de sus pasiones, que dependen siempre de algún movimiento de los espíritus; y aunque estas emociones del alma suelen ir unidas a las pasiones semejantes a ellas, pueden también con frecuencia coincidir con otras, y hasta nacer de las que son contrarias a ellas. Por ejemplo, cuando un marido llora a su mujer muerta, que (como ocurre a veces) no le gustaría ver resucitada, es posible que su corazón esté afectado por la tristeza que le producen el aparato de los funerales y la ausencia de una persona a cuya conversación estaba acostumbrado; y es posible que algunos restos de amor y de piedad que aparezcan en su imaginación le arranquen de los ojos verdaderas lágrimas, aunque sienta al mismo tiempo en el fondo de su alma una alegría secreta, cuya emoción tiene tanto poder que nada pueden disminuir de su fuerza la tristeza y las lágrimas que la acompañan. Y cuando leemos en un libro aventuras extrañas, o las vemos representar en un teatro, esto nos produce a veces tristeza, a veces alegría, o amor, u odio, y en general todas las pasiones, según la diversidad de las cosas que se presentan a nuestra imaginación; pero al mismo tiempo encontramos el placer de sentirlas en nosotros, y este placer es un goce intelectual que puede nacer lo mismo de la tristeza que de todas las demás pasiones.
Art. 148. El ejercicio de la virtud es un soberano remedio contra las pasiones.
Ahora bien, como estas emociones interiores nos afectan de más cerca y tienen, por consiguiente, mucho más poder sobre nosotros que las pasiones que se encuentran con ellas y de las que difieren, es indudable que, con tal que nuestra alma tenga en sí misma algo que la contente, ninguna contrariedad que le venga de fuera tiene poder alguno para dañarla; más bien sirve para aumentar su alegría, porque el ver que no pueden dañarla esas contrariedades exteriores le hace conocer su perfección. Y nuestra alma, para tener tales motivos de contento, sólo necesita seguir exactamente la virtud. Pues todo el que haya vivido de tal modo que su conciencia no pueda reprocharle que haya dejado nunca de hacer todo lo que ha juzgado lo mejor (que es lo que llamamos aquí seguir la virtud), recibe una satisfacción tan poderosa para hacerle feliz que ni los más violentos esfuerzos de las pasiones tienen jamás bastante poder para turbar la tranquilidad de su alma.