Las andrajosas llamas del montón de ramas que crepitaba en el fuego ritual iluminaban la despiadada sonrisa de Manyenga y teñían sus ojos de rojo. Era el único hombre en toda la aldea con músculos, y su panza y su pose autoritaria lo hacían parecer imponente. Era más bajo que Hock, pero recio. Su camisa, con un estampado familiar, estaba limpia, y los pantalones exhibían una raya. Las sandalias eran sólidas, y por su muñeca se deslizaba un reloj bueno, con la correa demasiado grande. Era el reloj de Hock. Éste también reconoció sus sandalias, la camisa y los pantalones. Al igual que el reloj, todas esas prendas habían desaparecido de su choza un mes antes. Al despojarle de sus símbolos y de su riqueza, Manyenga había empezado a poseerlo.
—Ahora debemos decirnos adiós —habló Manyenga—. Es tan triste para nosotros, padre…
Manyenga dio unas palmadas, para convocar a los danzantes, seis o siete chicas de carnes magras y unos cuantos muchachos cuyas caras habían sido embadurnadas con harina, para darles una apariencia fantasmal —miraban fijamente desde esas caras blancas con ojos oscuros—. Apareció un hombre con una chaqueta desgarrada y una máscara-casco con el pico de un halcón; unas fibras troceadas de junco se fijaban a sus piernas y brazos, como si fuera un espantapájaros. Avanzaba con esas piernas rígidas y asía un matamoscas. Ese atuendo tan ridículo aumentaba la amenaza de su presencia, como si se tratara de un lunático peligroso sin nada que perder. Tal vez la pretensión había sido vestirlo como un hombre blanco.
La danza, los pataleos, los punteos de la mbira…, nada de eso tenía ningún significado para Hock. En los años que había pasado en Malabo, y en esos meses de cautiverio, no había sido capaz de encontrarles un sentido a esas danzas y canciones nocturnas. En su tiempo, todas las festividades tenían un carácter cristiano, y había lecturas de la Biblia y sermones. La iglesia se había desintegrado, al igual que la escuela. Sin embargo, la ceremonia secreta con los tambores y el baile era conocida por los participantes, quizá también por los espectadores. O a lo mejor no existía ningún significado más allá del ritmo sincopado, como en la Likuba, en la fila de una conga, con los cuerpos moviéndose a la luz de la lumbre, las voces largas y vibrantes y las sombras perpetuamente saltarinas.
Hock se sentó como un hombre condenado y aguardó indefenso el momento de la muerte. Lo aturdían el ataque de los tambores, la danza caótica, los brincos de las chicas flacas como si fueran marionetas, los ladridos de los chicos con las caras blancas y el vocerío de los aldeanos. Hock notaba afligido la mirada tan próxima y vigilante de los tres hermanos, sentados en el suelo, y de Manyenga, siempre sonriente, deleitado ante las percusiones y los bailes.
—¡Ah! ¡El vehículo! —gritó Manyenga cuando los conos de los faros peinaron el claro, iluminando el suelo pedregoso y las rocas blanqueadas que marcaban chapuceramente el contorno de la propiedad del jefe.
Los hermanos se levantaron y se acercaron al vehículo —una furgoneta blanca que había aplastado los arbustos bajos a su paso— y parlamentaron con el conductor. Hock distinguió el logotipo y el nombre de L’Agence Anonyme, y supo que era la misma furgoneta que Aubrey había conducido durante su fuga fallida.
—Atrás, da la vuelta —Manyenga estaba gritando, al principio en inglés y luego en sena, para dar esas órdenes explícitas. Y al oír la eficiencia de esas indicaciones, Hock recordó que Manyenga había trabajado de chófer para la Agencia.
Con la llegada de la furgoneta, los danzantes cesaron de dar palmas y de patalear. Los ritmos de la percusión fueron deteniéndose, hasta no ser más que una rascadura en el parche del tambor, mientras la furgoneta daba marcha atrás y avanzaba un poco, giró y repitió el movimiento hasta que la trasera se puso de cara al círculo de espectadores. Complacido consigo mismo, Manyenga marchó hasta allí, con el rostro resplandeciente a la luz de la lumbre, y le dio un manotazo a la puerta de atrás del vehículo.
—¡Abre! —ordenó. Tiró de la manija, golpeó las puertas con los puños y, frustrado, rugió haciendo que las percusiones se detuvieran del todo.
Una figura pequeña salió por el lado del conductor y rodeó la furgoneta. Tras introducir una llave en una ranura de la manija, bajo los ojos vigilantes de Manyenga, consiguió abrir las puertas.
Los danzantes y los espectadores se precipitaron y apelotonaron cerca de la furgoneta, maravillados ante los sacos de harina y arroz, los cartones de leche en polvo y las cajas apiladas con etiquetas que identificaban sus contenidos como judías, mermelada, salsa de tomate, sal, comida para bebés, sirope, carne en conserva, pedazos de pollo, crema de maíz, encurtidos y mucho más. Algunas de las cajas tenían cosas escritas; otras, unas etiquetas coloridas. Lo primero que pensó Hock fue que los cartones estaban muy limpios y las cajas, bien apiladas, y que allí reinaba el orden, en marcado contraste con el patio polvoriento y la leña esparcida por todas partes. La gente hambrienta se extasiaba ante esa carga con las caras jubilosas y bendecidas de un culto cargo.
Era más que comida: representaba un dominio que iba mucho más allá de esa aldea. Era riqueza. La entrada del mundo exterior funcionaba como un credo, una concentración de poder visible. Los niños pequeños saltaban arriba y abajo ante esa visión, los otros empujaban para ver mejor, y en el fondo de esas risas latía un aullido hambriento.
—Ahora descargaremos —dijo Manyenga, y dirigió a unos cuantos de los chicos mayores para que comenzaran a apilar las cajas contra la pared de su choza.
Toda la atención estaba volcada en la furgoneta, en la comida, en el proceso de descargar, en el interior del vehículo cada vez más vacío a medida que iban sacando cajones y cajas. Incluso el tamaño de las cajas excitaba los ánimos. El «Mágico horno tostador» en una caja, y la «Electromopa» en otra; pero puesto que la electricidad no había llegado a Malabo, esos artículos no eran más que un botín arbitrario.
Hock se había apartado de la escena y observaba a la única persona que parecía indiferente a todo el espectáculo de la descarga. Se trataba del conductor, esa persona menuda y flaca que había abierto las puertas traseras de la furgoneta: Aubrey.
Hock lo miró detenidamente. Aubrey tenía arañazos en la cara, verdugones abultados en las mejillas, y llevaba una venda blanca en el cuello. Tenía los brazos arrasados, y una de sus muñecas estaba envuelta con una gruesa gasa. Al notar la intensa mirada de Hock, el muchacho giró la cabeza hacia otra parte. Parpadeó, cambió de postura y se tocó la cara. Luego dio un paso atrás, como acobardado.
—¡Tú! —lo llamó a gritos Hock, y en la confusión de la descarga nadie lo oyó, o mejor dicho, el único que lo oyó fue Aubrey. Ese grito bastó para hacerlo vacilar.
Hock se levantó de la silla y dio tres largas zancadas hasta donde se encontraba Aubrey. Nada más ponerse de pie, sintió mucho cansancio, y le asaltó este pensamiento: Estoy débil.
Sin embargo, la furia en su versión más pura lo espoleaba, y cuando llegó hasta Aubrey, no dudó. Lo zarandeó y luego lo abofeteó, con tanta fuerza que el joven perdió el equilibrio y chocó contra las piernas de unas mujeres que celebraban la llegada de la comida. Aubrey trató de volver a ponerse sobre sus dos piernas, pero mientras estaba de rodillas, Hock le golpeó de nuevo, y le dio otra fuerte bofetada con su mano dolorida, haciendo que el muchacho cayera desplomado en el suelo. Se dobló, lloriqueando, y se encogió.
Todo el odio acumulado durante esos meses de frustración cargaba sus músculos. Hock golpeaba con la palma abierta, con tanto vigor que la mano le picaba. Esperaba que las bofetadas desgarraran la piel de esa cara, y se mantuvo luego de pie al lado de su víctima: quería verificar el daño que le había infligido. Aubrey se arrastró a cuatro patas, y se alejó de la luz del fuego para ocultarse en la oscuridad, cerca de una de las chozas de Manyenga.
Los niños que habían reaccionado con tanta excitación al ver la comida se distrajeron con la súbita pelea, y se agruparon en torno al humillado Aubrey. Le lanzaban patadas, y las mujeres también se mofaban. La atención se desplazó de la furgoneta hasta la imagen de Hock siguiendo a Aubrey, y los estridentes niños azuzaban a Hock para que siguiera con el castigo, y no dejaban de gritar: «¡Pelea, pelea!».
Entonces Manyenga intervino. Se colocó entre Hock y Aubrey. Gritó pidiendo silencio, y luego volvió a rugir. Cuando la muchedumbre se relajó, comenzó un discurso en inglés —Hock se dio cuenta de que quería que lo oyera—, y lo hizo tan alto y con tanta pomposidad que, aunque la mayoría de los presentes no entendía el idioma, tuvo a todo el auditorio en su puño. Mantenía la boca más abierta al hablar, afectando un cómico acento inglés.
—Ésta es una noche auspiciosa —dijo Manyenga—. No importa si nuestro jefe está muy enfadado. Nos ha traído buena suerte. Estuvo aquí hace mucho y volvió para encontrarnos pobres y necesitados. Así que lo entregó todo para ayudarnos…
Hock le dio la espalda. No podía aguantar oír su voz. Caminó un corto trecho y observó que la furgoneta estaba vacía ya. Todas las cajas habían sido apiladas cerca de una de las chozas de Manyenga, y se había extendido una lona por encima de ese botín para mantenerlo protegido del polvo. Manyenga tomaba posesión de todo.
—… el mzungu es nuestro querido padre. Sin él estaríamos perdidos. Por eso nosotros le ofrecemos este ascenso.
Mientras hablaba, cerca del fuego para que todo el mundo pudiera verlo, vanagloriándose entre las chispas que subían por los aires, Manyenga atrajo la atención de todos los presentes. Hock era el único que no lo miraba, que ni siquiera escuchaba, aunque sí que vio una figura contrahecha que se movía en las sombras por detrás de la furgoneta, tan pequeña que apenas resultaba visible.
—Ésta es nuestra ceremonia de despedida —dijo Manyenga—. Tú, busca al chófer. Que esté listo —añadió dándole un empellón a uno de los hermanos—. Debe levantarse. No puede acobardarse por un pequeño bofetón en la cara. Es hora de decir adiós.
La pequeña figura animada —¿era Snowdon?— rodeaba la furgoneta muy pegada al suelo, y luego se esfumaba de repente, y cuando Hock miró de nuevo, vio que Aubrey emergía de entre la muchedumbre cubierto de polvo, y con un lado de la cara inflamado. Hock dio unos pasos adelante, con la intención de volver a pegarle. Pero alguien le agarró el brazo y lo retuvo. También sujetaron su otro brazo. Asían a Hock con tanta fuerza que éste no podía moverse.
—Encerradlo en la furgoneta —le dijo Manyenga a uno de los dos chicos que inmovilizaban a Hock.
—Festus, espera —dijo Hock, forcejeando.
—Pero nosotros debemos —dijo Manyenga.
—Me estás vendiendo…, sé que me estás vendiendo. ¿Por qué me haces una cosa así?
—Nosotros hacemos esto porque tenemos hambre —explicó con su artificioso acento británico, que sonaba como alguien haciendo gárgaras.
—Y ¿qué harán conmigo?
—Esos chicos se ocuparán de usted —dijo Manyenga—. Y en el futuro lo liberará su propia gente.
—Quiero que me liberen ahora.
Hock oyó un sollozo en su voz, y tal vez por eso, contrariado por esa muestra de debilidad, Manyenga se puso a vociferar y se olvidó de su acento inglés.
—¡Mzungu, puedes irte a cualquier parte! Los tuyos pueden hacer lo que les viene en gana. ¡Sois libres de moveros a vuestro antojo porque tenéis dinero! Esto son unas pequeñas vacaciones para ti, pero para nosotros es toda nuestra vida, ¡estamos condenados a vivir en Lower River para siempre!
—Te he dado todo mi dinero —dijo Hock simplemente.
—Porque nos detestas y nos pides que nos quedemos aquí —Manyenga estaba enrabietado, con los ojos fuera de las órbitas, cegado en su furia evasiva—. Nos insultas con comida, nos la tiras como a animales. No somos monos. ¡Lleváoslo!
—¡Ayudadme! —dijo Hock a las mujeres que estaban cerca de él.
Manyenga se rio, y con una mirada funesta y fanática se enfrentó a Hock con su cara empapada de sudor.
—No harán nada por ti. Si mi gente no me obedece, su jefe absoluto, significará la infamia de por vida para ellos.
Al presenciar el desafío de Manyenga, las mujeres empezaron a reírse de Hock, y los niños se sumaron al alboroto. Hock recordaba la fiebre, el momento en el que se había desplomado en el claro, gravemente deshidratado. Entonces las mujeres habían reído con tanta fuerza que Snowdon se había envalentonado y le había pateado la cara, desatando aún más carcajadas. Y, extrañamente, con ese recuerdo en la cabeza, Hock creyó ver a Snowdon corriendo de forma atropellada en la oscuridad, con su característico trote desequilibrado, como cuando uno se pone a pensar en alguien sin un motivo determinado y, luego, por pura casualidad, esa persona aparece andando por la calle.
Mientras lo guiaban hasta la furgoneta —de nuevo se sentía como un hombre condenado—, Hock oyó unas maldiciones, una acusación proferida con una voz grave y seria, una invectiva sin posible respuesta que contrastaba con la hilaridad general, los parlamentos y las risas de los niños. Entonces oyó que Manyenga iniciaba un diálogo, y notó la consternación del jefe.
—Tú eres un diablo —dijo Manyenga replegando los labios para mostrar sus enormes dientes.
Hock estaba demasiado exhausto como para reaccionar, pero si hubiera sido capaz de recabar algunas fuerzas, se habría reído con sorna de Manyenga y de los aldeanos que antes se habían reído de él.
—Alguien ha rajado los neumáticos —dijo Manyenga con bilis en la voz—. Uno de tu gente. Lo han hecho con un cuchillo. No tenemos aquí cuchillos que corten tanto.
El cuchillo barato adquirido en Blantyre, de sierra, que le habían sustraído de la choza. ¿Habría sido Snowdon, al que estaba casi seguro de haber visto en la penumbra que cercaba la furgoneta? Ahora, haciendo un esfuerzo —quería que supieran cómo se sentía—, sí que se rio.
—Esto es una maldita estupidez —dijo Manyenga. Preso de la ira, había perdido su astucia.
Así que la ceremonia de la despedida corrió la misma suerte que tantas otras ceremonias en Malabo, y terminó entre la confusión y el desorden, con una terrible sensación de cansancio, alrededor de un fuego agonizante con ascuas negras y esqueléticas.
A medida que los decepcionados aldeanos desaparecían en la oscuridad, Hock emprendió el camino hasta su choza. No estaba salvado —lo sabía—, pero había sido indultado por esa noche. Lo vigilaban: los hermanos no lo perdían de vista. Se fue a la cama y, desfondado a causa del terror pasado, durmió profundamente.
Por la mañana, nada había cambiado. La aldea era la misma que había encontrado al amanecer en su primer día allí, meses atrás: caliente, pasiva, con el olor a humo de leña, similar a unas tostadas quemadas; el aire húmedo que se espesaba bajo un cielo blanco; la estampa de los mopanis chamuscados; las hojas polvorientas en el cerco de pasto elefante; y el aire de sepulcral deterioro de la letrina. No difería en nada del Malabo de cuarenta años atrás. Por eso había regresado. Y por eso anhelaba, sin esperanzas ya, poder volver a casa. Sin embargo, ahora lo habían vendido a los hermanos y, seguramente, lo trasladarían hasta la aldea de los niños de la ribera, donde lo encerrarían hasta obtener un rescate. Hock empezó a ser consciente, con alarma, de que el único sonido que percibía era el de su propia respiración ahogada y trabajosa.
La furgoneta blanca de la Agencia estaba todavía estacionada en el límite del recinto de Manyenga, con las ruedas pinchadas. Otro día de calor y hambre, otro día de cavilaciones para Hock: Ésta es mi vida ahora. Sabía que llevaba la existencia de un enfermo. Pero casi todos tenían vidas así en Malabo: siempre estaban sentados o tendidos, y el tono de casi cualquier comentario, incluso de las mentiras y los sueños amargos, era un ingrediente de esa enfermedad. Sonrió al pensar que la larga furgoneta de la Agencia parecía tanto una ambulancia como un coche fúnebre.
Unos cuantos aldeanos —las mujeres que venían de trabajar con la azada en los huertos, los hombres que habituaban a repantigarse bajo el mango y muchos niños— se congregaron en su choza, sabiendo que se lo iban a llevar pronto. Al fondo, Snowdon estaba en cuclillas, y se mordisqueaba los dedos de una mano con una sonrisa atolondrada, con la licencia del bufón. En la otra mano tenía el cuchillo de sierra.
Hock se quedó en el umbral y alzó dos de los sacos llenos que había trasladado desde la veranda hasta las tinieblas de debajo de su cama. Los sacudió para demostrar que pesaban.
—Decidle a Festus Manyenga que todavía tengo dinero y comida en estos sacos, aquí en mi choza. Y hay más. Cuando me vaya, se los puede quedar él. Todos os los podéis quedar.
Habló en sena, para que hasta los niños le entendieran, y algunos de ellos salieron precipitadamente para informar al jefe de esas buenas noticias.
Más tarde, en el meridiano de esa calurosa mañana, mientras se tumbaba en su camastro, oyó un motor, y pensó que habrían reparado ya la furgoneta y que los neumáticos habrían sido parcheados e inflados. Supuso que Aubrey —el violador— estaría al volante del vehículo, sufragado con las donaciones de gente solidaria de todo el mundo. La furgoneta se había vaciado de comida, el precio por el que había sido intercambiado, una comida que ahora pertenecía a Manyenga, y pronto lo transportaría hasta algún sitio donde sería retenido como rehén.
El motor pareció quejarse, y la furgoneta maniobró en el claro para que pudieran meterlo donde habían estado las cajas. No era mal trueque, él a cambio de la comida robada de la Agencia; lo guardarían, lo pondrían en el mercado y volverían a venderlo. No era más que una res muerta, pero Hock sabía que tendrían que alimentarlo y mantenerlo vivo si luego querían canjearlo. Eso le dio un poco de aliento.
Sin embargo, su corazón le decía que iba a morir. Arrastraba ese pálpito desde hacía un tiempo: volvía a África para encontrar su final. Durante sus meses en Malabo había trabado un contacto más íntimo con la muerte: en una aldea africana, la muerte siempre estaba presente. Había perdido la energía necesaria para poner objeciones, y ni siquiera su ira podía ayudarlo a resistir.
Pero cuando miró al exterior por la mosquitera remendada de la ventana, en lugar de la furgoneta vio un jeep negro y reluciente. Acostumbrado a los engaños, su desesperación aumentó al ver ese vehículo más nuevo y poderoso, probablemente también propiedad de la Agencia. Resultaba más siniestro que la furgoneta y tenía un tamaño intimidante, con unos neumáticos gruesos imposibles de rajar.
Justo entonces, mientras miraba de frente al jeep, una voz chillona con acento estadounidense se elevó por todo el claro, una voz incrédula, áspera y contrariada.
—¡Sabemos que tiene que estar por aquí en algún sitio!
Al repetir esa protesta, el chillido llegó claramente desde el recinto de Manyenga hasta allí: era severo, recriminatorio, lleno de autoridad.
Hock salió cauto de la choza para ver mejor y vio a un hombre de cara rosada, con camisa y corbata, que cruzaba el suelo pedregoso que había cerca del tocón del baobab. El hombre avistó a Hock y apresuró el paso. Luego, sin perder un segundo, se volvió y llamó al conductor que tenía detrás.
—¡Trae el coche! —se enjugó el sudor que le cubría la cara con un pañuelo blanco, cuidadosamente plegado. Estaba lo bastante cerca como para estrecharle la mano—. Usted debe de ser Hock…, no lo reconocía. Menuda carta. ¿Dónde están sus cosas?
La esperanza golpeó a Hock en el estómago y casi lo hizo llorar.
—No tengo nada.
—Tranquilo, señor —dijo el hombre. Hock lo conocía de Blantyre, pero en su aturdimiento no recordaba su nombre. Era joven, seguro, y vestía una buena camisa, una corbata de seda y una chaqueta de lino—. Estará bien.
—Hay alguien más que se viene con nosotros —dijo Hock ahogando un sollozo.
En la pequeña pantalla del retrovisor, los brazos flacos y las caras pequeñas se perdieron en la distancia, y los niños saltarines y los hombres observadores acabaron desapareciendo entre la carretera que se esfumaba y las cortinas oscilantes del pasto elefante. Las aguas oscuras centelleaban al final de esos caminos hollados, y Hock se dio cuenta de que estaba dejando atrás el río, surgiendo a la superficie tras meses en los que había aguantado la respiración.
Ahora podía respirar. La chica —que ya no era una chica— se sentaba enderezada en ese jeep veloz. Incluso sentada tenía algo majestuoso. Ni siquiera importaban las heridas, con las costras sanguinolentas del rostro hablando del daño sufrido. Estaba radiante, no parecía tener miedo. Era inocente, y le llenaba de gozo ver el escenario extraño, y sonreía a la vegetación turbulenta que dejaban en su estela. Nunca había estado en esa carretera. Animado por esa sonrisa, Hock se sintió lleno de determinación sentado a su lado.
El polvo se levantaba tras la furgoneta, cobrando la forma de una especie de serpiente marrón. Cada vez que miraba atrás, Hock veía esa nube de polvo que crecía y que se desenroscaba como buscándolo, pero no era más que un espejismo, que se disolvió en el momento. Así que dejó de mirar, y apartó los ojos del espejo para observar el camino que se abría ante ellos.