El calor de Lower River, atrapado bajo el cielo blanco, penetraba el polvo con el vapor de su quietud y ponía en fuga toda energía, minando la fuerza de la gente y marchitando las hojas que colgaban lacias entre las espinas del matorral bajo. Malabo nunca había tenido un aspecto más chato, callado, incoloro, con el calor cociéndolo para darle un tono monocromático, como una vieja fotografía del lugar olvidada al sol.
O ¿era el hambre lo que mantenía a la gente desganada? Desde que se había corrido la voz sobre la pobreza de la próxima cosecha, Hock había notado una lasitud creciente, un silencio cada vez mayor. Se había acostumbrado a los gritos, a los chillidos, a los niños con sus sonoras burlas, a la cantinela de las mujeres que abroncaban. Ahora sólo había murmullos. Algo en el chirrido de las chicharras o en el chisporroteo de los escarabajos alados, similar al roce de un cuchillo al ser afilado en una rueda, incrementaba todavía más la sensación de calor. En la luz muda y cegadora del día, entre la humedad del aire, se percibía la desesperación de esos susurros, y los niños habían dejado de correr.
Volvió a visitar a Zizi al mediodía, desbrozando la maraña de matorral para propiciar el encuentro con serpientes. Cogió una que estaba en una hondonada con arena sedimentada, y otra cerca de un termitero que se elevaba como un minarete resquebrajado de tierra roja. Y cuando llegó a la choza de Gala, tras anunciarse con el «Odi, odi», ella se asomó desde la veranda y vio los dos voluminosos sacos de harina.
—¿Qué has traído? —preguntó esperando que estuvieran llenos de comida.
Él agarró los sacos y los sacudió.
—Ellis, el Hombre Serpiente —dijo ella, adivinando el contenido, entre risas.
—Algunas personas se las comen.
—Pero la Biblia lo prohíbe. Las criaturas que se arrastran sobre su tripa son abominables e impuras. Es la ley.
—Estoy de acuerdo —dijo, y anudó la parte de arriba de los sacos y cargó con ellos para llevarlos hasta la sombra de la veranda—. ¿Cómo está Zizi?
—Un poco mejor.
Zizi permanecía dentro de la choza, incorporada contra una almohada pero sin poder abandonar la estera. Allí en el suelo, su condición de víctima era innegable. Se llevó las manos a su cara tumefacta en cuanto vio a Hock, como si estuviera avergonzada.
—Pepani —dijo. «Lo siento».
—No te preocupes —dijo él, y suspiró ante lo vano de sus palabras nada más pronunciarlas; pero más que otra cosa, transmitían su ansiedad y su impotencia.
—No te puedo ofrecer nada. Sólo agua. O té —dijo Gala, que apareció detrás de él con una jarra.
—¿Qué estáis comiendo?
Hock aceptó el vaso de plástico con agua. El líquido estaba turbio. Se mojó los labios pero no bebió.
—Sólo mandioca frita. El arroz se ha terminado —Gala colocó un pequeño tapete adornado con cuentas sobre la jarra—. Me gustaría prepararte tortitas. Tenemos algo de pescado seco. Unos cuantos plátanos. También naartjies. Así están las cosas.
Hock se quedó un rato, y cuando salió se inclinó sobre la barandilla para mirar esos sacos de harina que se estremecían en la sombra, con las cimbreantes serpientes. Los sacos tenían el sello con el escudo y las palabras L’Agence Anonyme.
—Ojalá tuviera algo que darte —dijo Hock cuando volvió dentro de la choza.
—Le has dado a Malabo cuanto tenías —dijo Gala—. Han devorado tu comida. También tu dinero y toda tu esperanza. Te hemos devorado.
Esas palabras le hicieron recordar a Hock por qué estaba allí.
—La carta… ¿la mandaste? —dijo tras arrodillarse delante de Zizi.
Mientras Hock y Gala hablaban, las manos de Zizi se habían deslizado lejos de su rostro, pero ahora volvió a cubrirse con los dedos estirados y comenzó a llorar.
Hock pensó: ¿Por qué pregunto siquiera? No merezco que esa carta haya sido enviada. Soy el responsable de que esta chica flaca se tienda aquí llena de moratones, con los labios partidos y los ojos inflamados, con las costras de sangre seca que se le pelan en las orejas, y una herida mucho peor que no puedo ver y que nunca restañará.
Cuando se giraba para marcharse, tras recoger los sacos que había dejado en la veranda, Gala le dijo:
—Hombre Serpiente —y entonces asintió con la cabeza—. He aquí, yo os envío como a ovejas en medio de lobos. Sed pues prudentes como serpientes —él se inclinó para besarla, pero ella entonces le siseó en el oído—: La gente tiene hambre. Serán capaces de todo.
Hock quería decirle: «No tenía claro eso hasta ver a Zizi. Ahora estoy preparado para creerme cualquier cosa».
Sin embargo, Zizi se encontraba mejor que la víspera, y él pensó que al día siguiente la mejoría podría proseguir. De cualquier forma, había sido él quien la había enviado al boma, así que tal vez no merecía ser rescatado.
—Estamos en manos de Dios —dijo Gala.
Eso era tanto como rendirse. Cualquier mención a Dios llenaba a Hock de desconsuelo.
Manyenga lo esperaba en su choza cuando retornó. Extrañamente, el jefe estaba al sol, cuando en los últimos días apenas dejaba su recinto. Era de los pocos que tenían reservas abundantes de comida, y se las guardaba para sí mismo.
—Espero que lleve algo delicioso en esos sacos de arpillera.
—Ya veremos —dijo Hock.
—Me gusta cómo dice eso. No sí, no no. Como un hombre sabio.
—Así soy yo, Festus.
—Yo he organizado una ceremonia —anunció Manyenga.
—¿Qué ceremonia?
—Para hacerlo jefe.
—Pero yo ya soy vuestro jefe —Hock habló con una voz cansada, mientras cargaba los sacos hasta la veranda.
—Por supuesto, pero debemos tener una ceremonia adecuada, con bailarines, percusionistas y música. Wellington, el viejo ciego, puede tocar la mbira con los dedos. Y luego está el viaje en canoa. Flotando en el río.
—Y ¿para qué servirá todo eso? —cuestionó Hock siguiéndole el juego—. Vosotros sois mi gente.
Manyenga rio, y con la misma facilidad puso una cara hosca y pareció serio.
—Sí. Usted nos pertenece.
Hasta que pronunció esas palabras, Hock había estado pensando que nada de lo que salía de la boca de Manyenga era cierto. Las apostillas sobre el «hombre sabio», las referencias a él como jefe, el asunto sobre «una ceremonia adecuada», todo era mentira. Y eso era más o menos lo que había sucedido desde su llegada… Había vuelto a perder la noción del paso del tiempo; ¿llevaba allí tres meses? Sólo era una conjetura. Quizá se quedaba corto. Sabía la fecha de su llegada; figuraba en su pasaporte. Pero ignoraba en qué fecha estaban. Como todos en Malabo. A ese respecto era igual que ellos. Había llegado tras la siembra, y las lluvias habían pasado de largo; los tallos del maíz eran minúsculos; las matas de calabazas estaban marchitas y tenían una escoria blancuzca. Unos hechos que saltaban a la vista. La cosecha iba a ser pobre. Lo demás era una mentira: cada cosa que Manyenga le había contado, la mayor parte de lo que le habían dicho los demás. Gala le hablaba con el corazón, pero su único mensaje desde su reencuentro podía resumirse en: «Vete, vuelve a casa, ponte a salvo».
El modo en que Manyenga había enunciado «Usted nos pertenece», no de forma respetuosa, sino más bien como un gruñido amenazador, le recordó a Hock que ésa era la única verdad en un mundo de falsedad. Siempre habían visto a Hock como una especie de donación, y habían exprimido su dinero. Pero el dinero ni siquiera importaba tanto; también le habían arrebatado cualquier esperanza.
—Festus, te he dado todo lo que tengo.
—No todo. Sigue siendo nuestro gran hombre.
—Así soy yo —volvió a decir Hock, aunque ahora lleno de fatiga, y tomó asiento. Se dejó caer en el borde de la veranda, cerca de los sacos con las serpientes, y no invitó a Manyenga a que lo acompañara.
—Es nuestro gran jefe y padre.
—Sin dinero.
—Incluso sin dinero, usted es nuestro padre —Manyenga siempre alargaba la palabra «dinero» con una especie de gañido.
—No tengo nada más que darte.
—Pero tiene mucho. Es un hombre fuerte.
Más mentiras.
—Estoy débil. Estoy enfermo.
—Sigue siendo tan inteligente… Trama cosas todavía, como un jefe trama cosas, y le susurra palabras a uno y a otro sobre esto y aquello.
Y entonces Manyenga lanzó una risa horripilante, exhibiendo su excelente dentadura, un relincho tan sonoro como falso.
—Estoy indefenso.
—Usted tiene a su gente. Nosotros sabemos.
—¿Qué gente? —Hock estaba irritándose, y forzó un grito.
—Nosotros.
—¡Vosotros!
—Sí, y la mujer mayor. El hombre pequeño con mkate. La chica.
«Mkate» significaba «lepra». ¿Snowdon? Eso era una información nueva, o tal vez otra mentira. Hock pensaba que los problemas físicos del enano provenían de la epilepsia, de los ataques que lo tiraban por los suelos.
—Atacaron a esa chica, Zizi —dijo Hock.
—En el boma. De noche —Manyenga habló como si enumerara los detalles de un crimen que ella hubiera perpetrado—. ¿Qué estaba haciendo esta chica en el boma de noche?
—No tengo ni idea —dijo Hock con la boca seca.
—Como nuestro jefe debería saberlo. Nosotros creemos que alguno la envió allí.
Hock lo miró fijamente. Ése era otro aspecto de la opacidad de Manyenga: estaba al tanto de todo y mentía haciendo ver que no sabía nada.
—Fue violada —Hock pronunció esto con todo el desprecio y la rabia que pudo reunir.
Manyenga no se inmutó.
—Ella fue sola al boma, fue al campo a medianoche —miró alrededor y vio al enano, que se daba la vuelta—. ¿Esperaba algo diferente?
—No se merecía que la violaran.
—Pero ¿por qué fue, amigo mío? ¡Tal vez no lo sepamos nunca! —con una voz distinta, más desabrida, dijo—: La ceremonia será mañana.
Manyenga se fue pataleando a través del claro, y Hock observó que los hermanos salían de detrás del tocón del baobab para unirse a él e intercambiar impresiones con las cabezas gachas.
Manyenga está enterado de todo, pensó Hock. Tiene la carta en su poder. Por eso Zizi estaba tan desesperada; ella creía que le había fallado.
Y así, en las horas que restaban antes de que la ceremonia tuviera lugar, Hock pasó el tiempo de la única manera que sabía. Recorrió la aldea y su perímetro, y también las orillas del arroyo donde las mujeres sacudían la colada en las rocas lisas. Llevaba un saco de harina y su palo ahorquillado, listo para atrapar más serpientes. Halló una víbora bufadora tomando el sol cerca de un mango; una serpiente de viña en las inmediaciones de la letrina; un nido de serpientes de ojos amarillos en un montón de hojas de un tronco viejo; y más víboras de la ciénaga en el borde del arroyo. Eran sus armas, eran sus amigas, eran los únicos seres en Malabo que habían mostrado cierta neutralidad con él. Él había destrozado a Zizi. Había decepcionado a Gala. No tenía más amigos.
Como el marinero náufrago que se hace amigo de un ave migratoria con un ala rota, buscaba a las únicas criaturas capaces de corresponder a sus deseos de empatía. No tenía nada más. Para que no pelearan ni se comiesen entre ellas, separó a las serpientes en ocho sacos.
Hock buscó su cuchillo para cortar cuatro sacos más de harina, y así zurcir unas bolsas más pequeñas, pero se dio cuenta de que había desaparecido. Era un cuchillo barato que había comprado en el último momento, junto con las cajas de comida, en el mercado de Blantyre, pero tenía una aguda hoja dentada. En la base de la hoja, cerca de la empuñadura, había un abridor de botellas. En todo su tiempo en Malabo, nunca había usado el abridor. Las pocas botellas de refresco que había bebido se las había abierto Zizi, con una mueca, empleando los dientes de un lado. No había allí cerveza embotellada, sólo un fermento casero que sabía a gachas agrias y se servía en vasos de plástico. Ahora el cuchillo se había evaporado, y Hock se sintió expuesto y negligente. No disponer del cuchillo eran malas noticias; pero todavía era peor pensar que otra persona lo tenía.
Durmió mal. Tenía demasiado calor y demasiada hambre. Transpiraba tumbado en su camastro, y la mosquitera lo agobiaba y estancaba el aire.
No soportaba el calor; era algo a lo que nunca había llegado a acostumbrarse. Ahora tenía aún menos aguante, y se sentía más a disgusto, porque además estaba sucio y se notaba enfermo, y en su estado de debilidad el calor se hacía más insoportable. El peso que sentía contra su piel viscosa actuaba como una fiebre.
Los tambores golpeteaban en su sueño, y más tarde parecieron despertarlo. No sabía si estaba soñando todavía. Oyó el ladrido de unos perros, ese ladrido ronco y dolido de los chuchos de la aldea.
Luego unas voces en el exterior le dijeron que había gente acercándose, y a continuación unos pies pisotearon las tablas de la veranda, muchos pies, suelas secas que impactaban contra los tablones astillados, y la puerta chirrió y se abrió con un golpe fuerte; el cerrojo debía de haber saltado por los aires.
Los olió antes de verlos. Ya es la hora, pensó. El «mañana» de Manyenga se refería al alba, todavía en penumbra. Esas figuras animadas se agitaban por la choza como unas sombras muy erguidas, murmurándose cosas entre ellas, al parecer indecisas sobre el siguiente paso que debían dar. Hock creyó que a lo mejor se sentían intimidadas por hallarse en el interior de la choza del mzungu. Se comportaban de manera extraña, no estaban seguras de sus movimientos, y sus susurros eran tanteos.
—¿Qué queréis?
—A usted, padre.
Hock alzó la raída mosquitera como si se asomara por una tienda de campaña. Reconoció a dos de los hijos de Manyenga, Yatuta y Aleke, y a uno de los hermanos de la aldea de los niños, el que no se despegaba de la gorra. Sin sus hermanos, el chico parecía mucho más joven. La única fuente de luz era una linterna que portaba uno de los hijos, cuyo haz se paseaba por todo el cuarto, mostrándole a Hock las condiciones tan penosas en las que vivía. Esa luz se posó un momento en los sacos de harina del suelo, en sus bultos, y luego los barrió velozmente, casi como para borrarlos.
—¿Por qué me queréis?
—Para el gran baile.
Él dijo «gule wamkulu». Hock sabía que esa danza era secreta y poco habitual, y ningún forastero debía tener acceso a ella.
Era absurdo realizar más preguntas. Demasiado débil como para resistirse, Hock alzó las piernas, suspiró y se levantó haciendo chirriar el camastro. Se sentía como un condenado, levantándose cansinamente en el corredor de la muerte para ser ejecutado en mitad de la noche.
El más pequeño de los chicos, Aleke, encabezó la marcha a través del claro, rumbo al recinto de Manyenga. Los otros dos lo flanqueaban, como si lo escoltasen, y Hock andaba arrastrando los pies, calzados con sus chanclas, y al cojear parecía vencerse hacia delante.
Manyenga esperaba en el límite de la luz del fuego, muy cerca de donde dos percusionistas aporreaban rítmicamente sus instrumentos.
—Bienvenido, jefe.
Hock estuvo a punto de decir algo, pero el paseo —los jóvenes andaban rápido— lo había cansado y se había quedado sin aliento. Apoyó las manos en las caderas y se dobló para recuperar el resuello. Tenía calor, estaba sin afeitar, hambriento, su pelo cano totalmente despeinado. Llevaba una camisa sucia —no tenía ropa limpia— y unos pantalones con rasgones, y sentía la mugre de los pies en las chanclas.
—Jefe, por favor, siéntese. Aquí está su silla.
La silla había sido colocada a una distancia prudencial del fuego, aunque entraba en la órbita de su luz.
Uno de los hermanos se acercó a Manyenga, y Hock advirtió que en la mano llevaba enroscada una cuerda amarilla, de nailon barato, trenzada como sisal.
—No —dijo Manyenga, apartándolo.
El chico se mostraba ansioso, y hacía gestos como si su intención fuera maniatar a Hock.
—¿Qué quiere? —quiso saber Hock.
—Cree que es necesario amarrarlo de las muñecas. Pero yo le digo que no hace falta.
—¿Qué me estáis haciendo?
—Le ascendemos.
—Me van a llevar con ellos —Hock tenía un nudo en la garganta, y el miedo lo ahogaba y lo obligaba a hablar jadeando—. Esto es un rapto. ¿Por qué los dejáis? Me previniste contra ellos. Me dijiste que eran peligrosos.
—Nunca dije esas palabras —repuso Manyenga, con la sonrisa jactanciosa y burocrática que Hock conocía tan bien. Esa mueca siempre había precedido todos sus desaires; le revoloteaba en los labios, y a veces dejaba de ser una sonrisa para convertirse más bien en un gesto de sorna y desprecio. Ahora la tenía impresa en la cara—. Ellos lo van a trasladar, con nuestro permiso.
—No podéis hacer eso.
—Nosotros debemos. No tenemos planes de futuro.
La garganta le ardía a Hock.
—Y ¿qué hay de mi permiso?
—No es necesario. Usted nos pertenece —Manyenga dijo eso sin variar la sonrisa, y miró a Hock como si fuera una especie de trofeo. Parecía que le concediera el mismo estatus reservado a los grandes animales que los sena se comían para luego usar sus pieles como objetos de prestigio—. Es nuestro. Nuestro gran jefe.