Hock sujetaba los puñados de serpientes electrizantes, que destellaban con la última luz del día: serpientes verdes de la ciénaga, que siseaban y peleaban con las gargantas dilatadas, y que meneaban sus cabezas aplanadas por el miedo. Los lugareños de Malabo les tenían pavor, y contaban historias sobre sus luchas con una serpiente de la ciénaga a la que ellos llamaban mbovi, porque era una buena nadadora, que a veces se lanzaba contra sus piernas cuando se bañaban en el arroyo. Pero esas serpientes eran pequeñas, inofensivas, y no tenían colmillos. Tal vez eso explicaba lo romo de los dramas asociados a su agresividad.
Mientras introducía sus presas en la canasta, Hock oyó un arrastrar de pies en el patio, y luego una especie de cloqueo gangoso y sollozante. Se volvió y vio a Snowdon, que guardaba las distancias a causa de las serpientes, en tanto se protegía la cara con sus dedos achaparrados.
—Ven —dijo. Nunca utilizaba el nombre de Hock, ni ningún otro nombre; apenas pronunciaba algún sonido inteligible; y no obstante fue capaz de lanzar esa orden imperiosa para captar su atención.
Snowdon se echó a correr entre tambaleos, y Hock lo siguió por el dimba de calabazas y luego por el sendero trasero. El enano sufría para llevar la delantera, y sus resoplidos eran audibles al tirar de esas piernas patizambas, a la vez que se impulsaba con los codos. Con su complexión truncada, se movía como si estuviera pedaleando un triciclo, con la cabeza y los hombros asomando por entre el matorral bajo. Las ramas arañaban a Hock en los brazos al intentar apartarlas. Snowdon se agachaba para esquivarlas, y se apresuraba en la dirección que llevaba al recinto de Gala.
El sendero era una cinta de polvo pálido a la luz de las estrellas. En el pasado, Hock se había sentido abrumado bajo el fulgor estelar del cielo nocturno en Lower River. Para los aldeanos esa afición de observar el firmamento era la prueba de que se trataba de un brujo. Nadie lo conocía, ni le importaba a nadie. Malabo, un hito en su vida: un juguete corrupto en manos de otros, luego arrumbado y finalmente olvidado, inservible. Por eso, mientras caminaba a buen paso por esa cloaca polvorienta de sendero y matorral, sintió que no se dirigía a ninguna parte, que estaba perdido al seguir a ese enano que resoplaba y progresaba a trancas y barrancas.
Al llegarle el olor a humo del recinto de Gala, Hock sólo vio una ventana encendida en la parte delantera: la puerta se encontraba cerrada, no había nadie en el porche, la silla de Gala estaba vacía. La luz del farol del cuarto realzaba unas figuras, alargándolas, hasta que las convirtió en las siluetas de tres personas, agachadas, inmóviles y mudas. Esas sombras eran tan nítidas como unos recortables de papel negro.
Estaban rezando. Hock entendió algunas palabras. Gala lideraba al resto en esos gemidos lentos e implorantes.
Hock dio unas palmadas para anunciarse, agarró la puerta vencida y la abrió de un tirón. La oración se detuvo. Las tres mujeres a las que había visto a través de la ventana, desnudas en el eco de sus súplicas, se disponían alrededor de una estera extendida en el suelo. El único sonido ahora era el que provenía de la figura en la estera, irreconocible, envuelta en una toalla con rayas, tumbada boca arriba, que suspiraba con debilidad. Tenía la cara tumefacta, y una cabeza desproporcionadamente grande. Una de las mujeres lavaba un corte reciente en carne viva, aplicando un trapo mojado. Unos grandes escarabajos alados trazaban círculos alrededor del farol.
—Dios mío —dijo Gala, presa de los nervios al descubrir a Hock. Su acento era el de Malabo, y repitió la interjección.
Hock examinaba la figura tendida allí. No parecía Zizi; ésa no era su cara. Pero ¿de quién podía tratarse si no?
Una de las ceremonias murmuradas en las tinieblas —prohibida por los misioneros en tiempos de Hock— consistía en derramar la sangre de un pollo sobre la cabeza bastamente tallada de un ídolo de unos treinta centímetros de alto. Era deforme, estaba en escorzo, y su cabeza tenía el tamaño de un cacahuete. Si el tamaño aumentaba, el acabado todavía era más deficiente. Unos trozos de cristal se incrustaban en las cuencas de los ojos como para dejarlo ciego: una mirada viva y muerta. La sangre extraída del pollo descabezado era muy pegajosa, y unas cuantas plumas se quedaban siempre adheridas a la madera. Ese fetiche secreto no tenía un nombre que pudiera pronunciarse en alto porque, embadurnado con las secas burbujas de sangre, se trataba de un amuleto poderoso y horrible capaz de repeler el mal.
Gracias a la sangre, la talla ganaba en sutileza y fuerza, con la espesa capa de color rebajando los ángulos tajados, y dejando las astillas embadurnadas y las plumas emplastadas, algo que incrementaba su valor artístico. La sangre rutilante le prestaba una densidad cartilaginosa como de carne dañada, un aura de poder.
Eso era lo que Hock veía ahora en el suelo, una cabeza oscura e hinchada, con el cuero cabelludo quebrado en determinados sitios: un tejido cortado de malas maneras, echado a perder. Los ojos inflamados, los labios morados; todos los huesos de esa cabeza estaban cubiertos de una sangre oscura que se secaba como parte de un sacrificio.
Sólo el duelo de las mujeres le decía a Hock que lo que tenía delante no era un enorme fetiche rígido: debía de tratarse de algo humano. Esas manos y esos pies inútiles poseían un tamaño que le resultaba familiar. Y también reconocía el modo en que se posaban sobre la estera. Todo indicaba que Zizi era esa cosa sanguinolenta.
—¿Cómo está? —lo asustaba demasiado formular la pregunta de manera franca, ¿está viva o está muerta?
—Le han dado una paliza —dijo Gala—. No sólo eso.
La última frase era definitiva. Y entonces oyó un quejido: estaba viva. Ella abrió los ojos, y al ver a Hock a la luz del farol, comenzó a llorar entre hipidos.
Las lágrimas, pese a todo, le dieron a Hock esperanzas. Detectaba vida en esos sollozos explosivos, una suerte de conciencia de sí misma, porque las lágrimas venían de muy adentro, de una parte que no estaba rota.
Al oír el llanto, Snowdon, que espiaba desde el umbral, empezó a cloquear, como si el desconsuelo de alguien en un estado peor que el suyo lo incitara a burlarse.
—¡Sal de aquí! —gritó Gala mientras el enano se iba cojeando hasta la puerta, encogido y tapándose la boca. Ella repitió fuera de sí la orden en afrikáans, como hacían a veces los viejos en Lower River, posiblemente a causa de su sonoridad—: Voetsak!
Zizi estaba viva, y mascullaba y se removía en la estera para tener una mejor visión de Hock. Él frunció el ceño y pensó que nunca le había parecido más joven, más niña, menos sexual; el cuerpo ultrajado no atizaba ningún deseo en él; esa presencia tan vulnerable le inspiraba sólo un afán de protección y un miedo agudo. Tenía cortes en las manos, y la sangre se extendía por la tela que la cubría, y por la vieja toalla; la sábana también estaba salpicada de gotas de sangre. La mujer que le había estado lavando la cara empezó a frotarle suavemente los cortes con violeta de genciana. Le repasaron todas las heridas, pintándola de púrpura.
—La encontraron cerca del boma, dos mujeres a las que conozco —dijo Gala—. Hicieron sus estudios aquí. Gracias a Dios, la rescataron.
—¿Cómo te la trajeron?
—Ningún coche las acercó. Uno de los camiones con pescado las dejó en la carretera, y desde allí vinieron andando. Por eso está tan exhausta.
La charla tranquilizó algo más a Hock. No se había visto obligado a pronunciar la temida pregunta sobre si estaba viva o muerta. La habían herido gravemente, pero por las palabras de Gala dedujo que podría salir de ésa. Y en el corto intervalo que Hock llevaba en el cuarto, Zizi había empezado a reaccionar.
—Cuéntame qué ha ocurrido —dijo Hock.
—No la molestes —dijo Gala en un susurro—. Está herida. Débil. Y está avergonzada.
Era evidente que había sido asaltada; parecía que hubiera combatido con un animal. «Está herida.» Los babuinos sorprendidos en mitad de la noche enseñaban sus caninos, y mordían y arañaban. Las hienas vivían de noche y podían atacar a una persona sola si pensaban que llevaban las de ganar. Pero lo más peligroso, al menos en Lower River, eran las jaurías de perros salvajes, que gruñían para rodear a su presa, estrechando el cerco, lanzando dentelladas.
Aunque si el atacante había sido uno de esos animales, ninguna de las mujeres lo había mencionado; y desde que Hock había puesto un pie en la choza, la atmósfera de desconsuelo le había hecho sospechar que allí había sucedido algo más grave que una paliza. Las mujeres lloraban por los dolores de la chica, y por algo que le había sido arrancado: la habían violado.
«Está avergonzada» sólo significaba una cosa. Zizi no poseía nada, ni siquiera unos zapatos, y por supuesto nada de dinero ni ningún adorno; ni siquiera los cacharros de cocina que usaba eran suyos. Era una figura de palo sin un gramo de carne sobrante, envuelta en un manto de un púrpura desvaído. Pero era una namwali; conservaba la gloria de su virginidad. En la aldea la conocían por su retraimiento, y había sido esto, al comienzo, lo que la había convertido en un trofeo para Hock, el trofeo dado por Manyenga. Mantenerse intacta le daba un poder, con eso se hacía deseable; una prueba camuflada para Hock. Él sabía todo esto, y por eso se había resistido, con la conciencia de que al resistir demostraba ser más fuerte que ellos.
Además, sabía que a los ojos de Zizi él apenas era humano: un viejo mzungu picudo con unos pantalones con colgajos y una camisa desgarrada. Hock se veía a través de los ojos de la joven y sentía asco. Lo único que podía ofrecerle era protección. Y lo había demostrado al mantenerla a salvo… hasta hacía tres días, cuando por mera desesperación había alumbrado el plan de enviar la carta al boma por la noche. Ella había tenido miedo, pero sabiendo que era lo único que él quería de verdad, pese a todo había partido sola. Y ahora había regresado del boma, y estaba tumbada sobre su propia sangre. Las manchas rojizas se endurecían en ciertos puntos de la tela, parches oscuros con forma de discos.
Desde la llegada de Hock, ella parecía debatirse de algún modo. Estaba inerte, pero sus ojos, llorosos y enrojecidos, lo seguían insistentemente.
—Creo que se pondrá bien —dijo Hock a Gala buscando la confirmación.
—Con la ayuda de Dios —le respondió ella, evitando pronunciarse.
Hock se puso en cuclillas, casi arrodillándose, y Gala le dio unas palmaditas en el hombro, como para avisarlo. Entonces ella se giró y bajó la mano, hendiendo el aire, para apremiarle a salir de allí.
El enano llegó cojeando desde la puerta, al ver que Gala le hacía señas a Hock para que se acercara a la veranda. De pronto, Zizi se puso furiosa, su rostro era la expresión de la ira, adelantando la mandíbula inferior. Hock nunca le había visto ese gesto. Estaba indignada, se resistía a morir, y la habían ultrajado —la agresión se evidenciaba en los verdugones y arañazos de su cuerpo—, pero había esa otra cosa que se traslucía: la fuerza de su ira. Estaba tratando de hablarle a Hock con sus labios llenos de heridas. Musitó una palabra que Hock no pudo entender.
—Ven afuera, Ellis —le dijo Gala arrastrándolo del hombro.
Dándole la espalda a Zizi, Hock siguió a Gala hasta la veranda. En la distancia, en el límite de la luz sesgada que arrojaba el farol sobre la ventana abierta, Snowdon se arrodilló, sin dejar de rascarse las pupas de su brazo, y murmuró —al menos eso creyó Hock—: «Fi-di-dom».
—¿Qué sabes tú? —preguntó Hock.
—Sólo lo que me contaron las mujeres que la encontraron y la trajeron hasta aquí. La conocían. ¿De qué te sorprendes?
—El boma está realmente lejos de Malabo.
—Ella es una namwali. La conocen. Las chicas candidatas a casarse son bien conocidas en toda la zona. Yo fui su guardiana hasta que Manyenga te la llevó.
—Y ¿no te importó eso?
—Sabía que cuidarías de ella. Y una persona mayor es el pantano que detiene el fuego. No tenía por qué irse tan lejos.
—¿Te refieres hasta el boma?
—Sí. De noche. Y en bicicleta.
Hock dudó sobre si debía contarle a Gala la razón por la que Zizi había cometido esa temeridad. Estaba a punto de hablar cuando Gala retomó la palabra.
—Las mujeres no la reconocieron en el momento, porque la sangre le cubría toda la cara. Su chitenje estaba hecho trizas.
—¿Estaba yendo al boma o volviendo de allí?
—¿Qué importa eso?
Hock supo entonces que tenía que omitir todo lo relacionado con la carta, porque parecía mezquino preocuparse por un papel mientras Zizi convalecía en la choza humeante. No obstante, la cuestión era crucial. Si el ataque había ocurrido de camino al boma, significaba que ella no había mandado la carta, con lo que él seguiría retenido y tendría que enfrentarse a los hermanos.
—Fue una bendición que esas mujeres pasaran por allí.
—Y ¿qué hacían por la zona a esas horas de la noche?
—Las mueve el hambre. ¿No sabes que va a haber mala cosecha?
La mala cosecha y la falta de lluvias representaban las dos quejas más comunes entre los aldeanos que iban a pedirle dinero, tan comunes que él había comenzado a verlas como excusas, tal vez meras invenciones, puesto que a Manyenga nunca le faltaba la comida.
—Hay poco arroz. Y nada de mijo. Queda poca harina. Estamos comiendo mandioca la mayoría de los días —dijo Gala—. El vehículo de la Agencia está haciendo repartos de bolsas de harina, arroz y judías, y las llevan al boma. Las mujeres querían estar allí temprano, y ser las primeras en la fila para recibir arroz.
—Pero eso también es muy arriesgado para ellas.
—Son mujeres con niños pequeños. Están a salvo. No tienen nada, ni dinero ni posesiones.
—Zizi no tiene nada.
—Ella tiene lo que todas las mujeres ambicionan —replicó Gala en un tono de reproche, con un relámpago en el rostro—. Es una doncella. Era una doncella. Ahora sangra, porque se lo han arrebatado.
—Eso es terrible —dijo Hock.
—Tú no entiendes. Eres un inocente. No sabes nada —esas palabras poseían una carga de desprecio, aunque el tono de Gala transmitía básicamente una aflicción amortiguada por el fatalismo.
—¿Qué es lo que no sé?
—Esas niñas son secuestradas por hombres enfermos. Hombres con el sida —ella pronunció edsi, al modo de allí—. Cogen a las chicas si las encuentran. También cogen a los niños pequeños.
—He oído hablar de eso.
—Creen que acostarse con una virgen los cura.
Hock estaba demasiado impactado como para hablar. Rezongó deseando no haber oído nada.
—Por eso cogieron a Zizi, no hay duda de eso.
—Ella debió de resistirse de verdad —dijo desalentado.
—Sí, han tenido que golpearla bien para someterla, y sólo entonces… —se pegó en la mano, el gesto de infortunio por excelencia en la aldea, y chasqueó los dedos—. Es una lástima.
—Dime que se pondrá bien, por favor.
—Con la ayuda de Dios. No tiene huesos rotos, pero ya sabes lo que pasa con las heridas y las contusiones. Se pueden infectar rápidamente. Hay que evitar eso.
Hock recordó entonces.
—¿No dijiste que las mujeres iban al boma porque la Agencia había repartido comida?
—Sí.
—¿Consiguieron la comida?
—Encontraron a Zizi. No vieron ningún vehículo de la Agencia.
—Tal vez llegó, y no dejaron la comida.
—¿Por qué dices eso? —la expresión de Gala era adusta—. No tiene sentido. El trabajo del vehículo de la Agencia es repartir la comida.
—No lo sé —dijo Hock—. Creo que debería irme, pero quiero despedirme de Zizi.
—Debe de estar dormida.
Pero estaba despierta, con los ojos entrecerrados y la mandíbula encajada con la misma determinación, como si fuera asimilando el dolor y luchara por seguir viva. Todos los cortes habían recibido el tinte de la violeta de genciana, y los cardenales la hacían parecer una muñeca rota.
—Zizi, ¿puedes oírme? —le dijo Hock acercando su cara a la de la chica.
Ella no hablaba, pero tensó sus facciones como solía hacer, y una ceja tembló fugazmente y se alzó en un signo de reconocimiento.
—¿Quién ha sido?
Ella gruñó, sus labios estaban secos y partidos, y era incapaz de formar una palabra, aunque sí mostraba los dientes, esos dientes tan hermosos con pintas de sangre.
—¿Fue Aubrey?
Ella crispó la cara como si la hubieran pinchado con un cuchillo.
Hock se paró a pensar un momento, y se preguntó si Gala o las mujeres habrían oído su susurro; se habían quedado un poco apartadas, para dejarles algo de intimidad.
—La carta —dijo Hock, y dejó un segundo para que asimilara esa palabra, «kalata»—. ¿Qué pasó? —ella no reaccionaba—. ¿La mandaste?
Él esperó, y Zizi se limitó a girar la cabeza de un lado a otro, atenazada por el dolor. Podía estar diciendo «No» o «No lo sé».
Al poco, él se marchó, y Snowdon lo guio de nuevo por la oscuridad del matorral. El enano no dejó de parlotear durante todo el camino, tal vez enardecido por haber visto a la chica deshecha entre tanta sangre.