Durante todo el día, el calor no hizo sino sumergirse más y más en Malabo. Le sacó a Hock su lengua protráctil, le lamió la cabeza, se hinchó, se volvió más pesado antes de arrojarse sobre él y reptó según pasaba el día para terminar rodeándolo. A menudo el cielo se desvanecía y no quedaba nada que mereciera tal nombre; el sol era un parche roído con una luz tamizada, dentro de la sábana deshilachada que lo embozaba, sin un solo rastro de azul, nada excepto un dosel gris algodonoso que se cernía sobre esa aldea incolora. Cuanto más apagado estaba el sol, más calor hacía; él tenía que apretar los párpados, y entonces se encontraba con espejismos danzantes, como las chiribitas que revolotean en unos ojos cerrados. La pesadez agotaba sus energías, y él pensaba: Da igual, y no se despegaba de la silla. El calor lo había convertido en otra persona, alguien a quien apenas conocía, y con una voz casi irreconocible, llamó a Zizi para que le llevase una bebida.
Probablemente, ése era el modo en que todo el mundo se sentía allí, la razón de que ocurrieran tan pocas cosas. Hock no se asombraba ante la pereza generalizada; lo que lo dejaba atónito era que llegara a hacerse algo allí. Otro intento de fuga había terminado en fracaso, y con cada sucesivo revés él empequeñecía, se vaciaba, se estrechaba, y se sentía gradualmente absorbido y modificado. «Devorarán todo tu dinero y te devorarán a ti.»
Viniste con dinero para los pobres, y el hambre los tiene tan ciegos que lo único que pueden ver es el dinero. No ven tu cara y, así, con el dinero acabado, para ellos no eres más que un pedazo de carne. Entonces se sorprenden: no te conocen. ¿Quién puedes ser?
Manyenga, creyéndose virtuoso, no se daba cuenta de su descaro, y regresaba una y otra vez a por dinero. Hock se mostraba remiso al principio, pero siempre acababa entregándole algo para que ese hombre le hiciera caso.
—En el pasado fui un hombre de negocios —dijo.
—Eso significa que es afortunado, como un indio.
—Eso significa que entiendo la ley de rendimientos decrecientes —dijo Hock—. La única ley que opera aquí.
Manyenga sonrió e irguió la cabeza, como si hubiera escuchado un fraseo musical. Luego dobló el dinero para introducírselo en el bolsillo.
—Gracias, padre.
El recuerdo del hombre magnánimo que había sido a su llegada volvía para atormentarlo. Veía que estaba cambiado; era un hombre diferente, no amargado pero sí triste, cada vez más tolerante. Sus fugas abortadas le habían limado las fuerzas, y aún no estaba recuperado de la malaria de hacía unas semanas. En sus venas aún corría un residuo de sangre infectada, que lo hundía y le provocaba los síntomas de una gripe: fiebre y dolores musculares, debilidad y falta de apetito. La lasitud que lo postraba derivaba del calor, de su sueño turbado, de verse una y otra vez frustrado. Los pies ya no lo sostenían como antes, y no se sorprendía ante la desesperación del cautiverio, sino al ver que a menudo, en su indigencia, estaba absurdamente agradecido de que lo atendieran.
—Prepara agua caliente…, té —volvió a solicitar a Zizi.
Siempre se había considerado fuerte para sus años, todavía con ganas de hacer cosas… ¿No había retornado a África impulsado precisamente por esa energía? Pero por primera vez en su vida, había tenido un contacto íntimo con la vejez. En Malabo se sentía como un fósil, al igual que Norman Fogwill en Blantyre, o que todos esos viejos desdentados —más jóvenes que él— que pegaban la hebra bajo el árbol de la ribereña Marka. Él estaba harto, la mano le temblaba, y se sonreía al pensar en las maquinaciones de Manyenga para tentarlo con una adolescente, Zizi, ¡su única amiga!
Pero el resentimiento seguía allí, y unos días después del «Es nuestro jefe, querido padre», su ánimo volvió a oscurecerse, con la certeza de que tales halagos no representaban más que una forma elaborada de insulto: la trampa hecha con mentiras que le tendía Festus Manyenga. Hock se quedaba en su choza; no tenía ganas de aguantar la opresión del calor en su cuerpo, tampoco el modo en que el aire tórrido aventaba los peores olores de la aldea. Se tendía sobre su catre, con la boca entreabierta, y hacía inspiraciones espaciadas. Se sentía mareado, anestesiado por el calor.
Alguien llamó a la puerta, y a continuación, oyó dos palmadas; era Zizi, que le preguntaba si podía pasar con la dulce canción de su voz: «Odi?».
La chica entró y caminó hasta una mesita sin hacer ruido. El espejo tembló cuando depositó la taza de té.
Tendido sobre un costado, demasiado cansado como para moverse, él estudió el reflejo de Zizi en el espejo.
—Quiero verte —le habló al espejo.
El desconcierto se evidenció en la cara de la chica durante un momento: primero torció el gesto, luego esbozó una media sonrisa, más propia de una mujer mayor, como si estuviera secretamente complacida de que Hock solicitara algo de ella.
—Sí, padre.
—Quítate tu chitenje.
Ella frunció los labios y se los mordisqueó, como si se sintiera vejada, y unos pensamientos contrajeron sus facciones. Hock dibujó una espiral con un dedo, un gesto que quería decir «quita».
Zizi vaciló, y luego, como si recordara, empezó a relajarse, se dio la vuelta y se soltó el nudo del manto. Lo dejó sobre el respaldo de la silla y se volvió de frente, con las manos cerradas bajo la cintura para proteger su pudor.
Hock la seguía mirando en el espejo.
—Baila —dijo.
Ella no se movió, simplemente parpadeó ante esa orden, «uvina».
—Baila —repitió, más implorante.
La tarde ya estaba avanzada. Era el momento más caluroso del día, con el sol vespertino como un carbón gris que ardía en el fulgor de una nube gorda y asfixiante, y que entraba de forma oblicua por las ventanas de la choza. El calor se quedaba atrapado en el aire detenido, bajo el tejado de chapa. Zizi transpiraba, parecía confusa, dubitativa, sobre las tablas irregulares del suelo.
Tomó su manto, se cubrió precariamente las caderas y salió de la choza, y sus pasos descalzos resonaron por los tablones de la veranda y luego por los peldaños.
La he perdido, pensó Hock. Se presionó la cabeza, sintiendo la fiebre, e intentó calmar el ardor de sus ojos masajeándoselos. Nada más haber lanzado esa sugerencia, supo que había cometido un error. Era una niña, que lo adoraba, pero sólo una niña. Y se trataba de una equivocación imperdonable, porque no contaba con más amigos en Malabo. Intentó encontrarle una lógica a lo que había dicho, a partir del hecho de que estaba desesperado. Lo habían excluido en la aldea y había decidido animarse un poco; al pedirle a Zizi que bailara para él, intentaba disfrutar de la única dulzura que Malabo podía ofrecerle. Pero había sido egoísta e inoportuno. He ido demasiado lejos.
Oyó el golpeteo sordo de unos pies en los tablones sueltos de la veranda, y la puerta se abrió y se cerró rápidamente. Alguien resoplaba dentro, y el pequeño cerrojo crujió al cerrarse. Zizi estaba en la choza, su figura recortada contra la ventana iluminada por el sol vespertino. Él no podía verle la cara, sólo la silueta de ese cuerpo espigado, sin rasgos, sin rostro, una pura oscuridad definida por el resplandor que venía del exterior.
Ella se volvió para colgar el manto en la ventana, haciendo que sirviera de cortina, y cuando se puso de frente a él, con la luz bañándole el cuerpo, Hock vio que era blanca de la cabeza a los pies, y al mirar más detenidamente, lo entendió. Se había empolvado con harina blanca. Había salido afuera y se había revolcado desnuda sobre la estera con harina de maíz, la que ella había molido y extendido para que se blanqueara al sol. Se había espolvoreado la cabeza con esa harina, y refrotado su cara y también sus pechos…, todo su cuerpo.
Algunos bailarines se blanqueaban la cara con harina, y algunas mujeres se la echaban por encima para facilitar los estados de trance, creyendo que el espíritu acudiría para habitar ese cuerpo adornado. Pero Hock jamás había visto u oído hablar de una mujer que hiciera lo que Zizi: cubrirse desnuda de harina para dejar su piel tersa y cubierta de polvo.
Arreglada de esa manera, completamente blanca, Zizi bailó para él. Su cuerpo era tan delgado que parecía incompleto, inacabado, pero su desnudez resultaba menos violenta y más escultural gracias a la capa de harina.
Ella desenlazó los dedos, elevó las manos, se dobló apenas, y luego separó las piernas, antes de levantar primero una rodilla y a continuación la otra, mientras giraba la cabeza —miraba sin cesar para otro lado, y sus ojos sólo se encontraban en el espejo—. Zizi posaba los pies con delicadeza, igual que había hecho en el banquete. Sus brazos eran estilizados, sus piernas, largas y flacas. Sus pechos pequeños lo miraban fijamente, y sus ojos ardían de ansiedad. Mientras danzaba, canturreaba por lo bajo, y daba pasos adelante y atrás, con los brazos levantados, sacudiéndose los granos de harina de su cuerpo. Éstos caían al suelo y ella los pisaba, haciendo un dibujo con las huellas empolvadas.
Tumbado en su catre, mirando alternativamente al espejo y a Zizi, sin mover un músculo y con el aliento entrecortado, Hock no perdió detalle de esa forma blanca. El deseo lo martirizaba. Nunca había experimentado un gozo tan doloroso como el que sintió al presenciar esa sencilla representación, la lenta danza fantasmal, ejecutada por las piernas empolvadas en su vaivén, y esa cabeza torcida sobre el largo y grácil cuello. Los granos de harina se tamizaban a lo largo de todo el baile antes de caer al suelo.
Alguien debía de haber observado. Sólo se precisaba un testigo para que todo el mundo estuviera al tanto. Zizi había sido imprudente: había rodado sobre la estera de harina delante de su choza, cerca del mortero, a la vista de los demás. Había corrido ese riesgo para complacerlo; ni en sus fantasías más desaforadas habría pensado Hock que ella estaría dispuesta a hacer algo así, y en el supuesto de haberlo pensado, nunca se habría atrevido a exigirle una cosa así. Pero una vez ella dio inicio a eso, no podía soportar la idea de que parase. Cuando, al cabo de un largo rato, ella se vio danzando desnuda en la penumbra, emitió una sonrisita y agarró el manto colgado en la ventana antes de salir corriendo de la choza.
Él ni siquiera se le había acercado, sólo había mirado. La harina era una barrera: tal vez ella lo sabía. Empolvada, era intocable.
Poco después, la aldea entera parecía estar enterada de lo sucedido. Y ese incidente, una muestra de su debilidad —la amalgama de resentimiento y tedio, con una punzada de desesperación—, sirvió para convencer a toda la población de que su intención era quedarse allí, de que había hallado un modo de ser feliz. Por lo menos, Zizi había dado con una estrategia para satisfacerlo. ¿Consideraban raro en Malabo que Zizi se hubiera rebozado en harina para bailar delante de él? Tal vez no. Y tampoco era una novedad que una mujer ejecutara una danza con el rostro blanqueado. Hacer eso desnuda simplemente era llevar las cosas al extremo. Y había funcionado; no había costado nada, y el mzungu estaba contento. Ellos no podían saber cuáles habían sido sus verdaderos sentimientos, el embeleso intraducible con que había contemplado a Zizi.
Pero sí que sabían que estaba embelesado. Un hombre con manchas marrones en el blanco de los ojos, un primo de Manyenga (decía hermano, pero «hermano» era un término general), se acercó a él y le dijo que quería comprarse una moto. No mencionó el dinero; eso estaba sobreentendido.
—Y ¿qué harás tú por mí a cambio?
—Zizi bailará para usted.
El hombre lo había mirado fijamente, y sus ojos con pintas reían; no hacía falta decir más.
Hock le entregó algo de dinero.
—Pero quiero que me lleves en moto al boma —dijo entonces.
—Lo llevaré, padre.
Hock estaba avergonzado. Se preguntaba si el dinero era penitencia suficiente para pagar por su falta de juicio. Aunque no olvidaba que todo era una farsa. Y anhelaba que Zizi volviera a ejecutar la danza fantasmal delante de él, aunque la próxima vez en secreto, sin que nadie los viera.
Manyenga le hizo una visita después. Hock le habló del hombre que se había presentado como su hermano.
—Se comerá su dinero. Se beberá su dinero —dijo Manyenga. Y luego le pidió otro préstamo.
Sabían a cuánto ascendía su capital. Le habían robado una porción; podían tomar el resto cuando les apeteciera.
—¿Te acuerdas de la ley de rendimientos decrecientes? —le dijo Hock para incordiarlo un poco.
El día de la visita de Manyenga, Hock salió del recinto en compañía de Zizi y Snowdon. Oyó el silbido de alarma, y haciendo caso omiso, continuó su marcha; entonces el silbido se volvió más insistente, ahogando cualquier otro sonido, hasta los graznidos de los pájaros. Algunos de los chicos mayores lo seguían, manteniéndose justo por detrás de él. Hock caminaba casi con altanería, y llevaba una cesta pegada al pecho. Era la canasta en la que guardaba el dinero con la serpiente.
En la orilla del arroyo, se inclinó y liberó a la sierpe sobre esa arena candente, pero antes de que el animal pudiera recomponerse y deslizarse lejos, Hock la apresó con un palo ahorquillado y la dejó retorcerse. Las sacudidas de su cuerpo engordado dejaron un dibujo en esa hondonada arenosa y húmeda. La aldea lo vio trayendo la cesta vacía desde el arroyo y a través del claro, hasta alcanzar su choza, con Zizi y el enano siguiéndolo en una procesión de pies arrastrados. La serpiente, una víbora bufadora, no era especialmente venenosa, pero para Malabo era mortal. Ahora ellos sabrían que robarle ya no entrañaba ningún peligro. Entonces, una vez el dinero se hubiera evaporado, tendrían que liberarlo.
Después de ese día, ya no silbaban de la misma forma cuando abandonaba la choza: no era una nota ascendente de alarma que llegaba hasta la estridencia; se trataba de una nota más suave, como el canto de un pájaro, una especie de gorjeo de aviso. Y él sabía el motivo.
Caminaba hasta la escuela en ruinas, y se acercaba a saludar a los huérfanos en su guarida de la oficina. Iba a la clínica y a la orilla del arroyo, o al cementerio que había cerca del mango, donde nadie se arrimaba por los azimu, los malévolos espíritus de los muertos, que estaban imperceptiblemente entreverados en el aire; Zizi y el enano se quedaban atrás, agazapados en la distancia, mientras él se sentaba a la sombra del árbol, inaccesible, entre las pilas desmoronadas de losas funerarias.
Y cuando regresaba a su choza, casi sin excepción, en la cesta donde había guardado la serpiente faltaba algo de dinero.
Durante esa semana, la semana del pillaje gradual del resto de su fortuna, Hock cayó de nuevo enfermo. Esta vez el mal fue rápido, y retorció todos sus miembros. El ataque le había sobrevenido volviendo de la escuela: primero un mareo, luego un dolor agudo y unos pinchazos detrás de los ojos; más tarde, un malestar en sus flojos músculos y una necesidad enorme de beber.
Podía tratarse de una recaída de la malaria o de un caso de deshidratación. Se sentó en el suelo y se oprimió los ojos. No podía dar ni un paso más. Pidió agua, aunque sabía que posiblemente estaba demasiado enfermo como para ingerir ningún líquido.
—Agua con sal —le murmuró a Zizi, y recordó «mchere». Pero ella sonrió al oír la palabra y pareció demasiado perpleja como para moverse—. Y azúcar.
Las mujeres cargaban con los niños en telas de camino a sus casas tras haber limpiado de hierbas los campos de calabaza, y se detenían para mirarlo bien, con más curiosidad que piedad, mientras él se sostenía la cabeza.
—Mzungu —oyó que susurraban—. Enfermo.
¿Dónde había quedado el «jefe»? Lo rodeaban igual que a un perro angustiado, como a cualquier criatura agonizante, ya más una diversión que una amenaza.
Snowdon estaba cerca de él. Hock lo vio acercarse sigilosamente a través de sus dedos entumecidos.
—Agua —dijo Hock, y lo repitió en sena.
El enano salió corriendo, dando zancadas cortas con sus pies dañados. Estuvo de vuelta pronto, y le ofreció a Hock una taza esmaltada. Pero al inclinarse, Snowdon se desequilibró y la taza se fue al suelo. Las mujeres rieron batiendo palmas, excitadas por el espectáculo; el hombre desplomado, el palmo de polvo regado, la taza sucia y el enano de rodillas.
Snowdon recuperó la taza y se la entregó a Hock. Aunque vacía de contenido, y con el polvo oscuro circundando el borde, Hock la agarró en un arrebato desesperado, casi como si fuera un asidero. La mantuvo cerca de su cara y lamió algo que le supo a arenilla. Las mujeres volvieron a estallar en carcajadas.
Animado por la risa, el enano le arrebató la taza. Las mujeres reían a pleno pulmón, y mucha más gente se acercó para ver qué ocurría: los huérfanos, algunos hombres que coceaban el polvo y llevaban las camisetas sobre la cabeza para protegerse del sol. Daba la impresión de que toda la aldea se había congregado para rodear a Hock. Pero sólo el enano se atrevió a arrimarse a él.
—Fi-di-dom —gritó, y las mujeres rieron.
Zizi trató de proteger a Hock y reconvino seriamente al enano, pero las mujeres chistaron en su contra. Una mujer la apartó de un empujón, y el enano azuzó a Hock con el mismo bastón que solía llevar en sus paseos. Hock no tenía fuerzas para resistir, y cuando alzó la cabeza, vio que el enano babeaba a través de sus dientes mellados. Esa cara maltratada expresaba ansiedad en tanto se precipitaba contra él.
Aunque Hock estaba muy debilitado y le costaba esfuerzo incluso sentarse derecho, el enano parecía reacio a tocarlo. En lugar de eso, le empezó a arrojar piedritas mientras amagaba con abalanzársele. Gruñía, no usaba el lenguaje, sólo notas que hacían burbujas en una nariz congestionada por los mocos. Pero cuando Hock se tambaleó sobre el polvo y elevó un grito al cielo, el enano le comenzó a dar patadas, resoplando para imprimir más fuerza a sus golpes, entre el regocijo de la muchedumbre.
La lengua de Hock estaba tan hinchada cuando despertó que apenas podía respirar. Estaba acostado en su choza, vestido aún sobre su camastro.
—Jefe.
Debían de haber visto que sus ojos se estremecían. Sin moverse, advirtió dos figuras en la ventana iluminadas desde atrás, una grande y otra pequeña. Una de ellas estaba hablando.
—Mfumu —era Manyenga, que murmuraba la palabra para «jefe».
La figura más pequeña correspondía a Zizi, que avanzó calladamente hasta él con una taza esmaltada igual que la ofrecida por el enano. Hock se irguió y bebió; esperaba que fuera agua, pero entonces notó el caldo espeso y salado —sopa—, y mientras sorbía sintió una sensación de bienestar en la garganta que se transmitió a su piel y a todo su cuerpo, que absorbía ansioso el líquido salado.
—Más —pidió cuando hubo terminado.
Manyenga mandó a la chica a por más sopa, y a por agua de limón mezclada con azúcar y sal. Una vez se quedaron solos, Manyenga volvió con sus parlamentos, y aunque Hock no podía determinar si le estaba hablando en inglés o en sena, la palabra «jefe» se repitió varias veces.
Con el segundo tazón de sopa en las manos, Zizi se arrodilló, dispuesta a recibir el recipiente vacío, y Hock consiguió sentarse incorporado en el catre, apoyándose en la pared trenzada del fondo de la choza. Manyenga le daba la espalda a la luz; aun así, Hock sabía que estaba sonriendo, y algo en su postura decía que lo aliviaba comprobar que Hock recobraba las fuerzas.
Aunque sólo se trató de un instante fugaz. Después de terminar de beber, Hock volvió a desplomarse, retorcido sobre el camastro de cordeles, con la boca abierta. Justo antes de que cayera adormilado otra vez, oyó que Manyenga volvía a hablar, y empezó a ser consciente del runrún de las voces de un puñado de personas que se había congregado fuera de la choza.
—Mfumu yayikulu —estaba diciendo Manyenga, con una voz que sonaba sobrecogida y casi temerosa—. Gran jefe.
Por la mañana, Hock se enderezó en la cama con la cabeza más despejada, y se sintió lo suficientemente bien como para salir a dar un paseo, aunque arrastraba los pies como un anciano. Zizi estaba arrodillada en la veranda. El enano acechaba en su lugar de costumbre, con una sonrisa apática que dejaba a la vista su dentadura partida.
—Tráeme algo de comida —dijo Hock.
Zizi entró corriendo en su choza, cebó un buen fuego y comenzó a preparar una comida entre el estrépito de los cacharros.
Hock fue a por la cesta que guardaba debajo de la cama. No se inclinó, pues se mareaba si movía la cabeza. Le dio una patada a la cesta, y antes de que se volcara supo que todos los sobres con dinero habían desaparecido. Al ver ese recipiente vacío en el suelo, se rio. Su risa debió de emitir algún sonido inquietante, porque cuando se volvió hacia el umbral de la choza, el enano cruzaba la puerta de soslayo y entre tropiezos, y luego se quedó quieto y salió trastabillando.
Zizi le llevó un plato de gachas, unos plátanos y una taza de té con leche. Mientras ella disponía la mesa, Hock extendió el brazo para tomarle una mano. La piel era escamosa, resbaladiza; tenía propiedades casi serpentinas, con los dedos endurecidos por el trabajo. Era una mano fuerte, aunque fina y pequeña. Ella se acercó más, mientras se mordisqueaba los labios contraídos. Hock distinguió una mezcla de piedad y felicidad en sus ojos.
—Baila —susurró.
La risita nerviosa de Zizi le hizo soltarla. Snowdon se palmoteaba la cara, como si estuviera imitando a una susceptible colegiala, escandalizado ante lo que veía.
El episodio de deshidratación lo había vuelto más lento y también más vigilante. Durante el resto de la jornada, se quedó sentado en su veranda a la sombra, y sólo se movió para espantar a las moscas. Cuando al ponerse el sol se colocó al nivel de los árboles en el borde del claro, rompió una rama que colgaba por encima de su choza y se hizo un bastón.
Seguido por Zizi y el enano, Hock dio un paseo a lo largo de la barrera de pasto elefante, cruzó el claro y siguió por las hierbas que le llegaban a la altura de la cintura, hasta alcanzar la escuela en ruinas. Como un azote divino, rastreó la zona donde sabía que había serpientes. Hurgó en los montones de hojas muertas y levantó una mamba de labios negros. Al ver a la serpiente dando coletazos, Zizi reculó unos pasos y el enano resopló por la nariz. Se estaba haciendo la oscuridad en el claro, y los huérfanos le pegaban patadas a una pelota. Hock fue andando hasta el tocón del putrefacto baobab. Vio a la víbora bufadora, pese a que se camuflaba perfectamente entre las cortezas del viejo tronco; estaba hinchada dentro de una amplia hendidura en la madera.
Mientras él observaba con detenimiento a la sierpe, Manyenga apareció por allí. Cauteloso, guardó una distancia prudencial: Hock estaba mirando con suma atención algo que él no veía, y eso le hizo concluir que lo más probable era que estuviese acechando a una serpiente. Muy posiblemente, la serpiente mantenía un diálogo con él, con las intenciones más aviesas.
—Te estaba esperando —dijo Hock.
—Jefe —dijo Manyenga moviendo la cabeza en señal de respeto.
—Ya no queda dinero.
—Pero nosotros somos muy pobres. ¿Qué podemos hacer?
—Podrías acercarme hasta Blantyre para que consiga más.
De pronto, las dudas asaltaron a ese hombre, cuya excesiva cortesía parecía ahora desmañada, y mientras se esforzaba para agradar a Hock, se sentía desconcertado por la propuesta de éste. Entonces se dio la vuelta y gritó en sena:
—¡Matad un pollo para el jefe!
Los huérfanos se dispersaron. Zizi y el enano también se retiraron. Manyenga se inclinó hacia Hock y, sin señalar a nadie, aunque asintiendo con complicidad, susurró:
—Ella le está esperando.
Hock se hizo el sordo. Sentía que le fallaban las fuerzas, y se agachó junto al tocón, y al hacer esto la serpiente se removió. Manyenga dio un paso atrás.
—Por favor, padre. Lo que usted quiera.
Aunque estaba anocheciendo, el cielo rojizo proyectaba luz suficiente como para que Hock viera, en el otro extremo del claro, a unas mujeres que sostenían a sus bebés, a algunos hombres mayores, a los huérfanos y a las chicas que cargaban leña sobre sus cabezas. Se acordó de la muchedumbre que había enardecido al enano para que lo denigrara mientras él estaba desfallecido. Pero esto era diferente. No los había visto reunidos así desde su llegada, cuando salieron a recibirlo llenos de aprensión. Durante su convalecencia y confinamiento, casi había olvidado el miedo que les había inspirado entonces. Hock sonrió como había hecho ese primer día. Tal vez volvían a temerle.
Esperó en su choza, con el farol colocado en el suelo para amortiguar la luz. El corazón le palpitaba ansioso, aunque también estaba avergonzado, viendo su incapacidad para contenerse, y se acercó impaciente hasta la pequeña ventana. La emoción de saber que ella venía hacia él incrementaba el placer. Vio a Zizi apresurándose desde el patio de su pequeña choza. Cuando oyó sus pies descalzos sobre los tablones de su veranda, la expectación casi le cortó el aliento.
Luego ella entró, echó el cerrojo y se desprendió del manto dejándolo caer sobre la ventana. Sus suspiros tenían una fogosidad carnal. Entonces se puso delante de él, con su cuerpo desnudo blanqueado por la fina capa de harina que se adhería a esa piel sudorosa. Parecía una chica alta dibujada con tiza.
Hock volvió a recordar su respuesta cuando, con mala intención, él le había preguntado qué es lo que querían los hombres en la oscuridad.
«Ellos quieren lo que todos los hombres», había dicho ella, y ese recuerdo lo avergonzó. Zizi era más aguda que él, y ahora lo miraba francamente: una chica quieta y erguida. Lo único que se movía en todo su cuerpo era una luz oscura en los ojos, con las pestañas empolvadas de blanco.
Ejecutó una reverencia con una formalidad que conmovió a Hock, como si no fuera a iniciar una danza rural sino un ballet. Esta vez se la veía más segura, y su danza resultó más grácil y acompasada que en la ocasión anterior.
El baile la hizo revivir, y también la transformó: no era ya la aldeana con la tetera y el cuenco con gachas; era una mujer con la silueta de unas tijeras esbeltas y espectrales, que se quedaba suspensa en el aire, en un trance sugerido por los rasgos blanqueados de la cara y los ojos salvajes.
La luz del farol brillaba sobre la capa de harina y le regalaba un cuerpo nuevo, con curvas y sombras sutiles. Después de una serie de pequeños saltos y giros, ella se enderezó, apoyándose sobre la punta de los pies, y así se ofreció ante él. Marcó un semicírculo en el suelo con su pie blanco, y luego deslizó ese pie por el suelo, con la rodilla doblada, hasta flexionarla por entero, con los talones en el aire y los esbeltos brazos levantados bien alto. En el curso de esa danza callada, Zizi se fue sacudiendo la harina del cuerpo, y el polvo tamizado cayó sobre los tablones de la choza, y cada paso de baile dejó una huella blanca.