25

En los largos días en que esperó a que Aubrey apareciera —¿o vendría algún tipo de respuesta del consulado?—, cuando Hock enfocaba con la mirada volcado hacia delante, oteando el otro lado del claro entre el resol y la calima, el único pensamiento que ocupaba su mente era el del hogar. El confort similar al del nido, su dormitorio limpio y la cocina, la butaca en la que se había sentado para revisar su solicitud de visado y todo el arsenal de horarios que lo conducirían de vuelta a África. Medford se presentaba ante él como el sitio seguro, tranquilizador, mudo e indestructible que había sido Malabo en sus fantasías. El hogar constituía algo sólido, no sólo porque no había nada que temer, sino también porque se podía confiar en él. Malabo existía sobre una red de engaños. Manyenga mentía, todo el mundo mentía, casi sin fingimiento. Hablaban un fantasmal lenguaje de falsedades; todas sus palabras podían traducirse en una flagrante mentira.

El hogar era un café helado entre la hierba alta, una lechuga crujiente sobre una bandeja de porcelana, una botella de cerveza fría, fruta muy fresca, el crujido de un tallo de apio, un vaso transparente de agua fría, un sándwich de jamón y queso con pan recién horneado, unas sábanas limpias, la sombra envolvente de un roble, sus pies desnudos paseándose por la madera encerada de su apartamento, o los crujidos del papel de seda en una caja con camisas nuevas. Todas esas palabras. Pero el hogar era algo inalcanzable.

La oscuridad y el frío ahora le parecían bendiciones que sostenían y amortiguaban la vida. El calor que lo azotaba era como una enfermedad sin remedio conocido. Siguió atisbando más allá del claro, con Zizi acuclillada a su derecha y Snowdon a la izquierda.

Como siempre, se embarullaba al determinar en qué día de la semana estaba. Suponía que hacía ya una semana de la partida de Aubrey, una semana de incertidumbre. Eso significaba que el mensaje no había llegado al consulado, o que éste lo había archivado. Pero era imposible que no hubieran hecho caso a una petición tan desesperada, proveniente de un ciudadano estadounidense. Hock creía que Aubrey se habría quedado con el dinero antes de volatilizarse, deshaciéndose del mensaje a la primera oportunidad. Así que él había dejado de esperar nada. Pero esa misma noche, justo cuando había decidido no aguardar más y tratar de urdir un nuevo plan —estaba solo, sentado junto a su farol humeante y tiznado—, un chico con una camisa harapienta, unos pantalones rotos y unas zapatillas con los cordones desatados salió de la oscuridad como un gato y se arrodilló ante él.

Mzungu.

—No me llames mzungu.

Bwerani —dijo el chico, «venga conmigo», sin disculparse. Tal vez no hablaba inglés.

Hock se plegó a la orden, y tras dejar el farol, siguió los pasos de ese chico desaliñado. Primero atravesaron el huerto, pisando entre los dimbas arados con calabazas y tallos de maíz; no querían que los vieran, pero tampoco apartarse de la dirección que llevaba a la carretera más allá de la aldea. Era la carretera que conducía a casa de Gala, pero estaban caminando en el sentido contrario.

Desde que había llegado a Malabo, había tenido que someterse al dictado de los jóvenes, los desarrapados y los insolentes. Y eso volvía a ocurrir otra vez, pensaba Hock, y aquí estoy, el gran necio, andando a tientas en pos de un chico por un camino iluminado por la luna. La culera de los pantalones del chico estaba desgarrada, y dejaba a la vista una de las nalgas de su esmirriado trasero.

—Venga —dijo de nuevo el chico en su lengua.

Abrumado por su desvalimiento, y sin ninguna convicción, Hock se había parado en seco en el maizal. Al notar que ya no sonaban los tallos al ser retirados o quebrados, el chico se volvió y descubrió a Hock con las manos en las caderas, suspirando en medio del campo.

—¿A qué viene todo esto? —dijo Hock, sin preocuparse de que el chico lo entendiera o no. Pero cuando suspiró de nuevo e hizo ademán de tomar el camino de vuelta, el chico habló una vez más.

—Aubrey —dijo partiendo el nombre en tres sílabas, pronunciándolo como si rimara con «robbery», robo.

—¿Dónde está? —preguntó Hock en sena.

—Tiene un vehículo —dijo el chico en su lengua. Aunque la palabra «garimoto» podía referirse a cualquier cosa con un motor: un coche, un autobús, un tractor.

Con muchas dudas, dando pasos lentos, Hock obedeció al muchacho, y tras pasar por una fila de árboles, bajo el fulgor congelado de la luna, vio una furgoneta aparcada en la entrada de un sendero próximo a la carretera secundaria.

Aunque se hubiera tratado de una noche sin luna habría podido ver la furgoneta, un modelo conocido como combi, por su color blanco destellante, y en un lateral, dentro de un escudo dorado, estaba la gran doble A de L’Agence Anonyme. El nombre completo estaba escrito en las puertas traseras. Era el primer vehículo de cuatro ruedas que Hock veía en Malabo: una novedad, de un tamaño inverosímil, y al parecer nueva; no tenía abolladuras, y se diría recién abrillantada, como el poderoso instrumento de un rescate dramático.

Dentro ardía una pequeña luz roja que se encendía y se apagaba. Con un vistazo más detenido, Hock pudo ver que se trataba del cigarrillo que Aubrey se estaba fumando en el asiento delantero.

—Suba…, rápido —dijo al ver a Hock.

El chico desarrapado que lo había llevado hasta allí se acercó a Hock y empezó a darle empellones.

—Dinero —dijo por primera vez en inglés.

Hock se lo quitó de encima y le habló a Aubrey.

—¿Nos vamos ahora?

—Sí, sí. Entre. Nos vamos.

La luz tenue de la pálida luna exageraba las sombras sobre el rostro de Aubrey, confiriéndole unas propiedades cadavéricas, haciéndolo más huesudo, como si se tratara más bien de una máscara. El brillo de su piel oscura y la capa de roña en los pliegues de su cuello eran verdosos.

—No puedo dejarlo todo aquí —estaba pensando en Zizi.

—¿Tiene su dinero?

Hock tenía todo su capital —siempre lo llevaba encima, porque ya no confiaba en la gente—, junto al pasaporte y la cartera, en un compartimento de su riñonera, el único sitio seguro.

—Algo de dinero. No todo —dijo, pensando que probablemente sabían que estaba mintiendo.

Sus ropas, algunos papeles, su cuchillo, el bastón, su kit de afeitado, su medicina, su talego. La serpiente dentro de la canasta. Podía dejar todo eso atrás. Y a Zizi: una vez más, ella ignoraba que estaba siendo abandonada. Ninguna de sus posesiones tenía valor cuando su propia vida corría riesgo, pero Zizi…, él haría algo por ella, enviarle dinero a través de Gala para que se pusiera a salvo, lejos de ese callejón sin salida que era Malabo.

El chico zarrapastroso se había pegado a las piernas de Hock y le rogaba que le diera dinero. Hock lo empujó, y luego, en un arranque supersticioso, le entregó el encendedor Bic que encontró en su bolsillo.

—No —objetó el chico, e hizo un gesto con su regalo, como si se lo fuera a devolver.

Pero para entonces Hock ya estaba dentro de la furgoneta, en el súbito confort proporcionado por un asiento con muelles, un cojín y una manija, a la que se agarró fuerte para estabilizarse. Durante un instante se sintió esperanzado. Aubrey arrancó el motor, hundió el embrague y el vehículo se fue dando tumbos sobre los surcos, para incorporarse espasmódicamente a la carretera.

—Pon las luces delanteras —dijo Hock.

—Nada de luces.

—Iremos directos al arroyo.

—Las luces son malas. Los otros nos verán.

Aubrey replegó los labios, como si le costara esfuerzo hablar. Tenía unos dientes largos, que mostraba casi hasta las raíces, mientras que las encías no hacían más que retroceder —otra revelación a la luz de la luna—. Estaba alterado, su voz transmitía cansancio, y el lento y accidentado avance del vehículo, en esa oscuridad congelada por la luna, podía deberse a la torpeza con que conducía.

Sin previo aviso, Aubrey lanzó sus delgaduchos hombros contra el volante, y llevó la furgoneta al otro lado de la carretera. Apagó el motor y bajó la ventanilla de su lado para escuchar.

—¿Qué pasa?

Sin decir nada, abrió un poco más la boca, como si esa cavidad estirada, con los largos dientes huesudos, le ayudara a oír mejor. Y tal vez era así, porque, con gesto concentrado, empezó a asentir con la cabeza.

—Los pescadores están saliendo ahora.

Un grupo de jóvenes de Malabo guardaba la canoa en el dique de Marka. A veces salían en mitad de la noche para andar los treinta kilómetros que había hasta la aldea ribereña y así partir con el bote antes del amanecer, buscando llegar al canal y meterse en la corriente principal del río con la primera luz del día.

—Y ¿qué?

—La luna —dijo Aubrey, e hizo un barrido con la mano.

Los surcos de la carretera polvorienta tenían la blancura de unas cenizas recientes, y los arbustos cercanos eran azules a la luz de la luna. Las ramas de los árboles se cubrían con el hielo de esa misma luz fantasmal, y aunque la luna parecía un disco encostrado, con su mitad en sombras, no había nubes que la oscurecieran. El cielo estaba claro, y todo el paisaje resplandecía, como si estuviera tapado por una capa de hielo.

—Pueden vernos —dijo Aubrey, sin moverse pero con la misma respiración trabajosa.

Entre las características de los sena conocidas por Hock, figuraba su capacidad para sentarse como estatuas durante largos periodos de tiempo. No era una forma de reposo; se trataba de algo casi más propio de reptiles. Se mantenían alertas —atentos, como poco—, igual que unas criaturas de matorral —unas serpientes sobre las hojas muertas o unos lagartos sobre las rocas—, y al fundirse con el entorno únicamente sus párpados tenían vida. Aubrey pareció sumirse en ese estado de inmovilidad, y descansó contra el volante, con la cabeza inclinada hacia el lado de la ventana y sus ojos fijos en ese paisaje de fría fosforescencia lunar.

Estaban muy cerca de un arroyo poco hondo que discurría por el lado derecho de la carretera, y se oían el engullir de las ranas, los extraños sorbidos y trinos de los insectos y otro ruido, un cascabeleo como el de unas piedritas en una cazuela, que Hock sabía que correspondía a las inflexiones de una garza nocturna, que estaría tragándose un pez.

—¿Les diste mi mensaje a los americanos?

Aubrey olisqueó el aire, una respuesta ambigua que por su carácter evasivo Hock tomó por un no.

—Pero es por lo que te pagué —Hock seguía susurrando, aunque ahora con más rudeza.

—Esto es mejor.

Eso era un no definitivo.

—Así que leíste mi mensaje —dijo Hock, ahora más alto—. Te encargué algo sencillo de hacer, pero tú no lo has hecho.

—Le estoy ayudando —dijo Aubrey, y su voz fue un suave resuello apenas audible.

—¿Dónde conseguiste la furgoneta?

—La Agencia.

Aparcados en el borde de la carretera, Hock sentía un desconcierto total: la incógnita de la noche y la aparente indecisión de Aubrey. Sentía que iba a ser sometido a una prueba aún más dura, tal vez a una extorsión.

—Escúchame —dijo, y al acercar su cabeza a la de Aubrey, le llegó un olor inmundo: no únicamente a sudor y ropas sucias, también a enfermedad, el hedor almizcleño del derrumbe humano, la pestilencia de unos pulmones putrefactos. La oscuridad que reinaba dentro de la furgoneta parecía volver ese hedor aún más punzante e inevitable. Hock hizo una mueca y continuó—: No tengo mucho dinero.

—No importa.

La respuesta pilló por sorpresa a Hock.

—En realidad, muy poco dinero.

Hock quería estar seguro de que no lo sacaban de allí para atracarlo y dejarlo tirado. Pero Aubrey se limitó a asentir, como aceptando ese hecho, y se enfrentó a Hock sin parpadear. Quizá a Aubrey realmente le daba igual. Quizá se contentaba con los cien dólares que Hock le había dado, y con la promesa de otros tantos cuando llegara a Blantyre.

—Así que ¿adónde vas?

—Donde usted quiera.

—Quiero ir a Blantyre —dijo Hock, y al no obtener respuesta—: Ahora.

—Demasiada luna —repuso Aubrey. Pegó la cara al parabrisas y torció el gesto para mirar al cielo, esbozando una sonrisa que sólo denotaba esfuerzo, con los dientes bien visibles; las sombras de sus afilados rasgos terminaban de convertir su chupado rostro en una máscara—. Aunque vienen nubes.

Hock vio una masa de nubes púrpuras, con los bordes blanqueados por la luna, que se elevaba desde el punto en el que el río entraba en Mozambique, como un humo que se agigantara al subir al cielo desde una fogata en el bosque. Siguió el avance de las nubes, que se ensanchaban y adelgazaban, al igual que el humo en un aire quieto. En silencio, Hock se puso a animarlas de forma instintiva, y cuando los primeros jirones se colaron por delante de la luna brillante y la velaron, metiéndola de nuevo en las sombras, Hock pisó a fondo como si tuviera bajo sus pies el acelerador.

—Muy bien, vámonos.

Aubrey sacó la cabeza de nuevo, no lo suficientemente rápido para Hock, y luego giró la llave y arrancó el motor. Sujetaba el volante de una manera rara, agarrándolo desde arriba con ambas manos, dejando éstas colgadas como un conductor novato. Al poco estaban de nuevo en marcha, saltando sobre los surcos y apartando las hierbas altas de los costados. Aubrey encendió las luces antiniebla, y ante ellos apareció la carretera, tan pedregosa y llena de barro como un lecho seco.

El muchacho estaba nervioso, conducía mal, y Hock pensaba: Va tan lento que podría saltar y volver andando a Malabo. Conocía ese recodo en la carretera. Estaban pasando por la orilla del arroyo que discurría justo por detrás de las hierbas altas, donde las mujeres de la aldea lavaban las ropas sobre rocas planas, y a menudo se bañaban en la soledad proporcionada por los juncos.

Entonces Aubrey lanzó un gruñido. Hock lo oyó por encima del motor, que aceleraba y deceleraba al albur de los pisotones del muchacho en el acelerador, unas veces demasiado fuertes, otras demasiado flojos, siempre sin coordinación, con la torpeza propia de un principiante… o ¿era que estaba tan enfermo como parecía?

Conducía a tirones, acelerando en cada bache, frenando cuando el motor se ahogaba.

—¿Qué pasa? —dijo Hock escudriñando a través del parabrisas. El cristal sucio distorsionaba la carretera.

—¡No le dio dinero! —berreó Aubrey.

Más adelante, bajo el débil resplandor de las luces de niebla, el chico zarrapastroso estaba de pie junto a Manyenga.

Detrás del hombre y el chico, dos espectros en esa luz tenue, había un tronco cruzado en la vía. Las astillas que habían volado al cortarlo cubrían el suelo —ese árbol había sido derribado hacía unos momentos—, y aunque el tronco no era muy grueso, bastaba para servir de obstáculo. No había manera de sortearlo. Manyenga, con una expresión fiera, como la de un ejecutor, asía el machete que le había servido de herramienta, y el chico astroso, al que ellos habían dejado hacía veinte minutos, les lanzaba una mirada hosca envalentonado por su compañía.

—Hacia atrás —dijo Hock.

—No puedo —Aubrey había aminorado y el coche apenas iba al ralentí.

—No es culpa mía.

—Es culpa suya al cien por cien —dijo Aubrey con mucha acritud—. Despidió al chico sin darle nada.

—¿Por qué no le diste tú algo?

—No soy el mzungu.

—¿Y?

—¡El mzungu es el dinero!

Para entonces Manyenga se había colocado a la altura de Hock. Con un movimiento rápido, abrió la puerta. Estaba en la penumbra, pero Hock podía oler su fuerte aroma: una mezcla de enojo, el sudor tras el trabajo de talar el árbol y la hostilidad que emanaba de todo su cuerpo.

Manyenga le dirigió unas palabras rápidas a Aubrey en sena, en una especie de siseo. Debía de tratarse de algo insultante, porque tuvo un efecto físico en el reprendido: Aubrey relajó su agarre del volante y pareció desplomarse.

—¿Quiere quedarse con él? —le dijo Manyenga a Hock.

Aubrey apartaba la cara de los dos hombres.

—¿Quiere morir?

—Quiero ir a Blantyre. Quiero ir a casa —Hock habló con un susurro airado.

Manyenga se rio tan fuerte que le sobrevino un ataque de tos. Se golpeó con el machete en el muslo, la gran hoja sonó al impactar contra los pantalones sucios.

—Ésta es su casa, padre.

Por orgullo, viendo que todo era inútil, Hock salió de la furgoneta antes de que se lo ordenara Manyenga, y se alejó del vehículo con unos cuantos pasos, hasta quedar fuera de la luz.

Mzungu —el chico de los harapos gruñó la palabra en dos sílabas llenas de insolencia. Hock comprendió entonces: al no recibir su propina, el muchacho había ido corriendo hasta la choza de Manyenga para contarle que Hock estaba huyendo. Malabo quedaba sólo a unos minutos yendo por el lado izquierdo de la carretera. El chico recibiría una recompensa de Manyenga.

En el sendero flanqueado por las hierbas altas, Hock siguió su camino bajo la semipenumbra, apartando las hierbas bañadas por la luna, mientras un resplandor se filtraba entre las nubes.

—¿Por qué me odia? —le preguntó Manyenga.

Hock no dijo nada, pero Manyenga estaba agraviado, o fingía estarlo, y destrozaba las hierbas con su cuchillo de monte.

—¡Yo le he estado protegiendo!

Abriéndose paso entre la maleza, Hock dijo con el hilo de voz del derrotado:

—Quiero irme.

—Usted es tan desagradecido… Y también es ignorante.

La noche estaba tranquila, no hacía frío, aunque la oscuridad mitigaba la sensación de calor. Hock no necesitaba ver las chozas para saber que se hallaban en el perímetro de la aldea: podía oler las viviendas de adobe, las fogatas a punto de extinguirse, los olores humanos, los alimentos revenidos, la piel muerta, las caras polvorientas, los pies malolientes, la pestilencia de las letrinas.

—Lo estaba secuestrando —dijo Manyenga—. Esa gente son ladrones. Él es ladrón. Yo conozco a este Aubrey. Su padre es mi primo. Creen ser muy poderosos. Trabajan para la Agencia. ¡Usted no sabe nada!

—Y ¿cómo sabes tú tanto?

—El chico me dijo todo. Sabe los secretos. Estaba muy enfadado. Dijo: «El mzungu no me dio nada».

—Debería haberle dado algo. Entonces estaría libre.

—No, bwana. ¿Es que no ve lo que iban a hacerle?

—¿Qué es lo que iban a hacerme?

Manyenga no respondió a la pregunta. En lugar de eso, dijo en voz alta:

—Usted es nuestro jefe, querido padre.

La charla había despertado a los gallos, que comenzaron a cantar, ocultos en la oscuridad. Al otro lado de la fogata, Hock pudo distinguir un farol, cuyo haz oscilaba y se acercaba…, tal vez sostenido por Zizi.