Hasta ese momento se había prohibido todo asomo de esperanza, porque allí sólo había encadenado un fracaso tras otro. Había conocido a los sena cuando aún no eran arteros, y se preguntaba si ese complot contra él no sería una lección aprendida de los mzungus de la Agencia. O ¿habían sido así de taimados siempre, y él había estado demasiado cautivado como para percibirlo?
Odiaba despertarse todos los días, con el calor apretando ya, y recordar que estaba preso. Y después de todo ese tiempo, la idea de salvarse, de liberarse del cepo de la aldea, le parecía un ejercicio de voluntarismo tal que lo dejaba deprimido; sólo ponerse a pensar en esa posibilidad lo amargaba, porque era hacer castillos en el aire. En su confinamiento polvoriento, la perspectiva de ser libre resultaba tan absurda que apenas salía ya de su patio. En el pasado había deambulado por la aldea, charlado con la gente para ampliar su vocabulario y buscado indicios de la presencia de serpientes. Ahora se quedaba sentado bajo el árbol, y habitaba un espejismo, cerrando los ojos para despachar a las moscas, como los otros viejos de Malabo.
Como los niños también, que nunca se aventuraban lejos de sus chozas y sus madres. En su presidio, incapaz de salir de esa aldea insignificante, Hock había vuelto a la niñez. Ese sentimiento lo había menoscabado, disminuyéndolo, y su modo de evitar a cualquier extraño reflejaba un terror que él detestaba admitir. Había llegado como un hombre, con ímpetu y dinero, seguro de reencontrarse con amigos y —al conocer ya a la gente y su lengua— con una confianza que habría podido confundirse con un sentimiento de superioridad. No era nada racial, se trataba más bien de un caso complicado de solidaridad, de afable generosidad camuflada con modestia, como cuando un transeúnte le planta en Navidad un billete de cincuenta a un pordiosero, sabiendo que es un acto notable, y entonces se retrasa un momento para oír bien el «Dios lo bendiga, señor». Él había ido con las mejores intenciones, pero sus pretensiones lo habían convertido en el mendigo. Había perdido facultades; era como un niño, sentado a la sombra. Y durante ese tiempo, en el que él había empequeñecido, Zizi había demostrado ser más fuerte, de un modo casi maternal; alguien en quien cabía confiar y en quien apoyarse, que lo cuidaba, alguien mayor, más inteligente. Él quería agradecerle todo eso, pero no encontraba las palabras, y ella se habría quedado estupefacta de oír algo como: «Estaría perdido sin ti».
No se apartaba tampoco de su choza porque en sus últimos paseos por la aldea o la carretera, los niños más pequeños —algunos flacos y panzudos, otros de delgadez cadavérica, todos con las mismas camisetas descartadas— lo habían seguido, y entre carcajadas, habían empezado a tirarle piedrecillas, o tras aproximársele con una carrera, habían intentado atinarle con mazorcas secas o con los grandes frutos reventados de la kigelia. Él trataba de que la furia no lo dominase —la furia no era ninguna fuente de energía, sino algo que podría terminar siendo peligroso—. Se advertía a sí mismo de que debía tener cuidado.
Una vez que Aubrey se hubo ido, fundiéndose con las sombras neblinosas del alba, el humor de Zizi se alteró. Empezó a mostrarse inusualmente silenciosa, lo cual Hock interpretó como un gesto de resentimiento tras haber visto cómo el muchacho se embolsaba su dinero. Hock se acercó a ella y la rodeó con sus brazos, para confortarla.
—Amiga mía —dijo.
Ella se tensó, y su cuerpo semejó un manojo de palos envueltos en una tela holgada.
En lugar de añadir nada más, Hock dejó transcurrir un día. Zizi le trajo las comidas como siempre, sin que faltara el té; ahora alumbraba su propia fogata, y ya no dependía de lo cocinado en el recinto de Manyenga. Machacaba maíz y extendía la harina para que se blanqueara sobre una gran estera. Ya había llenado varios sacos con la que había preparado, que almacenaba en la veranda de su pequeña choza con el orgullo típico de las mujeres de Malabo, como una prueba tangible del trabajo duro y de sus virtudes domésticas.
Al advertir que seguía con su actitud absorta, Hock la interpeló directamente:
—Ese hombre, Aubrey, ¿te gusta?
Zizi no dijo nada, pero olisqueó un poco, lo que él tomó por un no. Cargaba un cubo de agua enjabonada, lleno con los platos de la comida, que se disponía a fregar.
—¿Por qué no? —siguió Hock asumiendo que ella había pronunciado el «no» en voz alta.
Zizi mostró reserva, mordisqueándose los labios y torciendo la boca.
—Él no le tiene miedo —dijo al fin.
Cargando con el cubo lleno, dio unos pasos cortos, sacudiendo los hombros mientras arrastraba los pies, y salió afuera, acompañada por el sonido de los platos chapoteando en el agua. El cubo le golpeaba en una pierna, haciéndole andar lenta y cautamente, como si fuera una mujer mayor —de cuerpo flaco, con los pies grandes—. A continuación levantó el cubo y se lo puso sobre la cabeza, y tras unos balanceos pudo afianzarse. Con esa nueva altura, enhiesta, equilibrada, Hock volvió a sentir un fuerte deseo por la joven. Un deseo estéril. Ella era el único amigo que tenía; no podía arriesgarse a transformar esa amistad en cualquier otra cosa, tampoco tenía ningún derecho a hacerlo.
Normalmente, Snowdon habría ido tras ella para contemplarla mientras fregaba los platos. Pero esa vez se quedó sentado cerca de Hock, con el índice embutido en la boca, y lo miró boquiabierto; tal vez le sonreía, o tal vez le lanzaba un guiño al intuir su ardiente mirada.
Cuando Zizi estuvo de vuelta, Hock le dijo:
—Quizá es verdad. Quizá no me tiene miedo.
—Es verdad —dijo ella.
—Y ¿qué pasa contigo?
Zizi plegó los brazos como para retarlo, y alzó bien la cabeza con algo de altanería.
—¿Me tienes miedo?
—Ahora sí —dijo ella.
—¿Por qué?
Masculló unas palabras. Él captó la palabra que denominaba a las ratas. Le pidió que la repitiera. Ella le recitó el comienzo de un refrán sena: «Koswe wapazala» —«la rata que huye…».
—La rata que huye deja a las demás al descubierto —completó él—. ¿Eso es lo que piensas de él?
Ella se acuclilló cerca del enano y puso de nuevo la misma cara, con la boca torcida como un niño reacio y un ojo firmemente cerrado.
Ésa era otra de las cosas que enfriaban el deseo de Hock: aunque no era una niña, Zizi podía resultar a veces muy infantil. Como le había confiado Aubrey con malicia, estaba aún perfectamente cerrada; la habían protegido de la iniciación. Todavía era inocente. Hock no podía arrebatarle eso. En la aldea, esa cualidad tenía más importancia que ninguna otra cosa. La virginidad constituía una forma de riqueza; el valor del precio de una novia, su orgullo, su única posesión.
El día era caluroso, y el hecho de que Aubrey ya hubiera partido hacia Blantyre contribuyó a que Hock se sintiera optimista. Si el muchacho tenía éxito, tal vez no permanecería mucho más tiempo en Malabo…, pero Hock desechó rápido ese pensamiento prohibido. Todavía era pronto. Siempre resultaba problemático darle un sentido al día. Las jornadas en Malabo carecían de forma y propósito, y Hock se sentía víctima del ataque conjunto del vacío, del chirrido de las chicharras y del griterío de los murciélagos; los días tontos se sucedían.
Hacia el mediodía, le dijo a Zizi:
—Ayúdame a encontrar unas serpientes.
Ella frunció el ceño, como aparentando enfado, pero luego se puso en pie y reunió la cesta, el talego y el palo ahorquillado, todo el equipo necesario. Aprovechando el momento de más calor del día, cuando todos los demás estaban bajo techo o a la sombra, la pareja atravesó el claro, con el sol cayendo a plomo sobre sus cabezas, y salió hacia el arroyo en busca de serpientes.
Hock estaba contento. Ir a cazar serpientes —uno de sus mayores placeres en su primera etapa— le otorgaba al día una meta y cierto contenido, y así, ese paisaje chato, caliente e indiferenciado se enriquecía con matices: las zonas arenosas en las que dormían las serpientes, las ramas colgantes que podían soportar a una mbobo boomslang cuan larga era, los bajíos en el arroyo donde culebras como la víbora nocturna de las sabanas daban coletazos justo por debajo de la superficie. La presencia de sierpes le concedía unos rasgos definidos a ese terreno tan monótono, y al salir a buscarlas, él podía retornar a su vida anterior y llegar a olvidar que se encontraba secuestrado.
Zizi caminaba por delante, la cesta sobre su cabeza, y su silueta removía algo dentro de Hock: ella era la encarnación de la otra África, la anterior, la que había conocido. Gala, su abuela, tenía los atributos de un nuevo tipo de mujer: educada, independiente, rápida en las respuestas, inesperadamente aguda. Sin embargo, Zizi no había recibido una educación, no sabía leer y no se enfundaba más que un simple manto. Iba descalza, con el pelo al cero, y aparte de haber evitado la iniciación gracias a Gala, seguía con fidelidad todas las otras costumbres que Hock recordaba, incluso la de citar refranes para dar su opinión. Era discreta a la manera antigua también; había mirado con suspicacia el reloj de pulsera de Hock, y no había mostrado interés alguno por su radio —cuando oyó que se la habían robado, sólo chasqueó la lengua.
El hábito más extraño que tenía, y el más atrayente, era el de canturrear con la garganta siempre que algo la desestabilizaba. La melodía era normalmente oscura, un canto poliédrico, un gruñido que se armonizaba mientras Hock atendía con el corazón transido.
Ahora estaba cantando, y su gruñido se desvanecía a medida que pisaban en la arena apelmazada y pedregosa de un trillado sendero, todavía en el perímetro de Malabo, con el pasto elefante a la altura de la cabeza.
¿Era una respuesta al miedo? Parecía que el miedo inspiraba sus cantos, que no eran propiamente eso, sino una armonía vibrante que recorría de arriba abajo su delgado cuerpo, mientras ella mantenía equilibrada la cesta sobre la cabeza, la cesta que a la vuelta estaría llena de serpientes capturadas.
—¿De qué otras cosas tienes miedo? —le interrogó Hock.
Zizi lanzó una especie de relincho en respuesta, un canto dentro de sus cavidades nasales.
—Cuéntame.
—Tengo miedo de casarme —dijo, y esa frase terminó con una melodía que pareció como una equivocación.
—¿Sí? —quería animarla a seguir hablando, pero estaba a la vez distraído, rastreando serpientes en la gravilla caliente.
—Pero no tengo miedo de morir.
Según pronunciaba esas palabras, a él le asaltó la imagen de ella muerta. Se trataba de un par de declaraciones realmente asombrosas, que la hacían parecer inteligente y vulnerable. Las vírgenes eran mártires en múltiples ocasiones. Él volvió a pensar en Aubrey, que parecía burlarse de Zizi por mantenerse inocente y que, sin embargo, se amilanaba ante ella. Y se acordó de cuando le preguntó qué era lo que querían los hombres, y de su respuesta: «Ellos quieren lo que todos los hombres». Pensó en cómo podría decirle que un hombre también podía ser amable, y que el matrimonio le daría niños. Un marido la protegería y le daría un estatus: las devociones de los sena que figuraban en la iniciación. Pero Zizi era lo suficientemente lista como para saber que un aldeano de Malabo elegía a su esposa igual que contrataba a un jornalero, y que el papel de una esposa apenas difería del de un siervo.
Pero no dijo nada, porque justo en ese instante vio una serpiente y en su cabeza sólo hubo espacio para un pensamiento. Zizi también la vio, y levantó la voz, la canción subía alarmada hasta sus cavidades nasales, y dio unos pasos atrás, alargando la mano para sujetar la canasta que tenía sobre la cabeza.
La víbora bufadora se hallaba tendida sobre la arena áspera y caliente, bastante cerca de unas hojas muertas que parecían parte del basural de ramas y hierba próximo. La gruesa serpiente pardusca estaba tan quieta como la materia vegetal, y su mandíbula descansaba contra la arena.
Al retroceder, Zizi se había abrazado a sí misma y había juntado las rodillas, que tenía un tanto flexionadas. Mientras seguía murmurando su canción del miedo, que ahora se deslizaba suavemente por su garganta. Hock notó que tenía la cara perlada de sudor, no por el calor o el esfuerzo; estaba empapada por el terror.
Tan turbada se hallaba ante la visión de esa voluminosa serpiente, que no advirtió que su manto, el apagado chitenje que llevaba atado bajo los brazos, había perdido el nudo y ahora se deslizaba dejando a la vista uno de sus pechos y un pezón hinchado, como una fruta pura e intocada en lo alto de un suave abultamiento. Su cuerpo estaba prácticamente desprovisto de curvas, lo cual hacía destacar más los duros músculos de sus nalgas y sus pequeños pechos.
La serpiente miraba sin enfocarlos, sacando la lengua, y, con un ojo que no era más que una ranura, oteaba a uno y otro lado. Hock imaginaba lo que Zizi no podría ver en su estado de pánico: la víbora había empezado a hincharse y aumentaba de grosor progresivamente. Ya los había visto. No había modificado su posición en la arena, pero ahora era casi un tercio más gorda que hacía sólo un instante, y ellos se mantuvieron a unos dos metros de ella.
Como ensimismada, Zizi se tocó la garganta, tal vez para registrar la vibración de la canción sobre su piel. Su mano se deslizó hasta el pecho, y lo abarcó, mientras se acariciaba el pezón con la punta del dedo. Tenía la boca abierta, y la melodía quejosa jugueteaba con una hebra de saliva que parecía una cuerda de laúd, temblorosa entre sus dos labios separados. Los dientes apenas eran visibles. Parecía aterrorizada, y estaba rígida, con los ojos destellando como si se hallara en pleno éxtasis.
—Cógela —dijo Hock.
Pero ella no se movió. Sus ojos seguían fijos en esa cosa que no dejaba de engordar.
Hock aferraba el palo ahorquillado tras la espalda. Sin acercarse más, adelantó el palo y pinchó en la dirección de la serpiente, azuzándola. La sierpe acortó su musculoso cuerpo, y entonces, desenroscándose, se lanzó contra el palo. Sin darle tiempo para preparar otra arremetida ni para propulsar su cuerpo con otro nudo explosivo, Hock hundió la punta del palo en la parte de atrás de la ancha cabeza. Con el extremo superior sujeto, su cuerpo no dejaba de dar coletazos en la arena.
—Cógela ahora.
Zizi abrió la boca, y el gruñido de la canción del miedo planeó sobre su lengua. Seguía teniendo juntas las rodillas.
—Agárrala por detrás de la cabeza. Usa los dedos para apretar fuerte.
—Yo no.
—Hazlo por mí —dijo él.
Zizi bajó la canasta que llevaba sobre la cabeza y la depositó sin hacer ruido sobre la arena, a su lado, mientras no perdía de vista a la víbora bufadora, que convulsionaba su cuerpo hinchado y se resistía en la arena.
—Por favor —dijo. Era una palabra que él trataba de evitar en la aldea, la palabra de la debilidad, del sometimiento.
Zizi se encogió de hombros y se arrodilló, y su manto aún se deslizó más; sus dos pechos estaban ya expuestos, y alargó la mano para agarrar a la serpiente por donde le había indicado Hock. Mientras ella aseguraba la presa, él levantó poco a poco el palo, y cuando ella se puso en pie tenía sujeta la cabeza de la serpiente, con las mandíbulas abiertas justo por encima de su escueto puño, y todo el cuerpo de la sierpe y su cola se enredaron en torno a su antebrazo.
La canción, un canto jubiloso, ascendió desde su garganta hasta la boca y la nariz, y retumbó contra su sudorosa cara. Las mandíbulas de la serpiente seguían completamente abiertas, aunque ahora no intentaba morder sino tomar aire. La sujeción de Zizi le cortaba la respiración.
—Tranquila —dijo Hock.
Como si oyera su voz por primera vez, Zizi lo encaró con los pechos al aire, sin soltar la serpiente, que abría sus mandíbulas moteadas y espumeantes hacia Hock, escupiendo una especie de limo bucal por los colmillos.
Hock se alarmó ligeramente al ver la transformación acaecida en Zizi; él no le conocía esa expresión fiera, ni tampoco había escuchado esa canción con anterioridad. Alargó el brazo y la tomó de la muñeca; la relevó en el agarre de la pieza cobrada, y cogió la cola de la serpiente, que desenroscó el cuerpo del brazo de la chica, donde estaba enrollada como una especie de tentáculo.
—Eres fuerte —dijo él.
Ella le cedió la serpiente, y mientras Hock tomaba posesión del bicho, dijo: «No tengo miedo», con el aliento cortado. Su cara resplandecía y sus ojos despedían un brillo especial. «Ningún miedo», repitió maravillada, y luego se quedó en silencio, respirando fuerte, dejando de cantar.
De vuelta en la choza, metieron con cuidado la serpiente en la canasta y aseguraron la tapa. Snowdon los vio y echó a correr para contárselo a todos en la aldea.
Antes de irse a dormir esa noche, y la siguiente —porque aún no tenía noticias—, Hock visualizó mentalmente el itinerario de Aubrey hasta el boma, en el autobús, hasta Chikwawa Road, y hasta Blantyre; el joven enseñaba el sobre en el consulado y, como en una secuencia de película, éste pasaba de las manos del recepcionista a las de la secretaria del piso de arriba, para llegar al fin hasta el vicecónsul.
«En un serio compromiso», informaría el vicecónsul al cónsul. «Será mejor que enviemos a alguien allí para ver qué pasa.» O quizá ese hombre decidía ir él mismo, en un coche oficial, con Aubrey en el asiento de atrás. El asunto no admitía ninguna dilación; el mensaje era claro.
Pero el tercer día transcurrió y nadie apareció por allí. Nadie excepto Manyenga, que se acercó paseando, como si pensara abordar la choza desde un flanco, para ver la gran serpiente de la cesta, una novedad en Malabo. Manyenga se quedó impresionado, especialmente cuando Hock le dijo que Zizi era quien la había atrapado, y se comportó de una manera raramente amistosa en él.
—Esta naartjie es para usted —dijo pasándole una mandarina.
Los sena usaban la palabra del afrikáans, igual que hacían con las zapatillas, «takkies». Manyenga a menudo gritaba «Voetsak!» cuando quería que un subordinado se marchase. Hock pensaba que alguien tenía que haber usado esa palabra antes con él.
Snowdon se apoderó de la mandarina que tenía Hock en la mano y echó a correr, ondeando su premio.
—Granuja —dijo Manyenga, e hizo un gesto amenazante.
—Déjalo en paz —dijo Hock, entre risas. No podía ver a Snowdon salvo como un bufón con licencia, el loco de una obra de Shakespeare.
—Usted es tan amable, padre… —dijo Manyenga—. Por eso es nuestro ministro. ¡Será un gran jefe en el futuro!
—No necesitáis que yo sea vuestro jefe.
—No es verdad, padre. Usted es nuestro mayor. Es tan sabio… Siempre está haciendo lo mejor para nosotros.
Cada una de esas palabras —amable, sabio, ministro, mayor— venía con una carga extra. A ojos de Hock, todas esas palabras tenían un precio, y podrían haber sido intercambiadas directamente por una suma de dinero. Era como si al pronunciarlas Manyenga fuera añadiendo más artículos en la factura. Hock se acordaba de la astucia con que Aubrey había jugado sus cartas, «Le costará dinero», al recurrir a él. En el pasado, el dinero no tenía tanta relevancia. Las pequeñas deudas se saldaban con un pollo o con algo de pescado seco envuelto en hojas de plátano; las grandes deudas podían zanjarse con una vaca. En los nuevos tiempos, cada palabra y cada acción tenían un precio.
—Usted es valiente además —siguió Manyenga, toqueteando la cesta tras haberle echado un vistazo a la sierpe.
«Valiente» debía de valer sin duda un buen montón de kwachas en billetes.
—Zizi cogió la serpiente —precisó Hock.
Y al oír su nombre, Zizi clavó la mirada en Manyenga.
—La está haciendo demasiado orgullosa —dijo Manyenga.
Existía una palabra que designaba expresamente a la sierva de un jefe, la consorte, una segunda esposa a prueba, y Manyenga la utilizó en ese momento, al referirse a la chica como «la mujer pequeña».
—Sabe manejarse con las serpientes —dijo Hock.
—Ella puede manejarse con cualquier cosa que le pida —dijo Manyenga, y se dio unos golpecitos en la cabeza, satisfecho con la réplica que se le había ocurrido.
Al día siguiente —aún sin noticias de Aubrey—, Manyenga se acercó con un cuenco con huevos. No estaba solo. Por detrás de él caminaba el hombre al que Hock había conocido al poco de retornar de la estación de la Agencia. Hock no recordaba el nombre de ese tipo, pero al verlo andar con dificultades tras Manyenga, guiado por un chico pequeño, recordó que era ciego.
—Para el gran hombre —saludó Manyenga, y le ofreció el cuenco sosteniéndolo con las dos manos.
Los huevos escaseaban. ¿Cómo podía haber tan pocos en una aldea con tantas gallinas? Únicamente los hombres comían huevos; a los niños no les estaba permitido ni tocarlos. Las gallinas no se criaban siguiendo un plan; cloqueaban, picoteaban hormigas y ponían los huevos en la hierba alta, tras las chozas, en unos nidos hechos con ramas. Eran un delicado manjar.
Zizi aceptó el cuenco de huevos en nombre de Hock.
Propinándose unos golpecitos en la cabeza, enfático, Manyenga dijo:
—Pero ninguno para ella, ¿entiende?
Otra de las creencias de los sena asociaba la ingesta de huevos con la esterilidad de las mujeres.
—Porque, como dice usted, si la niña puede sujetar una serpiente, entonces ya no es una niña, sino una mujer.
Manyenga y Hock estaban sentados bajo el árbol, en las sillas que crujían. El ciego descansaba en un taburete, muy derecho.
—Creo que sabe lo que quiero decir —dijo Manyenga.
Snowdon no perdía nota de la conversación, y un escupitajo le colgaba de una de las comisuras de la boca. Se las había apañado para apropiarse de un huevo. Lo hacía rodar arriba y abajo por su menuda mano, como un tesoro.
Manyenga todavía seguía hablando con su plétora de insinuaciones, pero Hock no podía pensar en otra cosa que en el retraso de Aubrey.
—Recuerdo a este hombre —dijo Hock. El viejo tenía una cara bonachona y una expresión intensa, y los ojos muertos tras sus párpados no terminaban de estar cerrados. Se apoyaba en su bastón, y escuchaba.
—Es Wellington Mwali —dijo Manyenga. Tomó la mano del hombre—. Éste es el señor Ellis Hock, nuestro amigo.
El viejo se limitó a sonreír y empezó a murmurar, porque no había entendido.
—Tiene una historia —dijo Manyenga.
Que también me costará su dinero, pensó Hock.
—Quiero oírla —fue lo que dijo.
Manyenga le habló al ciego, que vaciló, y luego volvió a sonreír. Tras carraspear un poco comenzó a hablar. Contó su historia morosamente, haciendo pausas cada pocas frases, para que Manyenga pudiera traducirlas. Éste hablaba con tanta fluidez y emoción que parecía que estuviera apropiándose del relato.
—¿Sabe que a nuestro Jesús negro, el hombre Mbona, al que asesinaron por aquí, le cortaron la cabeza y lo enterraron cerca del boma en Khulubvi?
—He oído hablar de él. Pero nunca me permitieron ir al santuario.
—No, no —le interrumpió Manyenga—. Eso es un sitio sagrado.
El viejo siguió hablando y retomó la historia.
—Mbona es un espíritu, pero algunas veces pasa la noche con su mujer en la tierra, la mujer a la que llamamos Salima. Así es como esa majestad nos visita. Se asegura de que Salima duerme profundamente, porque si no, ella se asusta y sale corriendo.
La voz del viejo se convirtió en un susurro. Manyenga se esforzaba por escuchar, luego volvió a hablar.
—Mbona viene en la figura de una pitón y se desliza dentro de la choza, hasta ponerse junto a la estera de Salima. Abre la boca y le lame el cuerpo, empezando por la cara, para que ella piense que le dan besos. Mientras tanto, él no deja de hacer el sonido de las pitones, un gemido, y esos gemidos son palabras que le cuentan a ella los sueños que él tiene.
Sin dejar de hablar, casi como si fuera el contrapunto de Manyenga, el viejo levantó sus ojos invidentes al cielo, en una especie de trance.
—Después le lame todo el cuerpo para calmarla —siguió Manyenga—, y la despierta. Y ella ve esa enorme pitón. Pero no tiene miedo. Ella ve que es su marido, Mbona, y le permite que se enrosque alrededor de su cuerpo y que le lama por todas partes, de la cabeza a los pies, y que le siga contando sus sueños. Mientras tanto, él le cuenta a ella muchas cosas en sueños. Los lametones la vuelven a dejar dormida, y los sueños de él se convierten en los sueños de ella. Después él se va, y ella se despierta. Ella sabe que su marido ha estado allí, y ella tiene toda la información importante.
—¿Sobre qué? —preguntó Hock.
El viejo asintió al oír esa pregunta.
—Sobre el tiempo. Sobre las tormentas y las lluvias. Sobre las plantaciones. Y cuando su visita llega a su fin, él vuelve a su sitio.
—¿Adónde va la pitón Mbona?
—A una poza cercana al río, que se formó cuando la sangre de Mbona se transformó en agua —explicó Manyenga—. Unas bandadas enormes de palomas beben allí, lo cual prueba que se trata de un lugar sagrado.
—Gracias por la historia —dijo Hock—. Dile al hombre lo que he dicho.
—Lo necesitamos a usted, padre —dijo Manyenga. Miraba a Zizi, que estaba en cuclillas, espantándose las moscas de la cara—. Ella lo necesita. Ella puede hacerle feliz.
La historia de la serpiente que rodeaba a la viuda para chuparla le había inspirado a Hock una fantasía, que le ayudó a olvidarse de sus penurias. Pero tan pronto como Manyenga dejó de traducir, sus importunaciones comenzaron de nuevo, y Hock, arrancado ya de su ensoñación, afirmó abruptamente:
—¿Cuánto quieres ahora?
—Se lo diré en un momento —contestó Manyenga—. Pero primero la información importante. Debo saber si es feliz.
—Soy feliz. Gracias por traerme a este hombre.
Manyenga se inclinó para acercarse a él, se relamió los labios y dijo con severidad:
—Y que no nos abandonará otra vez.
Su tono era tan serio que Hock tuvo que decir rápidamente:
—No te preocupes —luego, tras oírse a sí mismo, añadió—: ¿Por qué iba a querer dejar Malabo?
—Por supuesto que está a salvo aquí —dijo Manyenga, demasiado ensimismado como para captar la ironía—. Porque nosotros lo tenemos a salvo —antes de que Hock tuviera la oportunidad de apostillar algo, Manyenga dijo—: ¿Alguien aquí le hizo daño?
Hock sacudió la cabeza, incapaz de expresar con palabras la tristeza que sentía: el terror del suspense que había aniquilado su espíritu, el dolor sordo del miedo que era como una enfermedad con la que había aprendido a vivir. Y todo lo que Manyenga decía había tenido un precio.
—¿Cuánto? —dijo Hock.
Sólo entonces desveló una cifra, muy alta, antes de añadir que el viejo que tenía al lado también necesitaba su parte. Se puso de pie, cuadró los hombros y esperó a que le entregase el dinero.