21

Sus propias sombras alargadas flotaban con el atardecer en el camino que tenían por delante, unos torsos de largas piernas sobre el polvo rojo. Pisaron sobre esa oscuridad incrementada al son de las quejas de las chicharras, y antes de haber alcanzado el borde del valle, el sol ya se había ocultado por detrás de los árboles, y los murciélagos con cara de ratón surcaban el aire con sus vuelos, rápidos como gorriones. Como quedaba suficiente luz para buscar leña, Manyenga aparcó la moto bajo un árbol y los dos se pusieron a buscar palos secos. Apilaron la leña y esperaron a que oscureciera para encender el fuego, porque la función de la hoguera era espantar a los animales, hienas, babuinos y lagartos mordedores, y también repeler a las hormigas y a los insectos voladores.

—¿Dónde está la bolsa de comida? —preguntó Hock, porque sabía que Manyenga se había quedado con una en el campo.

—Es para mi familia.

En su batida, había recolectado tres cocos verdes. A la luz de la fogata, les cortó la parte de arriba serruchando los nervios con su navaja, y se turnaron para beber el agua del coco y comer su gelatinosa carne. Hasta ese momento, Manyenga tan sólo había mascullado «madera», «cerillas» y «tome».

Hock se tumbó cerca del fuego, sobre unas hojas muertas y quebradizas que había amontonado, y entonces le volvió a invadir la sensación de que era un animal. Recordó su imagen en el reluciente tanque. No lo apenó el recuerdo de su cara mugrienta, con el pelo apelmazado y la incipiente barba en las mejillas. Si sentía algo, era un ánimo nuevo. La estampa de ese mono sucio y desafiante le transmitió fuerzas allí sentado, con la cabeza apoyada en una mano para recibir bien el calor del fuego.

—Los odio —dijo de repente en voz alta.

—Y yo, yo los odio demasiado —le respondió Manyenga.

—Festus —dijo Hock sonriendo, casi con afecto.

Se durmió con el polvo del matorral en sus fosas nasales, oyendo el canturreo y los crujidos de los insectos nocturnos y el extraño graznido de un pájaro. En una ocasión pensó que oía el ulular de un búho real gigante, o el chasquido de una rama, sin dramatismos, sin generar más ruido que una cerilla al partirse por la mitad.

Con la primera luz, entre el barullo de los insectos y los cantos de los pájaros, y con el calor empezando ya a asentarse, Manyenga rodó sobre sí mismo y gruñó. Su cara era un medallón negro entre los perfiles afilados por el sol. Partieron a través de la vegetación, y tomaron una nueva dirección: el norte, podía dictaminar Hock, puesto que el sol quedaba a su derecha. Manyenga conocía el camino, y después de una hora comenzaron a ver señales de desorden, la primera aldea, apenas sólo de nombre, uno de esos asentamientos sedentarios en el bosque, con unas pocas chozas, un chico de ojos estupefactos, una mujer que avivaba una fogata con la tapa de una olla y un perro en pleno bostezo. Siguieron camino, ahora por un sendero trazado, con la humedad del río filtrándose ya y el pasto elefante demasiado alto como para permitirles ver más allá.

Luego una carretera. En el pasado había sido una carretera; estaba llena de baches, con matas de hierbas carrasqueñas. Los vehículos habían pasado por allí tiempo atrás; las huellas paralelas de ruedas, casi todas enormes, seguían visibles. Manyenga encajó la motocicleta en uno de esos surcos pero avanzó con precaución. Hock se aferró detrás, y la mañana transcurrió entre los zarandeos de la motocicleta.

A mediodía, se levantó un olor familiar a polvo removido, agua estancada y humo de leña, y apareció un fulgor reconocible, esa luz contundente que presionaba contra los ojos, aliada con el calor. Luego se sumaron las fragancias tostadas de las hierbas quemadas y los primeros árboles solitarios; la mayoría de ellos muertos, despojados de sus ramas más pequeñas para hacer fuego, algunos eran poco más que postes torcidos. Malabo no quedaba lejos: se acercaban a la carretera secundaria que venía del sur, una dirección nueva para Hock.

Cuando llegaron a la aldea, Manyenga dibujó un amplio círculo con la moto, como si ejecutara una pirueta victoriosa para mostrar que llevaba a Hock. Algunos chicos pequeños chillaron, y las mujeres alargaron sus voces tremolantes. Manyenga llevó a Hock directamente a su choza.

—Ella le traerá té.

Había una figura pequeña y leve sentada allí, en una postura de resignación o fatiga, en un borde de la veranda. Era Zizi, con la cabeza sobre las rodillas. Al oír la motocicleta, alzó la vista, y cuando advirtió de quién se trataba, rompió a llorar.

Se quedó mirando a Hock con una mezcla de miedo y éxtasis. Su rostro atormentado, asediado por la pena, se había afinado. Parecía demacrada, con las mejillas húmedas por las lágrimas, y sin embargo estaba sonriendo. Era, con todo, una sonrisa agónica, como si no terminara de creerse aquello que tenía delante: Hock apeándose de la moto y dándole manotazos a la bolsa para quitarle el polvo mientras miraba a Manyenga y decidía finalmente no darle las gracias. Zizi se metió los dedos en la boca, tal vez para reprimir los sollozos.

—¡Lágrimas! Eso es un buen signo —dijo Manyenga a viva voz.

—¿Qué dices? —le preguntó Hock.

—Vendrá lluvia —le aclaró Manyenga—. Ella lo echaba de menos —y se rio por el sinsentido. Dio una patada para arrancar la moto y salió disparado por el claro rumbo a su recinto.

Zizi se tiró de rodillas y abrazó las piernas de Hock, hundiendo la cabeza en sus pantalones sin dejar de llorar. La turbación del cuerpo de la chica penetró en el suyo mientras ella seguía asida a él.

La joven estaba rendida por la llorera y usó su manto para secarse la cara, y al apartarlo dejó a la vista unas piernas como palos. Hock se sentó en su vieja silla, en la sombra de la veranda, y la vio marcharse trastabillando, lista ya para traerle el té y algo de comer, con sus grandes pies y esas piernas tiesas y huesudas que la hacían andar como un juguete de cuerda. Hock pensó maravillado en la reacción de Zizi, tan aliviada ante su retorno, tal vez tras haber creído que se había ido para siempre, o que lo habían matado.

Hock sopesaba un pensamiento, no verbal sino como una cálida ola: el arrebato de que lo hubieran echado de menos, de que con su reaparición hubiera hecho feliz a alguien. Nadie lo había añorado nunca así. Le había mencionado a Roy Junkins que podía enviarle alguna carta al consulado estadounidense en Blantyre. Pero allí no había llegado nada. El hombre era silencioso, poco propenso a escribir, aunque una carta, entregada por el consulado, le habría ayudado a salir de Malabo. No había nada proveniente del consulado, nada de Fogwill. Y, no obstante, Zizi se alegraba de verlo, más que eso. Por primera vez, alguien estaba de verdad dichoso de su presencia.

Ella sonreía cuando regresó a la veranda con el té y una cesta que contenía un trozo de pan con mantequilla, un huevo cocido y una batata hervida. Comió lentamente con ella sentada a sus pies, abrazada a sus rodillas, sin sonreír ya pero con aspecto feliz.

—Jinny —dijo ella con esfuerzo, chocando la lengua contra los dientes.

Hock sacudió la cabeza, intentando descifrar el sentido de la palabra.

Ulendo.

—Sí, una travesía —dijo él identificando el «journey» inglés—. Una larga travesía.

Le llamó la atención un verdugón rojizo que ella tenía en el brazo. Hock se tocó el brazo en ese mismo punto para preguntarle.

Chironda —dijo, que significaba «moratón», y le explicó la causa haciendo el gesto de un golpe.

—¿Quién te hizo eso?

—El gran hombre.

—¿Manyenga?

Ella parpadeó y respiró sonoramente, a modo de reconocimiento.

—Querían saber dónde estaba. Dijeron que tenía que contárselo.

—¿Qué les dijiste?

Zizi negó con la cabeza, sonrió con dulzura y apartó la mirada. Cuando ella bajó de la veranda para internarse en el crepúsculo, a Hock le sobrevino la certeza de que omitía algo. Zizi se quedó en silencio un momento, mientras él terminaba el pan y el huevo y bebía otra taza de té. Hock había creído que tendría más hambre, pero estaba tan cansado y sucio que lo único que quería era deslizarse bajo la mosquitera para dormir durante dos días.

Zizi hundía tímida un dedo en el polvo. Él supo que quería decirle algo más. Le sonrió para animarla.

—Habla —dijo él.

—Les conté —empezó con una voz enronquecida— que yo también quería saber dónde estaba.

Durante su escapada por el río y el bosque, Hock había comenzado a verse como un fugitivo desesperado, gradualmente abatido, que se desmoronaba conforme proseguía el viaje, hasta quedar como una cosa sin sustancia, un guiñapo fantasmal. E incluso después de que Manyenga lo hubiera cazado y conducido por entre los árboles achaparrados de la tierra de nadie, se había sentido disminuido, una figura de palo, un espectro, el mero símbolo de un mzungu, no un hombre con un nombre, sino con un pasado fugitivo e intermitente, alguien cuya única relevancia era poseer dinero.

Ellos pensaban en él de ese modo. Él pensaba en sí mismo de ese modo. Y se había resignado a convertirse en una pieza de caza. Por eso se había subido a la moto de Manyenga y se había agarrado a él, como una comparsa dócil en esa travesía por el campo hasta el recinto de L’Agence Anonyme y finalmente de vuelta a Malabo.

Y ya en su destino, al ver cómo lo había echado Zizi de menos, Hock había vuelto de algún modo en sí. Durmió, y al despertar había recobrado la confianza en sí mismo. Su segundo intento de escapada había sido abortado, otra nueva prueba agotadora con serpientes y escaleras[3]. Pero ese juego cruel no había llegado a su término, y él recuperaba su vitalidad, como si la tristeza de Zizi durante su ausencia le hubiera demostrado que era una persona real, que importaba, que no estaba tan mal haber culebreado hasta Malabo si al menos una persona le era fiel. Algún día, se prometió, la recompensaría.

Él la oyó cantar. La había escuchado en otras ocasiones, pues tenía el hábito de cantar cuando estaba asustada o nerviosa, pero ahora vio que cantaba dulcemente porque estaba contenta, daba cauce a su emoción con una apagada melodía.

Y cuando el enano Snowdon lo vio, empezó a charlotear y a sonreír, con la baba cayéndosele, mientras apuntaba hacia Hock. Terminó prosternado ante él, patizambo, mientras le tocaba los pies como antes Zizi, aunque el enano ejecutó el gesto con un respeto tan exagerado que pareció una parodia.

—Fi-di-dom —dijo el enano.

Manyenga no había presenciado nada de eso —por fortuna—, pero llegó para ver cómo era agasajado por Zizi y el enano.

—Le tratan como a un gran hombre.

—¿No soy un gran hombre?

—De la Agencia lo echaron sin nada.

—¿Qué querías?

—Comida y medicina. Y esto y aquello. Se supone que ellos están para ayudarnos, pero nos engañan. Les dan comida a esos chicos del demonio, y ellos, los azungu, viven como jefes. ¡Que se vayan!

—Y ¿por qué no me dices a mí que me vaya?

Manyenga se mostró dolido. Se había dirigido a la choza de Hock para lanzarle unos cuantos insultos comedidos y para recordarle el poder testimonial de alguien que era atendido por una chica flaca y un enano. ¿Qué tipo de jefe podía ser alguien así?

—Nada de eso —respondió Manyenga—. He venido a por kusonka.

Se trataba de uno de esos eufemismos que significaban tanto encender un fuego como aportar una suma de dinero.

—Ya tienes una hoguera en marcha —dijo Hock.

—Dinero —dijo Manyenga pasándose la lengua por los labios. La demanda sin ambages de Manyenga transformó todo el resto de sus réplicas en los gruñidos de un bruto.

—¿Quién soy yo?

—Jefe.

—¿Qué se le dice al jefe?

—¿Perdón?

Hock repitió la pregunta.

—¿Por favor?

—Te daré lo tuyo después, cuando tú me hayas dado comida.

Ni Zizi ni el enano comprendían lo que se parlamentaba allí, pero ambos miraban admirados, y sonreían con cierto sarcasmo a Manyenga, convencidos de que Hock había retado al gran hombre.

Él, sin embargo, se sabía perdido, pues había permitido que lo abandonaran y lo capturasen, y que lo amenazaran, repudiasen y volvieran a atrapar: el juego de las serpientes y las escaleras. Muerto de hambre, había bebido agua de ciénaga. En el tanque reluciente del recinto de la agencia, su cara, quemada por el sol, parecía chamuscada, además de sucia y barbuda. Ver ese rostro desencajado lo había deprimido.

La preocupación por la apariencia había constituido la gran constante de su vida en Medford. Durante todos esos años como dueño de una tienda de ropa, había sido consciente de que debía vestir bien, mejor que cualquiera que entrase en la tienda, porque así daba publicidad a la mercancía; el blazer, el chaleco de tweed que llevaba cuando iba en mangas de camisa, el pañuelo con la camisa azul, el traje negro a rayas de tiza. Se arreglaba para la tienda, donde nunca nada estaría de más, porque el cliente de turno le diría: «Quiero algo como eso», refiriéndose a su corbata o a su chaleco, porque los hombres no sabían expresarse, o al menos se avergonzaban cuando había que hablar de ropa. Hock disfrutaba cuidando su atuendo; era un modo de ponerse una armadura contra el mundo. Se escondía tras unas prendas hechas con buen gusto, llenas de distracciones —gemelos, alfiler de corbata, reloj de bolsillo, la hebilla del cinturón—. La armonía del conjunto le infundía confianza, le hacía sentir como si portara uniforme. Habían sido décadas de decoro en el vestuario.

Ahora estaba desnudo, o tan desnudo como cualquier otro habitante de Lower River. Incluso el hombre más mísero llevaba pantalones y una camisa —unos pantalones con la culera raída y una camisa hecha jirones—. Una mujer podía llevar los pechos al aire —los pechos caídos de la tía de Zizi habían permanecido descubiertos mientras Hock visitaba a Gala—, pero un hombre tenía que cubrirse el pecho, y sólo los niños llevaban pantalones cortos.

Pese a todo, estaba desnudo, requemado por el sol y con una costra de suciedad en la piel. Los bajos de sus pantalones estaban deshilachados y sus mangas, desgarradas. Mantenía las manos limpias porque Zizi le llevaba una palangana con agua antes de las comidas, pero esa limpieza contrastaba absurdamente con los harapos y la suciedad de la cara. Que Zizi lo siguiera cuidando en su estado aún lo conmovía más, y a veces la aceptación de la chica lo llevaba al borde de las lágrimas.

Además, ella le trajo jabón y una tela para que pudiera ir a bañarse al arroyo. No le siguió. Cosas así no estaban permitidas en Lower River, que una mujer o una muchacha acechara cerca del lugar en el que un hombre se lavaba. Pero al partir hacia el arroyo pensando en la amabilidad de Zizi, Hock recordó la primera vez en que la vio en la pequeña laguna junto a la corriente, cuando ella había vadeado las aguas hundiéndose y alzando el manto por encima de sus piernas, y luego algo más para desnudar sus muslos, hasta que el agua había chocado contra el secreto de su desnudez.

Hock se lavó y se enjabonó la cabeza, chapoteando como un perro y convirtiendo su boca en un surtidor. Luego se cubrió con la tela y caminó de regreso a la choza. El calor era tan intenso que a los pocos pasos ya estaba seco. Rebuscó en la bolsa que había dejado, y encontró la cuchilla y las ropas de recambio, lavadas ya por Zizi, y se afeitó. Después se puso la ropa limpia y se sentó a la sombra, bajo la atenta observación de Zizi y el enano. Se sentía contento, aunque fuera brevemente; había sobrevivido a su intento de fuga. Era mejor estar allí que solo en el río, o que en la aldea de los niños, o que rivalizando con los desabridos hombres de la estación de la Agencia.

Había vuelto de todas esas desventuras más sabio, si no más fuerte. Y la rutina de su vida en Malabo lo ayudaba. No estaba solo. Sentado allí, mientras espantaba las moscas —eran tse-tse, pequeñas y veloces, moscas que picaban dejando una punción en la piel—, oteaba el espacio abierto e intentaba calcular cuánto llevaba en Malabo. Había creído que eran seis semanas. ¿Acertaba? La primera semana tras su llegada permanecía vívida en el recuerdo, porque era todo el tiempo que había planeado estar allí. La segunda semana había encadenado decepciones: la escuela en ruinas, sus empeños sin objeto. Después de eso, los esfuerzos por escapar. La danza. La visita a Gala y, finalmente, su fuga río abajo, hacía ya otra semana. Más de seis semanas, con la séptima comenzada, tal vez dos meses. Ese lapso transcurrido lo dejaba en ridículo porque no había conseguido nada entre medias, y sus vacilaciones al determinar la duración de su estancia sólo incrementaban la futilidad de todo. Paradójicamente, Hock había llevado el recuento de cada hora y cada día que había pasado en su tienda de Medford.

Todavía le faltaba la confianza necesaria como para pensar en la partida. En el plano físico se encontraba bien, pero su maltrecha cabeza era incapaz de hallar respuestas, y le costaba mucho tiempo concentrarse. Se sentía feliz reposando, sin hacer nada, contemplando su pequeño y sombreado patio. La joven Zizi, siempre atenta a sus posibles peticiones, le producía un sosiego peculiar, y también el enano Snowdon, sentado allí mientras se peleaba con las moscas que se le juntaban en las comisuras de los ojos.

Al día siguiente, Manyenga volvió. Hock lo vio cruzar el claro desde el racimo de chozas, y pudo adivinar por sus andares —decididos, un desfilar consciente— que tenía un favor que pedirle o una demanda que realizarle. Su modo de andar era el propio del que va a importunar, con los codos fuera y la cabeza adelante. Quería algo.

—Sí, padre —dijo, y pronunció el saludo protocolario en sena, algo que también precedía siempre a las peticiones. Al final, dijo—: Me dio instrucciones para venir, y he venido.

—Con la mano extendida.

En lugar de ponerse de pie, en una muestra de respeto, o de invitar a Manyenga a tomar asiento, Hock no se movió de su vetusta silla, mientras disfrutaba viendo la incomodidad de su interlocutor, que se balanceaba sobre los talones.

—Porque nos está debiendo mucho dinero.

—¿Por qué os debo yo nada? —repuso Hock—. Vine de visita hace muchas semanas. Me iba a marchar, pero por lo que sea sigo aquí.

—Como nuestro invitado de honor. Un ministro. Nuestro amigo.

—Y ¿por eso os debo algo?

—No, amigo mío —dijo Manyenga, y fijó la mirada en él—. En la Agencia salió sin nada. Ellos no lo respetaron…, nada de eso.

La exactitud de ese comentario dolía. Hock recordó la mueca de desprecio del hombre. También al sirviente africano que le había dado agua templada para beber, las amenazas para que abandonara el terreno y la forma en que había tenido que darse la vuelta y meterse de nuevo en la maleza para seguir una senda fangosa, pisando sobre un mantillo de hojas.

—Y yo le rescaté.

La memoria de todo eso le resultaba a Hock tan penosa que tuvo que cortar a Manyenga.

—¿Cuánto quieres? —dijo.

—Gasolina, comida, transporte —enumeró, su manera de fastidiarle.

—Déjame marchar. Te mandaré dinero.

—Nunca hará eso.

—Lo prometo.

—Sólo palabras. ¿Cómo sabremos eso nosotros?

Manyenga no se movía por sentimientos; ni siquiera se molestaba en aparentar que Hock le caía bien. Era fiero y corajudo, y con su fría mirada parecía disfrutar al recordarle a Hock su condición de cautivo mientras lo saludaba como a un invitado.

—¿Cuánto? —insistió Hock, aunque en voz más baja.

—¿Cuál es el precio de una vida humana? —le soltó Manyenga.

¿Qué cooperante de pacotilla le había enseñado semejante frase? Hock se había guardado algo de dinero en el bolsillo para una situación como ésa, para evitar tener que rebuscar entre sus cosas en presencia de Manyenga. Extrajo unos cuantos billetes doblados y se los entregó.

Manyenga no plegó los dedos en torno al dinero. Dejó que los billetes descansaran sobre su palma abierta.

—¿Ve? —dijo—. No valemos nada.

Sospechando que Hock llevaba las de ganar, el enano se acercó sigiloso hasta Manyenga y se agarró a su pernera, colocando la cabeza a un lado como si fuera a propinarle un mordisco.

Manyenga se lo quitó de encima de una patada, y el enano se fue dando tumbos por el polvo, emitiendo un graznido en protesta.

Para entonces, Hock ya se había incorporado. Descendió de la veranda y se puso tan cerca de Manyenga que su barbilla tocaba la cara del hombre. Era al menos quince centímetros más alto que él.

—No se te ocurra volver a hacer eso nunca —dijo Hock, y lo empujó golpeándolo con el pecho. Al ver eso, el enano sonrió, mostrando sus dientes mellados—. Di que lo sientes.

Manyenga lo miró de frente con los ojos enrojecidos.

—Di pepani.

Snowdon había comprendido y estaba complacido.

Pepani.

—Ahora déjanos en paz —le ordenó tajante Hock.

—No hasta decir una cosa más, padre. Recuerde esto. Cuando tu rival está sobre un hormiguero, espera a estar arriba tú también para decir «te he pillado».

Tras pronunciar el dicho se fue, con la misma determinación en sus zancadas que al llegar. Hock se quedó allí, entre los gritos de las chicharras, el aire caliente y los árboles polvorientos, mientras el sol grisáceo se colaba por la descolgada telaraña celeste y el enano gimoteaba, todos ellos ingredientes de su propia inconsistencia. Hock se sentía desolado, pero en ese reconocimiento había una suerte de precisión amarga, y halló consuelo en su estado, sabiendo que era algo cierto, que era exacto, que nadie lo engañaba sobre su sufrimiento.