20

La motocicleta atravesaba el muro bajo de arbustos amarillos y árboles resecos, siguiendo un camino que era un surco apenas algo más amplio que sus anchas ruedas, pero con todo suficiente. No había carreteras allí, le había dicho exultante ese muchacho en la aldea de los niños, aunque la superficie rocosa y endurecida del campo calcinado por el sol mostraba las líneas cruzadas de otras ruedas. Con la brisa de cara, Hock pudo sentir algo de frescor a bordo de la veloz motocicleta. Se sujetaba bien mientras Manyenga apartaba a codazos las finas ramas y las hojas agusanadas. Estaba agradecido por haber sido liberado del caos del campo; y contento por estar con alguien conocido; se sentía como el joven fugado al que un adulto salva de cometer una temeridad. Estaba fuera de peligro. Pero sobre el asiento de la motocicleta, que se balanceaba como un caballito en los tramos más rectos y se deslizaba en las revueltas con tierra, ese sentimiento de liberación fue menguando, y a medida que recobraba las fuerzas, la aprensión volvió a él: estaba de nuevo cautivo.

El alivio del rescate dio paso a la desolación, al asumir que, más que salvado, había sido atrapado, y precisamente por el mismo hombre del que había intentado escapar. De todos modos, siguió aferrado a la moto, y no fue del todo consciente de lo terrible de su situación hasta que pusieron tierra de por medio con los niños, que ahora se le aparecían raquíticos, como unos seres medio vivos en su desesperación, precariedad e insensatez, en esa subsistencia de mínimos.

Manyenga mientras tanto pareció determinar que habían recorrido una distancia de seguridad suficiente y que nadie los seguía. Aminoró la marcha, y cuando vio un baobab en el camino, se detuvo bajo su sombra y los dos hombres se apearon. El sudor de Manyenga tras el esfuerzo realizado le llegó a Hock en una vaharada: un hedor como a perro mojado.

La corteza del baobab estaba arrancada, y la carne blanca de la madera, astillada, quedaba a la vista.

—Los elefantes comen a gusto este árbol porque tiene madera jugosa. ¡Tiene agua! —dijo Manyenga, y sonrió—. ¡Ellos pueden destruirlo!

—¿Hay elefantes por aquí?

—¿Por qué no? Esto es la naturaleza, ¡claro que sí! —Manyenga era por turnos amistoso, sesgado o burlón. Luego dijo—: ¿Qué estaba haciendo?, jugando con esos niños bobos, ¿no?

—Me dieron comida.

—¿Qué comida? No tienen nada para comer, sólo lo que el ndege de la Agencia les lleva.

—Y vosotros se la robáis.

—Nosotros también tenemos hambre.

—Ellos tienen mandioca y plátanos.

—Comida basura, comida del hambre. ¿Dónde están sus pollos? No tienen huertos. Y ¿hacen salsa o estofado? ¡Nada de eso!

—Sólo estuve unos pocos días —se defendió Hock, sin saber muy bien adónde llevaba esa conversación. No quería admitir que había caído preso de los niños.

—Prefiere vivir con esos niños, ¿no es así?

—Sólo estaba de paso.

—Debo comunicarle que ellos capturaron un mzungu alemán del río y después de unas cuantas semanas preso lo vendieron por dinero. Se fugaron con su dinero y su comida. Yo conozco a esos niños. Crean problemas en el río. Por eso…

En lugar de decir más, lanzó un suspiro —relinchó—, extrajo un cigarrillo de un paquete y lo encendió. Frunció los labios y dirigió una voluta de humo hacia el aire. Miró alrededor y sonrió, tal vez extrañado de encontrarse allí, bajo el árbol junto a Hock. Ahora tenía toda la atención de su compañero de viaje.

—Por eso, amigo mío, los remeros y Simon le dejaron en la estación de la frontera en Megaza. Sabían que si estaba con ellos, los niños malvados intentarían volcar la canoa para capturarle.

—¿Cómo sabes eso?

—Los remeros dejaron a Simon en Caya, en el Zambeze. Ellos regresaron ayer. Y me contaron.

—Así que me estabas buscando.

—¡Nada de eso! Estaba con mis amigos, siguiendo el ndege. Cuando vuela, lo cazamos… ¡por las provisiones! Pero Dios me envió a su lado. Yo sabía que usted tenía que estar con los niños, o quizá muerto.

—Estás al tanto de todo —dijo Hock, como para probarlo.

Manyenga exhaló el humo por entre los huecos de los dientes, emitiendo un chiflido.

—Debería darme las gracias, padre.

—Gracias.

—Porque yo le he salvado la vida, ¿no?

Hock se preguntó si eso era cierto, y sospechó que sí lo era, pero no quería darle al jactancioso Manyenga semejante satisfacción.

—Me tenían miedo —dijo.

Manyenga se rio moviendo la lengua y, al poco, esa risa se le entrecortó y se volvió ronca. El jefe comenzó a toser, y al tiempo que tosía, intentaba tomar aire dando patadas en el suelo y atizando el polvo.

—Ellos no tienen miedo de nada, amigo mío —declaró con voz ahogada, y para enfatizar lo dicho hizo un gesto tajante con la mano, chasqueando todos los dedos a la vez—. Ese mzungu al que vendieron, el alemán, era duro. Pero ¿dónde está él ahora? Esos niños son demonios. Quizá cogieron sus cosas también.

Hock se mantuvo en silencio. Manyenga lo examinaba con descaro, y el cigarrillo en la boca le daba un aire insolente.

—¿Qué cosas? —dijo Hock por fin.

—Quizá dinero.

—Vayámonos —Hock cambió de tema—. ¿Dónde está la carretera?

Siempre que veía una oportunidad de llevarle la contraria, Manyenga adoptaba una expresión altanera y actuaba con afectación, haciendo pausas antes de soltar su artillería. A Hock eso no le molestaba; ver que Manyenga era predecible le daba esperanzas.

—Éste es el país sin carreteras. Sin vehículos. Sin nada. Sólo —y señaló las marcas de ruedas mientras blandía su cigarrillo— caminos para los pies, sólo. O para las motocicletas.

—¿A cuánto está la aldea…, Malabo?

—Demasiado distante —Manyenga arrojó lejos la colilla del cigarrillo. Se montó en la moto, se inclinó y golpeó con el pie el arranque… El motor se ahogaba y carraspeaba como quejándose, y luego comenzó su monólogo desbocado.

—¿Adónde vamos?

—Ya lo verá —dijo Manyenga, y al notar la vacilación de Hock, su rostro perdió todo el regocijo provocador y se convirtió en una máscara que hervía de impaciencia—. ¿Quiere que le deje aquí?

Hock permitió que lo reconviniera. Con gesto enfurruñado se subió a la moto, demorando sus movimientos por orgullo, como un niño que ha recibido una reprimenda. Pensaba: Esto es lo que hay, me han reducido a esto, a ser menos que un niño, porque hasta los niños de la aldea eran más fuertes que yo. Y ahora Manyenga lo había tomado a su cargo y le decía lo que había que hacer. No tenía más opción que obedecer. Estaba perdido, desorientado tras el viaje por el río, la estancia en la aldea y la excursión hasta el campo abierto. La aparición del helicóptero había sido como una horrenda farsa soñada. Y como remate ese trayecto en motocicleta y el poco amistoso «Ya lo verá».

Poco le importaba si esa maleza sin caminos estaba en Malaui o en Mozambique; sólo tenía claro que si Manyenga lo abandonaba, nunca sería capaz de encontrar la salida, a no ser que los niños volvieran a capturarlo. Al reflexionar sobre la súbita aparición de Manyenga en el campo, Hock tuvo que admitir que se había alegrado. Los niños le habían causado pavor porque estaban hambrientos y eran implacables, inconscientes e irrazonables…, eran niños. Consideraban a Hock una molestia, pero Manyenga lo necesitaba, lo cual podía actuar en su favor. Los niños vivían con lo justo, como animales, y eran especialmente peligrosos porque no tenían nada que perder.

Encorvado sobre la parte delantera de la moto como un operario que cavara una zanja en la calle —hasta la moto parecía una especie de martillo neumático, machacando con su horquilla delantera—, Manyenga aceleraba a campo traviesa buscando las rodadas, con Hock aferrado a su fétida camiseta. Llegaron a un lecho seco, un tramo pedregoso cubierto de tierra y rocas, una represa escarpada que mostraba la desfiguración de los torrentes y las rocas expuestas.

Hock se bajó y ayudó a conducir la moto por esas grandes rocas.

—¿Esto es Malaui o Mozambique? —preguntó.

—Esto tiene templos aquí, arboledas sagradas, y fugitivos, y árboles frutales. Antes había una misión en las colinas Matundu, pero ellos huyeron. Tal vez puede decir que es Zambesia. Pero eso no es ningún país.

—Tierra de nadie.

—¡Tierra de nadie! ¡Ja, ja! —rugió Manyenga—. ¡Tierra de nadie!

Hock recordó que en Malabo, siempre que utilizaba una frase hecha por primera vez, sus alumnos lo consideraban una especie de genio ocurrente.

Tras el lecho del arroyo pasaron a terrenos más altos, donde los mopanis se llenaban de hojas —eran más verdes y más altos, y sus sombras daban una impresión de frescura—. Se veían también kigelias con su bulboso fruto colgando de las ramas. Allí los pájaros eran más grandes y más numerosos, y se posaban en las ramas cimeras de los árboles. Hock distinguió a los estorninos por su plumaje púrpura, y al turaco gris por su canto: «Go-away, go-away» —«vete, vete»—; en unas cañas de bambú con rayas amarillas vio los nidos colgantes de los tejedores. El mantillo de hojas crujía al paso de las ruedas de la motocicleta; la tierra estaba más prieta y se mantenía húmeda por la sombra. Tras ellos no había ninguna nube de polvo, sólo el humo azul del motor.

Un antílope pequeño se alejó dando brincos y, al poco, en la base de un tamarindo, una manada de babuinos se batió en retirada a cuatro patas como los perros, estirando los cuellos y usando sus nudillos para propulsarse. La ansiedad le dio a Hock una tregua, que alcanzaba cierta paz dentro de esa África más ordenada, fértil y verde, con sombras y animales.

Al internarse más en el campo, la humedad dulcificaba el aire y el olor a estancamiento sugería la existencia de vida. El musgo, verde oscuro como un estropajo, recubría alguna de las rocas más grandes en la sombra, y en otros lugares las piedras bloqueaban el camino. Durante un rato empujaron la moto, Manyenga jadeando, Hock preguntándose si esos terrenos más altos formaban parte de las colinas Matundu de las que había hablado Manyenga.

—Y ¿qué…? —comenzó Hock.

—La respuesta es no —dijo Manyenga. Sonrió, con su habitual socarronería—. Y ¿cuál es la pregunta?

¿Quién le había enseñado a responder con tanta grosería? ¿Qué extranjero bravucón le había dicho eso a él, para ridiculizarlo y para mostrarle cómo ser mezquino?

En esa zona de campo, con estribaciones y árboles acogedores y una película de humedad que se adhería a los salientes oscuros del lecho vacío del arroyo, Hock se sintió como en otro país, al menos en un sitio distante de Lower River, lejos de Malabo, una región completamente diferente. Respiraba el aire sin que un cargamento de partículas de polvo le taponara las fosas nasales, y ninguno de los árboles parecía haber sufrido alteraciones; tampoco había senderos, ni siquiera marcas de motocicletas. Se le hacía raro ver una soleada duna sin huellas, aunque en un rincón atisbó un varano gordo y furtivo. La tierra era demasiado pedregosa y empinada como para cultivar allí, y estaba demasiado apartada de un río o de cualquier pozo que pudiera abastecer a una aldea. El calor, el barro, los arbustos achaparrados y el agua accesible hacían habitable Lower River, pero estas colinas con árboles gruesos, rocas desprendidas y sombras ahuyentaban a la gente.

Al coronar la parte más alta de una estribación, Hock sintió la caricia de la brisa en su sudorosa cara, como si hubiera sacado la cabeza por encima de una valla para recibir el viento. Miró hacia el otro lado, hacia lo que debían de ser las colinas Matundu, una silueta de picos redondeados bañados por una bruma azul. Más abajo, había un valle circular, una gran cuenca verde con follaje. Detrás de él, Manyenga empujaba lentamente la motocicleta, tropezando con las raíces de los árboles y los protuberantes nudos en la base de unos arbustos de tallos gruesos.

—¿Lo ve? —preguntó Manyenga.

—¿El valle?

—El recinto.

—¿Qué recinto?

Lo único que divisaba Hock eran los suaves márgenes del valle y la abundancia de copas tupidas, y la palabra que le vino a la cabeza, porque se había deshabituado por completo a contemplar tales extensiones exuberantes e intactas, fue «indultado». No llegaba a ver ninguna carretera que entrase o saliera de allí, tampoco huertas, ni ninguna clase de cultivo; no había nada muerto ni quemado, tan sólo esa gran cuenca verde llena de árboles.

—Allí —dijo Manyenga—, en ese lado.

Un centelleo metálico y plateado, un atisbo de geometría, una valla; y luego sí lo vio, el complejo, perfectamente cuadrado, aunque parte de él quedaba oculta, dos de sus esquinas. Desde esa distancia parecía una jaula con la disposición de un corral; una valla alta protegía una serie de edificaciones. Todo estaba pintado de verde y se fusionaba con el color del valle, por lo que podía confundirse con facilidad con un altozano simétrico. Pero eran casas, y al examinarlas vio a la gente, más fácil de percibir que las casas porque esas personas eran blancas.

Mzungu —dijo Hock.

Azungu —dijo jadeante Manyenga, corrigiéndole la flexión del plural. Se había encendido un cigarrillo y tosió, y siguió resoplando tras haber empujado la motocicleta por toda la pendiente.

—¿Qué están haciendo aquí?

Manyenga tragó humo y volvió a toser, y entonces mostró los dientes al tomar aire.

—Puede preguntarles usted, padre.

No había ninguna carretera que condujese a ese recinto vallado; el camino que seguían probablemente era una trocha de caza. Aparte del sólido campamento, no había a la vista ninguna otra estructura de origen humano; algo extraño en un sitio de apariencia tan fértil, aunque quizá no tanto si se tenía en cuenta lo lejos que quedaba el río y lo difícil que resultaría roturar con un arado ese suelo lleno de piedras.

—Allí, ese lado —dijo Manyenga farfullando mientras empujaba la motocicleta, llevándola por una vía estrecha lo suficientemente húmeda como para conservar las huellas de los animales que la habían utilizado: patas de mono (estrechas, con largos dedos), aquí y allá pezuñas de dik-diks, una oblonga que podría ser la huella de una liebre, y montones de cagarrutas oscuras del tamaño de uvas.

Hock sólo conocía a Manyenga en su faceta de dominador o de manipulador risueño, al bruto o al calculador; ahora veía otro lado de él: cauteloso, sigiloso, tímido, casi intimidado a medida que se aproximaban a la imponente alambrada que rodeaba los tres edificios de tejados planos, unos chalés prefabricados pintados de verde. Un jardín con buganvillas moradas y rosas, cercano a una de las casas, estaba delimitado por un ruedo de rocas blanqueadas, dándole un toque de urbanización a ese complejo del bosque. Más allá de los edificios, había un terreno abierto con una enorme X pintada sobre el suelo desnudo, obviamente un helipuerto.

—El helicóptero debió de partir de aquí.

—Claro —dijo Manyenga—. ¿Qué pensaba?

—¿Has estado aquí antes?

—Amigo mío, le digo esto, yo conozco a esta gente. Y ellos conocen a Festus.

Oteaba desde el final del seto, allí donde había sido interrumpido para dejar paso a la alta cerca. También echó un vistazo a través de la cerca, que le pareció absurdamente robusta, suntuosa, la clase de verja que uno ve en una frontera entre países, pensó Hock, algo para mantener a los indeseables a raya, una barrera de acero coronada con espirales de alambre de espinos.

—Ellos son estúpidos —dijo Manyenga, sin dejar de examinar la verja—. Mire esto.

—¿Qué es todo esto?

—Lo llaman la estación.

—¿Dónde tienen el helicóptero?

—Tal vez van a tirar más comida por otro sitio del bosque, ¿no? Porque tienen la visita de gente importante.

—¿El hombre y la mujer del helicóptero?

—Famosos, ¡ya le digo! Gente importante. ¡Estrellas del pop! Usted los conoce.

—No los conozco —repuso Hock mientras pensaba en el hombre del sombrero de vaquero y en la mujer rubia del traje ceñido—. Tal vez mi hija los conozca.

—Puede preguntarle. Ella se pondrá tan contenta. ¡Eh! ¡Eh! «¡Has visto a la gente importante en Malaui!»

Como si estuviera hablando consigo mismo, recreando esa situación poco probable, Hock dijo:

—Cuando vaya a casa, tal vez llame a mi hija. Le diré dónde he estado. Le contaré lo que vi.

—¡Famosas estrellas del pop entre los arbustos!

Pero Hock tenía la vista puesta en el recinto. Parecía una fortaleza, una prisión o, tal vez, debido a lo recóndito de ese valle vacío, una estación espacial, con todo el acero de los consistentes edificios; una plataforma exenta y única en ese paraje escondido. En los tejados había placas solares que se inclinaban en ángulo, unos cuadrados negros sobre soportes relucientes, con una antena parabólica blanca y una alta antena de radio. Lo que llamaba la atención de Hock, brindándole algo de consuelo, era la limpieza del sitio, la noción de que tal orden era posible. Hasta ese punto se había acostumbrado a las chozas, las ventanas sucias y la escoria del submundo de Lower River. La estampa de un lugar bien atendido era agridulce: le levantaba el ánimo y lo deprimía a la vez. Una simetría clara era un aspecto de su propio mundo que había olvidado. Darse de bruces con ese recinto le aportaba una inesperada esperanza.

Hock dio unas palmadas para anunciar su presencia, y empezó a llamar:

—Odi! Odi!

Sólo entonces fue consciente del sonido de un motor, que él pensó correspondería a un generador. El estruendo era molesto, un recordatorio de la brutalidad de ese otro mundo y de sus máquinas.

Vio a un hombre africano con un uniforme limpio, verde, como la indumentaria militar o los pijamas de un hospital, con una gorra también verde. El hombre estaba de espaldas a la cerca y abrillantaba un enorme tanque de acero inoxidable, probablemente un tanque de agua, con el tamaño de una caldera de sótano y tan alto como el hombre que lo estaba limpiando con un trapo humedecido y agua de una botella de plástico. Luego embadurnó la superficie con un fluido blanquecino, que se secó muy rápido con el calor hasta formar una película granulosa.

—Ve a hablar tú —dijo Hock, incapaz de captar la atención del hombre.

—No. Esto es para usted. Consiga algunas provisiones. Las estamos necesitando.

—¿Por qué yo?

—Porque es su deber —dijo Manyenga, y volvió a enseñar los dientes y a respirar fuerte.

—¿De qué estás hablando? ¡No es mi deber!

Incluso mientras hablaba, él veía lo absurdo de iniciar una discusión en ese valle remoto de las colinas Matundu, junto a una alambrada y un gran tanque a medio abrillantar. No había ninguna puerta a la vista, era un recinto inexpugnable. Hock le levantaba la voz a Manyenga. Éste le devolvía los gritos.

—¡No tengo ningún deber! —vociferó Hock—. ¿No es así, Festus?

—¡Usted me mintió! ¡Metió a Zizi con tretas en la choza! ¡Me robó mi moto! Se fugó por el río con esos muchachos. Usted me traicionó y yo confiaba en usted.

—¡Tú no confiabas en mí!

—Yo le hice mi secretario jefe. Yo le respetaba mucho, pero usted no me respetó, para nada, ¿no es así?

—Vine con buena voluntad —se defendió Hock, casi al borde de las lágrimas al rememorar su llegada a Malabo—. Vine para ayudar.

—Está hablando tonterías y sandeces —dijo Manyenga arrugando la nariz para mostrar su desagrado—. Yo lo salvé de esos chicos que capturan europeos y los venden.

Sus voces subieron hasta que el uniformado las percibió por encima del ra-ta-ta del generador. Interrumpió su tarea y se volvió, perplejo al ver a dos forasteros enzarzados en una discusión al otro lado de la alambrada. Entonces dejó el trapo y el bote de abrillantador y se apresuró hasta el chalé verde más grande, perdiendo una de sus chancletas por el camino.

—Lo has asustado —dijo Hock.

Al no oír ninguna respuesta, se volvió para ver qué pasaba, y Manyenga se había volatilizado. Hock enganchó los dedos en la alambrada y se quedó colgado ahí, con la cabeza gacha, estremecido por la trepidación del generador. El complejo vallado, con sus aspersores para el césped y las buganvillas y los caminos de grava, una puerta a la esperanza hacía un momento, lo llenaba de desesperación de nuevo, porque eso era lo único que podía hacer: contemplarlo desde una alambrada de tres metros.

El africano del uniforme verde reapareció en el otro extremo del complejo, cerca de un edificio; estaba hablándole a un hombre con gafas de sol. Ese hombre era blanco, el primer mzungu que había aparecido en el campo de visión de Hock en más de seis semanas —desde Norman Fogwill en Blantyre—. Llevaba una gorra verde y una camisa hawaiana, pantalones de explorador y sandalias; como alguien que fuera a pasar el día en la playa. Al ver a ese hombre, Hock recobró la esperanza, igual que al atisbar por primera vez el recinto. Se sentía como un terrícola en un planeta del espacio exterior que hubiera avistado a otro terrícola, un hermano, pensaba, y en ese momento le embargó un sentimiento de odio hacia Manyenga. La visión de otro hombre blanco le inspiró esa emoción y él no la refrenó. Ahora era más fuerte, ya no estaba solo, y por eso podía reconocer la indignación que le hervía dentro.

Le hizo un gesto con la mano al hombre de la camisa floreada, que seguía hablando con el africano —una charla costosa, tal vez por el estruendo del generador—. Hock intentó gritar, pero su voz le falló y se perdió a mitad de camino: estaba muy emocionado, con los ojos llorosos, y no podía controlarse. Tras meterse los dedos en la boca, soltó un silbido agudo.

El hombre blanco lo miró fijamente y caminó hacia él, tomándose su tiempo, sin dejar de dar patadas a la grava. Hock dedujo por esos andares desenfadados que no iba a ofrecerle ninguna ayuda. Llevaba la visera bajada; las gafas de sol eran demasiado oscuras para que Hock le viera los ojos. La doble A bordada en la gorra permitía identificar la agencia, L’Agence Anonyme.

Antes de que Hock pudiera abrir la boca, el hombre dijo:

—¿Qué está haciendo aquí?

—Necesito ayuda…, por favor —dijo Hock, agarrado a la valla.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —el hombre dio un paso atrás como repelido ante un mal olor.

—Con otro tipo, en una motocicleta.

—Yo no veo a nadie. Y no hay carretera —el hombre era seco, y la displicencia remarcaba su acento, que Hock no lograba ubicar.

—Empujamos la motocicleta por el bosque…, ¿qué más da? Escuche, necesito que envíen un mensaje al consulado en Blantyre. Es muy urgente. Hace una semana que no tomo una comida decente. He estado durmiendo al raso. Tengo mucha sed…, necesito agua. Necesito que me lleven lejos de aquí. Y pido que…

La cara y la picuda gorra de ese hombre apuntaban hacia él.

—¿Sabe que ésta es una zona protegida?

—Por favor, ayúdeme.

—Necesita permiso para venir aquí.

—Lo conseguiré. Tengo amigos en Malaui.

—Esto no es Malaui.

—O en Mozambique. Lo que sea.

—Tampoco es Mozambique.

—Entonces ¿en qué país estamos? —dijo Hock con un chillido, con la voz quebrada.

—En la zona de la ayuda, entre los dos países, y está vigilada. Así que siga mi consejo y márchese.

—¿No me puedo quedar con ustedes sólo a pasar la noche?

—Esto no es ningún hotel.

—Necesito beber agua.

—Estamos especialmente ocupados hoy —dijo el hombre con un suspiro exasperado. Hock detestaba su camisa hawaiana, las flores, su limpieza, las rayas perfectas de las mangas—. Recibimos la visita de vips…, gente de categoría. Hay mucha seguridad. Así que ¿no esperará que tire todo eso por la borda sólo porque ha decidido aparecer hoy por aquí? Hágase un favor. Márchese. Se lo advierto cortésmente.

—¿Cuál es el nombre de este grupo?

—Eso es confidencial. Somos contratistas.

—Lo sé. La agencia… L’Agence Anonyme. Muy bien, me marcharé. Pero, por favor, mande ese correo electrónico por mí.

—¿Quién le dice que tengo capacidad para eso?

—Tienen una antena parabólica.

—No está operativa.

—Mire, soy estadounidense, igual que usted.

—Yo no soy estadounidense —y al decirlo, por su modo de pronunciar «estadounidense», Hock supo que estaba diciendo la verdad.

—¿De dónde es?

—¿Quién quiere saberlo? ¿Con quién está?

—Estoy solo.

—¿Con qué agencia?

—Con ninguna agencia. Soy un empresario jubilado. Vine a Malaui hace como un mes. Casi dos meses…, he perdido la noción del tiempo. Me han robado la ropa. También la radio. Antes enseñaba en una escuela aquí…

Conforme hablaba, Hock vio que el hombre aprovechaba para retroceder. Finalmente, se dio la vuelta y se marchó por el camino de grava, y llamó al africano de uniforme chasqueando los dedos.

Durante un momento, Hock creyó que el hombre estaba convocando al africano para que fuera a socorrerlo. Pero en lugar de acercarse a él, el africano regresó al tanque de acero inoxidable que había junto a la alambrada y reemprendió su trabajo, empleando un trapo para retirar el abrillantador seco y frotar la superficie, hasta dejarla reluciente. Al poco, esa forma oval, con la cabeza hacia arriba, resplandeció como un espejo.

Mientras lo contemplaba trabajar, Hock descubrió su propio rostro reflejado en el bruñido metal del tanque, distorsionado por la curva del cilindro, aunque lo suficientemente nítido como para que él reaccionara con espanto, aterrorizado al averiguar lo que el otro hombre había visto. Hacía una semana que había salido de su choza en Malabo, donde tenía un pequeño espejo fijado en la pared, y desde entonces no había podido verse la cara.

Su primer pensamiento fue: Soy un mono. El pelo indómito, retirado burdamente a un lado, tieso con el polvo empastado y el sudor seco. Las cejas se espesaban con la arenilla y lo hacían parecer más velludo, y la barba de una semana se entenebrecía con la porquería y una línea de sudor fangoso aún húmedo. Tenía los ojos hinchados, inyectados en sangre, con una expresión desolada: los ojos tristes y pavorosos de un loco. Al abrir la boca horrorizado, vio que sus dientes estaban blancos, y ese blancor lo asemejaba aún más a los monos. Con la cara pringosa pegada a la valla, las manos sucias y las ropas desgarradas, debía de haberle parecido al hombre de la agencia un caso perdido. Esa visión de sí mismo le resultó devastadora. Nunca en su vida hubiera imaginado que podía caer tan bajo, hasta unos niveles tan degradantes. Esos días como fugitivo por el río lo habían transformado en algo casi monstruoso… o ¿la degeneración se había iniciado ya en Malabo? Si ése era el caso, no le extrañaba que hubieran intentado aprovecharse de él. Parecía que hubiera perdido todo el respeto por sí mismo. A juzgar por la imagen que le devolvía el reluciente tanque, con la distorsión multiplicada por la curva del acero inoxidable, se trataba de un fugitivo mugriento, la clase más rara de hombre blanco que pudiera hallarse en el campo africano: uno sucio, indefenso, pestilente y posiblemente enajenado.

Pese a todo, todavía conservaba su reloj de pulsera, su pequeño talego, sus medicinas, el pasaporte, el dinero, una muda de ropa. La bolsa también estaba asquerosa, pero poseía su valor, y él la consideró una amiga.

—Bambo…, padre —Hock se dirigía al africano de uniforme, y alzó la voz para que pudiera oírle por encima del ruido del generador.

El hombre hizo una mueca aparentando no oír, y prosiguió con el abrillantado del tanque. Hock no pudo resistir más la imagen de su cara arruinada y se apartó del tanque.

—Agua —dijo Hock. Al no obtener respuesta, probó de otra manera—: Madzi, madzi.

Hock creyó que los labios del africano se movían para formar la palabra «pepani» —«lo siento»—, pero no estaba seguro. El hombre le echó otro vistazo al chalé y, sin dejar de lustrar el tanque, se inclinó para coger la botella de plástico en la que había humedecido el trapo. Restregó la camisa en la embocadura y luego insertó el corto gollete por la alambrada.

Hock se agachó y bebió, torpemente: el agua se le derramaba por las comisuras de la boca y por la barbilla. Él era consciente de que, con la botella inclinada de ese modo, en esa posición sumisa, era igual que un bebé, o que un animal de zoo al que alimentaran a través de una verja. Nunca se había sentido tan impotente, pero le estaba agradecido al africano, y cuando terminó de beber, atragantado por las ansias de refrescarse, le expresó esto de viva voz.

Haciendo caso omiso a Hock, obviamente medroso ante la posibilidad de que el hombre blanco lo hubiera visto desde el chalé, el tipo retiró la botella de agua y reanudó su trabajo. Había abrillantado ya un área suficiente del tanque como para permitirle a Hock apreciar su figura de cuerpo entero: un hombre horrible, salvaje, desesperado, un hombre loco. Nada de lo que dijera ese esperpento podía ser cierto.

Antes en el campo, entre la rapiña de los niños, había pensado que estaba humillándose delante del helicóptero. En los días pasados en la aldea de los niños, arrinconado en una choza abandonada, en vela mientras vigilaba a las hienas, se había sentido al límite de sus fuerzas. Y en el río, al llegar a la frontera, mirando a todos lados en busca de una canoa que lo llevara río abajo, había experimentado el abandono. En Malabo, la noche en la que decidió irse, la desesperación lo había abrumado.

Sin embargo, ninguno de esos episodios podía compararse a la sensación que lo embargaba ahora, agazapado en el lado erróneo del perímetro vallado, más sucio de lo que nunca había estado en su vida, expresándole gratitud a un africano de uniforme por un trago de agua turbia destinada a la limpieza.

«Me ha sabido a champán», decía la gente en situaciones similares. Pero no, ese trago de agua templada le había resultado asqueroso, y el regusto acre de la derrota perduró en la garganta de Hock hasta provocarle náuseas.

Sabía que había llegado al final de algo. Lo habían derrotado. No podía imaginar nada peor que la degradación que sentía en esa tarde avanzada y soleada, en tierra de nadie, con su reflejo devolviéndole la mirada desde un tanque reluciente.

Dos hombres blancos avanzaban rápido hacia él por un camino de grava. El paso demorado del hombre de antes había anunciado antes su poca predisposición a ayudar; este trote urgente avisaba de una hostilidad declarada.

—¿Aún está aquí? —dijo el primero, el mismo de antes, con su camisa hawaiana.

El otro llevaba una camisa y unos pantalones cortos de safari y unas botas fuertes. De apariencia militar, algo en él resultaba familiar. Los dos hombres eran pulcros e intimidantes, su limpieza, parte de su fuerza.

—Le conozco —dijo.

—Por favor, ayuda. Envíen un mensaje —dijo Hock.

—Es el tipo del campo, esta mañana, cuando hicimos la entrega —se volvió hacia el otro hombre—. Estaba con esos muchachos de las aldeas. Estaba intentando agenciarse una bolsa para él. Fue un caos, todo por su culpa. Hubo que cancelar la acción. Por eso he vuelto antes. Nos fastidió el plan —y luego le espetó a Hock—: ¿Cómo ha llegado aquí?

—No me ha querido decir con quién estaba —comentó el otro hombre.

—Le estoy advirtiendo —empezó el hombre de la ropa de explorador—. Salga por donde ha venido. Si lo volvemos a ver, dispararemos.

El africano escuchaba la conversación acongojado, y cuando el hombre de la ropa de explorador le hizo una señal, volvió a sus tareas de abrillantado, con los ojos bien abiertos por el miedo.

Ese miedo penetró también en Hock.

—Van a tener noticias de las autoridades. Van a lamentar esto —dijo en un arranque de dignidad mientras cogía su bolsa—. Voy a informar de todo esto cuando vuelva.

—Señor, por su aspecto, dudo mucho que llegue a conseguirlo.

Hock se enderezó y se colgó la bolsa al hombro. Se internó en la maleza, a dos metros escasos de la alambrada, y miró fijamente a los hombres. Pensó que, por el modo en que lo miraban, esos hombres habían tenido un contacto mínimo con el campo, y tal vez estuvieran asustados. Entraban y salían con el helicóptero y no sabrían orientarse sobre el terreno. Hock miró en derredor, deseando la aparición de una serpiente —una buena pieza, una víbora— para agarrarla y blandirla delante de esa pareja como un trueno.

—Lo conseguiré —declaró Hock.

Entonces se dio la vuelta, y al esquivar unas ramas y no ver más que un angosto sendero, con unas débiles marcas de rueda de motocicleta, se sintió desfondado; también desanimado, y lejos ya de esos hombres, se sentó en una piedra. Casi de inmediato notó la picadura de las hormigas. Se dio unas palmadas en las piernas y se restregó los brazos. Siguió caminando, y cruzó al otro lado de ese valle con forma de olla, dudando sobre qué dirección tomar. Miró en torno y percibió movimiento, una figura humana. Inclinándose hacia delante para ver mejor, oyó una risa burlona. Sabía de quién se trataba.