Sentado con las piernas cruzadas en esa choza de adobe y cañas que carecía de puerta, Hock recordó un incidente sucedido en su segundo año en Malabo. Una de sus alumnas había sido atacada mientras dormía por una hiena que se había introducido sigilosamente en una choza sin puertas como ésa. El animal había comenzado a comerle la cara a la muchacha, y la resistencia de ésta no sirvió de nada. Entonces la madre arrojó unas ascuas que había tomado de un hogar moribundo y la hiena huyó con llamas en el pelo. Dos días más tarde, en una clínica pestilente, las graves heridas de la chica se infectaron, convirtiendo su cabeza en una bola tensa hinchada y amarillenta, y ella murió.
Desde ese día, Hock no podía conciliar el sueño en Malabo si no tenía la puerta atrancada. Durante décadas, en Medford, el recuerdo apenas había vuelto a él, pero esa noche, en la aldea de los niños, sentado a la entrada de esa choza, extenuado y ultrajado, se sintió afrentado, no por los impostores de Malabo, sino por su divorcio; resentido por el modo en que Deena había demandado la casa, y por las presiones de su hija para que le diera su parte de la herencia por adelantado, movida por la sospecha de que él querría volver a casarse y tener más hijos. Y allí estaba, estupefacto, sentado en el suelo de tierra de una choza inmunda, solo en aquel submundo, un oscuro rincón en el interior de Lower River.
El amanecer empezaba a romper en esa ciénaga al borde del río, abrillantando las grandes hojas de pasto elefante y los delicados penachos sobre las orillas de juncos. Los sonidos de los pájaros, aleteantes y femeninos, parecían ahuyentar a las bestias que habían salido de batida por la noche. Sólo entonces Hock se desplomó sobre la estera raída en el fondo de la choza, y durmió hasta media mañana, cuando el sol le abrasaba ya la cara.
Se desveló al pensar en la maraña de niños y en la insolencia del maligno muchacho de rasgos afilados. El talego le había servido de almohada. La visión de esa bolsa de cuero y lona, su compañera desde que había dejado Medford, lo conmovió: estaba rasgada y gastada, se había estropeado desde Malabo; las aguas infectas y las tripas de los peces la habían manchado en la canoa grande, y se había mojado y llenado de barro en el bote de la víspera. Tenía la apariencia humilde y callada de la lealtad; una mochila, pero también un talismán. Reflejaba los golpes que se había llevado. La agarró para sentirse más fuerte al abandonar la choza, y cruzó el claro para bajar por el sendero que llevaba hasta los altos juncos. Sabía que el atracadero estaba allí, y que el Shire fluía rumbo al sur para desembocar en el Zambeze. Hallaría un bote y una escapatoria.
Los niños se habían despertado, y las fogatas ya escupían humo y tiznes. Una azulada humareda de leña se enroscaba en el aire estancado de la aldea. Lo que al principio le había parecido casi un lugar paradisíaco, con niños hacendosos e inocentes, era ahora la viva imagen de la amenaza: demasiados críos estúpidos, irracionales, hambrientos, dementes, impulsivos y de algún modo llenos de resentimiento, que lo consideraban su enemigo. El humo que le picaba en los ojos y el aire irrespirable no ayudaban a mejorar esa percepción.
Hock esperaba que algún niño le saliera al paso en el trayecto hasta la orilla. Pero como en la víspera, los pequeños le dieron la espalda. ¿Por qué le pareció más hostil ese ninguneo que la confrontación directa con insultos? Se avergonzó al recordarse a sí mismo bromeando con ellos, como el turista de safari más necio, creyendo que sabía manejar a los niños. Sus años de enseñanza le habían mostrado eso, engañosamente, al parecer. No, era el padre de una hija ingrata y consentida, eso es lo que era, y aquí había muchos más hijos de esa calaña.
Sin embargo, desde otra perspectiva, esos niños pertenecían a una especie del todo diferente, silvestre y condenada. Una aldea de adultos habría escuchado, y los adultos habrían terminado entrando en razón, comprendiendo tal vez su apuro, su necesidad de ir río abajo para llegar a casa. Pero esos niños mostraban una indiferencia infantil y seguramente para ellos sólo existía cuando lo tenían cerca. Ignoraban por completo su vía crucis, y tal vez no conocían siquiera lo que eran un hogar o el cariño. Eran demasiado pequeños, habían sufrido demasiado maltrato; unas pequeñas ratas perdidas. La compasión estaba fuera de sus posibilidades, y a Hock le parecieron de verdad una raza alienígena: fríos, raros, crueles, hambrientos, malogrados, cortos de luces, con los pies sucios; a ellos les debía de parecer un gigante peludo, grande y pálido, con una camisa con cercos de sudor, que se aferraba a una bolsa y que se aproximaba a esa orilla para molestarlos.
Un palo grueso aterrizó en el suelo cerca de él. Rebotó pesadamente sobre las piedras: alguien lo había tirado. Hock se volvió y vio a un niño soltando risotadas, a punto de batear otro palo para lanzarlo por los aires. ¿Qué podía hacer? Era estúpido pensar en devolverles el golpe a esos chicos atormentados. Hock reprendió al pequeño sonriente diciendo «¡Para!», y los otros niños lo abuchearon. Eran pequeños, pero no temían a nada y parecían unidos e indestructibles.
Así que siguió su camino, y al volverse descubrió a un niño detrás de él: imitaba sus andares, con los pies separados, los brazos ondeantes…, y estallaron nuevas carcajadas.
Esos chicos desconocían el miedo. Hock apresuró el paso, como no dándose por aludido, pero cuando llegó a la ribera vio que la canoa se había esfumado. El río era de un color verde oscuro y no tenía profundidad a la luz de la mañana. Los macizos flotantes de jacintos roñosos —flores y raíces— en los pliegues de la corriente se chocaban contra los juncos y reflejaban la velocidad del curso del río. Nadar quedaba descartado. Había hipopótamos, cocodrilos, serpientes y, no menos peligrosos, gusanos platelmintos. El río Shire era como lo describía la gente de sus riberas: una serpiente venenosa.
Un martín pescador fue a posarse en un junco, que se balanceó con el peso sobrevenido. Cuando despegó de allí, Hock sintió una punzada ante la facilidad con la que el pájaro había partido. Esperaba ver una canoa de paso, una como la que lo había llevado hasta allí. Pero sabía que, debido a la proximidad de la frontera entre Malaui y Mozambique, ésa era por definición una tierra de nadie, evitada por la mayoría de los viajeros y por muchos pescadores.
Sucio, sin afeitar, con la camisa adherida al cuerpo, los pantalones empapados y pesados y los puños rebozados de lodo, Hock se sentó sobre el talego y la emprendió contra los mosquitos que cercaban su cabeza. El hambre y los trozos de comida mal cocinada que había devorado la noche anterior le empozoñaban la boca: sentía los dientes viscosos, y el sol oblicuo de la mañana le producía dolor de cabeza.
Por delante se desplegaba el río, que succionaba ruidosamente en las hoyas barrosas donde socavaba la orilla. Hock veía las enredaderas arrancadas que giraban corriente abajo, y su velocidad le suponía un martirio. Meditando en esa posición, empezó a recuperar su vieja entereza, la fuerza que solía sentir cuando estaba solo. Sin embargo, debía combatir sus otros pensamientos: que había sido un necio al regresar a Malabo; que debía haber dado la voz de alarma allí; que había abandonado a Zizi con un falaz «Volveré»; y que había constituido un error intentar escapar río abajo en lugar de dirigirse al boma en Nsanje.
Respiró hondo, convirtiendo sus inspiraciones en una oración esperanzada, y logró calmarse, haciéndose la promesa de encontrar un modo de salir de allí para nunca más volver. Pero en algún punto de su meditación debía de haber dejado escapar un suspiro o un sollozo, algo que revelaba su flaqueza, porque de inmediato se oyó otro sonido que remedaba burlón el suyo, y otro más, hasta terminar en un coro de risas bajas, chasquidos de lengua y susurros.
Se volvió y vio veinte caras resplandecientes; los chicos estaban delante y las chicas detrás, algunas con los bebés en ristre, formando un todo que le bloqueaba el camino. Soltaron una nueva risotada, y el corazón de Hock se aceleró a la par que él sentía más calor.
Se quedó ahí tambaleándose, y empezó a desplazarse —estaba en el borde de la orilla—. Ellos le copiaron, parándose y avanzando hacia él, avasallándolo de tal modo que se vio forzado a retroceder. Y cuando dio un traspié en el barro y pugnó para no perder el equilibrio, ellos no cesaron en su avance: un murete de niños dicharacheros con camisas sucias que lo empujaba hasta el embarrado borde del embarcadero.
El río fluía por debajo de él, arremolinándose en torno a los dos postes que servían para amarrar las barcas, rizos de agua verde que rodeaban los enhiestos palos. Una enorme libélula de anchas alas volaba disparada adelante y atrás entre los niños y él, y finalmente se posó sobre uno de los palos, donde se quedó inmóvil, como si hubiera perdido toda su sustancia. Al poco salió volando, y la imagen de ese insecto flotando libre por el aire, aterrizando para volver a revolotear lejos, le provocó a Hock otra punzada que lo llenó de desesperación.
Al ver que lo tenían arrinconado, los niños prosiguieron con el juego del asedio. Hock estaba en el borde de la orilla, con los pies mojados en el agua.
Reconoció a algunos de los niños: las niñas a las que había visto la víspera cuidando de las fogatas; el chico canijo y esquelético que había imitado sus andares; las numerosas niñas que cargaban bebés, éstos cubiertos de moscas marrones y con unas caras sucias y babeantes; los niños menudos que habían estado dándole puntapiés a una pelota de trapo; la niña a la que había encontrado asando las tiras de mandioca. Les había hablado a algunos de ellos. Ninguno había sido especialmente simpático, pero tampoco nadie le había mostrado de plano su animadversión. Mientras que él estaba consternado, ellos simplemente, daba esa impresión al menos, se habían embarcado en un juego imprudente. Pero ahora en masa resultaban implacables, y le bloqueaban el paso para obligarlo a recular poco a poco; un hombre cuya cara sólo hablaba de una incertidumbre desvalida. Los odió a todos, incluso a los bebés.
Deseó la aparición de una serpiente, cualquier serpiente, grande o pequeña. Las serpientes de viña y las víboras a veces acechaban en las riberas, para atrapar ratones y ranas. La habría agarrado y la habría blandido como un arma. Los niños, que no le tenían ningún miedo, sentían pavor de las serpientes, y echarían a correr.
Los niños lo miraban mientras rebuscaba en las matas de un extremo del dique. Lo que encontró le provocó náuseas: revoltijos de excrementos y hojas, puesto que eso era su letrina; ellos se agachaban ahí, demasiado haraganes como para cavar un pozo cerca de la aldea. Y al ser tan jóvenes sus pequeños traseros no sobresalían más allá de la orilla, así que emporcaban la franja donde él se hallaba ahora.
—Basta —dijo, su voz un chillido involuntario, y luego—: Atrás.
Esperó lograr algo de piedad en esos instantes de indecisión, pero los niños no tardaron en prorrumpir en más risas, y repitieron con sus deformadores acentos: «¡Basta! ¡Atrás!». Le lanzaban sus sucias manos, avanzaban hacia él, tan cerca que hubo de agarrarse a los postes de amarre sin dejar de sujetar su bolsa.
Más niños se habían congregado tras las filas delanteras, la vanguardia, y ahora habría unos treinta o cuarenta, con sus camisetas desgarradas y sucias: Las Vegas, Red Raiders, Willow Bend Fun Run, Rockland Lobster Festival. Se divertían al notar su miedo, viendo cómo lo sacaban de quicio. Sabían que el río era mortal, con su población de serpientes e hipopótamos, y que si se caía, el pronunciado terraplén de la orilla constituiría una trampa.
—Por favor —dijo en la lengua de ellos.
Al percibir su completa indefensión, su humillación, volvieron a reírse, con chillidos estridentes en los que se repetían sus últimas palabras, calcando su voz nasal.
Él pensó en contraatacar: podría escarmentar a uno con una bofetada o un puñetazo, pero eran demasiados, y si hería sólo a uno, su situación no habría hecho sino empeorar. Hasta entonces, se había comportado con total sumisión, pero esa actitud lo había convertido desde un principio en su víctima.
—He venido para ayudaros —dijo—. Quiero daros algo…, cualquier cosa. ¿Qué queréis? Vengo de América. Puedo conseguir comida, puedo conseguiros dinero. Un bote…, puedo comprar un gran bote. O un pozo para el agua. Puedo traer una máquina para cavar un pozo para vosotros. Luz, libros, medicina, ¿qué queréis?
Había hablado pausadamente, sin atender a la gramática, intentando encontrar los vocablos correctos en su lengua. Ellos reconocieron «comida», «dinero», «bote» y «medicina», los cebos que Hock había intercalado en su súplica. Y durante unos segundos creyó que los había persuadido.
El pequeñajo que lo había imitado se irguió.
—¡Queremos que mueras! —berreó.
—¡Sí, sí! —el canto ganó en volumen—: Eenday, eenday!
Una bola de barro cortó el aire por delante de él, y otra más lo alcanzó en el hombro. Esperaba que se tratara de barro, aunque apestaba como un excremento y muy posiblemente lo fuera.
Ahora no dejaban de gritar «¡Muere!» y «¡Sí!», deleitados ante la visión de un gran mzungu tembloroso, con la cara roja y las ropas sucias, que se abrazaba a los postes de amarre sin soltar su bolsa, desesperado frente a ellos. ¿A cuántos mzungus habían visto? No demasiados, tal vez ninguno. Esa masa bramante mostraba tanto miedo como una jauría de perros, y preparaba la última embestida para tirarlo al río.
Saltaré, pensó Hock, no con palabras sino visualizando la acción, su salto como última salida. Se lo jugaría todo a la carta del río.
Se dio la vuelta para colocar los pies, listo para zambullirse en el agua. La corriente se lo llevaría a toda velocidad, y si tenía suerte, podría trepar por un desnivel de la orilla algo más adelante y esconderse de los niños.
Todavía oía los chillidos y silbidos a su espalda, pero entonces irrumpió otro tipo de grito, y cuando volvió la cabeza descubrió que la muchedumbre de niños menguaba y que, en mitad de todo, en el camino, los muchachos de las gafas de sol les daban patadas para dispersarlos. Le estaban abriendo un pasillo a Hock, hasta un lugar más seguro en el dique, lejos de ese límite que se desmoronaba.
Durante un instante de pánico, Hock temió que fueran a precipitarse sobre él para arrojarlo al río. Les habría resultado muy sencillo, pero el más alto de los tres, el chico anguloso con la gorra Dynamo Dresden, el que le había vendido la cena la noche pasada, alargó la mano —de un modo nada amistoso, una sujeción maquinal— y de un tirón lo devolvió a tierra firme.
—Gracias —dijo Hock con un sollozo, en parte agradecido, pero también irritado por ese agradecimiento. Los detestaba profundamente, aunque por otro lado tenía miedo de que ese odio se transparentara, así que se acercó al chico extremando su docilidad.
El muchacho había empezado a avanzar por el sendero, con Hock detrás.
—¿Por qué quieren hacerme daño?
—Son niños. Usted les da igual.
—Pero puedo ayudarlos.
—¿Cómo puede ayudarlos?
—Comida. Dinero.
—Ellos tienen comida. Y no hay nada para comprar.
—Agua. Un pozo.
—Nosotros tenemos el río.
—¿Qué os da el gobierno?
—No hay gobierno aquí —dijo el chico, y luego añadió con una sonrisa maliciosa—: Nosotros somos el gobierno.
Ahora estaban de vuelta en el claro, y los niños observaron a Hock mientras seguía los pasos del chico mayor, con sus dos socios andando despreocupadamente en los costados. Hock buscaba protección, para mantener a los niños a raya. Les tenía pavor porque eran por completo inmanejables, y concluyó que su terror era igual al que inspiraban los insectos, las alimañas o la mordedura mortal de la víbora más pequeña, una nocturna común.
—Podría poner una escuela aquí.
—Ellos odian la escuela.
—Pueden aprender inglés, como tú.
Esa cara de facciones marcadas se volvió hacia él, con la boca lista para una nueva crueldad.
—Yo no quiero que ellos aprendan inglés como yo. Yo quiero que no aprendan nada.
Los otros dos chicos rieron sofocadamente al oír eso.
—¿Dónde están sus padres? Y ¿los mayores?
—Muertos. Todos muertos.
En Malabo existían chozas para los huérfanos. Y Hock había oído hablar de las aldeas de niños, a raíz de la propagación del sida por todo el país. Había imaginado que esas colonias estarían organizadas y sustentadas por el gobierno; no que fueran algo salvaje e improvisado, que involucionaba a un estado casi en la barbarie, con sus miembros teniendo que buscarse la comida para subsistir, tan desafiantes como una manada de animales y de igual modo autosuficientes.
—Algunos de estos niños tienen la enfermedad del edsi. Si muerden, te matan.
El chico pronunció esas palabras con lentitud, divertido, y terminó la frase riendo. Hock no podía dejar de pensar en la mordedura fatal de una víbora nocturna común.
Lo dejaron solo el resto del día, y las veinticuatro horas siguientes. Oía a los niños riendo…, vociferando. Sentado en el espacio que le habían cedido, esperaba que se hubieran olvidado de él y que no tramaran nada en su contra. Pero no tenía modo de averiguarlo. De tanto en tanto, algunos niños se acercaban sigilosos para observarlo de cerca. Hock sintió cierto consuelo al ver pinzones candela en las ramas próximas a su choza, y también al oír el canto metálico de los barbuditos, que sin embargo se ocultaban a su vista. Con respecto a los niños, se trataba de los más jóvenes y los más sucios, y se contentaban con mirarlo fijamente con sus caras hambrientas.
Tenía miedo de los niños, no podía negarlo, y cuando al atardecer dos de los mayores se dirigieron hacia la choza, notó que el terror revoloteaba en su corazón como un pajarillo enjaulado.
—Sus amigos vienen, este chico lo dice.
—¿Cómo? —dio un paso atrás. No quería tener a ese muchacho cerca.
—Este chico —uno enjuto, como exhausto, con unos pantalones cortos rajados, que se agazapaba tras ellos— dice que vienen.
—No sé qué quieres decirme. ¿Quién viene?
—Su gente.
El chico parecía a la vez más suave y amable, mucho menos intimidante. Llevaba un racimo de cuatro plátanos. Se los dio a Hock.
—¿Mi gente? —Hock tomó una bocanada de aire, sin lograr tranquilizarse—. ¿Cuándo?
—Espere —dijo el chico, y apuntó con calma a los últimos colores del ocaso: jirones de púrpura, capas de un terciopelo oscurecido que iluminaban chispas doradas, todo el conjunto sumiéndose en la penumbra, algo que entristeció a Hock—. Nosotros los veremos.
Al tercer día, el muchacho de la gorra Dynamo Dresden y las gafas de sol se abrió paso a patadas por entre la pequeña concentración de niños mirones.
—Mzungu.
—No me llames mzungu.
—Entonces lo llamaré Viejo.
Hock le lanzó una mirada furiosa y luego señaló a los niños.
—¿Qué es lo que quieren?
—Quieren que se vaya.
Hock dio un paso para ponerse a su altura.
—Quiero irme —le dijo en un susurro airado—. Dejadme ir. Dijiste que no me queríais aquí.
Pero el chico no se dignó a mirarlo, o si lo estaba mirando, Hock no tenía forma de saberlo, porque las gafas de sol le ocultaban los ojos. Lo único visible era su mueca desaprobadora.
—Eso fue otro día. Eso fue previamente —remarcaba las sílabas como si conformaran una oración completa.
—Me gustaría saber dónde aprendiste inglés —le volvió a inquirir Hock.
—De su gente.
—Yo no tengo gente.
—Sí, usted sí la tiene. Ellos vienen. Por eso queremos que esté con nosotros.
—¿Vienen aquí?
—Lo veremos.
—¿Cuándo van a venir?
—Lo veremos.
Hock se había sentido muchas veces frustrado con los hablantes de sena, tan propensos a los eufemismos y las evasivas, pero nada igualaba a buscarle un sentido a esa charla con un chico que hablaba el suficiente inglés como para levantar una barrera infranqueable de incomprensión. Hock se sentía cada vez más ofuscado: la frase inglesa más lógica se volvía incomprensible en labios de ese muchacho desarrapado con gafas de sol.
—Estoy hambriento —dijo Hock—. Necesitaré comida.
El chico no dijo nada, tan sólo alzó la cara hacia el cielo, como en actitud de escuchar, y con esa pose, con la cabeza alta y algo distraído, pareció mostrar el desagrado que le suscitaba Hock, como si éste no fuera más que un lastre, un paseante inoportuno, un adulto extranjero en la aldea de los niños, en Lower River, en unas ciénagas que no eran Malaui ni tampoco Mozambique, lejos de todas las carreteras y de todos los pozos, y hasta donde sabía Hock, de cualquier tierra cultivada.
—Pero yo no puedo daros nada de dinero —dijo Hock sin despegar la mano del cierre de la bolsa.
—Yo no quiero su dinero.
—Necesito algo de comida.
Ese muchacho carecía de la compasión más básica; algo extensible a sus dos compañeros, a los niños, a la aldea entera. Hock había dado por supuesto que en Malabo encontraría la piedad más elemental: el reconocimiento de que estaba solo, extraviado, lejos de casa, necesitado de ayuda. Esos niños estaban asilvestrados y él tenía una nula utilidad para ellos; se trataba de una situación mucho peor que la explotación de Malabo. Eran indómitos y no razonaban.
—El cuchillo —le dijo el chico, con un murmullo autómata, sin darse la vuelta.
—No tengo cuchillo.
—El cuchillo de ayer noche.
Antes de cenar, en un débil intento por adecentarse, Hock se había sentado con las piernas cruzadas y se había cortado las uñas de las manos y sacado la tierra que tenía debajo. Desconocía que alguien hubiera supervisado su pequeño ritual de aseo con un cortaúñas cromado.
Poniendo cuidado para no revelar nada más del contenido de la bolsa, extrajo ese utensilio y se lo entregó.
—La comida —dijo Hock.
—Ellos la traerán.
Más tarde, en la choza que le habían asignado, Hock pudo identificar a la niña que le traía un plato de estaño con mandioca asada y unos pocos plátanos. Era una de las integrantes de la turba chillona de la orilla. Ahora estaba aplacada, casi deferente, mientras se arrodillaba para servirle el plato, y todo eso la hacía parecer más desafiante y ladina.
—Chai —dijo Hock.
Ella sorbió por la nariz para mostrar que entendía, se balanceó sobre sus pies y se retiró durante unos minutos, para retornar luego con una taza esmaltada de agua caliente en la que habían echado unas cuantas hojas de té. Hock se complació al notar que ardía, pues temía las aguas pestilentes de la zona.
Una vez terminada la comida, se sentó en la entrada franca de la choza, y cuando cayó la penumbra, se puso a escuchar los sonidos que emitían los niños en sus juegos desencantados, o en sus peleas medio en broma, de las que brotaba un grito de tanto en tanto; bramidos en el caso de los chicos, quejas en el de las chicas. Más tarde, en el silencio de la noche, debido a su aversión a dormir en una choza sin puertas, Hock siguió sentado allí y lamentó su suerte. Recordaba todos los ultrajes que había sufrido: no sólo allí o en Malabo, sino también en su matrimonio, en Medford, en la tienda, equiparables a los de la noche pasada.
En lugar de cavilar sobre Malabo y su repentina huida, o sobre el hecho de que Simon le robase la radio, o sobre la traición de los remeros que lo habían dejado en esa aldea llena de niños malintencionados y muchachos ariscos de ojos saltones, o sobre el calor, la suciedad, el hambre o la sed, Hock recapacitó sobre las injusticias que había sufrido a lo largo de su vida.
La treta de su mujer, que le había endilgado aquel teléfono caro para bucear en su intimidad. Y luego, tras más de treinta años de matrimonio, había exigido quedarse con la casa familiar, la casa que su padre había comprado en Lawrence Estates, obligándolo a marcharse a un apartamento en su antiguo instituto. Y no había que olvidar los mensajes que repetidamente le había dejado en su contestador: «Eres un mierda». Chicky exigía por su lado su porción de la herencia: «Quiero mi parte ahora». Al darle el cheque, él le había espetado: «Dudo que nos veamos asiduamente a partir de ahora».
Por su mente se sucedían todos esos malos recuerdos, que lo desvelaban y le hacían rechinar los dientes. Desde las pequeñas ofensas de la escuela, con las pullas, los insultos y los motes: «Cuatro ojos», «Mariquita», «Apestas». El orientador que le decía: «Con suerte, tu padre te dejará su puesto, porque si no, no vas a ir a ningún lado». En la universidad, una mujer sofocaba las risas en clase de Lengua porque él era incapaz de pronunciar correctamente la palabra «póstumo». Uno de sus clientes le decía: «Te estás redondeando», y quería decir que había ganado peso…, y quien se lo decía estaba muy gordo. El vendedor nuevo que había conseguido un adelanto de su sueldo («Para lo que debo de alquiler») afirmaba: «Lo puede descontar de mi primera paga». Sin embargo, no se volvió a dejar ver por allí. No eran granujas, sólo morosos, graciosillos, socarrones. «¿Aún trabajando para ganarte la vida?» Los profesores que lo habían llevado aparte en la escuela primaria —«Después de clase ve a verme al despacho»— y las mujeres que lo habían rechazado quitándose sus manos de encima. Las mentiras que le habían soltado volvían como un búmeran, y esas retorcidas maniobras de evasión, todavía unas incógnitas, lo seguían reconcomiendo por dentro. Había sido tan crédulo como su padre. Se creyó la frase «Por supuesto que estaré aquí mañana» y «Yo lo arreglaré» y «Es el mejor precio que puedo ofrecerle». La guapa dependienta que había taponado el váter de los empleados con una compresa y que luego lo negó en redondo. Esa remesa de calcetines de tercera que había llegado de China, el mensaje insistente que dejó en el contestador de los hombres que le debían dinero, o un reparto, hasta que al otro lado ya sólo se oía «El número está fuera de servicio o no está en uso».
Y por último aparecía el teléfono delator, que él había arrojado al río Mystic porque estaba lleno de correos electrónicos comprometedores. Sólo pensar en esos mensajes lo avergonzaba: todos esos susurros, esas confidencias coquetas y bobaliconas. Se había traicionado confiándoles a esas personas sus pensamientos más íntimos, revelando su amor por África. «Los mejores años de mi vida», aseguraba entonces, y en respuesta oía «Caníbales y comunistas», o «La vida humana no tiene ningún valor allí», en un eco de fatalidad y más fatalidad, y él había querido ilustrar a esas personas sobre el acervo local. «Yo estaba en Malabo, en Lower River…»
Todo eso, y mucho más, durante toda la noche.