El barro del dique era denso y oscuro, un engrudo resbaladizo de un caramelo insustancial, plagado de escarabajos y recubierto con raspas de pescado y mondas de fruta. Hock se pasó casi toda la mañana agachado allí, revolviéndose contra las moscas tse-tse que le picaban en los tobillos, atento a la llegada de un bote, de cualquier bote, que lo pudiera llevar desde ese muelle. El cielo estaba sin nubes, vacío salvo por el perfil negro de una reluciente águila pescadora, y, más cerca, el dulce trino de una curruca que se columpiaba en un junco. Junto al río, las mariposas amarillas revoloteaban en los montones de basura del lodazal, posándose en las latas oxidadas y en la masa infecta de plásticos, papeles mojados y botellas rotas. Hock no desfallecía, pero la suciedad le restaba vigor y ansiaba poder lavarse bien la cara.
Hacía sólo un día que la obediente Zizi había consentido en meterse en su cama, y el recuerdo de la chica lo apenó, aunque sentía alivio por estar allí y no en Malabo. Había franqueado una frontera. Aunque ésta pareciera un vertedero y la colonia fuese sólo un campamento, un emblema del abandono en plena maleza, representaba de todos modos un paso, y él se encontraba en el lado correcto, el que llevaba a casa. Con este pensamiento nítido en la cabeza, paseó la mirada por el plácido río, por la basura, por el cobertizo de madera sin ventanas donde había dormido, y también por el casco de ese gran barco hundido, con su timonera aún intacta —el hedor y la decrepitud de todo aquello—, y sonrió. Estaba en mitad de ninguna parte, pero era libre.
Justo en ese momento, vio una canoa que cabeceaba en el agua en la orilla opuesta. Se incorporó y silbó metiéndose los dedos en la boca. Por un instante creyó que los remeros de la tripulación no lo habían oído, o que se habían asustado. Pero como la aguja de una brújula girando dentro del líquido, la estrecha canoa viró en su dirección, deslizándose hasta el punto de la orilla donde se encontraba.
Los remeros eran niños, no sobrepasarían los diez u once años.
Él los saludó, y cuando ellos mantuvieron sus pétreas expresiones, ni amistosas ni hostiles, él les preguntó si hablaban sena.
Ellos asintieron; sí conocían el idioma.
Hock dijo en sena que quería ir hasta la otra orilla, y la reacción de los chicos fue la misma expresión vacía, implacable.
—A vuestra aldea —les explicó.
Ellos parecieron entender la palabra «aldea», pero no ofrecieron ninguna respuesta; no dijeron que sería bienvenido allí, ni tampoco lo contrario. Pese a todo, se acercaron flotando, y eso impulsó a Hock a ponerse en el borde del río.
Lanzó su talego a la canoa y, con el lodo llegándole a los tobillos, se introdujo y se sujetó. Con su peso, el bote se sumergió en el agua un poco más, pero ganó en estabilidad.
Los delgaduchos chicos clavaron sus remos, uno sólo era el trozo astillado de una tabla ennegrecida por el agua. Hock les preguntó sus nombres y ellos farfullaron unas palabras que él no comprendió. Una suerte de incoherencia arbitraria parecía ser la nota constante de su fuga. El hombre de la camisa caqui no había tomado los datos de su pasaporte. La lavandera se había reído tras decirle que sus amigos se habían marchado sin él. El joven Simon y la otra canoa se habían ido. Hock se hallaba en otro esquife en mitad del río, todavía en el tramo bajo del Shire, varios kilómetros por encima del Zambeze, en el que desembocaba, y dos chicos pequeños dirigían y paleaban con sus torpes remos en esa mañana calurosa.
No existo, pensó Hock. Nadie sabe que estoy aquí, nadie me conoce, a nadie le importa, y si esta canoa tan frágil se vuelca, o si me tira un hipopótamo, nadie me encontrará jamás; nadie sabrá que he muerto. El mundo continuará girando sin mí, y la noticia sobre mi infortunio pasará inadvertida, no dejará ninguna huella, porque no soy nada, apenas carne.
Se vio a sí mismo con los ojos de un halcón que volaba muy arriba, tomando altura sin mover las alas, imperturbable, grácil en su planear suelto. Yo soy una mota, nada más que eso, pensó Hock. Soy un gusano posado en una ramita que flota por la corriente de un río oscuro. Ni siquiera un gusano.
En una cesta ubicada junto a sus pies había tres pececillos: no eran cebo, aunque su minúsculo tamaño podría haber hecho pensar eso. Tal vez se trataba de la captura del día; una vara pelada atravesaba sus branquias, ensartándolos como un kebab. Los chicos habrían empezado a pescar al rayar el alba. Y ése era todo el fruto obtenido tras más de cinco horas.
El río se estrechaba. En el puesto fronterizo había alcanzado los cincuenta metros de ancho; ahora abarcaba menos de cuarenta, y eso hacía que las aguas se aceleraran y pasasen veloces ante los bancos de arena, donde Hock adivinaba los inconfundibles signos de la presencia de grandes cocodrilos: las huellas paralelas de sus patas, las marcas de sus garras y los surcos que dejaban sus colas.
Hock apuntó a un barranco de barro que se cernía sobre ellos y que el río había socavado en su parte baja, como si se tratara de una señalización.
—¿Malaui? —preguntó.
—Na —dijo el chico sacudiendo la cabeza, sin dejar de mover el remo.
—¿Mozambique?
Los dientes del muchacho castañetearon, pero eso no significaba un sí; quería decir que la pregunta era incómoda y tal vez disparatada.
Los juncos, la maleza de la ciénaga, las malas hierbas grasosas, los bancos de arena, el agua oscurecida: nada era diferente del escenario que Hock había conocido río arriba. No se veían tierras altas más allá de las empinadas márgenes. Pero se estaba moviendo, y nadie lo conocía. Había escapado de Malabo y permanecía vigilante por lo que pudiera suceder después.
El empuje de la corriente lo consolaba, haciéndole creer que lo arrastraba hacia la salvación. Lo único que tenía que hacer era someterse a la fuerza del río, de ese tramo bajo del Shire, que lo llevaba al sur por la floresta.
Al cabo de una hora, vio en la distancia una montaña achaparrada, de laderas rectas, solitaria, como un monumento de granito, o como unos hombros sin cabeza que hubieran emergido en el llano cenagoso. Conforme la canoa avanzaba corriente abajo, aquello fue definiéndose como una ciudadela de piedra cubierta de árboles, con los lados empinados y barrancos que respetaban la forma de las fortificaciones. Era toda una rareza, por su gran tamaño y lo insólito de su silueta, y Hock preguntó su nombre.
—Morrumbala —dijo el chico en la popa.
Hock había oído antes ese nombre, pero nunca había estado allí. La guerra contra los portugueses lo había disuadido de adentrarse tanto en Mozambique, así que estaba hollando territorios nuevos, lo que constituía un extraño signo esperanzador. El lugar se desplegaba en la distancia, más allá de la otra orilla.
Hock fijó la vista en ese punto: allí el sol percutía en los árboles por ambos flancos, con una luz verde tan rutilante como una lechuga fresca, a tramos pulposa y amarilla, y por eso Hock no advirtió que la canoa se apartaba de Morrumbala para acercarse a la ribera más cercana. No fue hasta que la embarcación chocó con algo que él levantó la mirada y vio que la corriente los había empujado contra un par de palos que asomaban en el barro. Amarrado a los palos había un tablón empapado de agua que servía de rústico muelle, y otro más que parecía una pasarela hasta la hierba alta de la ribera.
Un chico de unos cuatro o cinco años, vestido nada más que con una camiseta —con el trasero al aire—, vio a Hock y comenzó a gritar aterrado. Corrió lejos de allí como si hubiera visto al demonio, y los remeros se carcajearon —su primera manifestación altisonante— mientras el pequeño no dejaba de chillar: «Mzungu!».
Su miedo relajó el ambiente, y los muchachos siguieron riéndose en tanto ataban la canoa a los palos y guiaban a Hock hasta un claro al que se llegaba por un sendero.
Él había visto muchas aldeas así, una erupción de chozas cuadradas que aprovechaban el perímetro de un espacio abierto con tierra lisa y apisonada. Por el estado en que se hallaban los deslavazados tejados de paja, el armazón expuesto de las paredes de adobe y los harapos colgados de los tendederos —también por la penetrante peste a humo y suciedad—, Hock supo que se trataba de una aldea pobre. Sin embargo, estaba cuidada, y había algo más —nada corriente, hasta destacable—: estaba llena de gente muy pequeña, y Hock comprobó que eran niños con ropas andrajosas, el tipo de camisetas y bermudas o pantalones que se vendían como saldos en los mercados de segunda mano; las camisas con nombres norteamericanos estampados: facultades, logotipos de empresas famosas, nombres de ciudades y de universidades de prestigio.
Una niña de unos diez años levantó en el aire al pequeño que había gritado. Apenas podía con el peso, y el niño hundió la cara en su hombro.
—¿Dónde están vuestros padres? —les preguntó Hock a los remeros.
Uno de ellos se giró como alarmado y sus harapos transformaron su miedo en algo patético. El otro muchacho se encaró a Hock y frunció el ceño, sin decir nada; lo mismo podía sentirse insultado que asustado.
—El jefe —insistió Hock—. Mfumu. ¿Dónde está vuestro bwana?
El gesto del chico se tornó aún más agrio, y abultó el labio inferior, mostrando su interior rosado en actitud amenazante; entonces comenzó a hablar rápido, dándole la espalda a Hock. Finalmente se alejó de allí, en lo que pareció un desplante, y alzó muy alto el palo que había cogido de la canoa con la pesca de los tres pececillos tiesos, como si se tratara de un símbolo de prestigio.
Hock se sentó en una tabla abandonada, a la sombra de un árbol, y observó a una niña que atizaba el fuego en el que se cocinaba un cazo requemado, o a lo mejor simplemente estaba jugando. Otra chica sostenía a un bebé sobre la cadera, y unos niños muy pequeños se arrastraban por el polvo y agarraban matas de hierba seca. Había más pequeños atareados que acarreaban leña, sobre todo chicos, pero la pila que levantaban estaba tan descompensada —un montón esparcido— que bien podría tratarse de otro juego, que consistiría básicamente en arrojar y romper ramas. Otros chicos algo mayores descansaban bajo un árbol al otro lado del claro. Niños y más niños. Todos llevaban camisetas desteñidas de varios colores, de tallas demasiado grandes, y algunas llegaban a servir de vestidos para las chicas. Camisetas como mantos sin forma, en una se leía «Niagara Falls» y en otra, «Yale». Los pequeños tenían las caras sucias de polvo, y en el pelo se les formaban trenzas compactas llenas de pelusas; muchos de los chicos mostraban una delgadez enfermiza; niños barrigones con brazos y piernas como palos.
Parecían indiferentes a la presencia de Hock allí, y se mantenían callados, dedicados a sus tareas o ensimismados en juegos repetitivos. Cuando Hock se levantó de su tabla y cruzó la aldea, ellos siguieron ignorándolo.
El puesto fronterizo del río le pareció ahora algo concreto e inequívoco: la mesa, el hosco funcionario con el sello y la almohadilla, las chozas destartaladas, el barco roto, el muelle embarrado, la tendera rapaz. Era un punto en el mapa, al menos eso parecía, y uno de entrada además. Tal vez una ruina, pero no un espanto; un sinsentido aparentemente, en franco deterioro por la acumulación de basura y por las crecidas y bajadas del río; descuidado y feo de una manera convencional, como tantas otras estaciones en Lower River, incluidos el boma de Nsanje y los amarraderos de Magwero y Marka. La gente se concentraba en los muelles, pero eran muy pocos los que vivían en esos enclaves.
Comparada con el puesto fronterizo, incluso con Magwero, la aldea de los niños era algo cabal, coherente, con algunas zonas bien barridas. Hock observó a unas niñas que empujaban con escobas de ramas la escoria de hojas y peladuras hasta un lateral del patio que había delante de las chozas. Ninguna de las viviendas se encontraba en buen estado —las acostumbradas paredes agrietadas, la estructura esquelética de ramas transparentándose—, aunque la aldea se veía habitada… de una manera extraña. Todos los residentes que se había encontrado eran jóvenes, algunos niños, sobre todo niños pequeños, con las chicas sosteniendo a los bebés y los chicos jugando juntos, los más mayores con ademán vigilante. Y, debido a eso, en la aldea reinaba el runrún de una vitalidad imperiosa: niños que corrían, niñas que saltaban. Algunos jugaban con juguetes de basta factura, hechos con alambres doblados, o con madejas de trapos anudados que se pateaban como pelotas; también había muñecas sin piernas, torsos de plástico con cabezas rajadas…, muñecas blancas.
La aldea cobraba sentido porque la vida se hacía allí al aire libre; era visible y animada. Las ollas hervían sobre las fogatas, y en una imagen muy llamativa, algunas chicas jóvenes se turnaban en el manejo de unos morteros y unas majas de tamaños desproporcionados; las majas eran mucho más altas que las niñas, y tan pesadas que algunas habían de ser movidas por un par de ellas.
Podía tratarse de un campamento de verano o de una escuela. Transmitía la misma apariencia de monotonía y orden…, cada chico con su actividad asignada. Pero la mayor parte de ellos estaba trabajando, incluso aquellos que daban la impresión de jugar. Las chicas vestían grandes camisetas que les llegaban hasta las rodillas, y algunas se las ceñían a las caderas con una soga, para que parecieran un vestido; otras se cubrían con ellas al modo de camisones, o de túnicas. Muchos de los niños más pequeños sólo llevaban puesta una camiseta, y aunque esas prendas les quedaban mejor a los muchachos, en todos los casos estaban desteñidas y gastadas: Westfield High School, UConn, Bob’s Bluegrass Bar, UCLA… En un pasado blancas, ahora la suciedad las había vuelto grises, y muchas tenían los cuellos mordisqueados y desgarraduras, cuando no estaban hechas jirones.
Hock, mucho más alto y más grande que cualquiera de esos enclenques chicos, se sentía seguro, con la confianza instintiva del hombre alto, del gigante entre enanos, reafirmado por su envergadura. Además, había escapado de Malabo, y luego salido de la trampa del puesto fronterizo, hasta llegar a ese sitio, unos nueve o diez kilómetros corriente abajo, probablemente en Mozambique, aunque en todo caso en la margen izquierda del Shire. Hock sospechaba que tenía que existir un sendero que comunicara con un camino más importante, una ruta de camiones y una ciudad.
Eran más de las cuatro. Hock no había comido nada desde la mañana, cuando había engullido sus últimas alubias y galletas saladas mientras aguardaba en la ribera. El olor a mandioca asándose en una fogata que atendía de rodillas una niña pequeña le aguzó el apetito. La pequeña volvía las tiras oscuras de la raíz, toscamente cortadas, con un tenedor de palo. Tras haberla contemplado un rato, Hock se incorporó y se acercó hasta el fuego. La chica se encogió, aunque siguió de rodillas, y, sin dejar de abanicarse para quitarse el humo de los ojos, reordenó los trozos para trasladarlos al lado de la parrilla más alejado de él.
Hock alargó el brazo e, instintivamente, buscó la presencia de adultos, de alguien de su tamaño que pudiera objetar algo, y cuando sólo vio a niños, tomó uno de los pedazos de mandioca. Estaba caliente, y lo sacudió en su palma; luego sopló y le dio un mordisco. No fue consciente de lo hambriento que estaba hasta que tuvo en su estómago esa cosa nudosa y densa, que sabía a humo de leña. La devoró y se quedó con ganas de más.
La niña encargada del fuego (en su camiseta podía leerse «Colby Chess Club») estaba girada hacia él, aunque apartaba la mirada, que tenía clavada más allá. Hock buscó alrededor y vio a tres chicos más mayores que lo observaban fijamente, sentados en un tronco frente a una choza. Se distinguían por llevar gafas de sol, además de las habituales camisetas y pantalones, lo cual sorprendió y desconcertó a Hock. Había algo en su pose que les confería un aura de autoridad, incluso de altanería, y las gafas de sol, si no intimidantes, se podían interpretar como poco amistosas, intencionadamente ambiguas. La ropa que llevaban estaba limpia, y esta singularidad parecía una demostración de su fuerza, así que Hock se puso en guardia. Uno de ellos llevaba una gorra negra que tenía bordadas en amarillo en el frente las palabras «Dynamo Dresden».
Hock se había sentido aturdido y embotado tras el gasto de energía que le había supuesto salir de Malabo, y el posterior viaje en canoa había terminado de extenuarlo. Del mismo modo que la traición de Simon lo había pillado por sorpresa —después de darle dinero y de echarle un sermón sobre su futuro… a esa rata desagradecida—, tampoco había esperado esto, una aldea de niños.
Aunque no había saciado su apetito, tras sentir la desaprobación en la mirada de los muchachos, Hock se abstuvo de seguir sisando comida de la fogata, y subió por una ligera pendiente con hojas muertas para acercarse a esos chicos, que se sentaban bajo el sol de la tarde.
—Hola, ¿cómo estáis? —preguntó en sena, seguro de que lo entenderían; ese idioma se hablaba en todo Lower River.
Se limitaron a quedarse mirándolo, o eso parecía al menos, con sus ojos como platos, como si no hubieran oído o no conocieran las palabras.
—¿Dónde está vuestro jefe? —Hock usó todos los equivalentes a «gran hombre» que conocía, no sólo mfumu y nduna; también nkhoswe, el mayor que tradicionalmente se encargaba de velar por sus hermanos más pequeños, sus sobrinos y otros familiares a su cargo.
—No jefe —dijo en inglés el chico de en medio. Era delgado y tenía facciones afiladas, con unos labios húmedos e insolentes, y pronunció casi triunfalmente—: No nkhoswe.
—¿No bwana?
—Usted es el único bwana.
Hock sintió un estremecimiento al pensar que no había ningún responsable en esa aldea en mitad de la maleza.
—¿Cuál es el nombre de la aldea?
—Es Mtayira —respondió el chico que portaba la gorra negra con el rótulo «Dynamo Dresden».
—No conozco esa palabra.
—Significa «sitio para cosas tiradas».
Un nombre tan preciso como triste.
—¿Dónde está la carretera? —siguió preguntando Hock. Hablaba en sena para evitar equívocos, puesto que la palabra njira servía para cualquier clase de camino, grande o pequeño, incluso un sendero.
—No carretera —dijo el chico de rasgos afilados, jactancioso al hablar en inglés.
—Tú hablas inglés. ¿Lo aprendiste en la escuela?
—No en la escuela, nunca.
El tono malhumorado y renuente del chico así como el hosco «nunca» de su respuesta molestaron a Hock.
—No he comido nada en todo el día. Necesito algo de comer.
—No tenemos comida para ti.
Los tres pares de gafas de sol eran inclementes. Ninguno de los chicos se había levantado todavía, lo cual constituía ya de por sí un acto de desafío, puesto que en Lower River, incluso en ese desorden que era Malabo, los niños se ponían de pie en presencia de adultos. Hock se volvió hacia la fogata y vio que la niña había reunido toda la mandioca y se la llevaba en un cuenco, desplazándose rápida sobre sus cortas piernas por el claro, cabeceando al andar como cualquier otro niño.
—Tengo hambre —volvió a decir Hock, en un tono de ligera protesta.
—Nosotros tenemos más hambre —repuso el mismo chico.
—Si me ayudáis, os daré dinero —propuso, y se sintió muy incómodo al notar la nota implorante que había en su voz.
—Queremos dólares —dijo otro de los chicos, una voz nueva que era un gruñido. Hock se sonrió al percatarse de que estaba negociando con un chico con gorra que no rebasaría los catorce o quince años, un muchacho huraño con gafas de sol, en una aldea ribereña entre la maleza—. Veinte dólares.
Hock sintió una presión en las piernas, como algo que se frotara y empujase, y vio que un nutrido grupo de pequeños se había reunido en torno a él. En lugar de respetar una distancia, tal como dictaba la tradición y hacían siempre los menores, estos niños se mantenían muy cerca y lo agobiaban, estrechando el cerco, impidiéndole moverse. La sensación era similar a la de estar cubierto hasta la cintura por la maleza. Podía balancearse, pero no levantar los pies. Tenía el talego entre las piernas y notaba su peso en las pantorrillas, pero se veía incapaz de alargar la mano hasta él.
—¿Qué consigo a cambio de veinte dólares?
—Algo de comida.
—¿Eso es todo?
—Té para beber.
—Necesito un sitio donde dormir.
Los niños le daban empellones en las piernas, haciéndolo trastabillar, y Hock casi perdió el equilibrio. Alzó los brazos y aleteó para afianzarse, sintiéndose como un idiota.
—Tal vez tenemos un espacio.
—Quiero ser vuestro amigo —dijo Hock.
—No lo conocemos de nada —era el chico de la voz enfurruñada.
—Por favor, decidles a estos niños que se aparten.
El muchacho les habló con rudeza, pero los pequeños respondieron charlando entre ellos, riendo y haciendo gestos.
—Dicen que se tiene que ir usted, no ellos —dijo el chico, y los niños se volvieron a reír, adivinando el sentido de esas palabras. Y al verlos carcajearse y lanzar grititos con total despreocupación, Hock comenzó a inquietarse.
Hundió la mano en ese embrollo de cuerpos menudos y encontró el asa de su bolsa. Tiró de ella, protegiéndola con un brazo. Todo lo que poseía estaba dentro: no abultaba mucho ahora, puesto que había dejado la mayoría de sus ropas en Malabo y Simon le había robado la radio. Pero tenía lo esencial: medicinas, dinero y una muda de ropa.
Sabía que lo menos indicado en una situación así, entre una turba de niños groseros y estruendosos, era sacar el sobre para enseñar el dinero.
—¿Veis? Aquí está —se limitó a decir.
El muchacho de en medio gesticuló, y los de los extremos profirieron lo que pareció una orden, o una amenaza. De cualquier manera, el grupo de niños no se dispersó de inmediato. Los pequeños siguieron intercambiando impresiones y haciendo ruidos insolentes, en tanto pinchaban y pellizcaban a Hock en las piernas y tironeaban de su bolsa para incordiarle. Sólo al cabo de un rato empezaron a dispersarse, al principio lentamente y luego veloces, persiguiéndose entre ellos, dejando a Hock sin aliento y con el corazón desbocado.
Él sabía por la tienda de Medford que las personas acostumbradas a manejar dinero solían actuar de una manera particular; no se trataba sólo de la pericia del tendero en la máquina registradora, era algo que también podía detectarse en una aldea perdida como ésa, a partir de, por ejemplo, los movimientos de los dedos, cuando eran las manos las encargadas de actuar, más que los ojos. El chico había tomado el billete de veinte dólares y lo había alisado y doblado por la mitad sin apenas echarle un vistazo. Hock supo entonces que ese muchacho estaba familiarizado con el dinero norteamericano, que lo había manejado y tocado con los dedos para comprobar la calidad del papel, «haciéndolo hablar».
A cambio del dinero, Hock recibió una estera en una choza cochambrosa situada en un extremo de la aldea. Se sentó en la parte delantera, en penumbra, y comió un plato de mandioca asada, algunos plátanos y unos cacahuetes cocidos con su cáscara, y saboreó el vaso de agua hervida en el que había removido unas hojas de té. Comió con lentitud, para prolongar así el placer.
El crepúsculo era un sirope rojo de tonos dorados que disolvía las nubes en masas de luz, un auténtico espectáculo por encima de la miseria de esa choza, cuyas paredes de barro brillaban entonces con destellos rosados.