Unos chicos ondeaban antorchas, unos palos con trapos ardientes empapados de gasolina, anunciando el ngoma con diez tambores prometido por Manyenga. Los chicos, comprobó Hock, eran dos de los huérfanos que habían dejado a mitad el trabajo en la escuela. Los dos se habían escabullido entonces; ahora marchaban en una procesión rimbombante. Le hicieron una seña, a continuación se giraron para conducirlo y, con las antorchas bien arriba, lo precedieron a través del campo para llegar a la casa de Manyenga, con Zizi y el enano a rebufo.
—Bienvenido, padre —dijo Manyenga invitándole a tomar asiento en una silla antes de ofrecerle un vaso de nipa. El resto, todos varones adultos y jóvenes, estaban sentados en el suelo, algunos de ellos con las piernas cruzadas sobre las esteras tejidas. Un pedazo de carne, una pata ennegrecida y angulosa, chorreaba en un espetón, y la primera mujer de Manyenga removía un sedimento de hojas verdes oscuras y empapadas en una olla de estaño. Muchos de esos hombres eran de edades muy avanzadas, y contemplaban absortos el fuego; sus ojos parecían embravecidos por el resplandor de la fogata que chisporroteaba bajo la carne.
—Cabra —dijo Hock—. Carnero.
—Es antílope, para usted —dijo Manyenga.
—Caza furtiva.
—Dios nos entrega esta carne del campo porque tenemos hambre.
Manyenga presentó a los hombres como los jefes de las aldeas vecinas, y Hock reconoció a algunos de los hombres a los que había conocido en su primer día en la choza de Nyachikadza, cuando decidieron cremar el pequeño cadáver del cocodrilo con el hígado venenoso. Recordaba su excitación al arribar a Lower River, y ahora la memoria de su inocencia lo avergonzaba.
—Y esos chicos —dijo Manyenga.
Durante esa velada, atendido por mujeres y chicos jóvenes, a Hock volvió a asaltarle la misma presunción de ser un jefe que la víspera. Sentado allí, complacido, cogía las tajadas de carne de su bandeja en tanto oía los parabienes que le dedicaba Manyenga.
—Ahora, padre —y Manyenga convocó a uno de los muchachos—, este mozo necesita algo para ir a Sudáfrica a trabajar.
—Salani bwino —dijo Hock, una fórmula de despedida.
—Pero él necesita el ndalama —dijo Manyenga. Empleaba la palabra sena como eufemismo, porque «dinero» era demasiado brusco.
El chico se quedó de pie a la luz del fuego, con unos ojos asustados que querían salirse de sus órbitas; un espantapájaros con una camisa demasiado holgada y unos pantalones desgarrados, que se presionaba los costados con sus huesudas muñecas. Llevaba un cabo de lápiz amarillo incrustado en su tupida cabellera, con la goma rosa destacándose, una especie de insignia de estudiante responsable.
—¿Cuál es su nombre?
—El nombre es Simon.
—¿Cómo irá? ¿Un autobús desde Blantyre?
Manyenga se meció un poco sobre sus talones y refunfuñó ante la sola posibilidad de un viaje tan directo. Los otros sacudieron las cabezas y chasquearon las lenguas.
—Río abajo, padre. Desde Magwero. A través de la ciénaga Dinde a Morrumbala. A Mozambique. El río Zambeze. Luego el lado de Beira, si se puede encontrar un camión. Luego coger el autobús, y qué, qué más… a Maputo. Luego… —Manyenga se encogió de hombros, insinuando que había mucho más—. Un crucero, padre. Un desafío.
—¿Cómo llegará a Magwero?
—Marsden lo acercará en mi moto mañana.
La mera noticia de un viaje así, con el paso obligado de fronteras, entristeció a Hock, como siempre que se encontraba ante un empeño humilde abocado tal vez al fracaso. Había esperado una travesía dura, pero no había imaginado que salir de Malabo y Lower River exigiera tanto esfuerzo. Eso convertía a Malabo en un rincón perdido. Y él era parte de ese rincón.
—¿Cuánto?
—Lo que esté dispuesto, padre.
Hock asintió con la cabeza, sin querer dar a entender que se comprometía a nada, aunque sabía que ellos ya habían leído sus pensamientos. Eran unos maestros a la hora de discernir los matices de un gesto; un simple parpadeo o un modo de respirar delataban un estado de ánimo. No era brujería; eran analfabetos, y por eso se mostraban perfectamente capaces de leer con los otros sentidos. Hock opinaba que era un gran error asegurar que saber leer y escribir hacía más despierta a la gente. Debido al analfabetismo, la incapacidad de hablar bien un lenguaje, uno vivía fuera de su elemento, presumiblemente atenazado por la inseguridad, cohibido y suspicaz: las condiciones para hacer más observadora a una persona.
Como notaron que la entrevista con el chico lo había conmovido y anticipaban lo que haría, le llenaron de nuevo el vaso con kachasu y brindaron. Mandaron a las chicas casaderas, entre las que figuraba Zizi, a que sirvieran más comida, un corte de carne de antílope, fuentes de pescado a la brasa y tiras asadas de mandioca.
Las chicas mayores, como Zizi, llevaban los pechos descubiertos esa noche. Hock pensó que de algún modo ellos sabían que esa desnudez tenía un significado mayor para un mzungu, y que estaban apuntando al punto débil del extranjero, incitándolo y buscando una reacción.
Después de que las chicas le sirvieran, las mujeres se pusieron a cantar batiendo palmas, y luego se les unieron las muchachas y empezaron a bailar delante de él, formando una fila. Él conocía algunas de las palabras: «Nuestro padre, nuestro jefe, nuestro mzungu en Malabo». La piel les brillaba con el sudor y el polvo se les quedaba adherido, creando una extraña pasta cosmética. Sus armonías guturales resonaban en la boca del estómago de Hock, y éste era capaz de aislar la voz de Zizi de las demás; removía algo dentro de él, una especie de ronroneo que respondía desde sus entrañas a la chica.
Cualquier otra noche se habría excusado y habría cruzado el claro inadvertidamente para volver a la choza, alumbrándose con la antorcha. Pero él era el invitado de honor —Manyenga le seguía llamando nduna, ministro— y no podía desaparecer, ni siquiera levantarse de su silla; incluso elegir la comida quedaba fuera de sus funciones. Ellos reiteraban sus ganas de servirle: los hombres ansiosos, las chicas solemnes, los muchachos flacuchos, las mujeres ruidosas…, todos querían ponerle la comida en el plato y llenarle el vaso hasta arriba.
Al final llamó al chico Simon y le indicó que se colocara a su lado. Le dio algo de dinero, que el muchacho pasó a doblar bajo sus dedos.
Todo el mundo lo vio.
—Es usted nuestro nduna, querido padre —comentó Manyenga.
Durante la noche, bajo los pliegues de la mosquitera, Hock concibió su plan. Luego echó una cabezada, y cuando se despertó repasó todo lo que había tramado. Resultaba tan simple y natural, y en teoría tan infalible, que no pudo añadir nada o hallar ningún fallo. Lo único que necesitaba era un cómplice, y sabía que contaba con uno. Después, con los nervios, fue incapaz de conciliar el sueño.
O tal vez sí que se había dormido. Los golpes y crujidos producidos por unos pies desnudos en los tablones de la veranda lo sobresaltaron, haciéndole recordar su plan. Se levantó raudo, apartó las cortinas de la tela metálica y le susurró a la figura que había en la ventana.
—Amiga, ven aquí. Dentro.
Zizi se quedó congelada: nunca había oído brotar antes esas palabras de su boca. Él entreabrió la puerta, alargó la mano para tomarle la muñeca y ella dejó que la arrastrara hasta el cuarto. Sus dedos callosos se tensaron cuando él siguió tirando.
—Rápido, entra en la cama.
La cara de la chica se distendió, absorta y sin expresión. Frunció y apretó los labios, y se rodeó con sus delgados brazos, confundida pero pertinaz.
Hock la tomó de los hombros. Ella tenía la piel fría; debía de haber permanecido un rato acuclillada junto a la puerta en la penumbra. Hundió el dedo gordo del pie en el suelo. No estaba resistiéndose, pero se la veía desconcertada.
—¡Rápido, entra en la cama!
Se dejó ayudar para pasar bajo la mosquitera, y luego se sentó e introdujo sus largas piernas bajo la sábana húmeda que servía de cobertor. Todo había pasado tan rápido que Hock empezó a excitarse contra su voluntad: la delgada chica de cabeza afeitada estaba tendida en su cama, delante de él, con los puños apretados bajo la barbilla, los ojos bien abiertos y una apariencia ansiosa pero no temerosa. Pese a todo, Hock se sentía menos un amante que un padre en el trance de arropar a su hija en la cama. Tumbada de espaldas, Zizi parecía frágil, con la cabeza sobre la almohada hundida, tan oscura al contraponerse con las sábanas.
—No tengas miedo —dijo Hock—. Quédate aquí. Si alguien llama, no digas nada. Date la vuelta, no dejes que te vean la cara. Mantén la mosquitera cerrada.
—¿Vuelves? —dijo ella irguiendo un poco la cabeza.
—Sí, volveré para recogerte.
Le dio un delicado beso, y al sentir el calor de sus labios, la volvió a besar, esta vez con más ímpetu, y sus dientes chocaron. Y por primera vez durante la puesta en ejecución del plan, Hock vaciló, y pensó en abandonarlo todo para quedarse junto a esa hermosa joven. Ella habría consentido.
—No te muevas —dijo Hock.
Zizi empezó a cantar con la garganta, un murmullo histérico, como hacía siempre que estaba nerviosa.
—Volveré —dijo.
Odiaba mentir así, pero era la única manera de retenerla en la cama, bajo la mosquitera. Y también odiaba mentir así porque la tentación de cambiar de planes no remitía. De pie en la choza, lo asaltó un cúmulo de visiones, imágenes de su vida con ella; el vuelo a Boston, las orgullosas explicaciones a sus amigos: «Soy su guardián. Merece una vida mejor. Conocí a su familia». Las ropas que le compraría: la vio luciéndolas. La vio sentada a la mesa de la cocina bebiéndose un vaso de leche, y la vio con un montón de libros en la escalinata de una facultad. Una buena hija. Sonriente, cuando allí apenas sonreía.
Esos pensamientos le hicieron esbozar una sonrisa mientras agarraba su talego y partía furtivo en la oscuridad, cerrando la puerta tras él; pasó por detrás de la casa, atravesó el maizal y dio un rodeo hasta la carretera. Luego aceleró el paso, intentando sacar toda la ventaja posible antes de que amaneciera.
Cuando llegó al asentamiento de seis chozas de Lutwe, el sol asomaba en el horizonte licuando la oscuridad del firmamento. El día ganaba en luz, un fulgor rosa por detrás de los árboles, y el cielo se tornaba cada vez más azul. Antes de que el sol quemara a la altura del matorral bajo, Hock había alcanzado el cruce de caminos. Esperó allí hasta que oyó el estruendo de la motocicleta y el trino de sus subidas y bajadas por el firme irregular.
Al verlo, el piloto aminoró y luego paró derrapando con torpeza. El joven Simon iba sentado detrás.
—Padre —dijo el piloto, Marsden, el sobrino de Manyenga, que había estado presente en la ceremonia, y rectificó rápidamente—: Nduna —y llevando al extremo la corrección, aventuró en su precario inglés—: Ministah.
—Llevaré a este chico hasta Magwero —dijo Hock.
Marsden no pronunció palabra, aunque se le notaba claramente turbado. El motor estaba al ralentí. Se apartó a manotazos las moscas que se le posaban en la cara.
—No hay problema —siguió Hock—. Puedes ir andando hasta Magwero. O puedes esperar aquí y te recogeré cuando vuelva.
—El jefe Manyenga me dijo…
—Éste es el plan corregido —le cortó Hock—. El nuevo plan.
El chico reaccionó a sus palabras parpadeando, sin dejar de sacudirse las moscas de encima.
—El jefe dijo…
—Yo soy el jefe.
Marsden apagó el motor, y los dos muchachos se apearon de la motocicleta; Marsden bajó el pie de apoyo al desmontar. Hock se subió sin perder un segundo y pisó a fondo el pedal de arranque, dejando a los chicos perplejos. Recularon como si un ladrón los hubiera apabullado; sus delgados cuerpos estaban tensos bajo esos ropajes holgados, a punto de salir huyendo.
—Sube, Simon, tienes que coger tu barco.
El chico se colocó en el asiento de atrás y se abrazó a las caderas de Hock para sujetarse.
—Equipajes —dijo Marsden entregándole a Hock su bolsa.
—Gracias…, casi me la olvido —dijo Hock, y sonrió. Estaba empezando a creerse su propia mentira acerca de que regresaría.
—Quizá le echarán de menos en Malabo —dijo Marsden. El chico sabía que iba contra las normas que Hock dejara la aldea sin vigilancia. Hock les pertenecía. La aldea entera sabía eso.
—No hay problema —repitió Hock—. No me van a echar de menos.
Irán a mi casa —y al pensar eso, visualizó a los hombres en la entrada, llamando con cautela— y verán el cuerpo abultado bajo la mosquitera. Entonces susurrarán: «Duerme», y se irán a otra parte. Y no será hasta mediada la mañana, una vez que Zizi se haya cansado de estar echada con la sábana sobre la cabeza y salga en busca de Hock, cuando se percaten de su ausencia. Para entonces, él ya se encontrará en la canoa, la moto estará aparcada en Magwero y el joven Marsden seguirá esperando bajo el árbol de Lutwe, y entre toda esa confusión, Hock ya se habrá internado en la ciénaga, río abajo, dejando atrás Morrumbala para llegar a Mozambique. Ése era el plan.
Se disculpó a sí mismo por no haber intentado huir antes cuando vio (mientras se peleaba con la moto, tirando una y otra vez de ella para encarrilarse entre el polvo de las profundas rodadas) la distancia que lo separaba de la carretera principal y los —¿qué?— treinta kilómetros que había hasta Magwero, treinta sofocantes kilómetros, incluso a las siete de la mañana, porque en cuanto el sol se alzaba, el calor era una mordaza y los insectos, una artillería directa a la cara.
Al menos el camino estaba despejado de tráfico, y la única gente a la vista eran mujeres que iban andando al mercado, con grandes hatos de ropa sobre las cabezas, y hombres que marchaban a pie transportando sacos de harina o de arroz sobre los manillares de las bicicletas que empujaban.
No había olvidado el mango y el grueso tronco pulido de Magwero, y cuando los vio en la distancia se sintió más esperanzado. Algunos hombres se sentaban al cobijo del árbol, y reconoció a dos de ellos del día de su llegada. Los llamó al pasar por delante, dirigió la moto hacia la aldea y, pasada ésta, hacia el embarcadero.
En el sol de la mañana, los rayos punteados de mosquitos se propagaban por las altas hierbas de la ciénaga; había amarradas canoas para ocho tripulantes —unos troncos huecos de gran envergadura—, y otras canoas más pequeñas y las de pesca se bamboleaban en el agua putrefacta, sujetas con maromas. Una de las canoas grandes se hallaba parcialmente en el agua, y los hombres alineaban sacos de comida y cajas con mangos.
—Éste es el chico que va río abajo —dijo Hock tras haber saludado.
Los hombres que cargaban la canoa no reaccionaron. El calor los hacía sudar ya, y las camisas empapadas se les pegaban al cuerpo. Uno de ellos le echó una ojeada a Simon, aunque sin mostrar apenas interés.
—¿A qué hora salís?
—Más tarde.
—Tenemos que irnos ahora —dijo Hock.
Era una frase carente de sentido, porque «ahora» nunca significaba ahora. Quería decir en breve plazo, en algún momento, cuando fuera posible. La palabra no estaba cargada de urgencia; también podía significar nunca.
Al oír eso, uno de los hombres se inclinó, y con el rostro sudoroso bajo un saco polvoriento, escupió en el lodo viscoso del embarcadero.
—¿Quién es el propietario de este bwato? —inquirió tajante Hock.
Un hombre con un sombrero de paja aplastado y unas gafas de cristales gruesos fijó la vista en Hock.
—El bwato es mío —le dijo.
—¿Me conoce? —preguntó Hock.
El hombre sacudió la cabeza.
—Pero mi padre sí conocía.
Hock llevó a ese hombre aparte.
—El chico tiene que irse ahora —y dio unos golpecitos a su reloj—. Y yo me voy con él. ¿Cuánto quiere?
—Pero la mercancía —dijo el viejo. Se rascó los nudillos, desprendiéndose algo de piel.
—¿Cuánto? —Hock podía atisbar a través de los árboles la aldea cercana, donde las mujeres semejaban espectros con el humo de las fogatas para preparar la comida. En el embarcadero se habían congregado los hombres y los niños pequeños. Mirones. Debían de haber seguido el reclamo de la motocicleta, que se ladeaba sobre su pata de cabra cerca de las canoas.
—Estábamos esperando al chico, pero no a usted, padre —el viejo se seguía arrancando pieles muertas de los nudillos.
—Quinientos —propuso Hock.
El viejo tenía dos dientes amarillos arriba. Mientras movía el mentón, la lengua flotaba alrededor de esos supervivientes, como si les hiciera cosquillas. Al mascar, el curso de sus reflexiones se hacía visible.
—Setecientos —dijo.
—Diles a los hombres que suelten amarras.
Hock le entregó al viejo el grueso manojo de dinero doblado, todo en billetes pequeños. Y llamó a Simon para que saltara dentro de la gran canoa.
A Hock lo inquietaba haber perdido un tiempo precioso con las negociaciones, pero una vez que el chico y él estuvieron a bordo y los dos remeros comenzaron a dar paladas marcha atrás para apartar la embarcación de la orilla, se tranquilizó al ver que avanzaban muy rápidamente a través de la oscilante densidad de los jacintos de agua —el chico, con los pies separados, se daba impulso con la pértiga—. La aldea entera observó su partida: las mujeres espectrales en la linde humeante de los árboles, los hombres de pie cerca de las pilas descargadas de sacos de grano y cajas de fruta. Y el último testigo era la motocicleta aparcada, la garantía de que nadie llegaría hasta allí desde Malabo demasiado pronto; era el único vehículo de la aldea. Hock había abandonado a Zizi en la cama, a Manyenga en la aldea, a Marsden en la encrucijada de Lutwe; él ya estaba lejos, animado por esos hombres que hincaban los remos en el agua, propulsando la canoa a través del angosto canal, por entre los relucientes jacintos de agua; una profusión de tallos, hojas y brotes tan embrollada que parecía que uno podría ponerse a andar cómodamente por esa plataforma flotante de la ciénaga.
Seguro de hallarse a salvo, Hock se reclinó contra la tosca proa del bote, y descansó sobre un saco de harina hasta quedarse dormido, arrullado por el balanceo de la canoa y los golpes regulares de los remos. Era como si se hubiera liberado al fin de la atracción de la gravedad; más que escapar de Malabo, se había zafado de esa gente tan pegajosa y de sus manos alargadas, un escenario que simbolizaba a la perfección el barro del embarcadero, que parecía el límite de otro planeta y que ahora se mecía a través de una luz enfermiza en el caldo de esa atmósfera.
Exhausto por la temprana salida y por el esfuerzo de dar órdenes —a Zizi, al conductor Marsden, al chico Simon, al anciano propietario de la canoa—, Hock durmió durante más de una hora tumbado en la barca. Cuando se despertó, el sol le daba en plena cara, y al mirar más allá advirtió las largas picas de los juncos de la ciénaga, que formaban un palio para la proa según se deslizaban.
Los dos remeros estaban escorados contra las bordas, cada uno en un lado, y Simon empujaba con su pértiga. Hock peló una naranja, y al tirar las mondas al canal, vio que eran arrastradas hacia la popa.
—Estamos yendo río arriba —gritó—. No…, ¡hacia el otro lado!
Los hombres mantuvieron su ritmo de paleo, tajando el agua, con las mejillas relucientes por el sudor.
—Éste es el canal —dijo uno de ellos en sena—. Tenemos que pasar toda la ciénaga para llegar al río.
En su segundo año en Malabo, habían llevado a Hock a pescar tilapias en el río. Atravesar la ciénaga Dinde y penetrar en la rápida corriente del río Shire les había costado menos de treinta minutos. Con una voz entrecortada, Hock les explicó todo esto a los remeros, que escuchaban sin dejar de remover agua con las palas de sus remos. Hablar allí sobre el pasado equivalía a hablar sobre una tierra extranjera: más feliz, más simple, mucho más grande y coloreada, que uno podría pensar quedaba unos metros por encima del suelo.
—Eso fue hace años y años —dijo el remero que había hablado antes, y entonces hizo un gesto para indicar que eran tiempos pasados.
—Así que ¿el río ha cambiado?
—El río es una serpiente —intervino el que había permanecido mudo.
La gran ciénaga, con su muro de juncos, suponía un obstáculo o, mejor dicho, un circuito de obstáculos, con el canal zigzagueando sin ninguna lógica o patrón, un laberinto en el que se estaban impulsando, siempre río arriba, a contracorriente, deslizándose por estrechos pasajes para remontar el canal más amplio. Los gruñidos de los hombres y el impacto de los remos mantenían a Hock alerta, mientras intentaba otear el punto en el que la ciénaga daba paso al río. Aquí y allí, hombres que pescaban en pequeñas canoas se quedaban sorprendidos al ver pasar la voluminosa embarcación, con ese hombre de cara rojiza a bordo. Y mientras los lugareños se mecían en la estela que dejaba el bote y miraban de hito en hito al mzungu, éste hizo inventario de las pocas posesiones que aquéllos tenían: la botella de agua, la red desgarrada, el plato con cebo y una patética captura: una cesta con pececillos brillantes.
Estaba huyendo, lo sabía. Podía haber conducido la motocicleta hasta el boma, pero entonces lo habrían visto y posiblemente habría terminado detenido. El río era mejor opción: podía camuflarse en la maleza. Quería salir de allí, desvanecerse tras cruzar la frontera con Mozambique. Lo excitaba pensar que se estaba alejando de Malabo; la certeza de que estaba evadiéndose de Malaui lo hacía feliz. Tenía una muda de ropa, su pequeña radio, el pasaporte, dinero: todo lo que precisaba.
En la popa, Simon estaba consultando algo. Hock no oyó la pregunta, pero sí la respuesta.
—Está allí.
El chico le dijo a Hock en un inglés vacilante:
—Río.
Los rayos de sol laceraban el agua por delante, generando un fulgor tal que la corriente parecía unos músculos bajo las escamas brillantes de la superficie turbulenta. El bote avanzó con precaución por el último muro de juncos, ya menguante, y entró con celeridad en la desembocadura del canal, donde lo recogió y ladeó el generoso fluir del río. La proa fue arrastrada hasta la corriente y el agua llevó la canoa de través. Uno de los remeros se secó la cara con la camiseta, mientras que el otro usaba su remo como timón, dirigiendo el bote lejos de una orilla con juncos altos. Justo entonces, en una pequeña playa que se abría entre los juncos, un hipopótamo elevó su manchada cabeza y abrió del todo las fauces, sorprendido ante la presencia del bote. Hock podía verle la carne rojiza de la boca, los dientes gruesos y redondeados como estacas romas y también la moteada piel del corpachón. Entonces dio un alarido —su primer grito de felicidad en muchas semanas— y le apuntó con el dedo.
—¡Ja!
La travesía era más cómoda ahora, y los remeros mantuvieron el bote en la corriente, deslizando la manga en transversal de un trecho a otro del río.
—Nos los comemos —dijo en sena el primer remero.
—La gente aquí antes no se los comía —dijo Hock, y de nuevo al hablar del pasado creyó no estar refiriéndose a otra época sino a un país remoto—. ¿Cómo te llamas?
—Lovemore.
—¿Por qué coméis hipopótamos, Lovemore?
—Porque tenemos hambre.
El otro remero le dijo que se llamaba Dalitso —bendiciones—. Era él, y no Lovemore, el que hablaba un poco de inglés. Hock les ofreció unas naranjas y unas mandarinas, pero ellos rechazaron la comida. Simon se comió una naranja quitándole la piel con meticulosos pellizcos, una delicadeza insólita a bordo de una canoa que surcaba un río a través del boscaje.
Los remeros bebieron agua de una jarra de plástico, se liaron unos cigarrillos y fumaron. Por sus ojos vidriosos y su alto grado de concentración supo que se trataba de hierba.
—Chamba —dijo Hock.
—Mbanje! —dijo uno de ellos, usando el término coloquial.
Incluso durante las horas más calurosas del día, mientras Hock echaba una cabezada bajo la camisa, extendida entre las bordas a modo de toldo, los remeros no cesaron su marcha, espoleados por la humareda de hierba. Las orillas del río se definían con mayor precisión allí, entre cuestas y planos esculpidos, casi como las paredes de una acequia. Aunque no podían divisar nada más allá de sus narices; no había árboles a la vista, tampoco terrenos cimeros, sólo de vez en cuando una grieta en la orilla donde desembocaba un arroyo verde, o un banco de arena, en el que un cocodrilo pequeño y bulboso se echaba la siesta.
—¿Dónde está Mozambique? —preguntó Hock.
Nadie habló, aunque uno de los hombres clavó el remo en la orilla opuesta.
Hacia media tarde, Hock vio una isla con chozas bajas, techadas con unos deteriorados fardos de paja negros. Dudando de si se trataba de un asentamiento sena, preguntó:
—¿Quién vive ahí?
—Gente muerta —susurró uno de los remeros.
Hock parpadeó y el miedo se le anudó a la garganta.
Un kilómetro y medio más allá de la isla —¿de tumbas, de fantasmas?—, llegaron hasta un amplio dique embarrado; el casco roto de un enorme bote de madera, con el costillar desnudo y los herrajes oxidados, había sido empujado hasta la primera línea de la orilla para que se pudriera allí. Era el primer signo de un espacio habitado tras dejar Magwero. A medida que se acercaban, Hock distinguió un cobertizo, un atracadero en desnivel y a un hombre sentado junto a una mesa bajo un mango. El hombre vestía la camisa caqui de los funcionarios, con la insignia de latón sobre el bolsillo de la pechera.
—Mozambique —dijo el remero llamado Dalitso dejando suelta la canoa para llegar al amarradero.
Hock saltó afuera, feliz ante la oportunidad de estirar las piernas, y aliviado por que la jornada lo hubiera llevado tan lejos de Malabo. Ayudó a arrastrar el bote hasta su amarre, y luego saltó al dique y caminó hacia el hombre de la mesa.
—Pasaporte —dijo el hombre.
Hock lo extrajo del bolsillo, sonriéndole al paso fronterizo: el hombre con su camisa limpia, la mesa, el sello y su almohadilla.
—¿Habla inglés?
—No, nada —examinó el pasaporte pasando las hojas con el pulgar—. Visado, cuarenta dólar.
—Así que sí habla inglés.
—Visado —dijo el hombre. Luego levantó cuatro dedos—. Cuarenta dólar.
¿Por qué me siento feliz?, se preguntó Hock. Me siento feliz porque aquí nadie me conoce.
En el pequeño cobertizo que había pasado el puesto fronterizo, Hock compró una caja de galletitas saladas, una lata de alubias y algunas botellas de cerveza. Vio que los remeros estaban haciendo un fuego para cocinar un plato compuesto de nsima y estofado; trasteaban con ollas de estaño, y rebañaban la espesa mezcla de agua y harina.
Hock le ofreció a Simon una botella de cerveza y se sentó con él en el muelle, sobre unas cajas de cerveza de plástico, de cara al río y al sol rojizo. Ya empezaba a refrescar, y la luz oblicua del sol doraba el vuelo de los insectos que recorrían el río como copos de oro.
—Gracias —dijo el chico dando un trago.
—¿Mañana adónde vamos?
—A Caya, en el Zambeze.
—Y ¿después?
—A encontrar un camión a Beira. O tal vez un autobús.
—¿A cuánto está Beira?
—Una noche de viaje. Luego un autobús a Maputo. Maputo es la capital. Luego a Johannesburgo.
—Quiero ir contigo.
—Es su decisión, padre.
—Te ayudé con el dinero.
—Sí, padre —Simon se bebió su cerveza lentamente, a sorbos, como si se la estuviera racionando—. Quiero un futuro brillante para mí. Quiero ayudar a mi familia con dinero. Están sufriendo mucho. Tal vez puedo ayudar a mi país también. Puedo trabajar. Tengo ganas y sé hacerlo, eso es lo mejor.
—¿Aprendiste inglés en la escuela de Malabo?
—No, en Chikwawa. No tenemos escuela en Malabo. No tenemos nada en Malabo.
Hock estuvo a punto de echarle el sermón, de repetir otra vez que, muchos años atrás, había existido una escuela en Malabo, con su biblioteca y sus profesores. Había además una clínica, en la que una vez al mes pasaba visita un misionero, un proyecto para cavar un pozo y otro para tener electricidad. Había una iglesia que a veces se usaba como centro de reunión. Pero no dijo nada, se limitó a sonreír.
—Pregunta a esta gente si tienen una cama para mí —dijo al acabarse la cerveza.
—Preguntaré.
Hock sintonizó su pequeña radio, encontró una señal débil con música y escuchó, poniéndose cada vez más triste. El sonido de la radio lo hacía sentir más y más remoto, como si estuviera escuchando a la Tierra desde el espacio exterior.
—Tienen una cama para usted, padre —Simon condujo a Hock a uno de los cobertizos próximos. Al ver a Hock con la radio pegada a la oreja, le preguntó—: ¿Cuántos kwachas cuesta la radio para comprarla?
—No lo sé —contestó Hock—. Toma, escucha tú. Tal vez aprendas algo. Tienes maneras de autodidacta. Devuélvemela mañana.
Una mujer abrió la puerta del cobertizo.
—Ndalama —dijo.
Hock le dio cinco dólares. Ella se los remetió en la abotonadura que tenía entre los pechos y le entregó una toalla pequeña. Él la extendió a lo largo de una almohada dura, en el estante que servía como camastro; dos planchas que se habían fijado entre las dos paredes.
Se tumbó en esa oscuridad sofocante. El pequeño habitáculo hedía a queroseno y suciedad, y no tenía ventilación, con la puerta cerrada y el cerrojo echado. Tampoco tenía ventanas. Estaba claro que se utilizaba como almacén, no como dormitorio. Pero Hock estaba cansado, y se durmió, y cuando despertó y salió al frescor de la mañana, vio los centelleos del río y volvió a sentirse feliz.
Sin embargo, no había rastro alguno de la canoa, ni del chico, ni tampoco del hombre de la camisa caqui que se sentaba junto a esa mesa en la sombra. Era una orilla como cualquier otra. Hock se precipitó hasta el atracadero, y en el extremo vio a una mujer que lavaba la ropa, sacudiendo las prendas y estrujándolas para que soltaran el agua barrosa.
—¿Dónde están?
Incluso sin saber inglés, la mujer, al notar su confusión, supo de qué estaba hablando.
Apuntó río abajo y se rio, y continuó golpeando las ropas contra una roca.