Hock se resistía a considerar África como un caso perdido. En general, en las mentes de los benévolos entrometidos en el extranjero ese continente sólo existía como una metáfora de la adversidad. Tan sólo las aldeas eran reales, y Hock estaba convencido de que había algo definitivo cerniéndose sobre Malabo. La había creído estática e inerte. Pero la aldea, toda ella, parecía estar hundiéndose, con sus treinta y tantas chozas, el bosque bajo y los tocones astillados, los mustios mopanis y sus hojas agostadas, el olor a humo, las parcelas lisas y barridas frente a las chozas y las polvorientas matas de hierbas. El sitio se estaba allanando, amenazaba una pronta ruina, como la escuela malograda o la iglesia destruida; ninguno de esos cascotes ni ninguna choza sobrepasaban siquiera la altura de la cabeza de Hock. La población entera semejaba los cimientos restantes del asentamiento que una vez hubo allí. O tal vez no había nada definitivo, y la aldea seguiría expandiéndose descontroladamente como un termitero, adaptándose a sus habitantes flacos como palos.
Esas oleadas de congoja lo debilitaban, y Hock tenía que guiñar los ojos bajo el palpitante calor de la pequeña aldea polvorienta que una vez había constituido su máxima esperanza. No era un error haber venido, pero sí permanecer allí. Gala tenía razón, se había quedado más tiempo de la cuenta: debía irse. Arrancó una hoja de su diario y escribió un mensaje para el consulado de Blantyre en el que decía que se encontraba mal y que necesitaba hablar con el cónsul. Encontró un sobre. Descendió de la veranda con la carta en la mano y entonces oyó un silbido.
El papel blanco y limpio, una rareza en Malabo, tan reluciente a la luz del sol, había sido avistado cincuenta metros más allá.
—Kalata —dijo Manyenga materializándose en el sendero, como siempre intentando retenerlo con la potencia de su voz. Cuando extendió la mano, con la palma hacia arriba, Hock imaginó que en alguna ocasión un mzungu insolente de la Agencia le habría hecho el mismo gesto. Manyenga debía de haber estado enredando en la moto, porque tenía las manos sucias de grasa negra.
—Nosotros enviaremos la kalata por usted.
—Puedo hacerlo yo, Festus.
—El gran hombre no manda cartas. Su gente carga sobre sí el trabajo. Ellos ponen el pegamento de los sellos. Su gente manda las cartas. ¡Deme, amigo!
Demasiado mermado como para protestar, Hock se la entregó. Las manchas de grasa de los dedos se quedaron impresas en ese sobre tan blanco, que él sabía que jamás saldría de allí.
Hock había abandonado toda iniciativa para mejorar la aldea. La escuela permanecería como una cáscara sin techo, un nido de víboras; la oficina seguiría siendo la guarida de los huérfanos; la clínica, una ruina. La carretera secundaria se iría estrechando con la invasión del pasto elefante, que se desparramaba por los bordes. Los aldeanos subsistirían, aunque los más débiles sucumbirían. El río era invisible, y hasta ese momento sólo había intuido su presencia a través de la pesadez de la ciénaga y de los jacintos de agua que formaban los cúmulos de hojas y flores que llenaban sus canales. El arroyo más cercano estaba estancado y el hedor a podredumbre persistía en el ambiente. El boma parecía tan lejano como Blantyre, imposible de alcanzar a pie.
—Voy a coger unos plátanos —dijo al día siguiente en el desayuno, buscando una excusa para dar una vuelta, para sentirse menos atrapado.
Aunque no se había dirigido a nadie en particular, sus palabras llegaron hasta Manyenga, que se plantó delante de él y le habló como si fuera un niño.
—¡El gran hombre no puede coger plátanos! —dijo Manyenga—. No debe, padre. Los chicos irán a por ellos —llamó a un chico pequeño diciendo: «Ntochi!». Nunca le hablaba al enano Snowdon.
Que Hock realizara un recado o fuese a dar un paseo eran indignidades que no se avenían con su condición de jefe. Así que ellos le servían, la aldea completa había sido reclutada para asistirlo, y mientras tanto lo mantenían cautivo. Ya no les inspiraba ningún miedo. Se levantaba de su asiento en la veranda y en cuanto ponía un pie en el claro oía un silbido agudo que indicaba: «Se está moviendo».
La tierra, su vida, su cabeza, todo se amodorraba en el calor húmedo de Lower River. Medio achicharrado, pasaba el día dormitando, y estaba más alerta por la noche. Empezó a descifrar los chillidos agudos y los gorjeos, los trinos y los gemidos de algunos pájaros y el borboteo que hacían las tórtolas al caer la tarde. Los ruidos daban paso a las rudas toses de los perros o, ya en el crepúsculo, a la desafinada sección de cuerda de las cigarras, hasta que a medianoche, en la negrura total de la choza, cuando él estaba más despierto, todos los sonidos cesaban salvo el más perturbador de ellos: el farfullar de una voz humana, cinco o seis palabras musitadas, aún más alarmantes en tanto que sonaban planas e ininteligibles, siempre como una orden. Él nunca encontraba sosiego en las voces de Malabo, sólo una permanente advertencia, como si siempre estuvieran hablando de él.
Se acostumbró a que Zizi le suministrara las noticias, que a veces eran avisos. Si unos chicos con camisas andrajosas desfilaban ante su choza, lentamente, inclinando las cabezas, lanzándole miradas de refilón antes de que él preguntara quiénes eran, Zizi siseaba entre dientes: «Chicos malos. Quieren algo». Un día, al oír alboroto, Zizi entornó los ojos para atisbar algo en el vacío de la aldea, como si estuviera conjurando una visión.
—Están matando una cabra, pero no muere.
A veces mencionaba que alguien estaba fermentando cerveza, o que habían llegado visitantes al recinto de Manyenga; el reparto de una medicina; la venida de un familiar. Otro día, la joven informó de una muerte, pero no fue el fallecimiento del hombre lo que describió; en lugar de eso, le contó que la familia de Manyenga se había acercado a la choza del muerto, en las afueras de la aldea, y que se habían llevado todas las cazuelas y todos los cuchillos, así como la azada, el hacha, el espejo, las esteras y los canastos del muerto, y que luego habían pegado fuego a la casa, en un ritual que Hock había presenciado una vez y que los sena llamaban «borrar la muerte».
—¿Qué va a hacer Festus con la azada y el hacha? —preguntó Hock, curioso ante la posible respuesta de Zizi.
—Las venderán, porque son perezosos.
Ningún funcionario del gobierno visitaba nunca la aldea, tampoco los misioneros, ni los cooperantes, los extranjeros o los empleados sanitarios. Hock inquiría. Zizi negaba con la cabeza.
—Pero la Agencia —dijo—, ellos tienen comida para Festus.
—¿Qué es la Agencia? —ese nombre tan recurrente también había salido de los labios de Gala.
Zizi no se resolvió a hablar; tal vez no conocía la respuesta. Se encogió de hombros y apuntó hacia el cielo.
Una mañana temprano, antes de salir de la choza, Hock se puso a mirar sus papeles y se quedó desolado al ver su diario, que había interrumpido tras comprobar que cada día contaba con la misma entrada de dos líneas. En ese punto oyó que Zizi chasqueaba la lengua al otro lado de la ventana para llamar su atención.
—Un médico ha llegado.
Ese aparente golpe de fortuna le hizo recobrar la esperanza.
—¿Dónde está?
—En la clínica.
Al igual que la escuela, la clínica de dos estancias era una ruina: sin tejado, con los marcos de las puertas y ventanas arrancados para hacer leña. Sólo permanecían en pie las cuatro paredes de ladrillo que databan de los tiempos de enseñanza de Hock; era una de las construcciones levantadas cuando la independencia. Todos los meses, un médico o alguien enviado por la misión llegaba en Land Rover desde el boma, o desde Chikwawa o desde más lejos. Se corría rápido la voz y en una hora había formada una fila de gente que necesitaba cuidados o medicinas. Hock siempre iba a la clínica para entregar las cartas que quería enviar, o para conseguir cloroquina para los estudiantes afectados de malaria. A él también lo habían tratado allí de una amigdalitis, de una rodilla infectada, y una vez le habían extraído de debajo de la uña del dedo gordo del pie una nigua; esa especie de pulga gorda y patuda se retorcía pataleando sobre la hoja del bisturí del médico. «Descarada», había dicho el médico sonriendo a la pulga antes de sacarla.
El hecho de que un médico se hubiera acercado hoy a las ruinas de la clínica parecía un inesperado milagro, pero Hock sabía que Malabo era —generalmente para su perjuicio— un sitio donde lo más inesperado solía ocurrir. Con todo, eran noticias. No importaba de quién se tratara; un médico tenía que venir desde lejos y contaría con un vehículo. No había otra manera de que una persona de esa naturaleza alcanzara la aldea.
De modo que Hock dejó los papeles a un lado y abandonó la choza, caminando con paso precipitado, sobreexcitado y jadeante. Había perdido el hábito de la prisa, y la luz del sol lo fulminó. Zizi lo precedía dando unas zancadas largas que casi parecían pasos de baile. Llevaba su túnica púrpura, y el turbante que le rodeaba la cabeza, recortado contra el sol, realzaba su figura, haciéndola parecer exótica y elegante mientras Hock la seguía.
La clínica se apareció ante sus ojos antigua y familiar, casi con un destello optimista: los esperanzados aldeanos aguardaban ante la puerta abierta, una larga cola de cuarenta personas al menos, con las mujeres que cargaban a los bebés en las telas, muchos hombres en cuclillas y algunos muchachos que hacían visera con las manos para protegerse de la luz solar. Todos estaban congregados allí para ver al médico, como si los años no hubieran pasado.
—¿Dónde está su vehículo?
—No tiene vehículo —dijo Zizi.
Cuando la gente de la cola vio a Hock, parecieron replegarse y desviar las miradas, como si se hubieran vuelto tímidos o temerosos. Él captó la advertencia implícita en ese miedo latente, así que procuró no mezclarse con ellos y marchó lentamente hasta el hueco de la ventana —no había ni cristal ni marco—, en la parte trasera de ese edificio desahuciado.
Bien estirado, en la postura de rendición típica de los pacientes, un hombre en mangas de camisa y con pantalones marrones se tendía en una estera de paja, con la mitad del cuerpo en sombra y la otra bajo la luz del sol, que entraba a raudales en esa estancia sin tejado. Se estrujaba la cara con la mano, como si estuviera llorando la muerte de alguien.
Arrodillado a su lado, un hombre más pequeño lo atendía y operaba en su tobillo plenamente concentrado. No era médico. Se cubría la cabeza con un gorro de piel mugriento y los hombros con una capa rígida también de piel, que podría ser de leopardo; llevaba unos viejos pantalones de chándal negros y lo que parecían unas pantuflas de satén de mujer. Desplazaba un cuchillo sobre la pierna del paciente, y Hock vio que le estaba practicando un corte limpio en el tobillo, empujando poco a poco para llegar más hondo. Finalmente, dio un suspiro y se balanceó sobre sus talones, dejando ver la herida que había causado, el boquete lleno de sangre brillante.
El hombre soltó el cuchillo y se ajustó el sombrero con sus dedos mojados. Sobre esa piel de animal quedó una pegajosa mancha de sangre. Después alargó la mano hasta un cubo que tenía al lado y sacó unas cenizas oscuras —el polvo de carbón machacado—, y tras limpiar el tobillo frotó el surco de la herida con las cenizas. Acto seguido, recuperó el cuchillo y practicó un corte en el otro tobillo, en forma de círculo, desviando el flujo de sangre con el pulgar, y por último hundió la mano en el cubo, y así, con los dedos renegridos y pegajosos, aplastó las cenizas contra la herida. Luego se arrastró de rodillas y comenzó de nuevo: tiró del brazo derecho del hombre, esgrimió el cuchillo sangriento y le cortó en la muñeca.
—Doctor —dijo Zizi partiendo la palabra en tres sílabas.
Hock se inclinó hacia ella.
—Pregunta a alguien qué está haciendo —le dijo en un susurro.
Ella avanzó con sigilo, y antes de que el hombre terminara la intervención en la muñeca, estaba de vuelta, con la cabeza gacha.
—Doctor de serpientes —dijo Zizi en su lengua.
Sin darse cuenta, Hock gruñó —demasiado sonoramente— y el hombrecito del gorro de piel se volvió hacia la ventana, alzando una cara ceñuda. Sorprendido por la visita de un mzungu y de la chica del turbante, emitió un sonido con su boca abierta y desdentada, un bufido como el de los gatos, áspero como una lija.
Durante el crepúsculo del día siguiente, con el telón de fondo de una puesta de sol volcánica, Manyenga le hizo una visita para anunciarle que lo habían visto con Zizi en la clínica. ¿Por qué?
—Pensaba que era el médico. Necesitaba una aspirina —se defendió Hock.
—Qué gracioso su sentido del humor, padre. Por supuesto que él es un médico. Mejor que los europeos. Cuando termina su trabajo, la persona está protegida para toda su vida.
—¿Protegida de qué?
—De la mordedura de las serpientes —dijo Manyenga, y se llevó los puños a la cara para que Hock viera las viejas cicatrices abultadas que le circundaban las muñecas—. Ya ve, ¡no tenemos miedo de usted!
Unos días después, un golpeteo sordo como el producido por una mujer al sacudir la maja del mortero lo despertó en la oscuridad total de la noche; latía bajo su choza, hasta la tierra trepidaba con ese ritmo constante. Él sintió el golpeteo dentro de su cuerpo, azuzándolo, y entonces se acabó de despertar del todo. Dio unos pasos hasta la ventana y el ruido se le metió en los pies. Sin embargo, no veía nada, y se acercó hasta la puerta, donde lo asombró como siempre el cristalino resplandor de las estrellas, algunas veces unas manchas, otras unos alfilerazos, con la luz lechosa que titilaba en las hojas de los árboles y el fulgor constelado que caía sobre el terreno desnudo y lo llenaba de fosforescencias.
El golpeteo no cesaba, en una repetición mareante que tiraba de él. Y entonces distinguió las llamas saltarinas en el límite de la aldea, en el campo de fútbol donde los huérfanos a veces se reunían para darle unas patadas a una pelota con dos cubos volcados haciendo las veces de portería.
Nada más poner un pie fuera de su choza, Hock percibió el tono azulado de las estrellas. Buscó a Zizi. Pero la chica evitaba dormir cerca de la choza. En cuanto él se iba a la cama, ella se desvanecía y no volvía a aparecer hasta la primera hora de la mañana, tal vez siguiendo una señal de Snowdon, que se arrastraba sin hacer ruido hasta la veranda antes del amanecer.
Sin embargo, Hock no estaba solo. El campo de fútbol refulgía amarillo por efecto de las llamas. El tam-tam de los tambores aporreados, el plim-plim de un arpa punteada por los dedos, con notas estridentes que parecían provenir de un xilófono de cristal, y los lejanos gorgoritos de las mujeres mezclados con las voces graves de los hombres hacían pensar que toda la aldea estaba despierta.
Si hubiera sido un principiante de las excursiones naturalistas, tras la pista de los hipopótamos del río o de las aves de la ciénaga, tal vez habría interpretado que se trataba de una típica reunión nocturna. Sonrió durante un segundo mientras el ingenuo pensamiento de una fiesta cruzaba por su mente, y luego volvió a quedarse circunspecto, mientras avanzaba para llegar hasta el grueso tocón de baobab que quedaba a unos cuarenta metros de su choza. Se agazapó allí. Sabía lo que estaba viendo, y no era ninguna fiesta.
En sus tiempos, esa ceremonia se había celebrado fuera de la aldea, como una manifestación de la sociedad secreta de los hombres, dirigida por el jefe. Se realizaba tan ocultamente que esas noches él sólo alcanzaba a oír las percusiones, y al día siguiente las caras desfallecidas eran la única prueba de lo sucedido. Tras preguntar, le habían contado que se trataba del Gran Baile, la Nyau o baile de la imagen —tal vez una boda, un funeral o un ujeni («qué sé yo»)—, y con eso querían indicarle que era algo prohibido, al menos algo de lo que no podía hablarse con un mzungu, o un forastero, o una chica no iniciada.
Sabía lo que estaba oyendo, y podía ver a los danzantes uniéndose y pisoteando el suelo al compás de los tambores y los cosquilleos del arpa de dedo, que ahora se aceleraba, plinka-plinka-plinka. Hock se arrodilló y se apoyó en el tocón para mantener el equilibrio y no dejar todo el peso sobre las rodillas. Había visto algunas veces a una serpiente por las inmediaciones del tocón, una víbora bufadora que cuando se hinchaba alcanzaba el grosor de su muñeca, pero las serpientes descansaban por la noche.
Lo inquietaba más el gentío que se concentraba en torno a ese fuego rampante, entre las detonaciones de las ramas que crujían al arder y las brasas que volaban en racimos; algunas se elevaban hasta el cielo, catapultadas hacia arriba por el calor de las llamas. Nunca había superado su miedo a las aglomeraciones en África; el modo en que un puñado de personas podía convertirse en una turba sudorosa y desquiciada. Había asistido a tales transformaciones en algunas algaradas políticas durante sus primeros años allí; la delirante masa de hombres que gritaban y de mujeres que cantaban haciendo vibrar las voces. Una vez, en el autobús hacia Chikwawa, había visto a un grupo de hombres en un control de carretera. Con la risa furiosa propia de quienes se creen todopoderosos, esos hombres abordaron el autobús y comenzaron a pegar con unas grandes porras a todos los varones sena que no portaban la chapa del partido con la efigie del presidente. Un hombre acabó brutalmente pateado y pisoteado mientras rogaba por su vida.
El Gran Baile, a pesar de dar una impresión de orden, podía desmandarse de un modo terrible. A Hock le pareció que estaban presentes todos los hombres y muchachos de Malabo. Las mujeres se hacían oír con sus cánticos ululados, pero se percibían más distantes, invisibles, más próximas a las chozas. Hasta los huérfanos, con sus harapos, greñas y camisetas rasgadas, pisoteaban la tierra al ritmo de las percusiones.
No obstante, cuando todos esos hombres, transpirando a la luz del fuego, parecían a punto de abandonarse a una explosión de rabia descontrolada, una silueta hizo acto de presencia: Manyenga, como un intimidante maestro de coro, cantaba una única palabra, ininteligible para Hock, y el resto del grupo se unió a él en una especie de lamento. A medida que repetían esa palabra, las voces parecían más empastadas y solemnes.
Manyenga ocupó su sitio en una silla que había en un flanco de ese campo lleno de hombres cantarines y zapateadores, y una figura enmascarada se puso a bailar delante de ellos. La máscara no estaba hecha de madera tallada —los sena casi nunca tallaban, aunque sí hacían a partir de madera sus canoas, unos remos que parecían palas y algunos ídolos para las casas, pero no las máscaras—. Para las ceremonias trenzaban tiras de bambú con las que formaban un bastidor que luego recubrían con cortezas y hojas. Ésa era su idea de una máscara: un ondeante tocado de hojas muertas.
La máscara que veía Hock esa noche era de esa clase: enrollada y desigual, más un accesorio deliberado que una cara. Tenía anudados jirones de tela descolorida y trozos de plástico y las frágiles tiras de una bolsa de basura blanca: componía la cabeza hinchada de una bestia con la boca abierta. Hock podía distinguir la cara del bailarín que miraba como un demente a través de la boca de la máscara.
Otro danzante se sumó al baile de la figura enmascarada en el centro de la pista, que relucía a causa de la hoguera. El antagonista iba cubierto por una capa oscura y, en lugar de una máscara, llevaba la cabeza completamente envuelta por una tela raída; parecía un monstruo con un vendaje mugriento.
Las máscaras causaban aún más repulsión por su tosquedad. Las de madera o las de hojas muertas que los mayores habían mostrado a Hock en el pasado poseían un atractivo estético, estaban bien rematadas y guardaban la simetría. Pero estas otras máscaras —una de tiras de plásticos, la otra compuesta de harapos— lo asustaron por su crudeza, como si las hubieran ensamblado unos hombres coléricos a toda prisa aprovechando los despojos de un basural. Eran torpes, ofensivas, grotescas y terroríficas por lo deficiente de su elaboración.
Snowdon se carcajeaba a la luz del fuego, encantado con el ruido y las llamas, mientras las dos figuras se enzarzaban en una lucha simulada, el hombre alto de la cochambrosa máscara de plástico blanco y la figura torcida de la capa y la cabeza envuelta sin rostro. A la vez no dejaban de bailar, obedeciendo al ritmo que marcaba el clamor de los tambores.
No había pasado ni un minuto cuando Snowdon ondeó un objeto rojo ante los bailarines, que al verlo trompicaron vacilantes y terminaron desenlazándose. El enano era demasiado pequeño como para hacer otra cosa que ese gesto con el objeto rojo. Instado por Manyenga, todavía en su poltrona, un espectador cogió el objeto que asía Snowdon y se lo colocó sobre la cabeza a la figura de la máscara blanca.
Hock reconoció el tocado: era la gorra roja que llevaba en ocasiones. Entonces, si se suponía que él era la figura de la máscara blanca, el mzungu de la visera, ¿a quién representaba el bailarín encapotado con la cabeza recubierta de andrajos? Cuando los danzantes retomaron el baile trazando un círculo con sus pisadas, Hock cayó en la cuenta de que la segunda figura no tenía brazos: simplemente se balanceaba, replicando por lo tanto los movimientos de una serpiente.
El reptil parecía ganarle la batalla a la figura de Hock, obligándolo a retroceder y a iniciar el baile de la retirada, y se deslizaba e inclinaba hacia delante como una mamba que amenaza con atacar.
Hock vio confirmada su hipótesis cuando unos chicos gritaron la palabra «njoka» —«¡serpiente!»—, y los hombres bramaron a continuación un interminable «‘zoongoo». La serpiente avanzaba con el cascabeleo del arpa de dedo. La figura de la máscara blanca reculaba con los golpes de tambor, y luego saltó para situarse frente a la serpiente. Los movimientos eran demasiado bruscos como para ser considerados armoniosos, pero también había elementos más sutiles que parecían pasos de danza, y el espectáculo, algo refinado, podría haberse llevado a un escenario: el combate de dos figuras enmascaradas a la luz de una fogata con el contrapunto de las percusiones y de los punteos con los dedos.
Hock se sintió fascinado y horrorizado al contemplar cómo la criatura de la horrible cara y el tocado ridículo lograba zafarse de la serpiente. Consideró que había algo sexual en la serpiente, aunque también sabía que allí era conocido por su atrevimiento al tratar con las sierpes. Los espectadores vitoreaban tanto las sacudidas del cuerpo del animal como las fintas del hombre enmascarado.
¿Así es como me ven?, se preguntó Hock: ¿una figura encogida con una nariz de pico y una piel que se caía a pedazos, que bailaba para rehusar la confrontación? Cada vez que la serpiente amagaba con atacar, haciendo retroceder a la figura del mzungu, arrancaba las ovaciones del público y los tambores se volvían más insistentes, mientras el mzungu no dejaba de trazar círculos. La serpiente llevaba ventaja, y se movía más ágilmente con esa cabeza que era un enorme vendaje raído. Los pies del mzungu se descoordinaron y tropezó.
Y ¿qué es lo que querían expresar cuando la serpiente se contorsionó a un lado y un chico vestido como una chica —con rubor en la cara y los labios embadurnados, y un vestido amarillo harapiento— se acercó para iniciar un baile emparejados, mientras la figura del mzungu se estremecía detrás de ellos? Si se hubiera tratado de una mera bufonada, Hock se habría quedado tranquilo. Pero era tarde, el fuego ardía, los tambores atronaban y el cascabeleo del arpa le perforaba el corazón. No se trataba de ninguna bufonada.
Todo ese despliegue de talento y energía en plena noche, cuando el sopor era la regla común durante el día… El público, hombres y muchachos, estaba sugestionado por la música, y también excitado quizá por la torre de fuego. Las caras relumbraban con el sudor y adquirían un matiz dorado a la luz de las llamas, que se alargaban hasta esas figuras danzantes, arrastrándose para hostigarlas.
El chico del vestido amarillo acosó a las dos figuras enmascaradas. Él no llevaba oculta la cara, pero se la había pintado de manera chabacana, exagerando sus facciones mediante capas de maquillaje grasiento.
Esa imagen avivó un recuerdo. En su primer año en Lower River, al poco de terminar la escuela en Malabo, Hock había vuelto con retraso a las clases tras el almuerzo. Una carta enviada desde casa lo había descentrado, un mensaje cargante que lo había puesto de muy mal humor. Mientras se acercaba al aula, oyó una voz desconocida y luego una risa. Hizo un alto antes de entrar, se escoró a un lado de la puerta y entonces vio a uno de los chicos paseándose junto a la mesa del profesor, mientras lo imitaba en voz baja. Una imitación cruelmente precisa, que reproducía muy bien su tartajeo cuando explicaba algo, la manera que tenía de afirmar con la cabeza y hasta sus andares, con los dedos de los pies metidos hacia dentro y las rodillas alzadas. Hock había sentido vergüenza. En esa ocasión, para ahorrarse el sonrojo, hizo un ruido para anunciarse, esperó a que el revuelo se calmara y entró al aula, donde algunos alumnos mantenían la compostura y otros reían disimuladamente. Cuando se dispuso a continuar con la lección, Hock se dio cuenta de que no tenía ánimos para proseguir. En lugar de eso, les encargó a sus alumnos una redacción y les dio una hora para terminarla. Después se fue veloz a su casa, donde estaba la carta de su padre.
Así era como se sentía ahora, al contemplar al trío integrado por el hombre de la máscara que pretendía remedar su cara, la serpiente a la que consideraba un adversario y un niño con un vestido harapiento. Esa reacción lo dejó confuso.
Qué más daba el significado que tuviera para ellos. Su falta de sentido lo hacía más alarmante y horrible. Siempre le había perturbado el reflejo de su cara en un espejo. Creyó que estaban mofándose, ése era el sentido de la danza Nyau, y se acordó de la advertencia de Gala. Esa otra vez, le resultó imposible volver a confiar en el chico que lo estaba imitando en clase.
La tamborrada se convirtió en un atronador golpeteo de palmas desnudas. Él se apartó del tocón de baobab y volvió a meterse en las sombras, para retirarse hasta su choza.