13

Cuando estaba ociosa, por su pose firme y vigilante, Zizi le recordaba a un ave acuática. Alta, con la cabeza erecta, los brazos ocultos como unas alas y una pierna alzada, doblada sobre la otra, parecía la hermana mayor de las majestuosas garzas que se divisaban en el borde de la ciénaga Dinde, unas aves delgadas y derechas, bien plantadas en el barro sobre unos pies amplios. Los pies de Zizi eran mucho mayores que los de las otras chicas de la aldea. No sobrepasaría los dieciséis años, pero había ido descalza toda su vida. Esos pies abiertos y las delgadas espinillas todavía subrayaban más su parecido con las aves acuáticas.

Zizi parpadeaba para apartarse las moscas y olisqueaba el aire, como un centinela esbelto, solitario y enfermo de amor. Cuando Hock aparecía en la veranda por la mañana, ella atravesaba el claro como una exhalación para buscar la tetera con el agua caliente, siempre seguida del enano, que andaba dandos brincos detrás de ella como un cachorro.

Habían pasado sólo unos días desde que Zizi le había revelado su identidad. En ese intervalo, sin embargo, junto con la certeza de que debía acudir a ver a Gala, Hock había decidido marcharse de Malabo y dejar atrás Lower River para siempre. La decisión de la partida provocó que su paciencia con el sitio se agotara; se volvió implacable. Todo le resultaba más caliente, polvoriento y desvencijado de lo que recordaba. No había nadie que tuviera nostalgia de los viejos tiempos: quedaban pocas personas con vida capaces de recordarlos, y los mayores estaban todos muertos. En el presente, alguien era viejo con treinta y cinco años, como le ocurría a Manyenga, un joven todavía a los ojos de Hock, un jefe a pesar de todo. Y Manyenga regía una aldea decadente.

La memoria era relevante, y Hock se desmoralizaba al ver que no quedaba nadie que hubiera conocido la vigorosa aldea que Malabo había sido una vez, y si la desvergonzada bacanal de la independencia lo había escandalizado, al menos había sido una prueba de la vitalidad del lugar. Hock quería encontrar a alguien que se acordara de él. En buena medida, estaba solicitando permiso (él lo veía así) para volver a casa.

Pero no podía desvelar sus cartas. Si se corría la voz de que iba a ver a Gala, los lugareños no descansarían hasta hallarle una explicación. Tal vez, con buen tino, llegarían a la conclusión de que quería despedirse, y si se enteraban de su partida, quedarían consternados y buscarían una excusa para retenerlo. Sabía que no era bienvenido allí, era tolerado a lo sumo, y sin embargo la paradoja radicaba en que no pensaban dejarlo marchar. En la aldea representaba una carga, como todos los invitados y extranjeros, porque eran parásitos y había que proveerlos de todo. Las comidas escasas y desagradables los disuadían de quedarse. Pero Hock tenía dinero. Si se marchaba, lo perderían. Era como un animal valioso que requiere de atenciones especiales, una criatura preciada por su plumaje cuyo cuidado genera resquemor, por mucho que sus fantásticas plumas puedan venderse como adorno.

Él acechaba una oportunidad, y una mañana, tres o cuatro días después de la revelación de Zizi («My granny»), ella volvió con el hervidor y él vio al enano algo más rezagado de lo habitual. Aprovechando ese momento de privacidad, Hock le dijo atropelladamente:

—Quiero ver a tu abuela.

Zizi no mostró sorpresa alguna, ninguna reacción. ¿Lo había oído?

—¿Puedes conducirme hasta su choza?

Ella lo miró de frente, le hizo una señal con las cejas, olisqueó y continuó vertiendo el agua caliente en la tetera.

—¿Hoy?

Ella chasqueó la lengua contra los dientes; era un sí.

Sólo después de que Zizi saliera a por el cuenco con gachas que se hacía en el fuego de Manyenga, Hock constató que la chica jamás le había dicho que no, nunca le había negado nada, tampoco demandado nada; siempre se había sometido calladamente, aguardándolo en el extremo de la veranda como una sombra, anticipándose cuando quería té, llevándole la comida y ocupándose de la colada. Ella parecía insinuar, por el modo en que se arrimaba a él, que lo necesitaba para protegerse de los escandalosos chicos de la aldea, esos huérfanos turbulentos; también del enano y de Manyenga, que se comportaba como un tirano con los niños y las mujeres.

Encontraré un modo de darle dinero, pensó. La cuidaré. Será mi protegida. Tal vez ella justificaba por sí sola el viaje de retorno a Malabo. Al descubrir que ese sitio resultaba inhabitable para él, se había topado con una persona que valía la pena, para la cual podía actuar como benefactor.

Como la sombra encorvada de un murciélago en pleno vuelo, un pensamiento oscuro aleteó por su mente: él le podía pedir más. Pero entonces recordó que la chica no contaba con más de dieciséis años —su propia hija tenía treinta y dos—. Acto seguido se sonrió, y la siguiente vez que pasó por delante del espejo de su choza, escudriñó en la imagen y se burló de ese rostro rosado y sudoroso, con el pelo empapado y los ojos brillantes de puro cansancio.

Ese día Zizi permaneció cerca de la choza. Al mediodía, con el sol en lo alto, el enano dormitaba bajo el canasto de maíz del granero.

—Vamos —dijo Hock entonces.

Ella supo de inmediato a qué se refería. Alerta y atenta, predecía sus movimientos, y encabezó la marcha por detrás de la casa y a través del maizal, aprovechando la soñolencia del caluroso mediodía, cuando nada se movía en Malabo y las agostadas hojas de los mopanis colgaban como andrajos.

El matorral en la linde de la aldea era bajo y ralo, y no daba sombra. Flanqueado por arbustos larguiruchos y árboles raquíticos, el estrecho camino estaba alfombrado con hojas de maíz y las mondas retorcidas y pisoteadas que habían roído los monos. Hock sabía que el calor de mediodía, la tierra apisonada y las capas de hojas mustias creaban las condiciones propicias para la presencia de serpientes. Cuando Zizi vaciló y murmuró «Njoka», no se sorprendió lo más mínimo.

Dio unos pasos para rodear a la chica, partió una rama que colgaba por encima y tanteó en busca de la serpiente, que se arrastró rauda para meterse debajo de unos desperdicios secos.

—Mamba —dijo ella.

—No es mamba —no la había conseguido ver bien, pero quería parecer experto ante esa muchacha… ¿para impresionarla? Se rio y añadió—: Serpiente lobo.

Ella se cubrió la boca con los dedos y lanzó una risita asustada.

—¡Tú primero!

El sendero estaba bien delimitado, pero él no podía ver lo que había más adelante. El matorral se lo ocultaba como una telaraña de ramas y la superficie era tan llana que no podía intuirse siquiera qué les esperaba en la distancia. No obstante, las cosas siempre habían sido así: el matorral, las serpientes, el calor, las moscas tse-tse que picaban y dejaban los tobillos llenos de heridas que luego escocían una barbaridad. Más allá del río y la ciénaga el suelo era seco, pedregoso y se desmenuzaba con cada pisada. El polvo cubría las hojas, y la luz del sol abrió un tajo entre los árboles achaparrados. Hock paró para recuperar el resuello y se secó el sudor de la cara con la camisa.

—No lejos —dijo Zizi.

Él se quedó mirando sus pies desnudos, sus flacas piernas y el fino chitenje en el que se envolvía. Salvo por unas gotas de sudor sobre el labio superior y algunas más —con la textura casi de la escarcha— veteándole el cuello, no parecía en absoluto fatigada o sofocada. Él llevaba unas botas recias, los pantalones cortos de campaña, una empapada camisa y la gorra roja. Estaban solos, y el telón de maleza hacía suponer que tal vez no hubiera nadie más en varios kilómetros a la redonda. La maleza y la soledad lo excitaron. Hasta el modo en que Zizi se quedaba de pie, retorciendo los dedos y tomando aire, lo sugestionaba. Pero sobre todo era el calor, el resplandor, esa sensualidad cocida al sol… y el vislumbre de la serpiente que le había acelerado el pulso, mientras que a ella la había vuelto más cautelosa, y no se despegaba de él.

La mano le tembló cuando le tocó el hombro desnudo. Ella no dijo nada. La rodeó con el brazo de tal modo que la mano quedó suspendida sobre su pecho. Los dedos en el aire comenzaron a toquetear la ropa, y el pezón se apuntaba ya debajo. No había blandura alguna; su hombro era un nudo pulido y su pequeño pecho, un músculo compacto.

Con una expresión felina, Zizi se apartó con una media sonrisa y escuchó a su alrededor algo inquieta; tenía la cabeza ligeramente levantada, como para proteger esas caricias de las miradas de nadie. Y luego, a punto ya de rendirse al deseo, Hock la liberó y ella suspiró.

—¿Cómo de lejos? —dijo él.

—Cerca. Puedo oír.

Lo que oía —lo que vio él, unos cuarenta metros más allá, en la apertura de un claro, ya en otra aldea— era a una mujer machacando maíz, y el lento sonsonete sordo de la maja al aplastar el grano en un mortero de madera.

La mujer atareada no era mayor. Llevaba los pechos al aire y sus formas se hallaban difuminadas bajo una tela que se movía con holgura por el esfuerzo de levantar y dejar caer el pesado palo en la boca del mortero. Miraba para otro lado, hacia una espaciosa choza más parecida a una casita de campo, con tejado de chapa, veranda, ventanas con cortinas, un número pintado en blanco sobre una pared de barro liso y el armazón de ramas desvaídas que asomaba tras una capa desprendida del enlucido, como los huesos protuberantes en un cadáver muerto de inanición.

Antes de que Hock pudiera decir algo, Zizi gritó «Odi!» para anunciar su presencia.

Ensordecida por el matraqueo sordo de la majadura, la mujer no reaccionó, pero en la veranda una figura emergió desde las sombras para recibirlos, y se mantuvo allí, dando palmadas con sus manos secas a modo de bienvenida.

La mujer del mortero paró su labor, aguantó el palo de más de un metro en el ángulo de su brazo flexionado y se enjugó la frente con el dorso de la mano. Al ver a Zizi, sonrió, y Zizi en correspondencia hizo una brusca genuflexión.

—Mi tía —dijo Zizi, y, como si estuviera diciendo «Mi abuela», sonó como una especie de ladrido desde lo alto, una risa como el tableteo de la madera.

Un enorme remolino de ropa se levantó en la veranda, y, en el centro, una mujer se impulsó desde una butaca y giró en redondo para ponerse frente a Hock. Llevaba un turbante plano verde y su vestido flotaba sobre un cuerpo voluminoso, pero aun así Hock advirtió los pechos grandes que se desplomaban bajo los pliegues. Iba vestida al modo tradicional y el dobladillo de su vestido-blusón le llegaba a los tobillos. Tenía una cara abotargada y sin lustre, como un zapato de cuero raspado, y la piel de alrededor de los ojos estaba amoratada por la edad; sus hombros desnudos se poblaban de manchas, y cuando abrió ampliamente la boca —riendo de satisfacción—, Hock vio que le faltaban muchos dientes abajo y al menos uno arriba.

La Gala envejecida era monumental, una mujer desmejorada y pechugona. Sostenida por un par de pies rollizos, avanzó pesadamente hacia Hock por las tablas de la veranda, y le mostró sus palmas amarillas a modo de saludo.

Le estrechó una mano con las dos suyas y siguió riendo, repitiendo «Ellis, Ellis», un nombre que en su boca sonaba como «Alice».

—¿Me recuerdas?

—¡Por supuesto que sí!

De ese cuerpo grande, áspero y ajado, con unos labios agrietados, brotaba una voz refinada que, contra lo que se acostumbraba allí, usaba el inglés con corrección.

—Ven a sentarte aquí —dijo señalando un banco de tablones en la veranda, y acto seguido mandó a Zizi y a la otra mujer a por bebidas—. ¿Qué vas a tomar? ¿Agua? ¿Té? Tenemos zumo de naranja también.

—Té —dijo Hock, aprensivo con el agua no hervida.

Gala se dejó caer a plomo en la butaca y agarró un matamoscas. Se pasó un cepillo de crin por la cabeza y sonrió a Hock, escrutándolo con una mirada llorosa. La forma de sus ojos no había cambiado, con los párpados caídos y el toque asiático, pero excepto por ese rasgo, a Hock le resultaba imposible reconocer a Gala en esa mujer mayor entrada en carnes.

—Ahora háblame sobre tu viaje —dijo ella, adoptando esta vez el acento local.

—¿Te sorprende verme?

—Verte, sí —respondió Gala con cuidado—. Pero me había enterado de que estabas en Malabo.

—¿Sabías que estaba aquí?

—Llegaste el 15, ¿no?

Hock había perdido la noción del tiempo, pero ella era exacta como un reloj.

—No sabía si vendrías a hacerme una visita para retomar los lazos.

Él estaba desconcertado por la voz sensata y fluida que brotaba de ese enorme cuerpo maltratado. «Hacer una visita» sonaba tremendamente formal, algo que implicaba timbres y tarjetas y tazas de té y sillas mullidas con tapetes, y sin embargo se hallaban en el porche de bastos tablones de una choza de adobe.

Gala parecía una matrona del mercado, alguien a quien uno esperaría encontrar tras una mesa atiborrada de plátanos y mangos, o de huevos en una cesta, abanicándose con una hoja de palmera, con los pies bien separados y la bata algo caída.

—Es raro recibir visitantes por aquí, salvo al recaudador de impuestos, o a los chicos del partido gobernante cuando vienen a solicitar donaciones —articuló, y luego rio, con un sonido ligeramente estrangulado, «kik-kik»—. Tienes buen aspecto.

—Estoy bien.

—Mi nieta está cuidando de ti.

—¿También sabes eso?

—Su madre falleció por el azote del edsi —así se pronunciaba sida en la región, deformando las siglas inglesas AIDS—. Lower River ha sufrido mucho. Incluso Malabo ha sufrido.

Pero Hock reparó en una conexión diferente: una revelación.

—Así que no es una coincidencia. ¿Estaban al tanto de lo nuestro? —preguntó.

—Somos parte de la leyenda local —dijo Gala volviendo a reír, «kik-kik»—. Fue una fuente de amargura para mi marido, que en paz descanse. Yo era una mujer marcada por mi amistad con el mzungu.

—Y ¿por eso eligieron a Zizi?

—Algunos podrían pensar eso —dijo Gala, y guiñó un ojo para protegerse del sol.

Así que era una trampa. Debería haberlo sabido. Habían calibrado su debilidad, su sentimentalismo, y Hock reflexionó sobre lo ladinos que eran ellos y lo predecible que era él: hacía unos pocos minutos había abrazado a Zizi con sus manos calientes en el sendero.

—Es probable que no prolongue mucho más mi estancia en Malabo —dijo él con una dignidad exagerada.

Gala se dio en la cabeza con el matamoscas.

—¡Oh! ¡Vaya! Y ¿qué opinión te llevas de tu aldea?

—Está cambiada.

—Tal vez no ha cambiado. Tal vez siempre fue así.

—Hace cuarenta años me sentía en mi casa.

—Fue una época especial. Casi podría hablarse de una era. La gente tenía esperanzas como nunca antes. Después de unos años la esperanza voló. Ya te habías ido para entonces, de vuelta con tu gente.

—Pensaba que los sena eran mi gente. ¿Qué ha pasado?

—Nada. Eso ha sido lo peor. La gente aguardaba un milagro, y cuando el milagro no llegó todos se enfurecieron. Ya has visto a todos esos jóvenes en Malabo, por todo Lower River. Están tan furiosos… ¿Tú qué piensas?

Hock la miraba fijamente pensando que tendrían más o menos la misma edad, y sin embargo, a pesar de su verbo fácil, su cuerpo era una ruina, un derrumbe total pese a tanta ilustración. En sus ojos se distinguía una nube; no estaría ciega, pero tras una dura vida a merced del sol únicamente podría ver imágenes turbias y lechosas.

—Zizi no está furiosa —dijo él.

—Yo crié a Zizi —dijo Gala—. Mis niños no estaban furiosos. Los envié lejos por su propio bien. Mi primogénito está en el Reino Unido, es farmacéutico. Otro lo tengo casado en Sudáfrica.

—¿Cuántos hijos tienes?

—He alumbrado un total de ocho, pero dos no superaron la primera infancia. Otro murió de disentería y otro más sucumbió a causa de la malaria. Yo misma he padecido la malaria. Espero que estés tomando precauciones.

—Me tomo una pastilla todos los días.

—El jefe, Festus Manyenga, estuvo con la Agencia en un programa para la erradicación de la malaria. También de reparto de alimentos.

La mención de ese nombre brindó a Hock una ocasión para preguntar.

—¿Qué piensas de él?

—Festus estaba tan hinchado cuando trabajaba para la Agencia… —dijo ella riendo—. Era el conductor, no una posición de gran rango, me dirás; pero llevaba un uniforme que le favorecía. Se aprovechaba. El coche que llevaba era grande y caro. Lo trataba como si fuese de su propiedad. Les hurtaba cosas. Toma un poco de té.

Zizi sostenía una bandeja de estaño sobre la que temblaba una taza, mientras su tía le servía el té a Hock.

—Creo que tenemos algunas galletas —dijo Gala. Gesticulaba desde su butaca como una reina. Por fin, con el ceño fruncido y una mano tajante, indicó a Zizi y a la tía que debían retirarse. Seria y en voz baja le dijo a Hock—: Espero que estés yendo con cuidado en Malabo.

—Hago lo que puedo.

—Por favor, ten precaución.

—Pareces preocupada.

—Conozco a esa gente —ella se inclinó hacia delante—. Son diferentes de las personas que conociste aquí. Nosotros éramos bastante risueños. La independencia fue una fecha dichosa para todos. La escuela estaba recién levantada y eso era maravilloso.

—¿Cuándo se derrumbó?

—Unos pocos años después de que te marcharas.

—Solía pensar en lo feliz que sería viviendo aquí… —y dejó la frase en suspenso, como queriendo añadir «contigo».

—Tomaste la decisión correcta al ir a casa. ¿Tienes una familia?

—Una mujer, una hija —dijo—. Una exmujer. Una hija furiosa.

—Sea como sea, es tu hija para siempre.

Él no podía aclararle por qué opinaba de forma diferente, y que al partir se había despedido de su amigo Roy y no de su exmujer ni de su hija.

—¿Me estás poniendo en guardia contra la gente de Malabo?

—Tú eres más sabio que yo. Pero éste es mi hogar. Esta gente sólo te conoce por el nombre y la reputación. Saben que no temes a las serpientes. Aparte de eso, eres un extraño aquí.

Sus palabras, pronunciadas con una voz muy grave, habían sonado a augurio, y él se rio para quitarles gravedad. Sin embargo, ella continuó con la cabeza gacha, preparada para nuevas confidencias.

—Devorarán todo tu dinero. Y cuando se haya acabado el dinero, te devorarán a ti.

Él dio un respingo, y de inmediato lamentó haber mostrado su sorpresa. ¡Qué lejos quedaba todo eso del recibimiento que había esperado! Y aún le resultaba más traumático oír esa información de boca de esa mujer elocuente, que llevaba la marca del sufrimiento. Estaba enferma, tenía sobrepeso y le faltaba el aire: tras farfullar la advertencia, se había quedado exhausta y jadeaba.

—Así que ¿no puedo confiar en nadie?

—Puedes confiar en mí. Y en Zizi.

—¿Qué edad tiene? ¿Dieciséis?

—Más. Cumplirá pronto los diecisiete, aunque todavía es una niña, una mtsikana —era una distinción local para las chicas que no habían sido iniciadas—, una virgen.

—¿No hubo chinamwali para ella?

—No estoy de acuerdo con la iniciación. ¡Cómo se enfadó Festus!

Hock le lanzó una ojeada a la chica.

—Qué joven.

—Yo no era mucho mayor cuando te conocí. Dieciocho.

—No tenía ni idea. Eras profesora.

—Cualquiera podía ser profesor en aquellos tiempos. Pero, tal como averiguaste, estaba prometida al señor Kalonda. Zizi no está prometida.

Al oír su nombre, Zizi se tensó vigilante y solemne. Estaba arrodillada junto a su tía en el extremo de la veranda, como aguardando instrucciones. Zizi parecía nerviosa, esperanzada, con sus ojos negros ribeteados de blanco iluminando la tersura de su rostro. La cabeza rapada le aportaba un aire aristocrático y también un toque ambiguo, una apariencia andrógina: el chico-chica esbelto con pecho y pies grandes. Hock se alegró de que Gala elogiase a la muchacha —hasta parecía que lo estuviera incitando—, porque había empezado a depender totalmente de Zizi, con una mezcla de indefensión y deseo. Tal como se decía a veces a sí mismo, se sentía más como un chico perdido que como un hombre en la orilla umbría de la mediana edad.

—Amigo mío —repitió Gala—, estoy tan feliz de haberte visto. Pero también me alegraré cuando me entere de que estás sano y salvo en un sitio bien lejos de Lower River.

No había terminado aún. Alzó el brazo para hacer una observación. Para hacerle quizá otra advertencia, pensó Hock, pues tomaba el aire requerido antes de anunciar algo que revestía gravedad. Había empezado a decir: «No creas…».

Luego el «ra-ta-ta-ta» y la vibración de un silenciador de moto suelto rompieron la calma, aterrorizando a un perro dormido y arrojando puñados de polvo blanco; Manyenga frenó con un derrape ante la choza de Gala.

—Me estaba preocupando —dijo Manyenga peleándose con los mandos del manillar y apagando el motor—. Pero aquí está usted, viendo a su amiga.

Gala se levantó abandonando su posición alerta, se relajó y dio unas palmadas para saludarlo. Pronunció todas las fórmulas rituales de bienvenida, también las repeticiones, con una voz ligeramente sumisa, llamándolo Festus, y concluyó con el ofrecimiento de una taza de té.

—No puedo quedarme. Tengo que ayudar a este gran hombre —dijo Manyenga. Luego, casi entre dientes, le siseó algo a Zizi en sena. Sin decir palabra, ella se escabulló y dio media vuelta para tomar el sendero. Alzaba las rodillas al andar, como en una marcha militar.

Manyenga se subió a la motocicleta y le dio una patada a la palanca de arranque. Alzó la voz por encima de las revoluciones del motor, pero aun así sus palabras resultaron inaudibles. Hock había empezado a seguir a Zizi, pero Manyenga le hizo un gesto para que se montara tras él en la moto.

Hock se despidió de Gala con la mano y pronto su figura se perdió por el camino, superando a la chica marchadora, rumbo a Malabo.

En su choza, tras apearse, Hock se sintió asqueado: había sido víctima de un secuestro. Manyenga no apagó el motor. Sacudió la cabeza en una suerte de reconocimiento. Pero antes de acelerar para irse le gritó a Hock:

—¿Qué le dio a ella? Un regalo, ¿eh? —dentro de la nube de polvo que removía y levantaba, Manyenga se presionó la nariz con el dorso de la mano, en lo que pareció un gesto hostil—. ¿Qué tiene para mí?

Hock hurgó en su bolsillo, encontró una cáscara de cacahuete partida y se la dio, depositándola sobre la palma abierta del hombre.

—¡Eh! —rezongó Manyenga cuando se dio cuenta de lo que era—. ¡Cacahuetes! Qué gracioso es usted, padre.

Una vez se hubo ido, Hock esperó en la sombra a que Zizi regresara. Sin nada en lo que ocuparse, rememoró punto por punto la visita y recordó que había visto un libro debajo de la butaca de Gala, un libro con las hojas raídas, hinchado por la humedad, con el lomo resquebrajado y en apariencia mordisqueado, como una reliquia de otra época. Se lamentó por no haberse fijado mejor. Probablemente era una Biblia.

Cuando Zizi apareció a hurtadillas por entre la maraña de arbustos, en un margen del maizal, Hock se alegró. Pero la jornada lo había desazonado. Ahora conocía los límites de ese mundo, lo estrechos que eran.