La fuente de la dicha de Hock, años atrás, había sido su confianza en la inocencia de los nativos. Había sido feliz mientras no había sospechado que en Malabo alguien pudiera albergar intenciones oscuras. Y se había sentido afortunado, agradecido, por ello. Pero ahora la desconfianza le producía quebraderos de cabeza. El recelo que sentía hacia Manyenga y los suyos era tal que se volvió más precavido al informar sobre sus propósitos, y empezó a medir cada una de sus palabras. Los riesgos eran obvios. Si adivinas lo que hay en la mente de una persona, tienes poder sobre ella.
Otra manifestación de esto era la opacidad de los aldeanos de Malabo, que nunca decían nada que dejara entrever sus sentimientos reales. Este rasgo los hacía parecer melifluos, pero en el fondo sentían una profunda desconfianza hacia él, y no eran en absoluto inocentes. Y sin embargo, Hock había aterrizado con las mejores intenciones, les había repartido dinero y mostrado sus ganas de colaborar. Había empuñado incluso una pala y un filo para despejar el patio del colegio, en la misión de restaurar la escuela de Malabo. Pero la triste extravagancia de los lugareños no dejaba sitio más que para el recelo.
¿Qué quería?, parecían preguntarse. Él veía ese interrogante en sus sonrisas evasivas, en las miradas de soslayo, en los ojos achinados, en el modo en que lanzaban al aire una sugerencia —«Nos las podemos arreglar mejor si tenemos un pozo nuevo»— y lo miraban fugazmente para comprobar si había picado. Todo intento de ser franco con ellos era desaconsejable, pues habrían tomado esa sinceridad por una treta.
Hock no quería nada de ellos, pero sabía lo que ellos querían de él. Era sencillo: un suministro inagotable de billetes de kwacha. A causa de la gran devaluación de la moneda, del ínfimo valor de los billetes, incluso una suma modesta, el equivalente a cincuenta dólares, había de materializarse en una gran bolsa repleta de dinero. Y junto a la necesidad de dinero, estaba la obligación que le imponían, o al menos eso era lo que pensaba él, de ser testigo de sus penurias. Parecían querer demostrarle que merecían tal beneficencia. Sí, era una patraña.
Cuando ya no le quedara nada, se marcharía. Pero Hock se cuidaba mucho de no revelar nada sobre sus planes, y lamentó no haber podido contener la emoción al enterarse por Manyenga de que Gala seguía viva. Manyenga había destapado uno de sus secretos: que todavía sentía algo por esa mujer a la que había conocido hacía tanto tiempo, un recuerdo que no había compartido con Deena en todos los años que duró su matrimonio.
—¿Quiere que le lleve a ella? —propuso Manyenga un par de días después, volteando la cabeza—. Yo lo puedo arreglar.
No necesitó pronunciar el nombre de Gala. Sabía lo que había en la mente de Hock y estaba explotando ese poder. Hock recordó que Manyenga había vivido con los cooperantes que lo habían empleado como chófer. Había aprendido a leer los gestos y las expresiones de los europeos; tenía un cumplido conocimiento de las reacciones de los mzungu. Sabía cuándo quedarse callado y cuándo intervenir. Era su estrategia de supervivencia. Los europeos podían llegar a ser transparentes dominados por la ansiedad. Él había sido su intercesor. «Festus, mira lo que quiere esta gente», «Pregúntales el precio», «Encuéntranos un sitio para alojarnos», «Consíguenos algo de comida», «Háblale al jefe», «Nos vemos en la furgoneta», «Haz llegar ese mensaje».
Manyenga había sido su hombre. La relación había terminado mal, Hock no tenía dudas al respecto, porque Manyenga había llevado su codicia y su holgazanería demasiado lejos. Pensando que los conocía, se había vuelto engreído, incauto, imprudente. Ellos lo habían malinterpretado y él no había sabido parar. Ni siquiera ahora parecía consciente de lo obvios que resultaban sus manejos.
Hock extraía una lección de esto último, pues quería evitar a toda costa ser tan previsible, y más cuando su sueño había sido regresar a hurtadillas hasta la aldea, sin ser advertido, para retomar su vida donde la había dejado.
—¿Llevarme adónde? —contestó a la presuntuosa sugerencia de Manyenga.
—A la mujer: Gala.
—No. No tiene importancia.
Eso desconcertó a Manyenga. Tenía la costumbre de hurgarse la nariz cuando se embarcaba en una reflexión. Torció la cara y clavó un dedo en una fosa nasal, y su confusión le dio tiempo a Hock para pensar.
Hock no estaba solo. La enjuta Zizi seguía llevándole agua caliente en la tetera negruzca todas las mañanas. Y recogía su colada, un montón apilado en sus flacos brazos. Él no sabía a ciencia cierta si ella también se encargaba de lavarle la ropa, pero en todo caso esas prendas volvían dobladas, y planchadas, tal como él había ordenado, con la poco manejable plancha de brasas. Que la raya estuviera bien hecha no le importaba, pero sí que hubieran sido bien calentadas. Todo Lower River estaba plagado de moscardas. Las moscas tumbú depositaban sus huevos en las ropas mojadas de los tendederos. El planchado eliminaba los huevos y la posibilidad de que se incubaran con el calor del cuerpo, para colarse finalmente bajo la piel. En su primer año en Malabo, Hock no había planchado su ropa y los gusanos en su carne se habían convertido en dolorosos furúnculos.
Zizi se arrodillaba y barría con la escoba de ramitas, quitaba el polvo y trajinaba, y emitía como un cloqueo cada vez que tiraba algo. A Hock le encantaba verla feliz, estirándose bajo el calor, murmurando ufana «Pepani» —¡lo siento!— cada vez que pasaba por delante de él. Sus grandes ojos negros y sus largas pestañas hablaban de un carácter inocente, y Hock veía que ella lo consideraba su protector. Cuando los muchachos bravucones de la aldea la incordiaban por ser virgen, ella buscaba la proximidad de Hock, y entonces los chicos se callaban, consternados. Aunque sospecharan de sus intenciones, él sabía que lo temían, porque su condición de extranjero le confería un poder especial. Zizi sabía que él no la despreciaba.
Y Snowdon, con su cara tiñosa, los dedos retorcidos y los pies torpes, también buscaba la protección de Hock, puesto que los enanos a menudo eran asesinados para utilizar sus cuerpos como medicina. Snowdon ya se había percatado de que Hock sentía predilección por Zizi, y aquello sorprendió y avergonzó a Hock. El bufón había dejado claro que estaba enterado una tarde en la que Hock se sentaba en la veranda y contemplaba a Zizi, que barría en cuclillas el polvo y las hojas del patio al modo de las mujeres de Malabo, conquistando la parte delantera en sombra al limpiarla. El tullido Snowdon avanzó a trompicones hasta la chica y le pellizcó en el hombro.
Zizi se estremeció dentro del chitenje que la envolvía, haciendo que la prenda cediera, y luego se detuvo a ajustársela, ciñéndola y recomponiéndola, mientras se apartaba del enano.
—Ella es bonita —dijo Snowdon con su voz chillona, lanzándole una mirada pícara a Hock—. Ella es —y en ese punto frunció la boca y utilizó la única palabra inglesa de su vocabulario—: Fi-di-dom —«libertad».
Otro con un acceso franco a lo que Hock guardaba en su corazón.
Zizi estaba de pie, con los ojos bien abiertos y los labios apretados como si buscaran estabilizarse, y respiraba con ansiedad por la nariz, mientras le ofrecía un cuenco de estaño con pollo y arroz. Ella era negra, esbelta y enfática, la encarnación de un signo de interrogación, y se situaba enhiesta ante él, con su atuendo ligeramente aflojado a la altura de los pequeños pechos, bien afianzada sobre sus grandes pies, aunque se inclinaba apenas en una suerte de desmañada reverencia tratando de mostrar respeto al entregar ese cuenco caliente con comida.
A Hock le encantaba sentir en los pies el tacto de los tablones de la veranda, y se sentó allí descalzo, vestido con un pantalón corto. Bebió una naranjada templada y se comió la carne dura y el arroz pastoso; luego peló un jugoso mango y se dio el capricho de una de las últimas chocolatinas que quedaban en su despensa. Mientras tanto, Zizi lo observaba desde el extremo de la veranda, el enano se mordisqueaba los dedos y las palomas zureaban tristes en el espino contrahecho. En momentos así Hock se sentía como un animal, un animal feliz, con comida en la zarpa y la cara pringosa.
Pero estaba solo. Y en tardes calurosas como ésa, le resultaba sencillo creer que era el único extranjero en todo Lower River, el último mzungu vivo en ese planeta ardiente y polvoriento, acompañado de su séquito: la chica flacucha, el enano y sus serpientes. Deleitado en su papel de último hombre, había dejado de encender la radio, pues ya no le interesaba lo que dijesen las noticias. Redescubrió entonces algo sobre el pasado que había olvidado: prueba a cortar el flujo de noticias, deja que pasen un par de semanas, vuelve a ponerte al día y comprobarás que no te has perdido nada. Era una cura del embuste sobre la necesidad de estar al corriente. Las noticias no importaban, porque nada era noticia. Y nada importaba. Nadie tenía el más mínimo interés en Malabo, y por eso los lugareños habían sospechado de él, creyendo que debía de albergar motivos ocultos para acercarse hasta allí. Él quería algo de ellos, ¿por qué si no iba a recorrer un trecho tan largo para habitar una choza? El altruismo era desconocido allí. Cuarenta años de ayuda, beneficencia y oenegés les habían enseñado eso. Sólo los foráneos con intereses particulares perdían el tiempo en África, y África los castigaba por ello.
Hock resultaba mucho más difícil de desentrañar porque, a diferencia de los otros forasteros, estaba solo, y en ese estado había una valentía implícita. Carecía de contexto, de vehículo, de escapatoria. Era un extranjero, un solitario, y el único modo de llegar a su corazón era confrontándolo con una chica flacucha, igual que cuando se le ofrecía al viajero un cuenco con comida o un trago de un coco verde, para así probarlo, para ver si se trataba de un hombre de verdad, y también para desarmarlo entre retrasos, confinamientos y obligaciones.
¿Sabía Zizi que la estaban utilizando? Había momentos en los que Hock posaba sus ojos en ella con un viejo apetito…, era algo superior a sus fuerzas. Ella dispuso la comida en la inestable mesa y él alargó la mano, le entrelazó los dedos y los mantuvo así unos segundos, tirando mínimamente. Él contempló entonces cómo se agrandaban los nerviosos ojos de la joven, que presionaba los labios cerrados y abría las fosas nasales para tomar aire, y alguna vez Hock creyó notar que movía las orejas, contrayéndolas para captar una señal de peligro. Zizi se paró, con los pies juntos, uno montándose un tanto sobre el otro, el dedo gordo rodeando a su hermano.
En sus manos llevaba inscrita su historia. Los dedos, aunque alargados y de aspecto delicado, eran como ramitas al tacto, callosos y ásperos en las puntas por manipular la leña y las ollas calentadas. El dorso de sus manos era escamoso, pulido, y las durezas de sus palmas parecían casi de reptil. No era mayor —¿unos dieciséis años?—, pero llevaría trabajando desde los seis, acarreando troncos, recogiendo maíz, machacando el grano con un mortero. Como cualquier otra mujer allí, era capaz de transportar en sus manos desnudas el recipiente de estaño más caliente. El trabajo había endurecido esas extremidades, y aunque a distancia seguían pareciendo gráciles, cuando Hock las tomó entre sus propias manos, sintió únicamente una carne tan muerta y rugosa que pensó que asía una garra. Y supo que esos dedos habían perdido tanta sensibilidad que apenas alcanzarían a sentir el calor que emanaba de los suyos. Aun así, no le soltó la mano, y de esa forma conoció mejor su vida. Quería que tuviera claro que se preocupaba por ella.
Desde la entrada llegó un sonido ahogado que lo hizo girarse. Snowdon se atragantaba con los mocos que le taponaban la maltrecha nariz, y los miraba desde la completa ruina que era su rostro.
La manera no verbal de Zizi para responder a esa intrusión fue un repentino arqueamiento de las cejas y un sorber áspero y sonoro de la nariz.
—Manda a Snowdon a por algo de agua —dijo Hock, porque no quería testigos, ni siquiera al enano, tan despreciado por todos en la aldea.
Zizi habló a voz en grito, y abrumó al enano con instrucciones mientras golpeaba el cubo para llamar su atención, persiguiéndolo. Y una vez el enano se hubo marchado impulsado por sus romos pies, de dedos casi inexistentes, Zizi regresó con los brazos en los costados y el chitenje retorcido entre los dedos.
—Dime, ¿conoces a una mujer llamada Gala?
El sí de Zizi fue un alzamiento de sus cejas y una inspiración por la nariz.
—¿Vive en Malabo?
Zizi frunció el ceño, entrecerró los ojos y permitió que su cabeza se inclinara una vez, ladeándose sólo un poco, como reaccionando ante un olor traído por una brisa recién levantada.
—¿Sabes dónde vive?
De nuevo el movimiento de las cejas, y esos ojos imposiblemente grandes que convertían su rostro en algo encantador e inocente. En todo ese rato ella no había abierto la boca.
—¿Cerca? —la palabra sena era una de las favoritas de Hock, «pafoopy».
Un asentimiento casi imperceptible resultó más que concluyente, y para añadir énfasis Zizi hundió un poco la barbilla.
—¿La conoces bien?
La joven pareció azorada y entrelazó los dedos. Se balanceaba como para ver si alguien escuchaba cerca.
—Mi gogo —dijo con una voz ronca, y luego, inesperadamente en inglés—: My granny —«mi abuelita».
Después de que se fuera, Hock comprendió que ella se le había confiado. No había querido que nadie más la oyese. Tal vez era la única persona de la que él podía fiarse allí.
La sola presencia de esa chica alta y flaca aliviaba sus días, y cuando asimiló que se trataba de la nieta de Gala, pensó: «Cómo no». «Tía» podía significar muchas cosas, pero «abuela» sólo una: tenían lazos de sangre. De todos modos, él no lograba detectar un gran parecido entre Zizi y la Gala a la que había conocido de muchacha en Malabo, cuando él también era joven: dos veinteañeros en un país que acababa de despertar tras más de medio siglo de colonización. La independencia se había acogido como un drama en Blantyre, un gran acontecimiento que Fogwill recordaba claramente, con el duque de Edimburgo presente durante la arriada de la Union Jack. Malabo había sido una fiesta, con los niños de la escuela bailando y los aldeanos cantando, y dos largos días de borrachera.
—Pero somos lo mismo —le había dicho un anciano a Hock en esa fecha—. Tal vez más peores.
—Adiós a los ingleses —le respondió Hock.
—En Lower River nada cambia.
El hombre que había afirmado eso era el padre de Gala, al que Hock había conocido durante la función de danza.
—¿Gala no viene?
—Somos cristianos; yo mismo fui bautizado en la misión Chididi —le dijo el hombre, ceñudo ante las chicas de pechos descubiertos, los sudorosos mozos que pisoteaban el suelo en la danza Likuba y los espectadores de ojos llameantes. La celebración tuvo un enorme impacto en Lower River.
No se trató de la exhibición de patriotismo con banderolas, desfiles y discursos devotos de las localidades más grandes. Fueron dos jornadas de puro libertinaje, un banquete de pescado ahumado y arroz, bidones de cerveza casera —el espumoso caldo que las mujeres elaboraban fermentando el maíz—, muchachos bullangueros y chicas vocingleras. Hock se había quedado estupefacto ante ese súbito jolgorio y se había asustado también, porque era su primer contacto con los sena en su versión más atolondrada, una veta salvaje en realidad, y la borrachera había degenerado en grescas y violaciones. Algunos chicos le habían gritado por ser un mzungu.
Y luego todo se terminó en un momento. Nadie volvió a hablar sobre el descontrol que había imperado en la fiesta por la independencia.
Todos esos sucesos pertenecían a un pasado ya lejano. Él recordaba al viejo diciendo: «Somos lo mismo» y «Tal vez más peores». Pero daba igual. Eran lo que eran. En muchos aspectos, Lower River permanecía inmutable. Tal vez el cambio nunca había entrado realmente en sus planes, y cuando habían ayudado a Hock a levantar la escuela, sólo le estaban siguiendo la corriente.
Esto parecía una constante en la vida del país: saludar a los extranjeros, dejarles vivir su fantasía filantrópica —una escuela, un orfanato, una clínica, un centro de bienestar social, un programa para la erradicación de la malaria o una iglesia—, para luego determinar si cabía la posibilidad de un beneficio alrededor de todo ese trabajo y gasto —una comisión, un soborno, un puesto cómodo, un vehículo gratis—. Si la estrategia no funcionaba —y pocas cumplían las expectativas—, ¿de quién era la culpa? ¿De quién había partido la idea?
Probablemente ésa era la queja que tenía Manyenga: desde su enfoque, él no había intentado engañar a la organización para la que había trabajado, sino que con su mera presencia esos cooperantes se habían aprovechado de él.
Podía plantearle la misma objeción a Hock (que disentiría, claro), quien no había tardado en tentarlos con su riqueza nada más llegar. Manyenga no era culpable. Hock había pedido ser desplumado con su mera aparición y su inverosímil historia acerca de la felicidad que antaño conquistó allí.
Así pues, debía irse, no tenía sentido prolongar su estancia, pero antes tenía que visitar a Gala. Necesitaba darse la satisfacción de ver a una sola de las personas a las que había conocido allí, y que a su vez lo reconocería, especialmente Gala, a quien él había amado.