Era un profesor joven en Malabo que había caído rendido al amor por primera vez, y su deseo por Gala era tan grande que si no la conseguía, enfermaría. Ella era consciente del ardor de su mirada y a menudo volvía la cabeza para otear de soslayo y sonreírle, al sentir los ojos de Hock fijos en ella. Su enamoramiento era otro indicador de la felicidad que había alcanzado en Malabo. Gala era esbelta y fuerte, independiente, y caminaba a buen paso desde su choza hasta la escuela, sola, vestida con una blusa blanca, una larga falda negra y unas sandalias rojas. ¿Qué habría dado a cambio de conseguirla?, pensaba en ocasiones, y se respondía a sí mismo: todo. Habría permanecido allí, solicitado la nacionalidad, y habría vivido en el campo, para criar a sus hijos, para no regresar nunca. Algunos hacían cosas así, Fogwill, por ejemplo, y por eso verlo desdentado en Blantyre lo había afectado tanto: Fogwill era el hombre que él habría sido.
Pero Norman Fogwill se había casado con una campesina que ambicionaba luces más destellantes, y la señora Fogwill, oriunda de Yao, una aldea en la orilla del lago, había dejado el país para vivir en Inglaterra. Gala estaba hecha de una pasta diferente. Hock había supuesto que ella nunca se marcharía de allí, pero de todos modos le sorprendió saber que aún estaba viva.
En el momento de la independencia no tenía más de veinte años. Una cara algo plana, con las reminiscencias asiáticas comunes entre los sena: pómulos altos y los ojos algo rasgados y de párpados caídos. La cabeza rasurada resaltaba unas simetrías esculturales, y el cuello era fino y de aspecto frágil. Era muy delgada, y los músculos de los brazos y las piernas la hacían moverse con un paso ligero y flexible. Entonces su pequeño culo respingón chocaba con la oscilante falda del chitenje rojo que llevaba a veces.
Tras algunas vacilaciones, Hock se había sentido seguro de poder convencerla para que se casara con él. Esperaba acostarse con ella primero, pero ¿qué tenía eso de malo? Él le podía ofrecer cualquier cosa. Era sólo una cuestión de tiempo. ¿Cómo iba a rechazarlo? Conocía el ascendiente del que gozaba un mzungu en Lower River: algo mágico, casi más propio de dioses. Sin embargo, lo disgustaba pensar que su aura de hombre blanco pudiera apabullarla; ese rincón remoto había visto a muy pocos como él, y siempre armados, en Land Rovers, con botas en los pies y un grito en la boca; hombres corpulentos y rosáceos, inconmovibles ante los cuerpos desnudos y delgados de los sena. Algunos de ellos, los más curtidos, eran colonos portugueses que habían incursionado desde la frontera en Villa Nova, o atravesado el río en busca de animales a los que disparar. No había profesores entre ellos. Nunca habían visto allí a ninguno como Hock.
—Tenemos que hablar sobre el programa de estudios —había dicho él.
—Estoy lista.
—Ven a mi casa.
—Vale, me pasaré.
El día en que ella se dejó caer por su casa, Hock envió a su cocinero al mercado. La orden sorprendió tanto al hombre que dejó el suelo a medio barrer y la escoba en un cubo. Hock preparó té, habló, le ofreció galletas, aplazó el trabajo, y cuando empezó a hacerse de noche no movió un músculo para encender la lámpara. Puso la radio de onda corta y sintonizó la emisora de Rodesia.
—Bitriss —dijo Gala.
La palabra resultaba impronunciable en Lower River. Los Beatles acababan de llegar al sur de África. Hock sirvió el único alcohol que tenía, una botella pringosa y polvorienta con la que llenó dos vasos de un vermut reconfortante.
—¿Qué es esto? —ella dio un sorbo y puso una mueca.
Tras su cabeza, al otro lado de la ventana, pasado el claro, el cielo se encendía con las llamas espesas del atardecer, y una lámpara titilaba en la veranda de una choza, el fulgor anaranjado de un candil. La noche se adensaba en torno a ellos. Hock quería oscuridad, ocultar su cara, volver invisibles sus temblorosos dedos.
En la penumbra de su propia casa, tan lejos del hogar, rodeado de gente de su aprecio y confianza, Hock se sorprendió ante la avidez que lo devoraba, aún más al ver en qué lo transformaba: un ser obsesionado, casi sin resuello, que volcaba toda su atención en una mujer. Gala estaba sentada en un sofá de mimbre que rechinaba, y su cabeza pequeña y redondeada quedaba enmarcada por la ventana y el brillo del farol a lo lejos, con el rostro en sombra. Él sabía que estaba sonriendo por el modo en que le había preguntado por el vermut, entre dos sorbos, y su sonrisa había sido una indicación de sus dudas sobre aquel dulzón sabor a medicina.
—¿Es vino?
—Una clase de vino.
—¿De la Oriental Portuguesa?
El único vino que conocían llegaba de contrabando desde Mozambique, y las botellas vacías, luego codiciadas como recipientes, se usaban como lámparas o como botellas de agua en las canoas.
—De Italia. ¿Te gusta?
Sus hombros se estremecieron y sonrió: un sabor nuevo donde todos los sabores eran inmemoriales.
—Tiene alcohol, como el kachasu —era el modo educado de nombrar la nipa.
—¿Bebes kachasu?
—Yo nunca tomo.
Ella no estaba bebiendo, sólo daba pequeños tragos. En la cabeza de Hock se desarrollaba la siguiente reflexión: Si bebe un par de vasos, tal vez se maree lo suficiente como para hacerme caso. Pero no podía engañarse: el vermut sabía a jarabe caliente. Gala tan sólo trataba cortésmente de no disgustarlo, por consideración. Durante meses había sido su amiga, su colega en las aulas, pero ésta era la primera vez que estaban juntos en la penumbra.
—Ojalá tuviéramos algo de hielo —dijo él.
—¡Ja! Hielo en Malabo, un milagro. Hasta el término nos falta.
—La próxima vez, conseguiré algo de hielo en Blantyre —dijo poniéndose de pie. Dio la información como si fuera una noticia, y aprovechó la oportunidad para andar hasta el sofá y sentarse junto a ella.
El quebradizo mimbre crujió, y el armazón tembló cuando Gala le hizo sitio. Hock se sintió entonces estimulado, le rodeó los hombros con el brazo y empezó a acariciarle la blusa blanca.
—Pon la luz, por favor —dijo ella.
—Me gusta así.
—Siempre me imagino serpientes que vienen en la oscuridad —dijo mientras se abrazaba a sí misma.
—Las serpientes me tienen miedo.
—Pero a mí no —y olisqueó como para reforzar su argumento. Gala era rápida; nadie en Malabo habría improvisado una respuesta así.
—Yo te protegeré —Hock se arrimó más y posó su brazo sobre ella. Gala se encogió con sólo notar ese ligero contacto.
En ese instante, Hock se dio cuenta de que ella canturreaba la música que emitía la radio, un tema que en su garganta se volvía un rumor vibrante: «She loves you, yeah, yeah, yeah». No conocía la letra, pero guardaba el ritmo a la perfección, y ahora la música le ascendía por la garganta resonando suavemente en su cabeza.
Hock le tocó un pecho y moldeó su blandura bajo la tela de la blusa. Los pechos estaban desprovistos de magia en Malabo: la mayoría de las mujeres los llevaban al aire. Gala no puso objeción. Le dio unas palmaditas en la mano como si se tratara de un amigo casto.
—Me gustas mucho —articuló Hock.
—Alice —pronunció ella, su versión de Ellis, y nada más. Mantuvo la cara apartada, anticipando que trataría de besarla. Su cuerpo estaba girado del otro lado, y levantó un muslo, al parecer para estabilizarse. Pero con ese gesto se escoró hacia él, hasta sus brazos, y él le acarició el pecho. Le cabía en la mano y debajo poseía una tersura especial. Era tan firme como una fruta bajo esa modesta blusa abotonada.
Hock se revolvió para tocarle la entrepierna, pero ella se resistió con un ímpetu tan inesperado que pareció que algo la hubiese pinchado.
Él la calmó, y ella reemprendió el canto, una canción diferente, también de los Beatles, cuyo título Hock ignoraba. Cantaba con la garganta y la nariz, gimiendo, moviéndose casi imperceptiblemente al compás de la música, y luego se enderezó, deslizó una mano hasta la ingle de Hock y presionó, y él casi se desvaneció de placer. Hock le soltó el pecho, le plantó la boca en el cuello y agradeció la oscuridad.
Los sena tenían una manera particular de comer; no se limitaban a juntar un amasijo de pasta hervida para echarla en el estofado, como hacía otra gente en Malaui. En lugar de eso, tal vez para alargar los momentos previos a la comida —puesto que siempre pasaban hambre y la comida escaseaba tanto—, partían una esquina de la pasta caliente, la agarraban con los dedos y la moldeaban hasta formar una especie de perdigón, usando la base de la mano. Luego la alisaban para conseguir una bolita, que pasaban a aplastar, y la trabajaban más con los dedos y el resto de la mano, saboreándola ya, afilando el apetito con ese aplazamiento, logrando la perfección antes de destruirla. El acto, como la masticación, se ejecutaba sin prisa, empleando sólo una mano limpia, y no había que dejar de presionar y apretar en ningún momento el sobado trozo de comida.
Él había visto a Gala comer de ese modo. Y eso era lo que Gala estaba haciendo, recorriendo su cuerpo con sus delgados dedos y su palma callosa. Lo que habría parecido grosero y obvio a la luz del día, en la penumbra resultaba una especie de sortilegio. Él permitió que siguiera, sin decir nada, y luego contuvo el aliento, y cuando el vertiginoso dolor de la liberación fue demasiado, le cogió la mano, la mantuvo apretada y suspiró.
Ella estaba escuchando, mirando a otro lado, con la cabeza alerta, erguida. Había dejado de canturrear, aunque la música seguía sonando.
—¿Qué es eso? —sus dedos apuntaban inquisitivos a su regazo.
Él no quería hablar, y ese silencio tan profundo pareció animarla. Sonrió dulcemente. Tamborileó e hizo un trazo como cuando sus dedos se paseaban por la comida.
—Húmedo —dijo—. Es húmedo.
Él chocó las rodillas como una niña sobresaltada, y colocó su mano mojada en la de ella, mucho más fría, y la apartó de su cuerpo.
—Quiero ver —dijo volviéndose hacia él. Estaba susurrando—. ¿Qué es?
—Ya lo sabes…
—Yo nunca.
En la oscuridad había dejado de ser la brillante profesora con manuales bajo el brazo, y ahora se parecía a cualquier mujer africana que preguntaba toscamente: ¿qué es? Es blanco. ¡Yo nunca!
Gala buscó en su cesta, y a continuación Hock la oyó reírse, mientras ella ondeaba suavemente el foco de su vieja linterna de cromo alrededor de la habitación, y le enfocaba los ojos y los pantalones. Dejó escapar un sonido que no era un grito sino algo peor, un gemido quedo y agónico, como si exhalara su último suspiro: parecía temer morirse ahí mismo donde se sentaba.
La luz amarilla apuntó al otro lado de la habitación, al pliegue entre la pared y el suelo, donde una víbora bufadora reposaba igual que una extraña manguera deformada. Tensa y en el trance de hincharse, su roma cabeza plana se había levantado del suelo arenoso, y los ojos le llameaban fijos en ellos.
—No te muevas —susurró Hock—. Mantén la linterna sobre ella.
La amplia boca de la víbora, salpicada de espumajo, se hallaba entreabierta, y la baba le recubría los finos labios. Con las sombras multiplicando sus espirales, parecía un enorme enredo de nudos que engordaba en la pared más lejana.
—No puede vernos tras la luz.
Ajena a sus palabras, Gala encogía los hombros por el miedo, y su mano daba unas sacudidas tan violentas que Hock temió que pudiera tirar la linterna. El intermitente haz pareció alterar a la serpiente. La cuña de su cabeza se alzó para comprobar el aire con su lengua protráctil.
Hock tomó un cojín del sofá de detrás de Gala y avanzó unos pasos. Al oír el crujido del mimbre, la serpiente se crispó. Hock lanzó el cojín delante de ella y la serpiente lo recibió saltando con todas las espirales de su cola, y arremetió contra él, imprimiéndole un claro paréntesis de baba con la forma de su boca.
Gala chilló aterrorizada mientras Hock le arrebataba la linterna. De una patada envió a la víbora, ya desplegada, hasta el otro extremo de la habitación, donde se recompuso y ganó la puerta abierta, debatiéndose adelante y atrás, intentando tomar aire con la boca.
—Ya pasó —la tranquilizó Hock—. No era grande. Y no son venenosas, aunque pueden morder.
—Todas las serpientes son venenosas —repuso Gala.
—Es una víbora bufadora, su veneno no es mortal. Ya se ha ido.
—No debería haber entrado nunca en esta casa —se reprochó a sí misma Gala, desmadejada por los nervios y sin aliento.
Hock la acompañó hasta su choza, que compartía con otra profesora, porque la casa, al igual que la de Hock, se la proporcionaba la escuela. Estaba en una aldea contigua más cercana al río, donde el padre de Gala poseía una canoa de pesca, guardada en un pequeño recinto construido en una elevación de la ciénaga.
Demasiado disgustada como para hablar, ella se separó de él a la altura de su choza y soltó una retahíla de palabras en sena que podía haber constituido tanto una maldición como una oración.
Pese a todo, Hock estaba excitado. Más tarde, no podría recordar la cita y el abrazo sin pensar en la serpiente: esa desesperada cosa viva con ojos relucientes que se replegaba en el cuarto, mientras ellos se dedicaban a un cuerpo a cuerpo, con la mano de Gala operando sobre él.
Hock no volvió a mencionar nada sobre eso. Ella se andaba con rodeos con él, aún amistosa, más cercana, como fortalecida tras el episodio. Hock pensaba que Gala estaba segura de haber cometido un error, y que ahora, confiada en no repetir la misma equivocación, su resolución la hacía actuar de manera más franca con él.
—Necesito ayuda con los boletines de calificaciones —dijo él un día.
—Estoy ocupada —y se rio. Nunca había dicho nada así con anterioridad.
A Hock le resultaba raro pensar que no ejercía ninguna influencia sobre ella, ninguna clase de poder. Aún más raro se le hacía que le lanzara risitas en lugar de ofrecerle ayuda. Y no obstante —a los ojos de ella, al menos—, ¿no la había salvado de la mordedura de la serpiente?
Un mes transcurrió aproximadamente antes de que él se arriesgara a invitarla de nuevo a su choza. En el intervalo, él le compró un ungüento en Bhagat’s General Store para una herida que tenía en la pierna. Cuando Gala aceptó el tubo de medicina, él pensó que las aguas habían vuelto a su cauce. La invitaría a su choza. Sin embargo, cuando ella estaba con sus amigos, o con Grace, la otra profesora, lo trataba de una manera ligeramente burlona, o hacía como que no lo oía, contoneándose en un paso de baile que sólo conseguía enardecerlo más.
Con el tiempo, cederá, me escuchará, pensaba él. ¿Qué otras opciones había para ella en Lower River? Su padre era pescador y su hermano lo ayudaba a remendar las redes; únicamente Gala poseía una educación, porque carecía de destrezas prácticas que pudieran resultar útiles en el río.
Hock la sorprendió un día sola en su aula, después de que los estudiantes se hubieran ido. Cerró la puerta tras él y apoyó el cuerpo contra esa salida.
—Quiero hablar contigo —dijo.
Ella no respondió nada al principio, y no desvió la mirada de los cuadernos que estaba apilando.
—Puedes hablar —le dijo finalmente, aunque sin levantar la cabeza.
—Quiero verte.
—¿No me estás viendo ahora?
—En mi casa.
—Lo siento. No puedo.
—Dime por qué.
Tras añadir otro cuaderno a la torre, dijo:
—Estoy comprometida.
—¿En matrimonio? —estaba atónito.
—¿Qué si no? —dijo ella remilgadamente.
—¿Quién es el afortunado?
—El señor Kalonda. Creo que no lo conoces. Tiene un puesto oficial en el boma.
—En matrimonio —dijo él intentando aplicar esas palabras a Gala—. ¿Desde cuándo os conocéis?
—Unos dos años, pero él fue a conversar con mi padre sobre el lobola.
Todo giraba en torno a la dote, el precio de la novia, nunca en torno al amor. Entre los sena, era el hombre el que tenía que aportar dinero o una vaca para compensar a los padres por la pérdida de su hija.
—¿Quieres casarte con él?
—Una chica debe casarse —dijo Gala. Entonces suspiró e introdujo los cuadernos en su cesta—. De esa manera los padres pueden ganar. Si la chica tiene un hombre sin estar casados, los padres no reciben dinero.
—¿Ya estabais prometidos cuando viniste a verme el otro día?
—Tú me embaucaste. Y tu serpiente me amenazó.
Ahora había pasado a su tono burlón, y parecía desprender aún más confianza en sí misma tras haber revelado su compromiso. Pero él la deseaba. Sus pestañas eran largas, negras y lustrosas; aferraba la cesta con sus finos dedos; en sus uñas había restos de color rosa, y la herida de la pierna tenía mejor aspecto.
—¿Qué haré sin ti?
Ella notó que él estaba siendo irónico —¿qué otra actitud le quedaba?—. Hock se sentía afligido por la noticia. Pero no podía mostrar ese dolor. Parecía que ella se hacía cargo de todo aquello, pero no había nada que pudiera hacer.
—Tienes tus serpientes —dijo, y se puso en pie—. Por favor, abre la puerta. Tengo que irme a mi casa.
Hock dudó, pero luego abrió. Sin embargo, ella no salió. Caminó hacia él a lo largo de la veranda, dando vueltas.
—Me gustas, Ellis. Sé que te gusto. Pero nada puede pasar ahora. Tengo un prometido. Si sospecha que no soy leal, puede repudiarme. Mis padres se quedarán sin nada. Y están necesitados.
No esperó una réplica: él no tenía ninguna, de todos modos. Gala se alejó a buen paso, y él se dijo a sí mismo que la determinación de sus zancadas y su discurso sobre el dinero le restaban atractivo. Supo que era inalcanzable, también virginal, fuerte, segura, práctica, y cumplía con su deber como hija y como chica de pueblo siguiendo el protocolo y casándose con un funcionario. Sus padres tendrían su vaca y algo de dinero. Ella tenía toda una vida por delante.
El rechazo de Gala le facilitó las cosas en el momento de la partida, y cuando llegó el mensaje sobre la enfermedad de su padre, Hock ultimó los preparativos sin volver la vista atrás. Con la responsabilidad del negocio familiar sobre sus espaldas, dio por finiquitada esa fase de su vida, sus cuatro años en África bajo un cielo estrellado. Pero a medida que los años pasaron, a menudo pensaba en Gala en el sofá, con la cabeza a la altura de la ventana, la menguante luz del atardecer dando paso a la oscuridad, los susurros nocturnos, la música de la radio, ella tocándole, inconfundible, sacándole la vida, y la serpiente, obnubilada en su penumbra, frenética, disponiéndose para el ataque.
Tal vez aquél había sido el deseo más intenso que había sentido como hombre. Incluso años y años más tarde, el mero recuerdo de lo sucedido conseguía excitarlo. Y ¿qué había habido allí? Sólo un contacto, nada más, pero inolvidable, irrepetible, mágico.