Hock se sentó con su cuaderno, lo alisó con la palma de la mano, preparó el bolígrafo e intentó recordar la fecha. ¿Qué podía decir? Dos líneas, una sobre la comida, la otra sobre el sueño; el día y la noche. Por superstición había que evitar escribir nada negativo. Sus ruegos habían sido atendidos, y sin embargo, tras valorar la limpieza de las hojas, únicamente pudo pensar en que había traído el cuaderno desde Medford para registrar sus recuerdos. Hasta ese momento, no había nada en Malabo que quisiera recordar.
Alrededor del mediodía, caminó hasta el maizal, agarró una azada y se metió en el dimba, donde empezó a romper terrones secos y a arrancar las malas hierbas. Dos chicos mayores lo vieron y comenzaron a reírse. Él sabía por qué: era una tarea reservada a las mujeres. Uno de los muchachos sujetaba un escarabajo rinoceronte con un hilo; lo había ensartado con una aguja. El bicho se elevaba y trataba de escapar volando, pero caía como el plomo cada vez que el chico tiraba del hilo hacia sí.
Mientras hincaba y cavaba en una zona con rastrojo, Hock sorprendió a una serpiente. Con destreza, le fijó la cabeza con la hoja de la azada, presionando, y luego la cogió; y cuando la inmovilizó justo por detrás de la cabeza, la sierpe dio un latigazo con su larga cola y le rodeó el brazo con toda la extensión de su cuerpo.
—Kalikukuti —dijo. Una Thelotornis joven, de algo más de medio metro de largo.
Los dos muchachos recularon murmurando «Njoka», serpiente. El dueño del escarabajo soltó su presa, y el insecto, ya en el suelo, escarbó para huir entre los restos esparcidos de rastrojo, arrastrando el hilo. Hock salió del maizal y los chicos echaron a correr, poniendo literalmente los pies en polvorosa. Hock se quedó mirando la extraña pupila horizontal de la serpiente. La llevó hasta su choza y en la veranda la puso dentro de una canasta, que luego cerró. Sentado cerca de ella, se sintió menos solo.
Durmió durante la hora del almuerzo. Al comienzo de la tarde, regresó al arroyo, volviendo sobre sus pasos de la mañana —¿quizá se trataba del nacimiento de una rutina?—, y durante todo el trayecto tuvo tras sus talones a los niños, algunos de los cuales llevaban juguetes de alambre caseros, doblados hasta formar las figuras de coches y carros.
Eran niños pequeños y flacuchos, todo sonrisas; daba la impresión de tratarse de una aldea de niños, como el asentamiento de un cuento de hadas. Uno dijo «Mankhwala», medicina, y los demás se le unieron en un único clamor. Hock sabía que estaban pidiendo caramelos.
—Mañana —los apaciguó Hock. Luego repitió en sena—: Mawa.
Reaccionaron riendo entonces, y Hock les preguntó si sabían inglés.
Ellos admitieron con embarazo que no.
—¿Vais a la escuela?
—¡No escuela!
Había pensado en ver la escuela esa tarde, pero la luz ya empezaba a declinar. La noche se instaló rápidamente: lo dejaría para el día siguiente, así tendría algo que hacer. Mientras contemplaba los últimos jirones anaranjados del atardecer, oyó que Manyenga lo llamaba —«¡Padre!»— a cenar. La comida fue una réplica de la de la víspera: la palangana, la ceremonia de ser servido por Zizi y la primera señora Manyenga; y luego la nsima, el estofado, una ración de pescado seco y el ardiente trago de nipa.
Manyenga se sentó con él.
—He encargado el techado de hierro para su choza —dijo en un tono como si pretendiera tranquilizar a Hock.
—¿Cuánto?
—Muy barato. Yo conozco a este hombre. Le conté sobre su persona. Su padre lo recuerda mucho. Tal vez fue su alumno. Me dio un precio bueno. Sabe que nos asociamos.
¿Otra vez la palabra «asociarse»?
—Ndalama zambiri —dijo Hock en sena, «Mucho dinero».
—No, padre. No en absoluto. Una chapa por seis mil kwachas sólo —al cambio eran cuarenta dólares.
—¿Cuántas planchas hacen falta?
Manyenga no contestó. Hock sabía que el hombre estaba realizando complejos cálculos que le exigían pensar y descartar cifras.
—Seis —dijo por fin, al modo local, que partía el six inglés en «sik-iis».
—Que sean cinco.
—Cinco pueden valer —se apresuró a decir Manyenga.
Después de la comida, al atravesar el claro hasta su choza, Hock vio una sombra en la veranda y apuntó con su linterna hacia allí: Zizi se cubría la cara con una mano, mostrando una palma amarilla. Ella se arrodilló en la luz, manteniendo la mano en alto, y él le apartó el foco.
—¿Qué haces?
—Ujeni —ella recurrió a esa palabra casi vacía de sentido, «qué sé yo».
—¿Te ha mandado Manyenga aquí?
Ella no contestó. Hock sabía la respuesta.
—Hay una serpiente en esa canasta —y al oír eso, ella se puso en pie y retrocedió. Una vez se hubo ido, él entró en la choza y se tumbó en la penumbra, ligeramente borracho y como levitando por efecto de la nipa.
El día siguiente fue igual: el paseo, el enano en el desayuno, la ribera, una siesta, otro paseo, escribir notas; luego la cena en la choza de Manyenga, palabras sobre el dinero y a la cama. Se preguntó si un tiempo malgastado de una manera tan aleatoria y estéril podía calificarse de rutina. Y entonces recordó sus primeras semanas en ese sitio: los días repletos de trabajo, las noches calurosas corrigiendo los libros de ejercicios de los alumnos a la luz de un farol. La tristeza lo fue ganando, en tanto admiraba a su yo más joven y esperanzado.
—Quiero ver la escuela —le dijo a Manyenga al tercer día, viéndolo a la grupa de su moto.
—Está destrozada, padre.
—Tal vez pueda arreglar algo.
Manyenga consideró eso mordiéndose los labios, con una mueca que traslucía concentración.
—Algunos chicos están allí.
En los tiempos de Hock, la escuela había consistido en tres edificios: un par de aulas unidas por una veranda, un bloque exento para la oficina y una larga letrina de ladrillo, un chimbudzi que también era lavadero, con los chicos a un lado y las chicas al otro. Todas las estructuras estaban techadas con un compuesto plástico popular durante los sesenta. Los suelos de cemento se enceraban y abrillantaban con un producto rojo oscuro que venía en una lata de dos kilos y medio.
Manyenga bajó el pie de apoyo de la moto para aparcarla, y Hock y él dejaron atrás el claro y atravesaron las altas hierbas de camino a la escuela. Arbustos que llegaban a la altura de la cabeza se alzaban alrededor de los edificios. La mayor parte del techo de las clases había desaparecido, y sólo quedaban unos trozos quebradizos. Las malas hierbas crecían en los aleros. Se habían llevado todo el mobiliario. La mesa de su choza provenía de allí. Las ventanas estaban rotas. La oficina era sólo un armazón, aunque mostraba señales de haber sido habitada, pues había esteras y colchas arrugadas sobre el suelo y marcas de fuego en la pared.
—Cuidado con las serpientes —avisó Manyenga.
Hock había dirigido una reforma en la tienda de Medford. Sabía un poco sobre construcción. Estudió esas ruinas e intentó imaginar la manera de recomponerlas. Parecían los restos de una antigua civilización, más verosímiles como una ruina; más coherentes y venerables si se tenían por unos despojos.
Un hermoso árbol dominaba ese escenario de decrepitud, un árbol que había plantado él mismo, todos esos años atrás, cuando el ministro de Educación compareció para inaugurar la escuela; el gobernante había supervisado la plantación, aunque Hock había comprado el arbolito, cavado el hoyo y dispuesto el cerco de ladrillos. El ministro, orondo dentro de su traje, transpiraba, y había seguido los movimientos de Hock mientras éste metía la bola de raíces en el agujero y arrojaba una palada de tierra entre los cánticos de los niños. El abuelo de Manyenga había sido uno de esos niños, enfundado en el uniforme de la escuela: pantalones de explorador y una camisa gris. El árbol medía ahora unos doce metros de alto, y desplegaba una buena sombra. ¿Por qué no lo habían talado?
Más allá del árbol, se sucedían las desbaratadas clases, el esqueleto de la oficina y la letrina saqueada. Los grafitis en las paredes de la letrina eran obscenos, absolutamente corrientes, con figuras de palo en las inconfundibles posturas de la copulación.
—¿Cuánto tiempo lleva esto así?
—Yo no lo sé —dijo Manyenga, verdaderamente desconcertado, algo que sorprendió a Hock.
—Podríamos rehabilitarlo.
Las ventanas eran huecos horadados, el tejado había desaparecido y las puertas estaban astilladas, aunque aún se sujetaban a las bisagras. En su cabeza, Hock comenzó a segar la hierba, a ponerle un tejado a la escuela, e imaginó ésta con una mano de pintura y con caminos de grava delineados. A continuación se transportó a sí mismo hasta ese marco: estaba de pie en la veranda, como el ministro tantos años atrás, y guiaba a los estudiantes durante el himno nacional antes de dirigirles unas palabras de ánimo.
—¿Fuiste a la escuela aquí?
—Yo la escuela la hice en Chimombo, cerca del boma. Completé mi certificado de estudios en Blantyre.
—Eso está muy bien. Y aún eres joven.
—Sí, padre.
Hock pensaba en el complejo que formaban las cuatro chozas, la moto, las dos mujeres y los numerosos niños.
—Yo fui chófer de la Agencia durante unos años —dijo Manyenga—. Ellos traían comida y qué sé yo qué más.
Ahora Hock comprendió por qué Manyenga usaba tantas locuciones de moda.
—¿Por qué no seguiste trabajando para ellos?
—Eran caraduras. Ellos me acusaron con mentiras. No podían aguantar para nada nuestras costumbres. No como usted, padre.
—¿Me ayudarás a reparar la escuela?
—Puedo mandar a unos muchachos. Ellos pueden ayudar.
No era la respuesta que Hock andaba buscando.
—Vale —dijo de todos modos, y dirigiendo la vista de nuevo a las ruinas, citó un proverbio sena—: Poco a poco se hace montón.
Al día siguiente, mientras cortaba las malas hierbas con un machete, cuatro chicos cruzaron sigilosamente el matorral apartando la vegetación con las manos extendidas. Ninguno sobrepasaba los quince años. Uno dijo que venía directo del arroyo, donde había estado pescando. Eran iguales a los chicos que había conocido en el pasado, hambrientos y flacuchos, y vestían harapos en lugar de camisas y unos pantalones igual de astrosos. Entre ellos hablaban en sena.
—Hablad en inglés —dijo Hock.
—¡Ah! —y se rieron y se taparon las caras.
—El mfumu nos mandó.
¿Así que Manyenga era un jefe?
—Esto fue una escuela hace mucho tiempo —les explicó Hock.
—Ahora no es nada —dijo uno de los chicos.
—Pero podemos arreglarla. Entonces Malabo tendrá una escuela.
Observaron a su alrededor, con timidez, respirando ruidosamente; ya no dijeron nada más, pero sus pequeñas inspiraciones significaban que estaban prestando atención y que aparentemente entendían lo que oían.
—¿Quiénes son vuestros padres? A lo mejor los conozco.
No respondieron. Parecían apocados.
—Sin padre, sin madre —dijo uno.
—Estaban enfermos —intervino otro, el más alto, estirando la palabra sena. Cortó el aire con el dorso de la mano—. Murieron.
—Y ¿los parientes?
—Vivimos allí —y ese chico miró al sol guiñando los ojos.
—¿Cuántos vivís juntos?
El chico le mostró a Hock diez dedos.
—Grandes y pequeños.
Hock no había soltado el machete, y estaba rodeado por las hierbas altas y los arbustos crecidos que había troceado. Lo cortado se ajaba ya sobre el suelo, y empalidecía bajo el sol intenso y el calor.
—Ayudadme.
—Podemos intentarlo —respondió el chico alto, y le arrebató el cuchillo a Hock. Otro muchacho agarró otro machete que había en un tocón. La emprendieron contra las hierbas mientras Hock se iba a las aulas para valorar los destrozos. Oyó a los chicos refunfuñar, y el sonido de la siega lo puso de buen humor. El cielo azul se filtraba a través del tejado aplastado. Las cimbras aún estaban en buen estado…, al menos podían aprovecharse. Las estancias estaban calientes, rebosantes de luz solar y se llenaban con las hojas muertas que el viento había introducido por el techo. Hock anduvo con cuidado. Olía a serpiente: en el aire había un hedor a nido en descomposición, un tufo a huevo y calor.
Encontró una rama fina, le quitó las varillas y empezó a escarbar por el suelo, y pronto sorprendió a la serpiente que él sabía que moraba allí, una mamba de labios negros. La punzó, la dejó agitarse y retorcerse, y después le fijó la cabeza con la punta del palo; luego la apresó rápidamente, manteniendo la espumosa boca justo por encima de su puño. Por último la sacó para que la vieran los chicos, un trofeo que recordarían.
—Mamba —dijo—. Mbadza.
Pero los chicos ya no estaban allí, y no sólo eso: se habían llevado los dos cuchillos.
—Son inútiles —dijo Manyenga más tarde. Hizo una pausa valorativa—. ¿Les dio dinero?
Hock respondió que no.
Manyenga se relajó y sonrió.
—Ah —contestó, como diciendo: «¿Qué esperaba, pues?».
No hablaron más sobre el tema. Hock no estaba seguro de cómo proceder. Tal vez todo había sido un error, tal vez la falta de cooperación indicaba que era la hora de partir. Sólo tenía que pedirle a Manyenga que lo llevara al boma, a unos cuarenta kilómetros de distancia, y luego tomar el autobús hasta Blantyre. Sin embargo, habría algo definitivo en eso, una enorme resignación, el final de toda esperanza de regresar. Lo pospondría un poco más.
Esa reflexión lo persuadió para distribuir unas pequeñas cantidades de dinero entre las mujeres con las que se encontraba durante sus paseos por la aldea. Y una mañana, al cabo de unos días, le comunicó a Manyenga que había llegado el momento de irse.
—Nosotros le necesitamos, padre —dijo Manyenga, con rostro suplicante.
Manyenga parecía consternado por lo súbito de la noticia. Hock parecía haberse sentido a gusto, y ahora le salía de repente con ese inesperado anuncio sobre su marcha. Tal vez su determinación los había intimidado, pensó Hock. Pero, de cualquier forma, la sencilla declaración de Manyenga lo emocionó.
Ese mismo día llegaron las chapas onduladas para el tejado; una vieja camioneta las descargó a un lado del camino. Manyenga dijo que las colocarían pronto en la casa.
—Tsopano, tsopano —insistió pasando al sena—. Ahora, ahora —cuando habló en inglés, Hock pensó que ese hombre no le estaba diciendo toda la verdad.
Aun sin la ayuda de los chicos, Hock volvió a la escuela, cortó las hierbas e intentó adecentar las clases, y se encontró a la misma mamba de labios negros en un rincón de una de las aulas. En lugar de molestarla, se fue a barrer la veranda, con el refuerzo de Zizi y su escoba de paja. El enano Snowdon los miraba, y se sacudía las moscas que se le posaban en las pupas.
Hock le dio a Zizi un fajo de kwachas por su cooperación: el equivalente a un dólar. Sabía que Manyenga la había enviado allí para que permaneciera a su lado, para que se acostase con él, y que sólo tenía que decir «Entra» para que la chica se plegara a sus deseos. Era delgada, alta para ser una sena, nada voluptuosa, con la cabeza afeitada, unos dedos finos y unas muñecas huesudas, los pechos pequeños, las piernas largas y unos pies anchos. Por esos pies y por el modo en que se mantenía quieta de pie, a él le recordaba a veces a un ave acuática, a una garza tal vez. Con un baño y ropas elegantes podría haber pasado por una de esas modelos que él había visto en las revistas: rapada, con la famélica angulosidad de la alta costura. Pero ella conocía el hambre de verdad y sus ojos estaban hundidos. Lo seguía como una sombra, siempre guardando las distancias, con la perpetua duda sobre qué era lo que él quería, y pese a todo con el deseo de complacerlo.
Snowdon se limitaba a mirar, y a veces lanzaba una risita o agarraba firmemente un cuchillo y no lo quería soltar, apuntando a Hock con ánimo de incordiarlo.
Hock siguió trabajando en los márgenes de la escuela, de una manera ostentosa, buscando captar la atención o la curiosidad de los lugareños, o bien avergonzarlos, para que así acudieran a ayudarlo. Nadie lo hizo, aunque de vez en cuando una mujer se acercaba a buscar leña y recogía las astillas que él había cortado, o unos chicos iban a garabatear con carbón en las paredes de la oficina, donde quizá habrían dormido algunas noches.
Era como si hubiera llegado hasta allí para vivir sin ser notado: un mzungu invisible.