Durante el sueño, los zumbidos de los mosquitos le torturaron la cabeza; era un gimoteo en los oídos, un cosquilleo en los párpados, algo ineludible. Se despertó mesándose el pelo y dándose manotazos en los ojos, y sólo entonces, antes del amanecer, en el aire denso como una nube de cenizas, respirando las paredes de adobe de la choza y la humedad del suelo polvoriento, recordó dónde estaba. Se cubrió la cabeza con una sábana sucia para protegerse de los mosquitos, se tumbó de espaldas y empezó a reír.
Alguien lo había oído despertarse. Alguien partía ramitas para hacer fuego, y el chisporroteo no tardó en dejarse oír; la tapa de una tetera se cerró con un ruido y pronto siguió el tintineo de las tazas esmaltadas. Un tímido «Odi?». Un niño pequeño se arrastraba sobre sus rodillas y, con la cabeza inclinada, le ofrecía una taza de té con leche y azúcar. Hock dio las gracias por ser tan afortunado.
Con el sol en lo alto, se unió al grupo de hombres y se comió un plátano sentado en un taburete. Los hombres seguían con el tema de la víspera, el cocodrilo, y repasaban la secuencia de los hechos: la controversia sobre el destripamiento, la mención del hígado y, en lugar de un enterramiento, la cremación, con Maso como maestro de ceremonias, para certificar que quedaban a salvo. Hablaban tan rápido que Hock tenía dificultades para seguir el hilo de la charla. Aguzando bien el oído, pudo distinguir por encima de las palabras el estruendo de una motocicleta, cada vez más intenso. Levantó la mirada y vio aparecer esa máquina rugiente en el claro.
—Manyenga —dijo quedamente uno de los chicos.
El hombre aparcó la motocicleta y se acercó a Hock diciendo:
—El chico en la bicicleta comentó: «El americano está aquí», y yo dije: «Lo conozco. Mi abuelo fue su amigo». Bienvenido, bienvenido. Soy Festus Manyenga.
—Hola, Festus.
El mismo torrente de emociones atravesó a Hock: gratitud, levedad, una distensión de la carne. Había conocido a los Manyenga, una de las familias más importantes de Malabo. Uno de los patriarcas del clan, tal vez el abuelo de quien lo recibía ahora, se cubría con un salacot y, prendida a su camisa de manga larga, llevaba una identificación de latón donde ponía «Jefe».
El ritual de hospitalidad se extendió a Festus Manyenga: té, algunas galletas saladas secas, el ofrecimiento de plátanos y la charla amistosa sobre la cosecha, el estado de la carretera, la falta de aceite para cocinar y la noticia de la llegada de Hock —qué sabían de él, de esa figura remota de las historias de sus mayores.
—Yo era pequeño cuando le vi por primera vez —dijo uno de los hombres. Era viejo, desdentado, se enfundaba una camisa astrosa y tenía los ojos enrojecidos, y la piel tersa se le despellejaba como a un reptil—. Mi padre dijo: «Ese hombre viene de América».
—Pensábamos que América estaba en Europa —dijo Maso.
—Yo nunca lo había visto antes. Mis antepasados, ellos eran los amigos —dijo Manyenga.
Hablaban de manera relajada, en inglés, y ensalzaban a Hock. Por fin, Manyenga se puso en pie y comenzó a dar las gracias alambicadamente, tomando a los hombres de las manos, reiterando su gratitud. Hock sabía que era la hora de partir.
—¿Qué planes de futuro tiene? —preguntó Manyenga.
Hock sonrió al oír la expresión.
—Nada especial. Ver Malabo.
—Puedo arreglarlo, padre.
El talego estaba amarrado a la cesta de la motocicleta, y Hock se montó y se acomodó tras Manyenga. La sombra de los árboles los acompañó en el breve trecho que había hasta la carretera principal y, tras levantar polvo unos pocos kilómetros en dirección sur, torcieron hacia la carretera secundaria de Lutwe, que discurría paralela a la frontera con Mozambique. En la época de Hock, era un sendero; ahora había ganado anchura pero la marcha era más tortuosa. Manyenga encajó la moto en una rodada profunda y pisó a fondo. Después de media hora —unos treinta kilómetros—, el piloto aminoró la marcha y se sumergió en la fronda; ya no había carretera, apenas un sendero. Ese mínimo espacio los condujo por entre las hierbas altas y el follaje amarillento hasta llegar a un claro. Allí había unas cuantas chozas esparcidas, unos grandes canastos encaramados sobre unas patas que servían de graneros y el zigzag de senderos que marcaba el límite de Malabo.
En la ribera del Nyamihutu, donde los árboles verdeaban más intensamente, una mujer sacudía una colcha azul colgada de un tendedero. Cerca de ella, una chica barría la tierra lisa con una escoba de paja.
Manyenga no había dejado de gritar desde Marka, pero el ruido de la motocicleta había hecho incomprensibles sus palabras.
—Ésta es su casa, padre —se oyó con claridad nada más frenar ante una choza.
—Sólo puedo quedarme unos días.
—Usted es bienvenido, padre.
La mujer y la chica se arrodillaron y pronunciaron sus saludos, y desde otras chozas llegaron corriendo niños y chicos algo mayores. La aldea se congregaba, vacilante. Hock notó que le tenían miedo: algunos de los mayores parecían de verdad atemorizados. Esas caras angustiadas le hicieron ser más consciente de su presencia allí. Quería calmarlos. Les habría entregado dinero, pero sabía que eso habría desencadenado un alboroto.
—Mi otra esposa —dijo Manyenga sobre una mujer de semblante amedrentado—. Estaba casada con mi hermano.
—Y ¿quién es ésta? —preguntó Hock.
La chica, demasiado tímida como para hablar, retorcía entre los dedos la tela con que se cubría.
—Zizi —respondió Manyenga, y al oír su nombre, la chica se tapó la cara—. La hija de mi primo. Él murió hace dos años. Su abuela la crio.
Al notar la inhibición de la tal Zizi, uno de los chicos pequeños se acercó despacio hasta ella, como si anduviera con dificultad, y empezó a parlotear. El chico tenía los dedos torcidos, pupas en las piernas, la cara maltratada y zonas escamosas allí donde le faltaba el pelo. Tal vez había salido malparado de una pelea, aunque Hock supuso que sería epiléptico, y que las heridas de la cabeza vendrían de las continuas caídas. Entonces se dio cuenta de que no era un niño, sino un enano desfigurado de la talla de un chico, cubierto de harapos. Podría tener cualquier edad.
—Moni, moni —dijo Hock saludando al enano con zalamerías para que se distrajera y dejase así de incordiar a la chica. Hurgó en la bolsa y encontró unos caramelos que había comprado en el hotel—. Mankhwala —dijo, «medicina».
El enano se rio y se comió el obsequio, babeando y chupándose los dedos, y luego se alejó vacilante; tenía los pies rechonchos, y soltaba risitas frente a las mofas de los demás, que repetían una palabra inglesa.
—¿Qué dicen?
—Su nombre, Snowdon.
—¡Fi-di-dom! —dijo el enano al oír su nombre.
—Y ¿eso?
—Freedom —Manyenga dijo «libertad» a su modo, «friddom».
—Así que hablas inglés —Hock se dirigió al enano, que le hizo una mueca antes de sacarle el vibrante bulto de su verdosa lengua. Tenía la licencia del bufón, pero el caramelo había sido efectivo.
—¡Medicina! —gritaban. Y aunque la chica no volvió a levantar la vista, Hock pudo notar su alivio cuando el enano se fue renqueando a otra parte.
—Puede quedarse aquí, padre —dijo Manyenga—. El tejado es malo —estaba hecho de paja, con los fardos cedidos—, porque hemos tenido muchas dificultades. Pero está limpio. Descanse el cuerpo. Mi mujer le traerá agua para el baño. Hoy tendremos algo de pollo y arroz. Podemos hablar de su calendario.
Otra de aquellas palabras.
—No tengo un calendario.
—Su plan, padre —dijo gesticulante Manyenga, tocándose la oreja—. ¿Dónde tiene el móvil?
—¿Teléfono móvil? No tengo.
—¿No? —Manyenga frunció el ceño, y en sus labios se dibujó una sonrisa, como expresando incredulidad.
—No quiero uno.
—Todo el mundo quiere un móvil.
—Tal vez por esa razón yo no —replicó Hock, y vio que Manyenga sonreía aún más abiertamente.
—Eso mismo, usted ya sabe lo que es mejor. Es buen elemento para asociarse.
Asociarse…, otra de esas palabras. Fue Zizi la que le trajo el agua en una palangana, con un pedacito de jabón. Tras lavarse, Hock se tumbó en un camastro de cordeles y bajó la mosquitera que colgaba como un velo de novia. Se adormeció oyendo las voces altas de los chicos en el claro y los sonidos de las patadas a una pelota. ¿En qué otra parte del mundo podía presentarse uno sin avisar y encontrarse las puertas francas y una cama dispuesta? Hock aún sonreía ante la elección de palabras de Manyenga: planes de futuro, asociarse, calendario, plan.
Al ver que se hacía de noche en la choza, se levantó y fue hacia la puerta, más iluminada. El cielo estallaba sobre Mozambique en un atardecer llameante. Buscó el talego con los regalos, y luego se dirigió hacia la columna de humo que surcaba el claro. Manyenga se sentaba allí en una silla. Otra silla permanecía vacía a su lado.
Hock distribuyó los obsequios que había llevado: un bolígrafo para Manyenga, un chal para su primera esposa, una navaja para la segunda, algunos libros para los niños. Y en el suelo dejó una lata grande de café en polvo.
—América —dijo la primera mujer palpando la tela.
Las mujeres pasaron a servir la comida: tajadas de la pata de cabra que habían preparado al fuego, mazorcas de maíz asadas, un cuenco con nsima y verduras estofadas y bandejas con pollo y pescado seco. Manyenga le llenó a Hock un vaso de nipa, y brindaron y bebieron.
Los niños daban brincos a una distancia prudencial, y había otras mujeres de pie, que sostenían a sus criaturas en su regazo mediante telas.
Manyenga hablaba en inglés y en sena, y Hock asentía mostrando su acuerdo; luego se tendió en el suelo y apoyó la cabeza en la silla.
Debió de adormilarse, y oyó a alguien decir: «Cansado».
Cuando quiso darse cuenta estaba a cuatro patas, y luego lo ayudaron a incorporarse. Alguien lo acompañó con un farol, alguien que caminaba a su lado sin articular palabra. Llegó tambaleándose a su choza y, tras arrastrarse bajo la mosquitera, se desplomó en su catre de cordeles. Tenía la carne inerte, como barro.
Se despertó antes del alba, con el canto de un gallo que desgarró el silencio y la oscuridad. No recordaba haber dormido jamás tan profundamente: sin sueños, toda la noche con la boca abierta, con inspiraciones cortas. Le habían dado bien de comer, habían matado un pollo y le habían servido pescado ahumado. A él, que casi había llorado al pensar: Imagina que todo ha cambiado y se ha modernizado. Eso lo habría devastado. Pero el sitio mantenía su sencillez y aún olía a la ciénaga y al río, y a humo de leña. Había soñado con todo eso durante tantos años…, amanecer en Malabo, su vida verdadera, la única que importaba.
Se entretuvo con su transistor de onda corta hasta que hubo luz, y luego recorrió la extensión de la aldea a través de la maleza. En los patios de la mayoría de las chozas, mujeres encorvadas alentaban las ascuas de las fogatas. Hock miró en el interior de los canastos trenzados que servían de graneros, apuntalados cerca de las chozas, y se alegró al comprobar que estaban llenos de mazorcas secas. Vio el edificio de la escuela a lo lejos: reservaría eso para la tarde. Era como contemplar a un viejo amor, aquella joven de treinta años ahora convertida en una septuagenaria flaca, cariacontecida, con huecos en la dentadura y una sonrisa macilenta. Siguió andando hasta la carretera y la sobrepasó para acercarse al arroyo.
Había una poza junto a la corriente, tal vez una zona donde habían cavado para formar el terraplén que servía de embarcadero. El agua estaba absolutamente quieta allí, y reflejaba la orilla más lejana, las pocas palmeras, un jirón de nube en el cielo, y, al cabo de un instante, a una chica delgada que metía los pies en el agua. Se sujetaba la tela del chitenje alrededor de sus finas piernas y la alzaba lo justo para no mojarse.
Siguió tirando de la tela según se adentraba en el agua, dejando las piernas descubiertas. El dobladillo le quedó a la altura de las rodillas, luego más arriba, y no paró de subir conforme la poza se hacía más profunda.
Llevaba un hato sobre la cabeza: la colada, supuso él. Tal vez tenía la intención de lavar en la cuenca cercana, donde había rocas para restregar la ropa lavada y la corriente fluía más grácil y limpia, muy diferente al verde espumoso de la poza.
El agua cada vez le llegaba más arriba, y la solitaria chica levantó la tela hasta desnudar sus muslos. Ahora la túnica suelta estaba hecha un gurruño que ella mantenía en vilo con los puños junto a sus caderas, mientras el sol de la mañana le recorría las piernas lanzando destellos en el agua a medida que la tela ascendía.
El luminoso proceso por el que la chica se fue retirando lentamente el chitenje mientras vadeaba la poza remansada constituyó una de las visiones más incitantes y conmovedoras que Hock hubiera contemplado en su vida. Y, sin embargo, esa chica no pretendía provocar lo más mínimo. La tela era desplazada de acuerdo con el nivel del agua, y cuando sus pequeñas nalgas del color de la miel comenzaron a ser visibles, ella se dio media vuelta para estabilizarse; la superficie de la piscina verde rompía contra un pedazo de oscuridad en la angostura de su cuerpo, un destello dorado, con la falda doblada por encima, y Hock sintió un apetito desconocido desde hacía cuarenta años. Se quedó mirando la luz estrellada en el hueco que dejaban las piernas.
La intensidad de su deseo debió de hacerlo suspirar, porque la chica miró hacia él y rápidamente se agachó y se cubrió en un pudoroso acto reflejo. Luego se alejó y pronto el agua le llegó a la cintura, y la tela, empapada y extendida, flotó alrededor de ella como una flor de tallo largo mientras la muchacha terminaba de vadear la poza como una oscura planta acuática. Era Zizi, la hija del primo muerto.
Hock se sentó en un tronco, y contempló los peces que atrapaban moscas y enturbiaban la suciedad opaca de la corriente. Luego regresó a su choza. Se afeitó, escribió unas notas en su diario, desempaquetó el contenido de su talego y ordenó la ropa, y colgó en alto la bolsa vacía para mantenerla a salvo de las ratas. Había visto deposiciones por el suelo, probablemente de roedores que criarían en el techo de paja.
A todo esto, aún no eran las siete y media.
Después de las ocho, anunciándose a sí mismo con unos sonoros «Odi, odi», Manyenga le hizo una visita y lo invitó a desayunar. Hock se dio cuenta de lo joven que era: muy posiblemente estaría aún en la veintena y llevaba con desenfado una gorra y una camisa azul.
—Salió pronto esta mañana —dijo Manyenga.
Alguien lo había visto. Y una hora más tarde, todo el mundo estaba al corriente.
—He dormido de maravilla. Me va a fastidiar irme.
—Pues no se vaya.
Estaban los dos de pie delante de la choza, y Manyenga miró con disgusto hacia el tejado.
—Pero hay que cambiar el tejado. Quiero para usted un techo de hierro, pero… ¡uf! ¡uf!
Hock sabía que los refunfuños significaban dinero.
—¿No puede arreglarse la paja? Aquí no falta la materia prima.
—La gente que trabaja la paja está toda muerta. Incluso las mujeres. Incluso yo mismo no sé. Necesitamos una intervención.
Hock sabía que estaba pidiendo dinero, y la torpeza de esa estrategia lo hizo sonreír…, era su primera mañana allí. Normalmente una solicitud de ese calado habría llegado más tarde. Pero Hock no se desalentó; se sentía más cómodo conociendo los rudos modales de Manyenga. Sería más fácil vigilarlo. No obstante, no podía negar su sorpresa: todo había acontecido muy rápido.
—Podemos hablar del tema —dijo.
—Voy al boma hoy. Está muy lejos, pero a lo mejor ellos tienen allí algunas chapas de hierro —luego masculló, al parecer en busca de más palabras—. Es una gran prioridad.
Hock sabía que en la cabeza de Manyenga el dinero ya estaba en su bolsillo y las láminas de hierro compradas; hasta habría pensado en quedarse con el cambio y en comerciar con el material sobrante. Sólo faltaba que la transacción se materializara, es decir, que Hock le entregase el dinero.
—He dispuesto esta mesa para sus proyectos —estaba en un rincón de la veranda; Hock no la había visto—. Puede tomar su desayuno aquí. Yo lo veré luego, padre.
La joven Zizi volvió a traer la palangana y observó a Hock mientras se lavaba la cara y se cepillaba los dientes. Regresó con una bandeja de nsima, presentada con un poco de aceite en el centro, un cuenco con verduras en salsa y algo de té. Ella aguardó de pie en la sombra. Hock le habló, pero la chica apartó la mirada, tal vez avergonzada de que la hubiera visto levantándose la ropa en el agua.
Mientras comía, Hock vio una sombra que se arrastraba para luego detenerse: el hombrecito, el enano tumefacto llamado Snowdon, estaba sentado sobre sus talones junto a la veranda, y se columpiaba sobre esos pies rechonchos. La desatención y tal vez los ataques le daban el aspecto de alguien que hubiera recibido una paliza. Estaba triste, y su fea cara se torcía como si sintiera dolor; tan pequeño e impotente, las heridas le refulgían infectadas.
Hock le hizo un gesto y le dio un pedazo de nsima. Snowdon se lo embutió entero en la boca, dejando que las migas le cayeran por los dedos y los mofletes, y masticó todo aquello abriendo bien las mandíbulas.
—Snowdon —dijo Hock.
Al oír su nombre, el enano abrió la boca de par en par, totalmente satisfecho, y le mostró a Hock el bolo a medio comer que tenía sobre su lengua verdosa y picada.
Hock se inclinó hacia él, y le dijo:
—Choca el parachoques de goma.
El enano se abrazó a sí mismo y habló atropelladamente; sentado y sonriente: parecía entender que se trataba de una frase de bienvenida.
Eran sólo las nueve de la mañana. Hock sonrió al pensar en la larga jornada que tenía por delante. Hacía un día reluciente en la soñolienta aldea, perfecta en su quietud, con las volutas del humo de leña, el graznar presuntuoso de los ufanos cuervos y los incesantes y molestos «ay, ay, ay» de los alcaudones.